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ESTA ERA la segunda vez que Chelise hacía el viaje de dieciocho horas a través del desierto para salvar a su padre, pero en esta ocasión estaba sola y asustada, y lo hizo a toda carrera en catorce horas.

El cielo había oscurecido, y ella estaba segura que no era por casualidad. La maldad se suspendía en el aire, amenazando con explotar en cualquier momento. El ejército de Eram había dejado un amplio reguero de basura por todo el desierto, viajando rápidamente sin acampar. Habían comido a la carrera, dejando los desechos de sus alimentos esparcidos por el camino.

Chelise se acercó al valle de Miggdon por el noroeste, siguiendo el rastro de los eramitas, pero en vez de cortar hacia el sur en dirección a la vertiente occidental como ellos hicieran, había girado más al este. Si Samuel y su bruja se hallaban en la ladera occidental, Qurong estaría en la oriental.

Lo que menos quería ella ahora era toparse con Samuel y su pandilla de necios, pues tenía un solo objetivo.

Qurong, su padre, dirigente del mundo, la esperaba. Esto es lo que Michal debió de haber querido decir al expresar: El mundo te espera.

Estos pensamientos recorrían la mente de Chelise mientras se aproximaba a su objetivo. Pero la recorrió un escalofrío en el momento en que tropezó con la amplia escena en el valle de Miggdon.

¡Era demasiado tarde!

El estrépito de metal chocando ruidosamente, unido al rugido de gritos de combate surgía del valle como una colmena de iracundos avispones.

– Tranquilo -dijo dando palmaditas en el cuello del caballo-. Cálmate.

Pero nada en este valle estaba en calma. Rápidamente evaluó la situación de caos.

La batalla principal ya se había iniciado en el fondo del valle con más de cien mil guerreros. De esos, más de la mitad habían sido derribados, heridos o exterminados.

Una de las doce catapultas de las hordas lanzó al aire una bola de fuego. Esta formó un arco sobre el valle dejando una larga estela de humo aceitoso, y como un cometa se dirigió a toda velocidad hacia los ejércitos abajo. El proyectil golpeó estrepitosamente en un mar de carne y se extendió como una mancha. La resina salpicó en todas direcciones, esparciendo fuego. Hombres en llamas de ambos ejércitos corrían de aquí para allá. Luego vino otra bola de fuego, después otra, y a continuación cuatro más, lanzadas todas en rápida sucesión, cada una flotando perezosamente por el cielo antes de estrellarse en los guerreros abajo. Doce bolas fueron enviadas mientras Chelise observaba, y cada una segaba la vida al menos de cincuenta combatientes fuertemente agrupados: Mestizos, purasangres o albinos, no importaba. Todos ardían como moscas.

El cuerpo principal del ejército de Qurong dividía su posición sobre el borde oriental y comenzaba a entrar al valle. La escena bastó para que el corazón de Chelise dejara de palpitarle por un momento. Doscientos o trescientos mil, quizás más, todos de negro, se apuraban colina abajo para aplastar al enemigo. Los caballos levantaban polvo al golpear el suelo.

Entonces los gritos llegaron hasta ella, retardados por la gran distancia. Un sordo rugido de ira de muchísimas gargantas humanas que se abrían.

Luego los eramitas, un ejército más pequeño pero aún enorme, salían del borde a la derecha y bajaban corriendo para entrar en colisión. ¡Guiados por albinos! Todo el ejército, sin dejar a nadie para proteger la colina.

Hasta cierto punto, ella había esperado que los albinos entraran en razón y dieran media vuelta. Pero la lengua de la bruja había demostrado claramente ser demasiado astuta.

Esta era la batalla final. Sin duda, trescientos o cuatrocientos mil estarían muertos en el suelo cuando el polvo se asentara.

Chelise observó horrorizada cómo ambos ejércitos chocaban entre sí. Esto tardó unos instantes, y luego ella oyó el terrible sonido de esa colisión inicial, como dos arietes chocando de frente. Pudo ver las arremetidas de lanzas y las oscilaciones de mazas rebotando de modo grotesco contra cuerpos. Desde esta distancia no se veía sangre ni partes de cuerpos volando, solo dos enormes muros de humanidad destrozándose mutuamente.

E incluso, mientras Chelise observaba, una tercera oleada salió de la ladera de las hordas. Otro ejército para unirse al primero, aumentando el total a más de medio millón. ¡Triplicaban a los eramitas!

Pero los eramitas tenían el brebaje de la bruja. El aliento de Teeleh. Y si hallaban una manera de liberarlo, la tendencia cambiaría a toda velocidad. Chelise estaba tan consternada por la demostración de fuerza brutal que no se le vino a la mente qué hacer. Entonces vio sobre la ladera sur los elevados estandartes que mostraban los colores de su padre, y supo que él se hallaba allí, comandando desde lo alto.

Pero este era Qurong, y él se uniría a sus hombres en batalla si hubiera algún indicio de que estos necesitaban su ayuda. Ella tenía que llegar hasta donde él. Debía detenerlo y obligarlo a usar la razón en este momento de desenlaces. La mujer se aproximaría por el este, donde el ejército horda se había colocado en espera. La guardia de su padre no esperaría a alguien desde ese lado, y así ella tendría mejor oportunidad de llegar hasta él. En un momento de guerra tendrían la orden de matar a cualquier albino a la vista. Si ella moría, su padre estaría irremediablemente perdido.

– ¡Arre!

Chelise espoleó el caballo y lo obligó a dirigirse hacia el oriente. Tardaría hora y media en llegar al extremo lejano, y solo si pasaba sin ser vista. Quizás, si encontraba un garañón extraviado de las hordas y se vestía con atuendo horda. Llegar hasta su padre era lo único que importaba ahora.


***

QURONG CAMINABA de un lado al otro en su puesto de observación, furioso.

– ¡Ba’al! -gritó, deteniéndose al lado de un criado que se hallaba bajo la sombra de un árbol solitario sobre el borde sur, una antigua y frondosa higuera Miggdon, pero sin fruto.

Desde esta posición estratégica no había señal del siniestro sacerdote.

– ¡Trae a ese sórdido brujo -ordenó girando hacia el criado-. Tráemelo a rastras si es necesario. ¡Ahora mismo!

– Sí, mi señor.

El criado salió corriendo, y Qurong dudó que volviera. Cassak ya estaba colina abajo, igual que sus guturales, dejando solo mil guardias para defender el perímetro alrededor de Qurong.

– Dime otra vez lo que les ha sucedido a los guerreros -pidió Qurong volviéndose al mensajero enviado por Cassak-. Esto no tiene sentido, de ninguna manera.

– Un maleficio, una enfermedad, no sé. Pero nuestros hombres en el valle están sufriendo, mi señor.

– ¿Sufriendo? -se burló el comandante-. La guerra está llena de sufrimiento.

Pero no se podía negar la facilidad con que los mestizos destrozaban las filas hordas. Por lo que veía, los albinos eran prácticamente imparables, masacraban a los hombres de Qurong con tal alevosía que sus mejores guturales parecían como atados con cuerdas.

– Malestares y dolor -informó el mensajero volviendo frenético los ojos hacia la colina-. Nuestros hombres aúllan como animales heridos.

– ¿También Cassak?

– Todos ellos, mi señor.

– ¿Y tú? ¿Tú no?

– No. Pero no he estado en la lucha. El mensaje me lo transmitió otro.

– ¿Y tenía él esta afección?

– No lo puedo asegurar. No, señor, no me consta.

¡Esto era imposible!

– ¡Ba’al! -volvió a vociferar.

Odiaba a ese brujo.

Entonces Qurong vio al siniestro sacerdote en el valle. Había levantado un altar en un enclave protegido más al oriente con una docena de sus perversos subordinados. Parecía estar sacrificando… ¡qué desastre! Una cabra. O un ser humano, estaba demasiado lejos para ver claramente.

Qurong observó incrédulo la distante figura morada que levantaba ambas manos hacia un cielo vacío. Nubes negras se habían acumulado, prometiendo lluvia, pero ya no lograba ver shataikis. No había magia en el aire para matar a los mestizos traidores.

Cuando esto acabara, él mismo separaría de los hombros la cabeza a Ba’al. El hombre podría tener algún túnel personal hacia la guarida de Teeleh, pero era un repugnante fantasma, así como los mestizos. Que Teeleh se alimente de la carne del sujeto. Las hordas necesitaban un hombre de fiar a fin de guiarlos en asuntos espirituales.

– ¡Ba’al! -Qurong volvió a gritar su frustración dentro del valle, sabiendo que allá abajo no se podría oír nada más que choques de metal y gemidos de hombres.

Estás gastando saliva en balde, Qurong. Tu ejército está cayendo.

Miró hacia la batalla, con el rostro enardecido. Un albino que se acercó lo suficiente como para que Qurong le distinguiera la oscura y suave piel iba a pie y blandía una espada con ambas manos. La hacía oscilar como si fuera una pluma, cortando y atravesando el pecho de un gutural, y eludiendo luego un hacha lanzada. Como un maestro entre niños. Los hombres de Qurong parecían demasiado lentos.

Se acabó. Te destrozarán de un golpe.

La mente del comandante huyó del valle por un instante y acogió una imagen de Patricia, la sabia mujer que siempre lo había amado. Moriría por ella. Y Chelise…

Querida Chelise, perdóname. Perdóname, hija mía.

– ¡Capitán! -llamó Qurong extendiendo el brazo con la mano abierta.

El capitán de su guardia corrió hacia él e hizo una reverencia.

– Dame la espada.

– ¿Señor?

– ¡Mi espada, Malachi! Dame mi espada. Bajaré. Ordena al resto de tus hombres que entren a la batalla. Hoy viviremos o moriremos.


***

EL VALLE de Miggdon bien podría haber sido una fosa común y Samuel no habría notado la diferencia. Que se las hubiera arreglado para sobrevivir tres horas de lucha cerrada no era algo tan glorioso como había imaginado.

La sangre de decenas de miles humedecía la tierra; podía sentir lo pegajoso a través de las botas empapadas. El valle era un terreno de carnicería, pura y llanamente, y el ejército de Qurong en realidad había sido el masacrado. Los caballos ya no podían desplazarse entre los cadáveres bajo las patas y se habían ido al perímetro, por donde aquellos guerreros que habían perdido el valor intentaban huir solo para ser decapitados. Según parece, Qurong había perdido la mitad de su ejército, y el resto estaba sintiendo todos los efectos del veneno de Janae. Su propia enfermedad se los estaba comiendo vivos, y un lamento surgía por todas partes mientras las armas les hundían la carne, desesperados por alivio. Pero más de una tercera parte de los mestizos también yacía muerta. Solo era cuestión de tiempo que atacaran la última fuerza masiva de Qurong, pero las hordas ya habían perdido suficientes vidas para dejar llorando por meses a muchas esposas y muchos hijos.

Samuel se agachó rápidamente para esquivar una sibilante maza e hizo oscilar la espada contra el rostro de un encostrado conectado al otro extremo de la cadena. La hoja cortó hábilmente el cuello del hombre, y el cuerpo dio tres pasos más antes de tropezar y caer sobre dos cadáveres.

Perdóname, padre, porque he pecado.

– ¡Tu espalda, Hunter! -gritó una voz.

Samuel dio media vuelta a tiempo para desviar una lanza arrojada por un joven encostrado ahora ensartado en el extremo de la espada de Eram. El líder mestizo sostuvo la mirada al hijo de Hunter, luego giró para defenderse de dos encostrados que empuñaban largas espadas.

Las articulaciones de Samuel aullaban de dolor, y los albinos que peleaban alrededor de él estaban cubiertos con la enfermedad de las costras. Con cada giro, Samuel sentía la mirada de su padre sobre él.

No quedarían hombres vivos. Este no era un ataque contra las hordas. Era el acabose de las hordas. La mortandad le producía náuseas.

Samuel se detuvo y permaneció de pie, jadeante en medio de la batalla, como un hombre atrapado en el ojo de una tormenta, tranquilo por el momento. Se volvió lentamente y examinó la matanza. La escena lo sacudió con vertiginosa velocidad. Un hombre sin brazo gritaba, otro se tambaleaba mientras corría, ciego. Un albino lloraba. Lloraba aunque parecía no haberlo tocado espada alguna. La batalla se ganaría pronto. En treinta minutos el ejército del gran Qurong estaría liquidado y pudriéndose en el suelo. Las moscas ya habían llegado por los cientos de miles derribados. Samuel ya se había acostumbrado a la hediondez de la carne horda, pero era mucho peor la carne horda sangrante, y el olor le obstruía las fosas nasales tanto como la carne podrida.

Por todos lados la masacre se propagaba con furia. Samuel se movió para evitar una lanza arrojada violentamente contra él. El encostrado lo miró, luego cayó de rodillas y comenzó a llorar. Era apenas un adolescente, profiriendo a gritos el nombre de su madre en un gemido lastimero. Martha.

– ¡Cállate! -gritó Samuel-. ¡Basta!

El muchacho no lo oía o no quería oírlo. Furioso, Samuel corrió al frente, saltando a su paso sobre los cadáveres. Vociferó su ira e hizo girar la espada a toda velocidad. Se puso en pie por encima de la matanza, agobiado por una oleada de náuseas. Padre. Por favor, padre. Cayó de rodillas al lado del cuerpo asesinado y tocó la carne tibia del muchacho.

Madre… Una profunda tristeza le brotó del pasado. Querida madre, perdóname.

Y entonces se rompió la represa que había separado en Samuel al niño del hombre, y empezó a llorar. Se puso en cuclillas, apretó los ojos en dirección al cielo oscuro, extendió los brazos a lo ancho, y empezó a gemir su angustia.

¿Qué había hecho? ¿Qué clase de engaño había bebido? ¿Cómo podía deshacer esta catástrofe?

Pero era demasiado tarde. Ya estaba hecho. Había traicionado a su padre.

Samuel lloró.

Sería mejor ahora que alguien lo matara allí mismo, llorando como un bebé. ¿Cómo podría vivir sabiendo que había provocado esta matanza? Había nacido a la imagen de su padre, destinado para salvar al mundo. En vez de eso había representado al mismo Judas del que su padre hablaba. Un traidor.

Lentamente, la tristeza se convirtió en ira. Luego en furia. Y entonces el cielo por encima de él ennegreció y el campo de batalla alrededor se silenció, y le cruzó la mente el lejano pensamiento de que podría estar muerto. Abrió los ojos. Una hueste de shataikis, que parecía de un millón de ellos, circundaba a no más de mil metros sobre el valle, como un remolino de alquitrán negro relleno con piel sarnosa y ojos de cereza. Samuel sintió la brisa de las alas de los bichos mientras se movían silenciosamente en lo alto.

La batalla alrededor de él se había detenido; el horror dibujado en los altos cielos estaba expuesto para que todos lo vieran. Y Samuel supo entonces toda la verdad. Habían roto su pacto con Elyon, despejando el camino para que los shataikis los destrozaran a voluntad. El muchacho no sabía qué clase de maldad manejaban Ba’al y Qurong, pero dudaba que las feroces aves los consumieran. No, ese honor les pertenecía a los mestizos, no a los albinos.

Janae los había convencido para que todos rechazaran la protección que venía de bañarse en los lagos de Elyon. Y en realidad Samuel lo había sabido todo desde el principio, ¿no es así? En lo más profundo de la enfermedad que le nublaba la mente, el chico siempre tuvo la certeza de que la bruja era sierva de Teeleh, porque ella había venido del desierto portando la marca de la bestia.

Janae era criada de Teeleh, y Samuel hijo de Hunter resultó ser el títere de la bruja.

Se puso de pie, mirando al cielo, cegado por una furia debilitadora. Era el acabose. Había venido a matar a Qurong, el padre a quien Chelise amaba más de lo que amaba incluso a los de su propia clase. En vez de eso, el muchacho había matado a todos menos a Qurong.

Había asesinado al mundo.

Samuel tembló, deseando morir. Los muertos eran un festín, una presa fácil, sangre y carne para los shataikis que habían esperado este banquete desde su cautiverio en el bosque negro. Y Samuel hijo de Hunter fue quien les sirvió la comilona. Gritos y caos surgían del valle detrás del rebelde, que se volvió lentamente. Sin excepción alguna, los ejércitos tanto de Qurong como de Eram quedaron paralizados al ver una sola columna de murciélagos negros dirigiéndose al suelo en el lejano costado del campo de batalla, a doscientos metros de distancia.

Como una serpiente llegando a tierra, los shataikis descendieron y comenzaron a alimentarse. Garras por delante, despedazando cabezas o espaldas. Luego colmillos, penetrando en los cráneos de todos los guerreros en pie, que caían en un enredo de sangre y pelaje.

Los restantes guerreros abandonaban las armas y trataban de huir, pero los shataikis los atrapaban y los derribaban. La oscuridad se apoderó del campo de batalla mientras las negras criaturas se precipitaban a través del embudo que se extendía lentamente hacia el norte.

El valle estalló en pánico mientras los vivos huían, unos cien mil aún fuertes. Podían huir… debían huir, pero no lograban esconderse. Samuel se volvió y miró hacia el norte, capaz apenas de mantenerse erguido por el temor que le estremecía los huesos.

No se veía a nadie en la cima. El comandante horda había huido. Y ahora el árbol solitario al lado de los elevados estandartes se mostraba desnudo. Sin hojas. Un puntiagudo cascarón quemado permanecía contra el cielo, extendiéndose como una garra negra.

Lo que fuera verde ahora era negro.

– Padre… -balbuceó Samuel mientras le corrían lágrimas por las mejillas al volverse hacia el valle-. ¡Padre, perdóname! Perdóname, Thomas. Un destello morado se movía a gran velocidad por la lejana ladera sur, un guerrero montado en un caballo negro. Es Qurong, pensó Samuel, dominándose. Y mientras observaba, el cabecilla de las hordas hacía oscilar la espada contra todo enemigo que se le cruzaba en el camino. El tipo se había vuelto loco y atacaba ahora, sabiendo que todo estaba perdido. Leal hasta la médula.

Aun ahora, el envilecido enemigo de todo lo bueno demostraba ser más hombre de lo que Samuel había sido nunca. El joven lanzó un grito de desprecio por sí mismo.

He aquí la verdadera realeza, en las hordas. Y el heredero de Elyon era un deplorable traidor empapado en sangre.

Samuel gritó su frustración. Agarró la espada, saltó sobre cuerpos caídos, y montó rápidamente sobre el lomo de un aterrado corcel horda.

Moriría, todos morirían, pero primero moriría Qurong.

Y entonces… entonces vendría el fin.

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