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THOMAS HUNTER se hallaba al lado de su esposa, Chelise, frente al poco profundo cañón con tres mil seguidores de Elyon en línea, que se habían ahogado en los estanques rojos para así librar sus cuerpos de la encostrada condición que cubría la piel de todas las hordas.

La representación de la Gran Boda había durado una hora, y estaban en la ceremonia final que llevaría a la Concurrencia a una desenfrenada noche de celebración.

Según la tradición, tanto él como Chelise vestían de blanco, porque Elyon llegaría de blanco. Ella con lirios en el cabello y una larga y ondeante toga hilada en seda; él con una emblanquecida túnica, teñida de rojo alrededor del cuello para recordarles la sangre que se había pagado por esta boda.

Este era el Gran Romance, y lo más probable es que en todo el valle no hubiera un ojo sin lágrimas.

Seis doncellas también de blanco estaban arrodilladas frente a Chelise y Thomas, y cantaban la sinfonía de la Gran Boda. Sus tiernas y nostálgicas voces inundaron el valle a medida que entonaban el estribillo en melódico unísono, con los rostros resplandecientes en ansiosa desesperación.

Eres tan hermoso… tan hermoso… hermoso… hermoso…

Los tambores elevaban la intensidad de la melodía. Milus, uno de los chicos mayores, durante la noche y ante estruendosos aplausos ya había relatado la historia de ellos. Ahora Thomas rememoraba desde su posición estratégica todo lo que los había traído hasta aquí.

Diez años atrás, la mayoría de estas personas había sido parte de las hordas, esclavizadas por la enfermedad de Teeleh. El resto eran moradores del bosque que habían mantenido a raya la enfermedad bañándose en los lagos de Elyon una vez al día como él ordenara.

Luego las hordas, dirigidas por Qurong, habían invadido los bosques y contaminado los lagos. Todos sucumbieron a la condición de encostrados, que engañaba la mente y rajaba la piel.

Pero Elyon creó una nueva manera de derrotar la maligna enfermedad: Cualquier horda debía simplemente ahogarse en uno de los estanques rojos y la condición se limpiaría para nunca regresar. Aquellos que se habían ahogado y hallado nueva vida eran llamados albinos por las hordas, porque la piel, fuera oscura o clara, era tersa.

Los albinos formaban un círculo de verdad y seguían a su líder, Thomas de Hunter.

Por otra parte, las hordas se dividían en dos razas: Hordas de raza pura, que siempre habían tenido las costras, y mestizos, que habían sido habitantes de los bosques, pero que se volvieron hordas después de la invasión de Qurong a las selvas. Los de raza pura despreciaban y perseguían a los mestizos porque antes fueron moradores de los bosques.

Eram, un mestizo, había huido de la persecución de Qurong y había aceptado a todos los mestizos que se le unieron en la profundidad del desierto norte, donde proliferaron como hordas y enemigos de Qurong. Se rumoreaba que eran casi medio millón.

Al bando que seguía a Eram lo denominaban eramitas, remanentes de los fíeles que estaban tan infectados como cualquier otro encostrado. Todos padecían la condición enfermiza y apestosa que cubría la piel y nublaba la mente.

Thomas recorrió con la mirada a su desposada. Ahora la mandíbula de Chelise era tersa y bronceada… sus radiantes ojos color esmeralda una vez habían sido grises. Su largo y rubio cabello lo conformaron una vez greñas enmarañadas empapadas en pasta de morst para combatir la fetidez de la enfermedad de las costras.

Chelise, de quien había nacido uno de los tres hijos de Thomas, era una visión de belleza perfecta. Y de muchas maneras todos ellos eran perfectamente hermosos, como era hermoso Elyon. Hermoso, hermoso, hermoso.

Todos ellos habían negado una vez a Elyon, su hacedor, su amante, el autor del Gran Romance. Ahora formaban el Círculo, apenas doce mil que vivían en tribus nómadas, fugitivos de los cazadores de las hordas que querían eliminarlos.

Tres mil se habían congregado al noroeste de Ciudad Qurongi en un cañón remoto y poco profundo llamado Paradose. Hacían esto cada año para expresar su solidaridad y celebrar su pasión por Elyon.

Denominaban la Concurrencia a esta reunión. Este año se realizarían cuatro, cerca de cuatro bosques en los cuatro puntos cardinales. Simplemente era demasiado peligroso que todos los doce mil atravesaran el desierto desde donde estaban dispersos, a fin de acudir a un solo sitio.

Thomas examinó los tres mil esparcidos entre las rocas y sobre la tierra, formando un enorme semicírculo frente a él. Después de tres días de prolongadas noches y largos días saturados de risas, danzas e innumerables abrazos de afecto, lo miraban ahora en silencio y con los ojos bien abiertos.

Una gran fogata ardía a la izquierda, irradiando sombras variables sobre las atentas miradas. A la derecha brillaba el estanque rojo, negro en la noche, uno de los setenta y siete que habían localizado a lo largo y ancho de la tierra. Los barrancos rodeaban el oculto cañón, entrecortado solo por dos boquetes bastante amplios como para cuatro caballos uno al lado del otro. Había guardianes instalados en lo alto de los barrancos, con la mirada fija en el distante desierto por si hubiera algún indicio de las hordas.

¿Cuántas veces en los últimos diez años habían hallado totalmente masacrados a miembros del círculo? Demasiadas como para contarlas. Pero habían aprendido bien, internándose, rastreando los movimientos de las hordas y volviéndose invisibles en los cañones del desierto. Tan invisibles que ahora los encostrados se referían al círculo como fantasmas.

Pero Thomas sabía ahora que el mayor peligro ya no venía de las hordas. Se estaba fraguando traición en el interior del círculo.

Un caballo relinchaba en los corrales alrededor de la curva detrás de Thomas. El fuego chispeaba y crepitaba en forma de hambrientas llamas que se lanzaban hacia las brillantes olas de calor que se adentraban en el aire frío de la noche. La respiración de varios miles de cuerpos se afirmaba en medio de la mágica melodía de las doncellas.

Aún no había señal de su hijo mayor, Samuel.

Un eco siguió a la última nota, y sobre la Concurrencia cayó el silencio a medida que las doncellas retrocedían lentamente dentro de la multitud. Thomas levantó su cáliz gris, lleno hasta el borde con las sanadoras aguas rojas de Elyon sacadas del estanque.

Al unísono, los seguidores de Elyon levantaron sus copas hacia su comandante, ecuánimes y con la mirada fija. El saludo. Sus ojos miraron a los de Thomas, algunos desafiantes en la determinación de permanecer en la verdad, muchos otros humedecidos con lágrimas de gratitud por el gran sacrificio que al principio volviera rojos los estanques.

Los líderes estaban a la derecha de Thomas. Mikil y su esposo Jamous, se hallaban codo con codo y con las copas en alto, mirando al frente, esperando a Thomas. Susan, una de los muchos albinos de piel morena, y su prometido Johan, que había sido y seguía siendo un poderoso guerrero, tomados de la mano, observaban a Thomas.

Marie, hija de Thomas con su primera esposa, que ahora estaba con Elyon, se hallaba al lado de Jake, hijo menor del líder. El muchacho había cumplido cinco años un mes antes. ¿A dónde habían ido a parar todos los años? La última vez que Thomas había hecho un alto, Marie tenía dieciséis años; ahora tenía veinticinco. Cien muchachos se habrían casado con la joven años atrás si Thomas no hubiera sido tan ultraconservador, como ella solía decir. A los dieciocho, Marie había perdido el interés en los chicos y se había dedicado a explorar el terreno con Samuel. El compromiso de la muchacha con Vadal, el hombre de tez oscura a su lado, se había dado solo después de que ella abandonara sus antiguas pasiones.

Por otra parte, Samuel aún seguía tras las suyas, con suficiente ahínco como para mantener en ocasiones a Thomas andando hasta altas horas de la noche de un lado a otro.

Y todavía sin señal del muchacho. Llevaba todo un día fuera.

El círculo esperaba, y Thomas alargó el momento casi hasta el punto de romperse. Una presencia le calentaba la nuca con expectativa. Ellos no podían ver a Elyon, no lo habían visto en muchos años, pero estaba cerca.

Elyon… como el muchacho, como el guerrero, como el león, el cordero, el dador de vida y el amante de todos. El Gran Romance de ellos era para él. Él había dado su vida por ellos, y ellos por él.

Habían usado el símbolo que les encarnaba su propia historia: Un medallón o un tatuaje moldeado en forma de un círculo con un aro exterior en verde para representar el principio, la vida de Elyon. Luego un círculo negro para rememorar el golpe demoledor del maligno. Dos franjas rojas atravesaban el círculo negro: La muerte que trae vida en las aguas rojas.

Y en el centro un círculo blanco, porque estaba profetizado que Elyon volvería sobre un caballo blanco y rescataría a su novia del dragón Teeleh, que la perseguía día y noche.

Pronto, pensó Thomas. Elyon tenía que venir pronto. De no hacerlo, ellos se desharían por completo. Habían estado vagando en el desierto diez años, como israelitas perdidos sin hogar. En celebraciones como esta, rodeados de coros y danzas, todos ellos conocían la verdad. Pero cuando los cantos cesaban… cuan rápidamente podían olvidar.

Él, sin embargo, los contenía algunos minutos ahora, y todo hombre, toda mujer o todo niño de más de dos años permanecían en silencio. Hasta los bebés parecíancomprender que habían alcanzado el apogeo de los tres días de celebración. Después festejarían con los cincuenta cerdos castrados que habían sacrificado y puesto sobre hogueras en la parte trasera del cañón. Danzarían, cantarían y se jactarían de todo lo digno y de algunas cosas que no lo eran.

Pero todos sabían que cada placer que saboreaban, cada esperanza que les llenaba los corazones, cada momento de paz y amor descansaba firmemente en el significado que había detrás de las palabras que Thomas pronunciaría ahora.

Su intensa voz inundó el cañón con una convicción que le produjo un temblor en los miembros.

– Amantes de Elyon que se han ahogado en los lagos y que han recibido vida, esta es nuestra esperanza, nuestra pasión, nuestra única verdadera razón para vivir.

– Así es -manifestó Chelise con voz delicada y ahogada de emoción.

– Él habla la verdad -respondieron al unísono los tres mil. Sus melodiosas voces retumbaban por el valle.

Conocían a Elyon con muchos nombres: El Creador, quien los había formado; el Guerrero, quien una vez los había rescatado; el Dador de dones, quien les había entregado el fruto que los sanaba y los sustentaba. Pero habían acordado llamarlo simplemente Elyon varios años atrás, cuando un hereje de una tribu sureña empezó a enseñar que el mismísimo Thomas era el salvador de ellos.

– Él nos ha rescatado -exclamó Thomas con mayor intensidad-. Nos ha cortejado. Nos ha prodigado más placeres de los que podemos retener en esta vida.

– Así es -anunció Chelise.

La respuesta del pueblo inundó a Thomas como una ola, aumentando el volumen.

– Él habla la verdad.

– Ahora esperamos el regreso de nuestro rey, el príncipe guerrero que nos amó cuando aún estábamos en las hordas. Así es!

– ¡Él habla la verdad!

– Nuestras vidas son de él, nacidas en sus aguas, ¡vidas purificadas por la misma sangre que ahora levantamos hacia el cielo! Thomas pronunciaba a gritos cada palabra.

– ¡Así es! -exclamaba Chelise en conformidad a lo que su esposo decía. Él habla la verdad!

Las voces de la multitud desbordaban las paredes del cañón, y se podían oír a más de un kilómetro en esta noche tranquila.

– ¡Recuerden a Elyon, hermanos y hermanas del círculo! ¡Vivan para él! Atavíen a la novia, prepárense para la celebración, ¡porque él está entre nosotros!

– ¡Así es!

El volumen aumentó hasta convertirse en un estremecedor rugido.

– ¡Él habla la verdad!

– Hablo la verdad.

– ¡Él habla la verdad!

– Hablo la verdad.

– ¡Él habla la verdad!

Silencio.

– Beban para recordar. Por el Gran Romance. ¡Por Elyon! Esta vez la respuesta de ellos fue susurrada en extrema reverencia, como si cada sílaba fuera algo tan precioso como el agua roja que tenían en las manos.

– Por Elyon.

Thomas cerró los ojos, se llevó la copa a los labios, la inclinó y dejó que el agua helada se le introdujera en la boca. El rojo líquido se le arremolinó en la lengua, luego se le escurrió garganta abajo, dejándole un persistente sabor a cobre. Permitió que los suaves efectos de las primeras gotas le calentaran el estómago por un segundo, y después tragó hondo, inundando la boca y la garganta con las curativas aguas.

Estas ni por asomo eran tan fuertes como las aguas del lago verde que una vez fluyeran con la presencia de Elyon. Y no contenían las mismas cualidades medicinales del fruto que colgaba de los árboles alrededor de los estanques, pero levantaban el ánimo y producían simple placer.

Thomas tomó tres tragos completos del precioso líquido, dejando que un poco se le derramara por la barbilla, luego alejó el cáliz, aclaró la garganta con un trago final y respiró fuertemente hacia el cielo nocturno.

– ¡Por Elyon!

Al unísono, los miembros del círculo despegaron las copas de la boca como guerreros deshidratados saciados con cerveza dulce.

– ¡Por Elyon! -gritaron en coro hacia el cielo nocturno.

Y con ese grito se liberó el espíritu de celebración. Thomas se volvió hacia Chelise, la atrajo con el brazo libre y la besó en los húmedos labios. Mil voces se levantaron en aprobación, seguidas por ondulantes gritos procedentes de las solteras doncellas y de quienes aspiraban a pretenderlas. La risa de Chelise invadió la boca de Thomas mientras este se volvía hacia la multitud, con la copa aún en alto.

Atrajo a su esposa hacia adelante, para que todos pudieran verla.

– ¿Hay aquí alguien que se atrevería a no amar como Elyon nos ha amado a todos? ¿Puede alguien no recordar la enfermedad que le cubría el cuerpo? -preguntó Thomas, luego miró a Chelise y pronunció su poético ofrecimiento con una sutil sonrisa que sin duda se quedaba corta para expresar su amor por esta mujer-. Qué belleza, qué placer, qué amor embriagador me ha dado Elyon a cambio de mis propias cenizas. En lugar de la hediondez que una vez me inundara las fosas nasales, me ha dado esta fragancia. Una princesa a quien puedo servir. Ella me aletarga la mente con desconcertantes imágenes de exquisita belleza.

Todos sabían que Thomas hablaba de Chelise, quien había sido la princesa de las hordas, la misma hija de Qurong. Ahora ella era la novia de Elyon, la amada de Thomas, y quien le había dado su hijo menor, que deslumbrado los miraba hacia arriba al lado de Marie.

– ¡Él habla la verdad! -exclamó Johan, sonriendo; luego deslizó la copa y se remojó la cabeza.

– ¡Así es! -levantó la voz la multitud, seguida de más gritos y rondas de bebidas.

También Johan había formado parte de las hordas hasta no hacía mucho, y era culpable de matar a cientos, miles para cuando todo terminó, de los seguidores de Elyon.

Thomas empujó la copa hacia la Concurrencia, sin preocuparse de que el líquido se le derramara; había setenta y siete estanques llenos con las aguas rojas, y ninguno había mostrado alguna vez indicio de secarse.

– Por las hordas.

– ¡Por las hordas!

Entonces volvieron a beber, saturándose con las embriagadoras aguas en un inicio de lo que prometía ser una noche de celebración formal y sin restricciones.

– Tienes razón, padre -exclamó una voz masculina por detrás y a la derecha de Thomas, el ronco e inconfundible sonido de Samuel-. Por las hordas.

Thomas bajó el cáliz y se volvió para ver a su hijo sentado en lo alto del caballo, traspasándolo con sus brillantes ojos verdes. Cabalgaba lentamente sobre la silla del blancuzco semental, y se movía con el animal como si hubiera nacido y se hubiera criado sobre la bestia. El cabello oscuro le caía hasta los hombros, despeinado debido a una larga cabalgata. El sudor se le había mezclado con el barro rojo que él y los miembros de su banda se aplicaban en los pómulos; unas líneas le surcaban el oscurecido rostro y el cuello. Tenía abierta la protección de cuero en el pecho, dejando que el aire nocturno le enfriara directamente la piel, que aún brillaba a la luz de la luna. Tenía la nariz y los ojos de su madre.

Una punzada de orgullo partió el corazón de Thomas. Samuel podría haberse descarriado, pero esta imagen del muchacho podría haber sido la del mismísimo Thomas quince años atrás.

El sonido de los cascos del garañón resonaba mientras se acercaba a la luz de la hoguera, seguido por tres, luego cinco y después nueve guerreros que se habían levantado en armas junto con Samuel. Todos llevaban puesto el mismo uniforme de batalla de los guardianes del bosque, abandonado desde que el círculo dejara las armas once años atrás. Solamente guardias y exploradores usaban protectores de cuero para defenderse de flechas y espadas.

Pero Samuel… ningún razonamiento parecía inspirar buen sentido dentro del obstinado cráneo del joven.

El muchacho aquietó el caballo con un suave tirón de riendas. Sus seguidores se detuvieron detrás de él en formación holgada que no dejaba ningún flanco débil, protocolo normal de guardianes por propias órdenes de Samuel. Él y su grupo se movían con la facilidad de guerreros experimentados.

Unas cuantas rechiflas desde diferentes puntos en la multitud avivaron la ovación para el hombre que los examinaba sin un indicio de aceptación.

– ¡Oye, Samuel! ¡La fortaleza de Elyon, muchacho! -se oyó un grito, luego una pausa-. ¡Mantén los mocos en tus apestosas fosas, Samuel!

Este comentario se apartaba de la creencia general, aunque no tan distante del ánimo del círculo como había sido una vez. Thomas era muy consciente de las algarabías entre muchas tribus.

– Genial de tu parte unirte a nosotros, Samuel -dijo Thomas, inclinando el cáliz en dirección del muchacho.

Su hijo miró directamente a Chelise, inclinó la cabeza, y luego volvió a mirar a los tres mil reunidos en el anfiteatro natural.

– Por las hordas -convocó.

– Por las hordas.

Pero solamente la mitad tomó el grito para sí. Los demás, como Thomas, captaron la mordacidad en la voz de Samuel.

– ¡Por las apestosas y sangrientas hordas que matan salvajemente a nuestros hijos y extienden su inmunda enfermedad por nuestros bosques! -gritó Samuel, con voz ahora intensa de burla.

Solo unos cuantos levantaron la voz.

– Apestosas y sangrientas hordas.

– Nuestros amigos, las hordas, han enviado sus disculpas por quitar la vida de los nuestros hace tres días. Nos han enviado a todos un regalo para expresar su remordimiento, y yo lo he traído a nuestra Concurrencia.

Samuel mostró la mano con la palma hacia arriba. Un objeto oscuro surcó el aire, lanzado por Petrus, hijo de Jeremiah, y Samuel lo agarró en el aire como si fuera una bolsa de agua por rellenar. Lo arrojó al suelo. El objeto rebotó una vez y rodó hasta detenerse donde la luz de la hoguera iluminó los delicados detalles del premio de los jóvenes.

Era una cabeza. Una cabeza humana. Una cabeza de las hordas con una melena de largas y enmarañadas mechas, cubierta de enfermedad.

Un frío bajó serpenteando por la columna de Thomas. Este, pensó, era el principio del fin.

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