27

SAMUEL DE Hunter estaba sentado con las piernas cruzadas en un cojín relleno de paja ante una mesa bajita en que había dátiles, nueces y pasteles de trigo. El té caliente humeaba en pequeñas tazas de cristal modeladas burdamente. Un criado le ofreció una desconocida sustancia marrón cristalina en polvo. El muchacho levantó la mirada curiosa hacia Eram, que lo observaba tanto a él como a sus compañeros desde donde se hallaba recostado al otro lado de la mesa.

– Deshidratado de caña de azúcar cultivada al norte. Endulza el té, muy parecido a la fruta de blano que el círculo usa.

Samuel hizo una reverencia con la cabeza, y el criado le puso en la taza un poco de la caña seca de azúcar usando una cuchara de madera.

– Adelante, pruébalo.

Sorbió el líquido. Le pareció totalmente agradable, como mucho de lo que había visto desde que llegara con sus hombres. Los eramitas los habían conducido en silencio por los cañones nororientales. Atravesaron un enorme valle cubierto de extensos campos de higos secos hasta una amplia meseta desierta que se extendía en todas direcciones. No era extraño que las hordas nunca hubieran intentado llevar a su ejército armado contra los mestizos. Los eramitas controlaban las tierras altas.

– Delicioso -dijo Samuel levantando la taza.

– No escatimamos en comodidades, muchacho -contestó sonriendo Eram-. En ningún modo. Las hordas podrán tener riquezas, pero nosotros no estamos peor. Seguramente mejor que tus tribus pobres, ¿eh? Aquí tenemos todo: Las mujeres más hermosas, los tés más deliciosos, la mejor carne, más espacio del que podemos utilizar o, por encima de todo, libertad. ¿Qué más puede querer un hombre?

– ¿Así es como ves al círculo? ¿Pobre?

– No seas tonto, muchacho. Ustedes son facinerosos que huyen, vagabundos que usan materiales de desecho para cubrirse, y que danzan hasta altas horas de la noche como majaderos para ocultar su dolor.

El hombre tenía su razón. Todo el mundo sabía que los albinos eran pobres, pero Samuel no se había dado cuenta de que el enemigo veía eso como una característica definida.

El muchacho miró alrededor de la tienda de lona, una estructura semipermanente construida contra un muro de bahareque, una combinación de las hordas y los guardianes del bosque. Los observaban cuatro mujeres, entre ellas la hija de Eram, inclinadas en postes o sentadas en cojines; ellos eran probablemente los únicos albinos que alguna vez pusieran los pies en la ciudad.

Seis guerreros se hallaban detrás de Eram, y otra docena esperaba afuera. Como todos los eramitas, estaban cubiertos con la enfermedad de las costras y usaban túnicas tejidas con el mismo hilo delgado que las hordas confeccionaban de tallos de trigo del desierto. Comían como las hordas y apestaban como las hordas. Pero allí es donde terminaban las similitudes. En vez de mechas enmarañadas, tenían el cabello lavado y estilizado en una variedad de modelos, tanto lisos como rizados. Extraño. Y extrañamente agradable si se miraba por bastante tiempo, en especial a las mujeres.

La armadura que usaban era la tradicional de los guardianes del bosque, más liviana que la mayoría de las hordas, a fin de priorizar la facilidad de movimientos por encima de la protección. En el viaje por los desfiladeros Samuel vio que muchos de los guerreros masticaban cierta clase de nuez, y luego lanzaban escupitajos rojos a la arena. Viendo su curiosidad, uno de los soldados le había ofrecido una, llamándola nuez escarabajo. Comida con limón, calmaba el dolor muscular. El hombre dijo que solamente la usaban los guerreros y tan solo fuera de la ciudad. Samuel no quiso probarla.

La religión de los eramitas no rendía homenaje a Teeleh, y hasta usaba cierta clase de emblema del círculo tomado del Gran Romance. La única verdadera diferencia entre los eramitas y los albinos era el rechazo de los primeros al ahogamiento, el más grande regalo de Elyon. Sin embargo, Samuel a veces también dudaba del ahogamiento, al menos como relacionado con algo más que con un estado alucinógeno inducido por algún elemento que enrojecía las aguas.

– Estoy impresionado -comentó Samuel, tomando otro sorbo-. A ustedes les ha ido bastante bien aquí.

– Nos va aun mucho mejor de lo que imaginas -contestó Eram.

– ¿Y quiénes eran ustedes antes de…?

– ¿Antes de que las hordas invadieran los bosques? -terminó Eram la frase intercambiando una mirada con un hombre de cabello canoso que se hallaba junto a un tapiz verde en la pared opuesta-. ¿No reconoces a ninguno de nosotros, joven Samuel? Imagino que solo eras un muchacho cuando teníamos los siete lagos verdes para quitar esta maldita enfermedad de la piel, ¿no es así?

– Así que formabas parte de los guardianes del bosque.

– Eso no es ningún secreto. Vivíamos con tu padre antes de que enloqueciera por las aguas rojas. Muchos de nuestros amigos dieron sus vidas por él. No todos han abandonado la lucha, pero nunca habíamos tenido un albino entre nosotros. Desde luego, ninguno de los propios hijos de nuestros antiguos dirigentes.

– No estamos aquí para unirnos a ustedes -estableció Jacob.

– ¿No? No encajarían bien, ¿verdad? -objetó Eram y cambió la mirada hacia Samuel-. Entonces, ¿a qué se debe su presencia?

La mente de Samuel zumbó con un centenar de conflictos, pero los minimizó ante la única creencia principal que lo había traído a este lugar. La paz con las hordas no vendría por ninguna ingenua expresión de amor. Eran un enemigo que solo comprendía la fuerza.

– Jacob tiene razón -contestó Samuel bajando la taza-. Los albinos no se pueden unir a los mestizos. ¿Qué clase de hijos tendríamos? ¿Medio-hordas? Alguien detrás de él rió entre dientes y los ojos grises de Eram centellearon.

– Pero podemos hacer una alianza.

– ¿Una alianza? -preguntó el líder eramita sonriendo a su general-. Exactamente lo que hemos estado esperando, ¿no es cierto, Judah? La brillantez que nos falta la encontramos en las mentes de cuatro albinos. Deberíamos festejar con un becerro gordo.

– No solo cuatro -corrigió Samuel.

– ¿No? ¿Cuántos?

Samuel necesitaba una mejor comprensión de los intereses de Eram antes de divulgar esa información. De otro modo él la podría usar contra ellos.

– Yo no subestimaría la habilidad de los albinos en batalla. Podríamos ser los pobres que alejamos nuestros problemas danzando alrededor de hogueras al aire libre, pero también podemos danzar alrededor de las hordas.

– Sí, lo olvidaba, ustedes no tienen la enfermedad. Son súper humanos en batalla. Más risitas.

– Algo así.

El salón quedó en silencio, y la sonrisa de Eram se volvió traviesa. Por un momento Samuel se preguntó si el hombre estaría desquiciado, como algunos afirmaban. ¿Pero qué otra clase de individuo se expondría a una pena de muerte por desafiar abiertamente a Qurong?

– Muéstrale a Marsal simplemente cuan súper humano eres.

Samuel oyó detrás de él el suave sonido de botas alastrándose en tierra antes de comprender por completo lo que Eram estaba sugiriendo, pero sus instintos lo zarandearon en el último instante.

El muchacho saltó de pronto a la izquierda y levantó bruscamente el codo derecho.

Este se conectó con el brazo de alguien, desviando un golpe.

En un suave movimiento, Samuel agarró ese brazo, levantó el hombro por debajo del antebrazo del atacante, tirando de él hacia abajo y adelante, usando el propio impulso del sujeto contra él.

El cuerpo rodó sobre el hombro de Samuel, que extrajo el cuchillo del cinturón del hombre mientras el cuerpo aun estaba sobre él. Luego estrelló al individuo sobre la mesa, destruyendo vasos y esparciendo comida por todas partes.

– ¿Debería este súper humano matar a tu hombre? -preguntó Samuel poniéndose de pie, cuchillo en mano.

Antes de que un divertido Eram pudiera responder, Samuel lanzó el cuchillo hacia la derecha. El arma giró al volar en el aire y se incrustó en un poste a quince centímetros del general, que observaba con ojos grises abiertos de par en par. El mestizo llamado Marsal brincó de la mesa, listo para volver a atacar, pero Eram levantó la mano.

– Te has anotado un punto.

– Te dije que debimos haber degollado a los albinos en el desierto -espetó Marsal.

– ¿Por qué? -argumentó Eram-. ¿Para que nuestro visitante no te hubiera Podido hacer parecer una zarigüeya herida? Retrocede.

El hombre dio la vuelta y salió de la tienda lanzando refunfuños.

– ¿Son tan violentos todos los albinos?

– No todos -contestó Samuel encogiendo los hombros-. Pero no porque no so n capaces. Olvidas… que igual que tú, la mayoría de ellos fueron una vez guerreros. No se han suavizado en el desierto. Algunos dirían que la fruta que comemos nos hace incluso más fuertes de lo que los guardianes del bosque fueran una vez. Sin duda más rápidos. Tú serás el juez.

– Siéntate.

Samuel miró hacia atrás, luego se sentó.

– Entonces… -manifestó el dirigente eramita poniendo el codo sobre la mesa, recogiendo un higo caído, y mordiendo la pulpa seca-. Te escucho atentamente.

– El círculo no está tan unido como antes -empezó Samuel-. Muchos se han cansado de estar huyendo de un implacable enemigo mientras esperan un día que nunca llega. Hay algunos que están listos a unírseme si puedo darles una nueva esperanza. Podría ser igual para ti.

– Continúa -pidió Eram escupiendo un poco de cascara no deseada.

– Quizás no tengamos la fortaleza para montar nuestra propia ofensiva contra las hordas, pero podríamos hacerles la vida imposible.

– Guerra de guerrillas -comentó Eram-. ¿Es esta tu ingeniosa idea?

– Las emboscadas tal vez no entusiasmen a los mestizos… pues ustedes no tienen habilidades para ellas. Quizás ustedes sean más veloces que las hordas, pero no tienen la misma ventaja que hasta unas pocas docenas de albinos tendrían bajo mis órdenes. Imagina lo que yo podría hacer con unos cuantos centenares. Veinte o treinta equipos bien ubicados para atacarlos por todas partes, un día sí y otro no. Como abejorros dando vueltas alrededor de la piel en carne viva de un toro.

El líder no dijo nada, y eso bastó para animar a Samuel a apoyarse en sus convicciones.

– Piensa en eso. Los guardianes del bosque asumieron siempre una posición defensiva contra los ataques de las hordas. Estas nunca han enfrentado un ataque directo, que los obligaría a una situación defensiva que mantendría en casa a sus guturales e inhabilitaría sus esfuerzos en perseguir al enemigo, tanto albinos como eramitas.

La tienda se había quedado en silencio. Eram masticaba lentamente su higo.

– Lo que dice tiene mérito -opinó el general.

– ¿Cuántos hombres te seguirán?

– No sé. Los que no se unan al principio vendrán después de que se sepa nuestro éxito.

– Un nuevo Hunter sale del desierto -dedujo Eram-. La nueva generación con una nueva respuesta. ¿Es así?

– Algo así.

El dirigente se puso de pie, se limpió las manos en los pantalones, y se dirigió hacia la pared de la tienda detrás de ellos.

– Permíteme mostrarte algo.

Samuel lo siguió mientras el hombre se acercaba a una ventana y levantaba el alerón de lona. Se puso en pie a un lado e invitó a Samuel a mirar. La tienda estaba sobre el borde de un enorme cañón que cortaba la meseta, una formación fácil de pasar por alto desde toda posición ventajosa. El suelo se extendía al menos varios kilómetros antes de abrirse al desierto del norte, y hasta donde Samuel podía ver, el valle estaba cubierto por tiendas, pero no las hogareñas que llenaban la ciudad. Eran las tiendas que una vez usaran los guardianes del bosque en batalla. Aquel era el ejército de Eram.

Entonces Samuel vio movimiento. Un mar de lo que había creído que eran rocas cambiaba de posición a varios kilómetros a favor del viento. Caballos en formación. Más de los que se podían contar.

– ¿Crees que nos hemos quedado con los brazos cruzados todos estos años? -indagó Eram.

Samuel se quedó helado ante el imponente tamaño del ejército.

– ¿Cuántos? -preguntó Petrus.

– Contándolos todos, ciento cincuenta… mil.

– Muchos -opinó Samuel.

– Más que los guardianes del bosque en sus mejores tiempos, reunidos de todos los siete bosques. Hombres y mujeres, todos en edad de pelear que sean mestizos y con la voluntad para retomar nuestra tierra.

– ¿Por qué no lo han hecho? -preguntó Samuel mientras se le aceleraba el pulso.

– ¿Ir contra el ejército de Qurong? Todo a su debido tiempo, amigo mío. Ellos aun nos superan en cantidad. El ejército de Qurong es de más de quinientos mil. Iremos cuando no haya posibilidad de fracasar -contestó Eram, y entonces respiró hondo-. Ninguna.

– Ese momento podría estar más cerca de lo que crees -consideró Samuel.

– ¿Para qué despertar antes de tiempo al oso durmiente?

– No subestimes lo que podemos hacer uno por el otro.

– ¿Cómo?

Samuel ya no tenía nada que perder.

– ¿Y si te trajera luchadores de élite que cada uno pueda derrotar a diez de las hordas con una sola espada? Estoy hablando de una nueva clase de guardianes del bosque, capaces de contener los flancos o de devastar la retaguardia de un ejército mientras los atacas de frente.

– Sí, así que hablas de…

– No estoy hablando de cuatro. Ni cuarenta.

No hubo respuesta.

– ¿Y si te pudiera traer cuatrocientos?

Esta vez Eram miró por encima del enorme desfiladero lleno con su ejército en sereno silencio. Cuando habló tenía un nuevo respeto en la voz.

– Entonces serás una leyenda entre los eramitas.

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