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THOMAS HIZO arrancar su brioso alazán y miró hacia el valle Beka, un irregular cañón de piedra. El caballo resopló y eludió un escorpión azul que se escurría a través de la arena.

Hunter mantuvo firme la montura con un suave chasquido de lengua y levanto la mirada hacia el lugar alto en la lejanía. Los cañones se levantaban hacia una meseta que se distendía en lo alto, haciéndola lucir embarazada. ¿De qué? Thomas solo pude suponer maldad.

Esta era Ba'al Bek. La meseta más elevada en esta parte del desierto. Un lugar reclamado por el sumo sacerdote. Un cometa, o quizás el puño de Elyon, parecía haber aterrizado en el centro de la elevación, creando un enorme cráter del tamaño de Ciudad Qurongi.

– No me gusta esto, Thomas -opinó Mikil a su lado, escupiendo a un lado-Todo este valle apesta a muerte.

– Azufre -explicó él.

– Llámalo como quieras, ella tiene razón -opinó Jamous a la izquierda de Thomas, tras aclararse la garganta-. Huele como si se levantara del infierno de Teeleh.

Luego el líder extrajo fruta de pulpa roja y la mordió. Un solo mordisco podía¡ mantener en movimiento a un hombre durante un día. Cada uno de ellos cargar* un pequeño surtido de varias frutas arrancadas de los árboles cerca del estanque rojo Algunas alimentaban; otras tenían valor medicinal. Sin la fruta, el círculo segur* mente habría sido exterminado por las hordas mucho tiempo atrás. Era la principal ventaja de ellos, permitiéndoles sanar de prisa y viajar durante días dentro del profundo desierto sin ninguna otra fuente de comida o bebida.

Fruta del lago. Muy apreciada por los albinos, amarga para las hordas.

Habían salido de la Concurrencia una hora después del ultimátum de Thom3› y la noche sin luna en el desierto los recibió en perfecto silencio. No hubo grandes vítores, ni ninguno de los acostumbrados abrazos o deseos de un viaje seguro, ni peticiones de que Elyon bendijera la misión.

Thomas había llevado a su hijo Jake al desierto durante media hora, asegurándole al muchacho el eterno amor que tenía por todos ellos. Pasara lo que pasara, Jake nunca debía abandonar su amor por Elyon, instó Thomas. Nunca.

– por supuesto que no, padre. Nunca.

Meciendo al chico en un abrazo, Thomas había contenido lágrimas de agradecimiento, preocupado de que estas pudieran verse como una señal de temor. Los niños no necesitaban más preocupación.

Luego Thomas se había unido a Chelise, besándola de manera apasionada, y desviándole la insistencia de ir con él. Le había enjugado las lágrimas. Entonces montó su corcel y cabalgó desierto adentro con su compañía escogida: Su guerrera más experimentada, Mikil, que años atrás dejara las armas junto con los demás; el esposo de ella, Jamous; y Samuel, su porfiado hijo, que podría ser la muerte de todos ellos.

– Tu hijo ya debería habérsenos unido -expresó Mikil, mirando hacia el sur del desierto-. Podría estar muerto.

– O ha salido corriendo -manifestó Jamous.

Thomas había escrito su desafío en papel, había puesto su sello en la parte superior, lo había enrollado, y había exigido que Samuel lo entregara a las hordas en Qurongi. Dispuso que el muchacho se les reuniera en Puerta del Infierno, este estrecho paso dentro del valle Beka. Luego, juntos continuarían hacia el lugar alto y esperarían la respuesta de Qurong.

– Se necesitaría un batallón de encostrados para derribar a Samuel -comentó Thomas-. Creo que puede entregar un mensaje a un guardia en las afueras de Qurongi. Ya vendrá.

– ¿Qué te hace estar tan seguro?

– El desea esto tanto como yo.

– Entonces los dos se han deschavetado -gruñó Mikil.

Si no me hubieras salvado el pescuezo mil veces te haría pasar por la espada Por eso.

Y si tú no hubieras salvado el mío muchas veces te lo retorcería -replicó ella; 'as observaciones mordaces entre ellos les levantaba el humor.

Thomas observó a su comandante de mayor confianza, ya a sus treinta años, aún sin Hijos, por decisión propia, y todavía la guerrera completa que había sido cuando matar encostrados era una obsesión. La mejilla bronceada de la mujer estaba marcada P°r una cicatriz, apenas visible tras las hebras de cabello oscuro.

– Además, hemos renunciado a nuestras espadas -dijo ella, y luego le guiñó un ojo-. ¿Recuerdas?

El debió reír, aunque débilmente. Todos ellos eran guerreros de corazón. Dada la oportunidad de tomar las armas contra un enemigo, se meterían ahora de lleno en la tarea.

Pero las hordas ya no eran su enemigo, sino la enfermedad.

Como lo era Teeleh, que había maldecido a la humanidad con el padecimiento. La forma de destruir la condición no tenía nada que ver con la espada y sí todo que ver con el corazón. Solo amando a las hordas podían tener esperanza de persuadir a algunos encostrados de librarse de su vida enferma, ahogarse en las aguas de Elyon y resucitar otra vez a la vida.

– Créeme -contestó él, volviendo la mirada hacia el lugar alto-, si la espada pudiera librar al mundo de la maldición de Teeleh, me pondría al lado de Samuel. En su inmadurez, el chico ha perdido de vista la senda y se ha vuelto impaciente por la meta.

– Por tanto, ahora arriesgas el pescuezo de todos nosotros para demostrar que él se equivoca -comentó Jamous.

– ¿Crees que estamos arriesgando nuestras vidas? ¿Así que dudas de que Elyon nos salvará? Has probado mi teoría.

– Tonterías. Solo estoy…

– Dudas del poder de Elyon para salvarnos. Si hasta mis ancianos dudan, entonces soy el único que cumple con su deber. Veremos si tu duda está justificada o es tu deber poner a prueba el poder de Elyon.

– No lo pongo a prueba a él -objetó Thomas-. Examino mi propio corazón. Y el de Samuel. Y ahora el tuyo y el de Mikil. ¿Objetas? Jamous miró adelante, callado. No se atrevió a objetar. Pero otra voz rompió el silencio.

– Yo objeto, padre -dijo Samuel guiando su caballo desde un afloramiento de rocas a la izquierda de ellos.

El muchacho se había quitado la pintura roja del rostro y tenía agarrado el cabello en una cola de caballo. Había llegado al paso antes que ellos.

– Tienes buenas intenciones, pero tus métodos no funcionan -explicó el joven-. Diez años de huir y esconderte lo han demostrado. Adelante, prueba cualquier cosa que quieras.

Eran las primeras palabras dichas por Samuel desde que salieran, y Thomas no estaba seguro de si merecían una respuesta. El tiempo de hablar había pasado. Apretó la mandíbula y se alejó de su hijo.

– Oh, por favor, no pensarás que habría matado de veras a mi hermana, ¿verdad?

– ¿Entregaste el mensaje?

– Naturalmente. Sin derramar sangre, solo por ti.

Samuel se paró en seco al lado de él y miró por encima de los cañones.

– No seas tan idealista, padre. Este no es uno de tus sueños. No estamos en las historias, emprendiendo la guerra contra algún virus. Estamos en un desierto y nuestro enemigo usa espadas para destripar a nuestros hijos. Cuando termine este jueguecito tuyo nos entregarás a las hordas y algunos de nosotros no iremos fácilmente. Entonces tendremos nuestra guerra.

– Cierra tu hocico, muchacho -ordenó bruscamente Mikil-. Muestra un poco de respeto. Esto aún no ha terminado.

– Con mucho gusto -contestó Samuel, y luego musitó-. De todos modos ya acabé de hablar.

Las historias. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Thomas pensara en la época en que había soñado con otro lugar? En estos días, aquellos en quien él confiaba casi ni hablaban del tema. En un momento llegó a creer que en realidad él había venido de las historias, donde sí, un virus hizo estragos en todo lo que consideraba sagrado.

La vacuna Raison. Ahora eso parecía muy lejano. Un sueño de un sueño. Pero Samuel lo había oído todo y no había olvidado nada.

Thomas espoleó el caballo y lo enfiló dentro del paso. Samuel tenía razón; habían concluido la conversación.


***

CHELISE CAMINÓ alrededor de la tienda, con las manos en las caderas. Su hijo Jake, corría a toda velocidad, espada de madera en mano, matando imaginarios shataikis que atacaban por todas partes. ¿O eran encostrados el enemigo del niño?

¡Basta, Jake! Por última vez, deja esa maldita vara de madera antes de que hagas algún daño real.

El chiquillo de cinco años se detuvo y levantó la mirada hacia ella. Los rubios rizos le caían sobre los redondos ojos verdes. Ella debería cortar esos mechones antes de que parecieran gigantes manojos de trigo del desierto.

– Déjala a un lado, Jake -declaró Marie, mirando a su hermano-. Tú sabes 10 que sucede cuando te entusiasmas más de la cuenta.

Las heridas de Marie estaban casi curadas. Había pasado una jornada desde que le aplicaran el claro néctar de ciruelas verdes. Solamente el tajo más profundo a través del estómago, dejado al descubierto entre la blusa y la falda, era aún apenas visible. Si Samuel la hubiera atravesado con la espada, sin duda habría perecido. No había resucitación de la muerte, ni siquiera con cien frutas.

– No eres ejemplo -la amonestó Chelise.

– Por favor, mamá, ya superamos eso.

– Aún me cuesta creer que nos sometieras a esa demostración de brutalidad.

Todos hemos estado sometidos a peores.

– Peleaste contra tu hermano, por amor de Elyon. Y él -miró a Jake, que aún las miraba-, es también tu hermano. ¿Qué clase de tontas ideas supones que tendré que arrancarle de la mente ahora al pequeño? ¿Pensaste en eso?

– Defendí la verdad. Si eso tiene un precio, que así sea.

Sí, por supuesto, la verdad. Toda la familia iba a arder en una pira funeraria en defensa de la verdad. Por noble que este asunto pudiera parecer, a Chelise no tenía por qué gustarle.

– Déjanos solas, Jake. Busca a Johnny o Britton y encontrad alguna travesura que no tenga nada que ver con pelear.

– Sí, mamá.

– Prométemelo.

– Lo prometo.

El niño soltó la espada de madera, un regalo de Samuel precisamente. Jake saltó sobre las colchonetas y se escabulló entre las batientes lonas como si estuvieran hechas de aire.

La mayor parte de la industria que ellos tenían involucraba trigo del desierto, el cual, aparte de lechos de cactus, era una de las abundantes fuentes de alimentación en el desierto. Había fruta, por supuesto, pero solo se hallaba cerca de los estanques rojos.

Igual que las hordas que ocuparan el desierto antes que los albinos, estos usaban el trigo del desierto por algo más que sus granos. Los tallos se podían reducir a hebras o tejerse en gruesas esterillas. Con la ayuda del colorante de las rocas, unas cuantas tiendas del círculo podían convertir un rinconcito del desierto en una colorida flor.

– Siéntate, madre. Me estás sacando de quicio -acusó Marie.

Chelise se sentó en una mecedora que Thomas había fabricado de madera, uno de los pocos muebles que llevaban con ellos cuando huían de las hordas. Ella entendía la frustración de Samuel, pero no lograba comprender el plan que él tenía para resolverla.

– ¿Están en camino las otras tribus? -preguntó Marie.

– Probablemente nuestros mensajeros están llegando hasta ellas. Pero estarán aquí en tiempo récord, puedes contar con eso. Espero que tu padre sepa lo que hace. Es muy peligroso tener a tantos juntos en un lugar. No tenía derecho a dejarme atrás.

– Él también es Thomas -objetó Marie-. Thomas de Hunter. ¿Sabes a cuántas huidas imposibles ha sobrevivido? ¿A cuántos ejércitos ha derrotado? ¿Cuántas veces ha tenido razón?

– Pero esta vez creo que se equivoca -contradijo Chelise poniéndose de pie, sin deseos de seguir sentada balanceándose-. Va a echar a perder todo al instante, y aunque ganara este temerario juego, Qurong no cumplirá su parte. Traicionará a Thomas.

– Bueno, tú deberías saberlo -comentó Marie atravesando la habitación y sentándose en la silla que Chelise había dejado vacía. Sí es.

Ella conocía a su padre. Era tan terco como una muía. Aún más inamovible que Thomas.

– Por eso es que estás tan enojada, ¿verdad? -cuestionó Marie-. Esto tiene más que ver con Qurong que con Thomas.

– No sé qué quieres decir. Por supuesto que se trata de mi padre, pero esto no es un juego. Solo que es… ¡es imposible!

Chelise sintió el calor en el rostro pero no pudo detenerlo.

– Creo que ese es el punto -opinó Marie tranquilamente, mirando un tazón de ruta rodeado por una docena de almohadas azules sobre la estera en que se reclinaban para comer-. Imposible para nosotros, imposible para Samuel. Imposible para todos menos para uno.

La joven cambió la mirada hacia Chelise.

¿Y si él tiene razón? ¿Y si gana este duelo contra Qurong? -Mi padre no se ahogará. No de este modo. ¿Cómo entonces?

Chelise se alejó, conteniendo lágrimas de frustración. Por unos momentos ningúna de las dos habló. La mecedora chirrió cuando Marie se levantó y se ubicó detrás de Chelise; luego le puso la mano en el hombro, la misma que apenas ayer dominara |5 espada con maestría y esquivara a Samuel. Pero ahora era tierna y firme.

– Entonces vamos -pidió Marie calmadamente-. Vamos a tu padre, Qurong líder de las hordas, y salvemos a mi padre, Thomas de Hunter, líder del círculo.

– Elyon sabe cuánto deseo eso. Cuánto lo necesito. Salvar a mi padre es lo único con que sueño, ¿sabes? -confesó Chelise, arrugándosele el semblante en profunda cavilación.

– Si lo que dices es verdad, si Qurong traicionará a papá, entonces tenemos que ir.

– Thomas discreparía.

– Desde luego. El diría que Elyon lo protegerá -expresó Marie, retirando la mano y rodeando a Chelise-. Pero Samuel tiene razón: En realidad nadie ha visto a Elyon en diez años.

– No me digas que peleaste con tu hermano dudando en el corazón.

– ¿Sinceramente? Creo que peleé con Samuel para luchar con mis propios demonios de duda. ¿Me hace eso tan equivocada como él? Suponiendo que él esté equivocado.

Así que hasta la hija de Thomas estaba albergando dudas. La situación era peor de lo que Chelise había imaginado. Thomas tenía razón al lanzar este desafío. El círculo se estaba fracturando. Todo se estaba desbaratando.

– ¿No apruebas mi sinceridad? -inquirió Marie al notar el cambio en ella.

– ¿Sinceridad? Ya no sé qué es sincero. Lo único que sé es que tenemos un problema, Thomas tenía razón en cuanto a eso -objetó Chelise, y se alejó un paso de Marie-. Y sé que temo por la vida de él.

– ¿Adónde vas?

– A hablar con el consejo. O con lo que queda. ¿Por qué?

– Porque tienes razón. Tenemos que ir tras él.

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