28

LO PRIMERO que Billy observó al abrir los ojos en la otra tierra, la tierra futura, fue que era exactamente la misma persona que había sido un momento atrás, antes de zambullirse en el libro detrás de Janae. Los mismos jeans, la misma camiseta, las mismas manos, el mismo corazón palpitando.

Lo segundo que notó en este futuro fue que él, Janae y Qurong habían seguido a los libros al mismo sitio del último viaje de Janae aquí, la visita que ella hiciera en sueños. Estaban en el estudio de Ba’al, mirando fijamente y asombrados por la facilidad con que habían cruzado las realidades.

Desde luego. Los libros te llevan adonde crees pertenecer. De alguna extraña manera yo soy Ba’al. O al menos alguien que se identifica con Ba’al.

Pero en otros aspectos no se parecía en nada a Ba’al.

El diario de Ba’al, su libro sangriento, estaba sobre el escritorio al lado de Billy. Este libro contenía los secretos hacia más de lo que lograba recordar de su corto tiempo en la mente del siniestro sacerdote. Levantó el antiguo volumen.

– Funcionó -declaró Qurong, mirándose las manos-. He… hemos vuelto.

– ¿Dudaste de nosotros? -inquirió Billy.

– Creí que pensaban dejarme -confesó el líder, dirigiéndose a la puerta.

– ¿Adónde vas?

– Adonde pertenezco como gobernante de este mundo -replicó Qurong, volviéndose.

– ¿Es eso lo que crees? Teeleh es el gobernante de este mundo.

Billy se sorprendió al descubrir que no podía leer la mente del hombre. Ni la de Janae, que estaba mirando el altar ensangrentado sobre el cual se hallaban los libros Perdidos. ¿Ya no funcionaba su don ahora que estaba aquí en carne y hueso? Pero las ampolletas del virus habían cruzado, sin duda. ¿Y la pistola?

– No pretendo ofender -declaró-. Pero debemos reagruparnos aquí y cavilar con mucho cuidado lo que acaba de suceder.

– No ha pasado nada -objetó Qurong, y reanudó su marcha hacia la puerta-. No me corresponde entender las pesadillas.

– No fue una pesadilla -expresó bruscamente Janae.

Janae había vuelto en sí, y Billy vio que ella había tenido la perspicacia de meter la pistola en el bolsillo de su bata de laboratorio. ¿Pero dónde estaban las ampolletas?

– Aquí hay más en juego que tu pequeño reino, imbécil -soltó la joven.

– Tranquila, Janae -la calmó Billy, exhalando.

Este mundo no les pertenecía. No todavía.

Ella pestañeó, luego se serenó visiblemente.

– Lo único que estoy diciendo es que el mundo donde has estado es real. Todo lo que has oído era cierto.

– ¿Como qué? -cuestionó Qurong con la mano ya en el picaporte de la puerta.

– Como el hecho de que estás rodeado de enemigos. Los eramitas, los albinos, Ba’al…

– Y dos hechiceros albinos de otro mundo están aquí para salvarme, ¿no es así?

– Tenemos algunos trucos debajo de la manga, sí -terció Billy-. ¿Ya lo has olvidado?

– Las armas -desafió Qurong-. G estoy ciego, o no veo nada. Enséñamelas.

Janae miró a Billy, luego extrajo el arma.

– Por supuesto -exteriorizó Qurong-. El cuchillo romo que según ustedes puede lanzar acero. Estoy temblando de miedo. ¿Se supone que tengo que aniquilar a los eramitas con eso?

– No. Para eso está el virus.

– Y no ha atravesado hasta aquí -remató Billy.

Janae lo miró. Sin duda ella entendería la señal de su compañero, sabiendo que volver ahora cualquier cosa contra Qurong solamente les quitaría su influencia sobre él.

– Pero eso no significa nada -advirtió Janae-. Lo importante es que somos de tremendo valor para ti.

– ¿Cómo?

– Podemos usar los libros, regresar y recuperar todo lo que queramos.

– Eso no me impresiona -expresó Qurong abriendo la puerta y saliendo del salón, dejándolos solos en el estudio de Ba’al.

Interesante que el sujeto dejara atrás los libros. Seguro que no era tan torpe como parecía. Billy se metió el diario de Ba’al detrás del cinturón, lo tapó con la camiseta, y recogió rápidamente los cuatro volúmenes.

– Tomémoslo con calma. Tenemos que desentrañar algunas cosas.

– Lo que debemos hacer es salir de este lugar. No debemos estar con esta gente.

– ¿E ir dónde?

Los ojos de Janae se movieron, y él sospechó que ella lo sabía tan bien como él.

De ser así, no lo estaba admitiendo.

– Aún no lo sé -respondió la joven-. Pero no he venido aquí para quedarme con estos tontos.

– ¿Creíste que habrían desaparecido? ¿Que esto era Paradise?

– ¿Por qué esa hostilidad? Lo que menos necesitamos ahora es ponernos uno contra el otro. El hecho es que tenemos más poder del que ellos se podrían imaginar. Solo debemos entender cómo usarlo.

– El virus ha pasado -supuso él.

Ella se palpó el lado del sostén.

– A menos que ellos insistan en un impertinente registro sin ropa, está bastante seguro. Esto, por otra parte -anunció ella volviendo a meter la pistola en el bolsillo-, no asusta a nadie.

– Lo hará una vez que sepan lo que podemos hacer con el arma.

– Así es, Billy. Saber -asintió ella, punzándose la sien con un dedo-. Lo que sabemos es nuestra mayor arma. Bastante justo.

– ¿Por qué has venido aquí, Janae?

– ¿No me puedes leer la mente? -cuestionó ella mirándolo con los ojos bien abiertos.

– No en este lugar.

La muchacha suspiró como si esto fuera de esperar, y se dirigió hacia el oscuro pasillo al que había entrado Qurong.

– Por la misma razón que tú, Billy. He venido para encontrarme conmigo misma.

Billy la siguió, pensando que ella tenía razón: No debían quedarse aquí. Ni en el templo, ni en la ciudad. El destino de él reposaba con otro ser, un shataiki llamado Marsuuv que vivía en el bosque negro. Ya se le estaban desvaneciendo los recuerdos que había tomado de Ba’al mientras estuvo en su cuerpo, pero tres elementos cruciales le resonaban en la mente sin parar: Había una parte de él que no era del mundo natural.

Su destino estaba irrevocablemente vinculado a una reina llamada Marsuuv. Todo lo que había sucedido, desde el surgimiento de la maldad hasta la vacuna Raison y la catástrofe venidera, era obra suya, porque él no solamente había iniciado todo sino que iba a terminarlo todo.

Billy, el pelirrojo de Paradise, Colorado, era el primero y el último. El principio y el fin.

Él era la zona cero.

No, una vocecita le sugirió en alguna parte en el cerebro, Thomas es la zona cero. Tú solo estás tratando de tomar la delantera.

Pero él sabía que esa no era la verdad. En el último instante, ambos eran la zona cero. Dos lados de la humanidad. Se escoge el que se quiere.

Billy y Janae recorrieron un oscuro pasadizo y vieron un enorme santuario repleto con imágenes de la serpiente alada, Teeleh. En el centro del salón había otro altar, como el del estudio de Ba’al, brillando aún con sangre.

Billy se adelantó a Janae, inundado de temor y de conmoción total por los objetos de culto del salón: Velas negras que vomitaban humo al aire; imágenes de bronce de Teeleh sobre el altar; largas cortinas de terciopelo en todas las paredes, adornadas con las mismas tres marcas de garra que usaban todos en la frente, esta marca de la bestia.

La familiaridad lo golpeó con la fuerza de un puñetazo al pecho. Había hallado su camino a casa.

Miró sobre el hombro y vio con la boca abierta a Janae, que también parecía sentir lo mismo, ¿verdad? Ella sabía más de lo que expresaba con palabras. O al menos sentía más.

Billy entró al salón con pasos ligeros, como si el piso de piedra fuera tierra santa fácilmente profanada. Habían atravesado los siglos y estaban ante el santuario de una religión exótica que adoraba al mismo ser que lo había creado a él, Billy. Tocó el altar, impresionado por la sedosa superficie de la piedra… ¿era granito’ ¿Tal vez mármol?

Ba’al había estado en la presencia de Marsuuv, reina de Teeleh, y el recuerdo s‹-representaba en el borde de la mente de Billy como el flautista de Hamelín.

– Lo logramos, Billy -comentó Janae, exhalando.

– Pon los libros sobre el altar -chirrió ásperamente una voz detrás de ellos.

Ba’al.

Billy se volvió poco a poco, sin intención de poner los libros en ninguna parte. Entonces vio a Qurong de pie con los brazos cruzados detrás de Ba’al, que evidentemente había estado esperándolos, y comprendió que habían cometido una terrible equivocación.

– ¡Atrás! -ordenó con rudeza Janae, apuntándolos con la pistola-. Quédense donde están o juro que les volaré la cabeza a los dos.

Ba’al había examinado los propios pensamientos de Billy, pero era obvio que durante su corta visita no había surgido nada acerca de pistolas. Siguió adelante de manera audaz.

– ¡Os ha dicho que atrás!

– ¡Entonces vuélame la cabeza! -exclamó Ba’al-. Utiliza tu juguete y mátame si esa es la voluntad de Teeleh. Pero debes saber que yo soy su siervo. Marsuuv es una bestia celosa que no tiene paciencia con albinos que amenazan con juguetes a hombres santos.

A Janae no se le escapó lo que acababa de oír, pero erró el blanco.

– Qué bueno volver a verte, Ba’al -expresó Billy-. ¿O debo llamarte Billos?

– Llámame como quieras. Soy quien soy.

– Y nosotros también, dos amantes de Teeleh. Muéstranos cómo hallarlo y te dejaremos.

– Estos dos son mentirosos que con engaños podrían atraer una serpiente a la cama y morderle la cabeza hasta arrancársela -terció Qurong-. No los escuches.

– ¿Sois serpientes? -preguntó Ba’al caminando alrededor de ellos, sonriendo.

– No -respondió Billy-. Pero pertenecemos a una, y su nombre es Teeleh.

– Así que insisten. Pronto lo averiguaremos. En este mismísimo salón. Dejen los libros sobre el altar y aléjense.

– No puedo hacer eso.

– ¿No? Tú más que nadie deberías saber por qué debes hacerlo. Te metiste dentro de mi mente y sabes que he estado buscando esos libros durante mucho tiempo. Marsuuv me obliga a llevárselos a Teeleh. ¿Te interpones en el camino de su reina?

Incertidumbre.

– Dame los libros y dejaré que Teeleh te posea -concluyó Ba’al.

– Dispárale, Janae. Mata de una vez a esta comadreja. Métele una bala entre los ojos y termina esta miserable vida antes de que…

Clic.

Billy parpadeó. ¿Era así como debía sonar el arma?

Clic, clic, clic.

– No funciona -gritó Janae, y volvió a apretar el gatillo sin mejor resultado.

– ¿Por qué debería funcionar? -advirtió Ba’al-. Si tus ojos fueran abiertos podrías ver garras de shataiki actuando en este mismo instante, protegiendo al amante de Marsuuv. Por favor, arroja esa inútil herramienta. Pon los libros en el altar. Es mi última invitación.

Billy titubeó solo un momento, luego depositó los libros con mucho cuidado. Si Ba’al estaba diciendo la verdad, llevaría los libros a Teeleh en vez de usarlos. Quizás eso era mejor para todos.

– Dinos cómo hallarlo.

– No hallas a Teeleh, él te encuentra. Intérnate en el bosque y pronuncia su nombre. Créeme, él siempre está allí, observando -informó Ba’al mientras levantaba los libros y se hacía a un lado-. Gracias.

Entonces se dirigió hacia la puerta que llevaba a su estudio.

– Dispón de ellos como quieras.

– ¿Y ese virus del que hablabas? -averiguó Qurong.

– Ah sí, desde luego -contestó Ba’al volviéndose, pero con la mente en los libros que tenía en las manos, pensó Billy-. Desvístelos, regístralos. Daré instrucciones a mis sacerdotes de sacrificarlos esta noche mientras la luna esté en cuarto menguante.

– Yo estaría más cómodo si supervisaras la ejecución.

– No estaré aquí. Mi amo me apremia. Este es el fin, mi señor. El tiempo del gran dragón ha llegado. A Billy se le atascó la respiración.

– Son astutos -advirtió Qurong, y frunció el ceño.

– Estarán muertos esta noche, mi señor. Lo juro.

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