38

– ¡ NO LO toleraré! -insistió Monique-. No te puedes esconder en este salón el resto de tu vida, ¡esperando que aparezcan mágicamente unos libros sobre el escritorio!

– No tiene nada que ver con magia -señaló Thomas.

Como prometió, había permanecido inamovible, comiendo y durmiendo en la biblioteca. Había un baño fuera del salón principal, y solo había salido cuatro veces para ducharse.

Thomas había aceptado la oferta que le hicieran de instalarle un monitor y dejar que le mostraran cómo escrutar la Red usando una pequeña pieza en el dedo. Bajo la túnica recién lavada llevaba un par de pantalones militares oscuros, en vez de los jeans y la camiseta a los que se había acostumbrado durante los últimos días. Kara miró el alimentador de Red.

– Ella tiene razón, Thomas, sencillamente no podemos mantenerte aquí para siempre.

– Solo unos cuantos días, no será para siempre. ¿No tenéis misericordia? He sufrido una muerte, ¿no os parece? Chelise podría estar muerta, asesinada por las hordas en este instante. Mi propio hijo, Samuel, podría estar viviendo con Eram. Tengo que hallarlo, por amor de Elyon. No hay tiempo que perder. ¡Michal fue muy claro! Ellas lo miraron como siempre lo hacían cuando él comenzaba una de sus peroratas, las que propiciaban más chachara poética del desierto.

– Si hay solo una posibilidad entre un millón de volver a tener a mi hijo a mi lado, sufriré todas las consecuencias -declaró levantando un dedo al aire-. ¡Se trata de mi hijo!

– Y ahora este es tu mundo -gritó Monique, señalando el dispositivo alimentador de Red-. Hasta donde sabes, eres un profeta enviado a este mundo.

– No soy profeta -objetó-. Nunca he afirmado serlo. No tengo interés en ser profeta. fe.

– Michal te dijo que abrieras brecha. Quizás ya lo has hecho.

Thomas no había considerado esa posibilidad. Michal también le había dicho que podría salvar a su hijo si regresaba rápidamente.

– ¡Tonterías! Samuel está esperando…

Hasta ahí llegó Thomas. De pronto, el salón resplandeció con una luz brillante e intermitente, y el hombre se volvió hacia el escritorio.

Kara contuvo la respiración.

Allí estaba Billy, vestido solo con una holgada prenda interior. Le salía sangre de varias heridas en los brazos y el cuello. Un largo rasguño le marcaba el pecho blanco. Y sus ojos verdes… tenían los bordes ensangrentados.

Al lado de él los cuatro libros de historias.

Billy miró a Thomas por algunos segundos, inmóvil. Unas manchas de lágrimas le surcaban las mejillas. El tipo miraba como si hubiera venido de los calabozos de Ba’al o del mismo bosque negro. Incluso de la guarida de Teeleh. Este era el mismo pelirrojo que los había engañado una vez, pero, fuera lo que fuera lo que le había sucedido, parecía haberle vaciado los ojos. Había perdido el alma. Deberían encerrarlo, pensó Thomas, y llevar de vuelta al desierto la llave de la celda. Pero eso no serviría de nada.

– Yo… -titubeó el individuo, con voz chirriante-. Hay otro como yo. Está volviendo al principio para matarte. Tiene ojos negros.

– ¿Dónde está Janae? -preguntó Monique dando un paso al frente.

– Yo no soy él. Creo que yo podría ser el anticristo.

Entonces Billy dio media vuelta, caminó hacia la salida, abrió la puerta y desapareció en el pasillo, dejando pisadas negras de sus pies desnudos sobre el piso de mármol.

Los libros…

Thomas reaccionó sin pensar. Se abalanzó hacia adelante, agarró el cuchillo del escritorio y se cortó el dedo.,,

– ¡Espera! -gritó Kara corriendo hacia él-. ¡Espera!

Thomas no estaba muy versado en las reglas de estos libros. Creyó ingenuamente en la posibilidad de que los hubieran alterado para que él no pudiera regresar, y eso le hizo tragar saliva. ¿Por qué si no los habría dejado abandonados Billy?

– ¡Rápido!

Alcanzó la mano extendida de Kara. Monique retrocedió, mirando fijamente.

– Córtate -expresó él pasándole el cuchillo a Kara.

Atravesando el salón a saltos, Thomas le agarró el rostro a Monique entre las manos y la besó una vez en los labios.

– Gracias. Estoy en deuda contigo. Pero me tengo que ir.

– Lo sé -contestó ella con ojos humedecidos-. Ve por ella. Encuentra a tu hijo. Halla a Janae. Por favor. Salva a mi hija.

El la soltó, dejándole una mancha de sangre en la mejilla. Entonces volvió de prisa a los libros, donde Kara esperaba con un dedo sangrando.

– ¿Lista?

– Has sido como una hermana para mí -declaró Kara dirigiéndose a Monique.

– Y tú para mí. Creo que volveremos a saber la una de la otra.

Entonces Kara y Thomas presionaron las manos sobre la página abierta, y el mundo alrededor de ellos desapareció.


***

EL PRIMER indicio de que algo diferente le estaba sucediendo a Thomas llegó casi de inmediato. La última vez que desapareció con Qurong dentro de los libros habían dado vueltas en un remolino que depositó a los dos hombres en la biblioteca de Monique.

Pero lo que esta vez comenzó como un túnel de luz se extendió de pronto y luego entró en un vacío. La violenta transición de un mundo al otro, o de adelantarse en el tiempo, dependiendo de cómo se viera el asunto, fue reemplazada por una perfecta calma.

Se mantuvo en el aire, totalmente ingrávido, como si flotara en el cielo sin un asomo de viento. La luz del sol le calentaba la espalda, aunque no se veía ningún sol. Muy por debajo de él, la curva realidad del desierto giraba lentamente, serena, imperturbable, como si durmiera. Había problemas allá abajo en ese desierto, pero ya no sentía preocupación. Solo perfecta tranquilidad.

Pensó que estaba conteniendo la respiración, tal vez por el asombro ante todo esto. Exhaló, pero en vez de aire le fluyó líquido de las fosas nasales, y sintió una punzada de pánico. ¿Agua? El sobresalto dio paso a la idea de que se hallaba en un lago.

¿El lago de Elyon?

Con recelo, succionó el agua, dejando que el cálido líquido le entrara a raudales en la garganta, las vías respiratorias, los pulmones. Aspiró el agua obligándose a hacer caso omiso al instinto de pánico, luego la exhaló, un ejercicio que requería un poco más de esfuerzo que respirar aire.

Un deleite conocido le recorrió el pecho, suave al principio, luego con más intensidad, hasta que no pudo contener un temblor que se le apoderó de todo el cuerpo. Estaba flotando en el lago de Elyon a cien kilómetros por encima de la tierra, como si estuviera en el mismo cielo.

La presencia de Elyon le chapoteó en la mente, y Thomas se vio riendo con el placer de todo ello. Se arqueó hacia atrás, con los brazos totalmente extendidos, abrumado por una embriaguez que solo había sentido dos veces antes en la vida, ambas en las profundidades de estas mismas aguas.

La risa aumentó hasta que los sofocados cacareos de deleite se extendieron por el agua. Era como si la mano de Dios le hiciera cosquillas. La mano de Elyon. Aquí en este fabuloso lago de impresionantes placeres.

Los colores aparecieron por la izquierda, flujos de rojo, azul y dorado, corriendo a prisa por las aguas como pintura traslúcida. Lentamente se tragó la risa y observó cómo las coloraciones se retorcían y lo circundaban, estirándose hacia atrás en varias direcciones del camino por donde habían venido.

Direcciones muy extensas. Thomas supo esto porque lograba ver toda la distancia. Es más, no había fin a lo que ahora lograban ver sus ojos. Los flujos de color seguían sin fin. No solo se extendían pot kilómetros o años luz; simplemente no terminaban.

Maravillado, alargó la mano y tocó un haz rojo, el cual se dobló con la presión del dedo. Un rayo de corriente eléctrica le recorrió el brazo y le hizo estremecer el cuerpo como si fuera una muñeca de trapo que hubiera insertado el dedo en el orificio equivocado de una pared.

Y con esa corriente vino puto placer, tan fabuloso que ninguna cantidad de esfuerzo humano lo podría contener. Tan grandioso que Thomas creyó por un momento que este placer dominaría su propia vida y lo dejaría muerto en el agua. ¡Tenía que sacar el dedo del color o sin duda moriría!

Pero no murió. Dejó que lo consumiera. Cada nervio, cada célula, cada hueso, gritaba con una satisfacción que reducía todos los demás placeres a una simple sonrisa en una habitación donde uno se ahoga de risa.

Y supo entonces que había hallado la esperanza. Esta era la presencia de Elyon.

Este era un pedazo de cielo, solo un pedazo.

Finalmente sacó la mano. Los colores viraron y corrieron en grandes círculos a cien metros de distancia, como si tuvieran mente propia.

Thomas arqueó la espalda y se zambulló hacia atrás, sorprendido al descubrir que podía escoger a voluntad la velocidad. Se dirigió aprisa hacia la tierra, sintiendo las aguas acercándosele apresuradamente. Estas le acariciaban la piel y le fluían por los pulmones, inundándole cada fibra del cuerpo con felicidad casi incontenible. El suelo no parecía acercarse, así que aumentó la velocidad. Pero cuanto más se zambullía, más profundo parecía ser el lago.

– Thomas…

La voz de un niño susurró a través del agua, y él se detuvo en seco.

– ¿Hola?

La voz se convirtió en ataque de risa.

– ¿Hola? -repitió Thomas sonriendo.

– Thomas, aquí arriba.

Miró hacia atrás y vio que el lago sobre él era más brillante.

– Sube aquí, Thomas.

Dio zarpazos hacia la superficie, desesperado por estar con quien hablaba. Él conocía el sonido. Había oído esta voz.

– Thomas.

– ¿Elyon? -exclamó, y empezó a sollozar espontáneamente-. ¡Elyon!

Gritaba, lloraba y reía a la vez, como si la mente hubiera olvidado cómo separar las emociones que ocasionaban cada acción.

Ágilmente se precipitó hacia arriba, pero la desesperación por estar con el niño lo hacía berrear como un bebé.

– ¡Elyon! ¡Elyon, espera! -gritó.

– Aquí estoy, Thomas.

Entonces el muchacho volvió a reír, y Thomas avanzó guiado por la risa hacia la luz por encima de él.

Irrumpió en la superficie del lago y, afirmándose en las rodillas, contempló un deslumbrante cielo azul. Luego bajó chapoteando como un delfín y buscó al niño en el horizonte.

Las nubes flotaban silenciosamente. Unas dunas de arena lo rodeaban. Pensó que estaba de pie en el fondo del lago, a medio metro bajo la superficie roja del agua. Un estanque rojo, de no más de seis metros de ancho en lo alto de una duna.

Al mirar empezó a movérsele la tierra bajo los pies, y entonces se elevó hacia lo alto. No solamente la arena debajo del estanque, sino también las dunas alrededor de Thomas se elevaron hacia el cielo.

Se puso en cuclillas para afirmarse, pero rápidamente comprobó que no había amenaza. El desierto subió cientos, miles de metros, y luego desaceleró hasta detenerse.

Pero no era todo el desierto, pudo ver eso ahora. Era una sección circular del desierto, quizás de un kilómetro de ancho, que había ascendido al cielo en una enorme columna.

Y ahora todo estaba en silencio. Sin más movimiento que una ligera brisa. Se volvió poco a poco, analizando este nuevo horizonte. No fue sino hasta que hubo dado un recorrido completo que vio al niño en pie sobre una duna, de espaldas a Thomas, mirando sobre el borde.

Era un muchachito, quizás de doce años, con cabello negro y piel oscura, vestido solo con taparrabos blanco, y no más de metro y medio de alto. Era delgado, y sus delicados dedos le colgaban a los lados.

El corazón de Thomas olvidó cómo palpitar en ese momento. Una antigua enseñanza le recorrió la mente, la cual equiparaba a Elyon con un león, un cordero y un niño al mismo tiempo. Todos sabían que él no era un lago, un león o un cordero. En realidad tampoco era un niño moreno, una chica blanca, un hombre, una mujer o un águila con ojos debajo de las alas.

Él era Elyon, el creador de todo lo que había. El autor y dador de vida. Y por encima de todo, era quien los amaba. La misma esencia del Gran Romance. Con un chasquido de dedos, este muchacho sobre la duna delante de Thomas podía convertir el mundo en una canica y hacer añicos a todo ser vivo. A una sola palabra, un nuevo mundo saldría rodando de la lengua de Elyon y giraría en el espacio. Un guiño de este muchacho y el corazón más endurecido se rompería en pedazos, desbaratado anímicamente por el amor.

Thomas lo pensó todo en un instante, y entonces el corazón se le empezó a derrumbar en el pecho. Tenía que moverse. Debía ponerse deprisa detrás del niño y lanzarse a la arena en adoración.

Pero antes de que pudiera moverse, una velluda criatura blanca se bamboleó hacia el niño por la izquierda. Michal, el roush.

Michal regresó a ver una vez a Thomas, luego fue hasta donde el niño. Sin volverse a mirarlo, el muchacho agarró la mano del roush, más corta que la de él, y juntos miraron hacia abajo. Thomas no lograba identificar qué veían.

Thomas se llenó de valor para moverse, pero con sumo cuidado, pensando que podría ser inapropiado arrastrarse fuera del agua. Salió del estanque y había empezado a bajar la depresión que lo separaba de la duna en que se hallaban Michal y el muchacho, cuando el primer león blanco entró a su visión periférica y se sentó sobre las ancas a la derecha del niño.

Thomas miró hacia atrás y vio que una docena de blancos y enormes leones se habían ubicado como centinelas alrededor de todo el borde, mirando al niño. No había amenaza, solo una sensación de honra. Difícilmente Elyon necesitaba tales criaturas.

Thomas subió la duna y se aproximó al muchacho por el flanco abierto, al otro lado de Michal. Ninguno de los dos se giró a mirarlo.

Quiso hablar, pedir permiso, postrarse sobre una rodilla, cualquier cosa, pero le resultaba difícil pensar con claridad en la presencia del niño. Y entonces vio las lágrimas que sombreaban las mejillas del muchacho, y sintió que la sangre se le escapaba del rostro.

Thomas cayó sobre una rodilla, sofocado por una terrible tristeza. No sabía por qué lloraba el niño, pero la escena le nublaba la mente y le exigía llorar.

– ¿Qué ves, Thomas?

¿Thomas? ¿Había pronunciado su nombre el muchacho? ¿Lo conocía personalmente?

Sí, por supuesto, pero oírlo…

Había preguntado: ¿Qué ves, Thomas?

¿Qué veo? Te veo. Te veo solo a ti, y es lo único que necesito ver.

El llanto de Thomas aumentó en serio, cambiando de tristeza a agradecimiento por estar en la presencia de alguien tan grandioso. Supo que debía responder. No hacerlo era un sacrilegio digno de castigo eterno. Quiso contestar, pero estaba demasiado desesperado por la presencia del niño como para desviar la mirada, mucho menos para hablar.

El muchacho extendió la mano hacia la de Thomas. Le agarró los dedos. Se agotaron las últimas reservas de aplomo en Thomas, que cayó bruscamente a Un lado y comenzó a estremecerse con sollozos. El niño lo tomó de la mano, y Thomas se agarró de los delgados dedos como si fueran su única hebra de vida. Lloró con sollozos que aspiraban bocanadas de aire.

Oleadas de gratitud le embargaron, y supo que un momento antes había estado equivocado. Las aguas no eran la esperanza por la que el mismo Elyon había muerto.

Esta…

Apenas pudo soportar pensarlo… pero esta… esta era la gran esperanza para la que todos fueron creados. Para este momento.

No había nada más que pudiera importar que sostener la mano de quien lo había formado con su aliento.

Thomas no podía contenerse, simplemente no podía, y el niño no hizo ningún intento para sugerirle que lo hiciera. Se puso en posición fetal, aferrado a la mano del niño, y mojó con lágrimas la arena bajo su cara.

Ahora todo tenía sentido. El dolor, la muerte, los días y las noches de temor mientras las hordas los cazaban al acecho.

El ridículo, la enfermedad, la caída.

Las lágrimas de la madre cuyo hijo había caído rompiéndose la mandíbula. La agonía del padre que perdiera a su hijo a causa de una flecha. Igual que pasó con Elyon mismo, ellos habían soportado todo por el placer puesto delante de ellos. El tiempo pareció atascarse.

Cuando sucedió que el niño soltó la mano de Thomas, este se incorporó hasta quedar de rodillas con la intención de pedir perdón por su alarde, pero eso fue una indiscreción más. Porque era humano, podría decir él, y los humanos tropiezan inesperadamente con sus indiscreciones como cuando se usan botas demasiado grandes. Pero el niño se había ido. En su lugar se hallaba un hombre de mediana edad con barba canosa y mandíbula firme. Llevaba una túnica blanca. Antes que Thomas pudiera hacer la adaptación de Elyon el hijo a Elyon el padre, el hombre se volvió y lo miró con empañados ojos verdes.

– Ellos están rechazando mi amor, Thomas -expresó el anciano.

– No…

Thomas miró abajo al desierto y por primera vez vio lo que ellos habían estado mirando. Mucho más por debajo había un gran valle ocupado por todos sus lados por ejércitos que se extendían hacia lo profundo del desierto.

El valle de los higos de Miggdon.

– ¿Qué puedo hacer? -susurró el hombre.

Pero Thomas aún estaba demasiado abstraído por el amor que flotaba sobre ellos como para considerar seriamente cualquier dilema. Déjalos que se destruyan entre sí, pensó. Deja que aquellos que niegan tu amor se maten unos a otros. Solo déjame estar contigo.

– Ellos se han alejado -expuso el hombre.

Un león blanco pasó al lado de Thomas y miró la escena abajo. Thomas se levantó de un salto. Todos los leones habían cruzado la arena y ahora permanecían en dos filas a lado y lado de su amo, mirando fijamente los ejércitos hordas reunidos. El hombre se alejó de la escena y caminó de un lado al otro, pasándose los dedos por el cabello canoso, absorto en sus pensamientos.

– En lo más recóndito los formé. En lo más profundo de la tierra los entretejí, los formé en el vientre de la madre.

Thomas reconoció las palabras de una melodía que cantaban en el círculo. Un salmo.

– Todos sus días estaban contados, escritos en mi libro. Ellos son mi poema, creados para tales maravillas -continuó el hombre, levantando la mirada para dirigirse a Thomas-. Pero les di su propio libro y les permití escribir en él. Ahora mira lo que han hecho.

Thomas pensó que el anciano se arrancaría el cabello de frustración.

– ¿Qué he hecho, qué he hecho? -expresó el hombre y se volvió hacia el desfiladero señalando con el brazo hacia el horizonte-. ¡Mira!

Thomas miró. Algo más se había agregado a la lejana mezcla de hordas listas para emprender la guerra. Era el ejército de Qurong, reunido para luchar contra el de Eram, y por un fugaz instante Thomas se preguntó si Samuel estaría atrapado en el medio. Pero lo que vio ahora lo llenó de preocupación.

Un enorme remolino negro de shataikis circundaba el valle… millones de las bestias negras, ansiosos de la sangre humana que los alimentaba.

– Mira -dijo Michal, señalando hacia el occidente.

Un aluvión blanco se aproximaba como una ola de nubes. Un mar de roushes.

Thomas solo atinó a pensar ahora una cosa: Esto es el fin. Es el fin. El hombre levantó los brazos y lloró al cielo. Los hombros se le sacudían con sollozos y las lágrimas le bajaban por el rostro, humedeciéndole la barba. Los leones se volvieron hacia él y se postraron sobre los rostros, los cuartos traseros levantados mientras se inclinaban. Gimieron como uno solo, un sonido pavoroso que llenó de terror la garganta de Thomas.

El gemido de Elyon comenzó a perder aliento. Poco a poco bajó la cabeza, los brazos aún levantados, el pecho agitándose en busca de aire. Pero la mirada le empezó a cambiar de angustia a otra repleta de ira.

El rostro se le enrojeció y las mejillas le comenzaron a temblar. Asustado, Thomas intentó retroceder, pero los pies no se le movieron.

Y entonces Elyon gritó, a todo pulmón hacia el cielo. Apretó los puños y se sacudió de pies a cabeza con tanta ira que Thomas no pudo evitar que le temblara el cuerpo.

Los leones rugieron al unísono, y toda la tierra fue tragada en un trueno de protesta que la sacudió hasta sus mismos cimientos.

Pero el grito se propagó con inextinguible furia. Thomas se puso de rodillas y lanzó los brazos por encima de la cabeza.

– ¡Tráenos a casa! -gritó-. ¡Rescata a tu novia!

Pero estaba gritándole a la arena y nadie parecía escuchar. Apenas lograba oírse a sí mismo.

– Tráenos -repitió, el rugido cesó a mitad de frase-, a casa. Rescátanos. Por el bien del Gran Romance, rescata a tu novia de este terrible día.

El silencio lo rodeó, interrumpido solo por su propia respiración. Abrió los ojos por completo. Michal se estaba yendo, a quince metros del borde del precipicio. Los leones se habían ido. El hombre…

Thomas se levantó lentamente. ¿Se había ido Elyon?

– ¿Thomas?

Contuvo la respiración y giró hacia la voz. El niño estaba cerca del estanque rojo, mirándolo con mirada desafiante. ¿Cuánto tiempo había pasado?

– Es hora -manifestó el niño.

– ¿Ha acabado todo?

El muchacho titubeó, luego habló sin responder directamente la pregunta.

– Cuando todo haya acabado, lo sabrás. Y lo que sentiste… solo fue un juego de niños, amigo mío.

Thomas parpadeó.

Elyon parpadeó.

Y Thomas no lograba mantener quietas las rodillas.

– ¡Sígueme, Thomas! -ordenó el niño dando tres ligeros pasos orilla abajo, zambulléndose en el estanque rojo y desapareciendo bajo la vibrante superficie.

Thomas comenzó a correr mientras el niño aún estaba en el aire. Solo cuando estuvo en lo alto, cayendo hacia el agua, se preguntó qué profundidad tendría la laguna.

Descendió rápidamente bajo la superficie y supo que estas eran las aguas de Elyon, y que su lago no tenía fondo.

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