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SAMUEL TIRÓ de las riendas y agarró un puñado de aire para señalar que se detuvieran. Sus compañeros Petrus, Jacob y Herum frenaron a la distancia de un caballo. Un buitre solo y obstinado los observaba desde lo alto del barranco adelante v luego batió las alas hacia el cielo para unirse a otros dos que acababan de dejar sus perchas.

Fue algo más, no los albinos, lo que había espantado a las aves.

– Tranquilos, muchachos -expuso Samuel en voz baja-. Nada de movimientos súbitos. Hemos venido como amigos, asegurémonos de que lo sepan.

Los desfiladeros se levantaban verticalmente en tres lados, dejando solo un estrecho sendero para avanzar por el empinado costado, o retirarse por detrás. Samuel se había encontrado con sus hombres, quienes lo habían seguido en secreto como acordaran, luego los había guiado hacia el interior del cañón, sabiendo que este no tenía salida. Solo un tonto se aventuraría tan adentro de territorio eramita. Los rastros de los mestizos casi estaban cubiertos por la arena, solo visibles tal vez para el ojo entrenado. Pero para Jacob, que podía divisar el rastro de un fantasma shataiki sobre un terreno rocoso, la señal le advertía peligro. Cualquier eramita que estuviera patrullando tan lejos de su ciudad principal sería un guerrero, y sin duda estaría perplejo de que esta clase de albinos tontos cayera tan fácilmente en una trampa.

Y de que su líder usara tan solo una capa de sangre seca.

– No me gusta esto -susurró Jacob-. Ellos tienen hábiles arqueros. Somos como ratones en un hueco.

– Ellos son hordas, no gatos. Abre los brazos -ordenó Samuel soltando las riendas y extendiendo los brazos en un gesto de no agresión.

Habían pasado tres horas desde que dejara a Thomas y los otros al borde del territorio eramita. Lo que su padre haría ahora solo era especulación. El hombre era dado a la temeridad, igualada solo por su valor.

Pero esa valentía estaba ahora alineada con una filosofía caduca y agonizante °iue se aferraba a marchitas esperanzas. Hacía solo tres años Samuel habría retado a cualquier hombre o mujer que hablara a espaldas de su padre. En esa época era más joven e ingenuo, un seguidor ciego como los demás. Mucho de lo que ellos experimentaban se podía explicar como la obra de Elyon.

Pero las realidades de la vida lanzaban dudas sobre esa interpretación. La experiencia de Samuel le había aplastado lenta pero totalmente la aceptación incondicional de todo lo que se le había enseñado. Un año atrás, había despertado de un caprichoso sueño y comprendido que ya no sabía qué creer.

¿Quién podría decir que Elyon no era solo otra fuerza en el mundo de ellos, como la gravedad, los músculos o la espada, manipulada por quienes la usaban?

¿Quién iba a decir que la enfermedad de las costras no era ninguna enfermedad? ¿Y si fuera solo otra condición humana, limpiada por las aguas rojas medicinales?

¿Quién iba a decir que la fruta era un regalo de Elyon? ¿Por qué no simplemente un producto de la tierra con propiedades poderosas?

¿Quién iba a decir que Teeleh era más que otra fuerza, contrarrestando la fuerza llamada Elyon? El bien y el mal absolutos no eran más que elaboradas explicaciones formadas por humanos que debían comprender y ordenar su vida diaria.

¿Quién iba a decir que la fuerza que le había sanado el cuerpo después de que Ba'al lo acuchillara fuera de algún modo distinta de la fuerza que hacía crecer la fruta? Samuel había sido consciente del poder, pero solo como una lejana abstracción, una luz que había desaparecido en el cielo mientras él recuperaba la conciencia. Y los shataikis, aunque espantosos, no parecían tan aterradores a quienes los adoraban. Amarlos sería como amar a las hordas, estas sabandijas encostradas que en cualquier momento demostrarían ser más peligrosas que los shataikis.

Algo estaba claro: Las hordas habían jurado matar a todo albino vivo… hombre, mujer o niño. Eso los convertía en enemigos, una fuerza que no concordaba con Samuel ni con su deseo de vivir en paz. Ya había enfrentado bastante sangre, pero era hora de hablar el único lenguaje que las hordas entendían con absoluta claridad.

La guerra.

Era hora de hacer sangrar a las hordas, y el hecho de que doscientos sacerdotes al servicio de Ba'al se hubieran desangrado por voluntad propia era una extraordinaria señal de que había llegado el momento.

Te mostraré, padre. Verás que al final tengo razón.

– ¡Llévanos a Eram! -gritó Samuel con voz que resonó por el cañón-. ¡Venimos a favor de Eram! Nada.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -susurró Petrus.

– Ya pasamos el tiempo de las especulaciones.

– Estoy esperando, no especulando -objetó Petrus, luego respiró hondo y explicó a gritos la petición de Samuel-. ¡Estamos desarmados, idiotas! Salgan a reunirse con nosotros. ¡Tenemos un mensaje para Eram!

– Eso es encantador -comentó Jacob.

El primer guerrero horda se dejó ver en lo alto del desafiadero a la izquierda. Era un corpulento combatiente encostrado vestido con uniforme de batalla color bronce, un cruce entre las antiguas túnicas de las hordas y la armadura de los guardianes del bosque, con protectores de cuero atados a muslos, brazos y pecho. Ningún casco le cubría el limpio y grueso cabello negro. Este no tenía rizos enmarañados.

Entonces asomaron los demás a lo largo de la prolongada elevación de terreno, por lo menos cien, dos docenas de ellos armados con arcos sin tensar. Era claro que no veían a los cuatro albinos como una amenaza creíble, sino más bien como animales atrapados para su diversión.

Samuel pensó en que nunca le había dirigido la palabra a un guerrero horda a no ser dándole la espalda mientras huía… excepto más recientemente, con el filo de la espada.

– Saludos.

El líder lo miró hacia abajo por un largo instante, luego giró en la silla y habló con alguien detrás de él. La línea se partió y el cabecilla principal apareció lentamente a la vista, montado en un enorme garañón castaño que meneaba la cabeza intentando quitarse el freno de la boca.

Sin casco. Sin protectores de cuero. El sujeto solo traía una tranquila y casi informal determinación que indicaba confianza suprema, pero seguía siendo tan horda como cualquier otro que Samuel hubiera visto.

Este podría ser el mismísimo Eram. Samuel sintió acelerársele el pulso. La escena fácilmente podría extraerse de una docena de historias de los días de antaño, cuando los guardianes del bosque eran dirigidos por un gran guerrero, Thomas de Hunter.

Solo que este no era Thomas, sino un mestizo que había contraído la condición de encostrado y le había declarado la guerra a Qurong.

– Saludos -repitió Samuel.

– Estás desnudo -expresó el líder-. Yo habría esperado más del hijo del gran guerrero.

¿Sabía el hombre quién era él?

– Mi nombre es Samuel de Hunter. Estos son mis hombres, y venimos en paz.

– ¿Paz? ¿Les queda alguna alternativa? Se oyeron risitas de burla.

– Dame una espada y me hallarás menos interesado en la paz -declaró Samuel.

– Entonces serías un tonto.

– Si soy un tonto es porque he dejado a mi padre para unirme a ti en la guerra.

– ¿Hablas en serio? Aún más tonto de lo que pensé -expuso el encostrado, y se oyeron más risitas en el barranco-. Pasas muy rápidamente de chivo expiatorio a traidor.

¿Lo habían discernido?

– Estas son mis tierras, muchacho. Mis hombres te han estado observando desde el momento en que la primera ave negra sobrevolaba en lo alto.

– ¿Por qué entonces no mataste a Qurong y a Ba'al cuando los tenías?

– Porque, a diferencia de ti, no soy tonto. Nuestro tiempo no ha llegado. Cuando llegue, todo el mundo lo sabrá.

Así que eran ciertos los rumores de que Eram estaba tramando algo.

– He venido a hablar con Eram, el mestizo temido por todas las hordas. Dile a tu jefe que ha llegado el tiempo. Y todo el mundo lo sabe.

El líder escudriñó a Samuel por unos segundos, acallado por la valiente insinuación. Luego hizo girar el caballo y habló en voz baja, como un comandante acostumbrado a ver correr a mil de sus hombres con un simple movimiento de muñeca.

– Tráiganlos.

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