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– AHORA, MI señor -susurró Ba’al, encorvado al lado de Qurong en lo alto de la ladera sur-. Debes atacarlos ahora como se te indicó.

– No me gusta esto.

Qurong estaba sobre una roca plana saliente y miraba los dos ejércitos, el suyo a la derecha, trescientos mil fornidos hasta donde Eram sabía, y el ejército eramita a la izquierda a través del valle, la mitad del de Qurong. Pero había albinos con ellos, más de cuatro mil por lo que habían podido determinar los exploradores.

– Esa vieja zorra tenía razón. Esta es obra del hijo de Thomas. Están planeando algo.

– Yo ya he planeado algo, ¡viejo necio impotente! -gritó Ba’al.

Qurong ladeó súbitamente la cabeza hacia el siniestro sacerdote, desconcertado por su pérdida de control. Un terrible sonido tronó en el cielo, bien arriba. El sonido de un fuerte viento gimiendo por un hueco, pero no había viento. El sonido cesó.

– ¿Ves? Es una señal -informó Ba’al dejando de mirar con aterrados ojos al cielo e inclinando la cabeza-. Perdóname, mi señor. Te suplico que me perdones. ¡Pero la victoria está en nuestras manos! Ya has oído.

– He oído un viento. Y tu insulto.

– ¡Está aquí! -comentó Ba’al haciendo un puño con los blancos y huesudos dedos, y sacudiéndolo-. Está exactamente aquí, y mi amante está muy ansioso de ello. ¡Debemos atacar ahora!

– Tal vez primero debería cortarte la lengua. Y después veremos.

– ¿Le hablas de este modo al amante de él? -advirtió Ba’al.

– Le hablo de este modo a mi sacerdote.

– Te recuerdo que prometiste…

– A Teeleh, no a ti.

Cassak se puso al lado de Qurong, con el ceño fruncido.

– El sol está alto, mi señor. Tenemos ocho horas más de luz. Sugiero que llevemos a cabo nuestro plan antes del anochecer, o que nos preparemos para una larga noche de enfrentamiento con los albinos. Y eso no sería nada bueno.

– Estén preparados para el engaño -comentó Ba’al-. Maten a cualquier albino que se acerque, cualesquiera que sean sus intenciones.

– ¿Y si se quieren rendir?

– ¡Mátenlos!

– ¿Mi señor? -pidió instrucciones Cassak mirando a Qurong.

– Sí. Maten a cualquiera que se acerque. No confiemos en nadie.

– Transmitiré la orden. ¿Deberíamos ponernos al frente, mi señor?

Qurong luchó con la niebla de confusión que le había surgido en la mente desde que su hija se atreviera a cruzar el desierto para reunirse con él. Hace una semana se habría negado a pensar en ella como hija. Pero ahora…

Era enloquecedor. Los muros que por tantos años había levantado triunfalmente contra el amor se le estaban desmoronando alrededor. Primero Thomas lo había metido con engaños en un estado de alucinación donde nada era como parecía. Luego Chelise le había llevado noticias de su nieto, Jake.

Qurong no tenía más descendencia que un nieto engendrado por su más grande enemigo, Thomas. La incapacidad del comandante supremo de sacudirse los pensamientos de la mente lo ponía furioso.

Chelise, su enérgica hija a quien una vez amara más que a cualquier tesoro en su posesión, había vuelto… exactamente allí, en el horizonte de su mente, invitándolo a que la amara otra vez. Él permanecía de pie mirando un valle en que pronto habría más carne muerta que viva, y solo pensaba en una persona. Por absurda o ingenua que fuera la filosofía de ella, aún era Chelise de Qurong.

– ¿Mi señor?

– ¡Estoy pensando!

– Se nos acaba el tiempo -advirtió Cassak.

– Ellos están tramando algo. Puedo sentirlo en los huesos. Planean algo.

– Igual que nosotros, mi señor -cuestionó Ba’al-. Como hacemos sin lugar a dudas la mayoría de nosotros.

– ¿Qué? ¿Qué tenemos además de otros doscientos mil hombres para enviar a la masacre? No conozco tu verdadero plan, solo que te pasas el tiempo insistiendo en no sé qué magia invisible.

– ¡Ten fe! -gritó el siniestro sacerdote, entonces parpadeó y se tranquilizó-. Perdóname.

El religioso se metió las manos entre las mangas de la túnica y lanzó una impávida mirada al ejército eramita.

– Ellos han roto su pacto -continuó-. Esta ramera que ha venido hasta ellos se ha quitado la máscara, estoy seguro de eso.

– ¿Es eso todo? ¿Estoy lanzando mi ejército al peligro sobre el lomo de una prostituta y de más jerga religiosa?

– Escucha, tonto -insultó Ba’al volviendo bruscamente la cabeza; le salía baba de los labios dilatados-. Los poderes del aire son más poderosos que tu insignificante ejército. Durante muchos años, los albinos han sido intocables. Los mestizos se bañaron alguna vez, como yo mismo… todos hemos estado protegidos hasta el día de hoy. Todos menos las hordas puras han estado bajo la cobertura de Elyon. ¡Pero ahora ese pacto se ha roto!

Qurong no estaba seguro de haber oído correctamente. Un caballo resolló detrás de él: La cadena de una maza sonó ruidosamente sobre metal. Las fosas nasales de Ba’al se inflaron, sin remordimiento esta vez. Pero fue la afirmación del religioso la que le gritaba desaforadamente a Qurong.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Que una vez fuiste guardián del bosque? ¿Que eres mestizo?

– Soy amante de Marsuuv, hecho completo mediante su sangre -expresó el siniestro sacerdote mirando hacia el valle-. Y ahora que lo sabes te tendré que abrir los ojos para que no me aniquiles.

Ba’al se inclinó, agarró un puñado de polvo a sus pies, le escupió encima, y se lo lanzó a Qurong. El pegote de lodo le dio de lleno en el rostro, y el comandante retrocedió horrorizado.

– ¿Qué es esto? -resopló.

– Ábrele los ojos, Marsuuv, amada mía.

Qurong se quitó el barro, rojo de ira. Y cuando abrió los ojos descubrió que no podía ver adecuadamente. El valle había oscurecido.

– Mira a lo alto, Qurong. Ve lo que les espera a todos los que han roto el pacto.

Qurong levantó la mirada y contuvo la respiración. Los shataikis que vio en el lugar alto habían regresado. En mayor cantidad ahora. Bloqueaban el sol. Volaban en el cielo a menos de mil metros sobre sus cabezas, con garras extendidas y brillo en los ojos rojos. Volaban solo hacia él, parecía.

– Elyon ayúdanos.

– No, mi señor. Elyon los ayuda a ellos. Pero no lo hará más, pues le han vuelto la espalda. Ahora serán carne para las bestias.

– ¿Y yo qué? ¿O tú? ¿No crees que pronto nos harán trizas?

– No. Hemos hecho un trato con los demonios y les hemos prometido nuestra lealtad, así que seremos protegidos junto con nuestro pueblo. ¿Ya lo has olvidado? Esto comenzaba a tener sentido para Qurong. Era la razón que había detrás de su ritual de beber sangre. No entendía la total importancia de lo que estaba viendo y oyendo, pero este sin duda debía ser el día del dragón.

– ¿Así que estos shataikis solo pueden ir tras los mestizos?

– Sí. A menos que…

– ¿A menos que qué?

– Los asuntos sobrenaturales siempre tienen sus excepciones.

Esto sería el acabose, pensó el comandante.

– Envía la primera oleada -ordenó Ba’al-. Hazlo mientras aún tengamos el favor de los shataikis.

Qurong se volvió hacia Cassak, que miraba a lo alto, claramente confundido en cuanto a lo que el comandante y el sacerdote miraban.

– Envía nuestros primeros veinte mil -ordenó-. Infantería. Prepara a los arqueros. No reserves ninguno.


***

MÁS ALLÁ de toda duda, Samuel estaba seguro de haberse convertido en horda. Sentía las articulaciones como si le hubieran pinchado los huesos con alfileres, raspándoselos con cada movimiento. La piel le ardía, y solo empeoró cuando trató de eliminar el dolor lavándose con agua.

No asombraba que por lo general las hordas huyeran del agua y solo se bañaran aguantando el dolor. Intentó comer un poco de nuez escarabajo, pero el sabor era muy amargo.

Sin embargo, aun sabiéndose horda, no le resentía su condición. Lo hacía más parecido a Eram. Encajaba dentro del mundo más grandioso. Y en realidad, para empezar, no estaba muy seguro de por qué le había ofendido tanto la enfermedad de las costras.

Se está apoderando también de tu mente, Samuel.

Sí. Sí, eso era.

– ¡Ya vienen!

– ¡Listos! -vociferó Eram.

El grito hizo regresar al presente a Samuel. Saltó a su silla y galopó hasta las líneas frontales donde Eram, Janae y sus generales estaban montados, con la mirada fija en el valle. Se puso entre el líder eramita y la bruja, con las venas llenas de adrenalina.

– ¿Qué pasa?

– Qué bueno que te nos unas, hijo de Hunter -comentó Eram-. Finalmente Qurong se ha decidido y está enviando a la muerte a sus primeros hombres. Un mar de infantería se desbordaba sobre la cima, internándose en el valle.

– ¿Cuántos no han tomado el agua? -exigió saber Eram sin preguntar a nadie en particular.

– Cincuenta mil, según las instrucciones -contestó su general.

– ¿Portan los demás el veneno en la sangre?

– Sí -respondió Janae-. Todos ellos.

Eram escupió, y antes de caer al suelo el escupitajo rojo se estrelló en la bota de Samuel, que miró al dirigente a los ojos.

– Lo siento mucho -se disculpó Eram analizando al ejército horda que se acercaba al fondo del lejano declive-. Yo diría como veinte mil hombres a pie. Me sorprende que Qurong fuera tan evidente. Exactamente como predije, intenta atraernos.

– No podemos mostrarle nuestra fortaleza todavía -opinó Samuel-. Envía cincuenta mil.

– Sí, mi nuevo general horda. Eso es exactamente lo que haré -comentó Eram, y sonrió burlonamente a Samuel-. Y tú los dirigirás. Samuel parpadeó ante el hombre.

– Lo siento, yo…

– Necesito un general en el valle, amigo mío. Alguien en quien pueda confiar.

He decidido que eres la mejor opción -determinó el líder, y chasqueó los dedos al otro general-. Envíalos ahora, general, los cincuenta mil que no han tomado el veneno. Diles a los capitanes que una vez en batalla estarán bajo las órdenes de Samuel. Y diles que envíen de vuelta al infierno hasta al último de esos encostrados.

– Sí, señor.

Samuel miró a Janae, pero ella no pareció preocupada en absoluto por la decisión. Tenía la mirada fija en el vacío horizonte a la izquierda, donde solo había desierto… y más allá el bosque negro.

Samuel aún no lograba ajustar los pensamientos a la decisión de Eram de enviarlo abajo. Naturalmente, no estaba asustado. Lejos de eso, ya tiraban de él los pensamientos de asesinar hordas y cubrirse de gloria. ¿Pero qué motivos tenía realmente Eram?

– ¿Estás cuestionando mi juicio, Samuel? -preguntó Eram.

– No, señor.

– Necesito que tus hombres te vean bajar esa colina, y que te vean matar hordas.

Me acaban de informar que algunos albinos se están quejando respecto de un sarpullido. Yo los enviaría abajo a todos ahora antes de que tengan la oportunidad de comprender que tienen la enfermedad, pero su presencia en el campo de batalla podría intimidar a Qurong, ¿entiendes? Pero un albino, el hijo de Hunter… bueno, eso tentaría a Qurong a enviar de una vez todo su ejército.

– ¿Se están volviendo hordas mis hombres?

– ¿Se están volviendo hordas? -remedó Eram como si no hubiera esperado menos-. Han aceptado la marca y han entregado los corazones a su hacedor. ¿Qué esperabas?

El tipo sonrió de manera apacible.

– Pero la transición llevará algo de tiempo -concluyó-. Tenemos que pelear antes de que perdamos nuestra ventaja física.

A la mente de Samuel entraron al mismo tiempo dos pensamientos: Que Eram era un brillante estratega y que Janae había traicionado a los albinos. Pero al momento solo el primero parecía terriblemente importante. ¿Había esperado Samuel algo menos de su bruja?

Un aluvión de guerreros eramitas desbordaba la cima a la izquierda. Infantería. El terreno retumbaba con las pisadas de cincuenta mil hombres al bajar la ladera fuertemente protegidos. Ningún grito todavía. Los dos ejércitos se arrojaban uno contra otro.

El pulso de Samuel se acrecentó. Espoleó el caballo hacia adelante, luego lo hizo retroceder.

– Refrena a esos arqueros. No deseo una flecha en la espalda.

– Observa la próxima oleada de Qurong -contestó Eram asintiendo con la cabeza-. Atacará con el grueso de sus fuerzas; sabrás que vienen cuando lance las bolas de fuego. Tan pronto como él muerda nuestro anzuelo, enviaré refuerzos, comenzando con los albinos. Hasta entonces, aguántalos. Una vez que ellos desciendan, la enfermedad se extenderá. Veremos lo eficaz que es realmente este veneno.

La estampida de guerreros se apresuraba aún por la cresta. Janae todavía miraba hacia el norte, siempre hacia el norte.

Ahora miró a Samuel y sonrió amablemente.

– Ven aquí, amor.

– Despídanse rápidamente -ordenó Eram, moviendo el caballo alrededor-.

Tu batalla te espera.

Samuel situó la montura al lado de la de Janae, en direcciones opuestas. Impulsivamente se inclinó hacia adelante y la besó en la boca. El olor del aliento femenino lo atrajo como lo había hecho la sangre. Supo que Teeleh la había transformado en algo menos que la mujer que conociera alguna vez, y se preguntó si sería tan afortunado como para experimentar algo parecido.

– Adiós, amor mío -expresó ella-. Ha sido bueno juntarme contigo por un rato.

– No tengo intención de morir -dijo él, mirándola a los distantes ojos-.

Volveré.

– Y yo me habré ido. Ya hice lo que pretendía hacer.

– ¿Te habrás ido? No, no, ¡no te puedes ir ahora!

– Pero debo hacerlo. He terminado mi tarea aquí. Ellos están engañados, todos ellos. Ahora mi verdadero amante me llama -expresó la muchacha, y le puso la mano en el antebrazo-. Quizás cuando todo esto termine te me puedas unir, si él lo permite. Creo que te gustaría.

– ¿El bosque negro?

– No. La tierra. Hace dos mil años.

Las historias. El joven no supo qué decir. Un rugido estalló desde el valle detrás de él, y se dio la vuelta para ver cómo colisionaban ruidosamente los dos ejércitos. Sus frentes de ataque se entremezclaron a toda velocidad como dos nubes negras chocando de frente. Pero aquí la unión era brutal y sangrienta, y ya los gritos de los moribundos se mezclaban con otros de bravuconería e ira. ¡Debía irse!

– Entonces espérame -pidió él volviéndose; pero ella ya se había alejado, sentada como una elegante reina en el claro corcel-. ¡Janae!

– Muere bien, Samuel -expresó ella volviéndose para mirarlo con su perpetua sonrisa burlona.

– Janae…

– ¡General!

Lo estaban llamando. Pudo ver a Vadal observándolo, igual que los demás guerreros albinos y otros diez mil eramitas. Todas las miradas estaban puestas en él. Su ejército peleaba ahora, asesinando hordas como siempre había soñado. La gloria esperaba.

Samuel hizo girar el caballo, hundió los talones en los flancos con suficiente fuerza para fracturar una costilla y descendió rápidamente al valle de Miggdon.

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