Un juego de construcción. Ésa era la imagen que tenía Keith Lansing en mente dos años atrás, mientras veía cómo los componentes de Starplex eran ensamblados en los astilleros orbitales de Rehbollo. La gigantesca nave estaba hecha sólo de nueve piezas, ocho de las cuales eran idénticas entre sí.
La pieza más grande era la combinación de eje/disco central. El disco tenía 290 metros de diámetro y 30 metros de grosor. El eje cuadrado se extendía a un lado y otro del centro del disco, 90 metros en cada dirección, haciendo que Starplex tuviera 210 metros de alto en total. Cada uno de los extremos del eje tenía instalado el disco parabólico de un radiotelescopio hiperespacial.
El disco central consistía de hecho en tres anchos anillos rodeando al eje. El primero, con un radio de 95 metros, era un vasto espacio que se llenaría con 686.000 metros cúbicos de agua salada, formando el puente océano. El segundo, de veinte metros de ancho y diez puentes de grosor, era el toroide de ingeniería. El último anillo estaba formado por los ocho gigantescos almacenes de Starplex y veinte muelles de atraque y hangares, con las compuertas dispuestas a lo largo del borde curvado del disco.
Las otras piezas eran los ocho módulos habitables. Cada uno era un prisma recto triangular de noventa metros de altura, noventa metros de ancho en la base, y treinta metros de grosor. Había un módulo unido a cada una de las cuatro caras del eje que sobresalía del disco, con otros cuatro módulos simétricamente dispuestos en la porción del eje que sobresalía por debajo del disco. Vista de perfil, la nave parecía un diamante atravesado por una barra. Vista desde arriba, era un círculo con los módulos habitables formando una cruz en el centro.
Cada módulo habitable estaba dividido en treinta puentes. Cualquiera de los módulos podía ser reemplazado para acomodar una nueva especie o equipo especial, o separarse del conjunto para formar una base para exploraciones a largo plazo en un nuevo sector.
En el año posterior a su botadura, las misiones de Starplex habían sido rutinarias. Pero ahora, por fin, se presentaba una situación real de primer contacto. Todo lo que la gran nave tenía que ofrecer sería puesto a prueba.
Enviaron una segunda sonda, más sofisticada, al recién abierto sector. También detectó las estrellas parpadeantes, y sus telescopios hiperespaciales indicaron que en las cercanías había masa equivalente a un sistema solar; para conseguir una mejor resolución de la distribución de la masa harían falta telescopios mucho mayores, tales como los que había a cada extremo del eje de Starplex.
Keith ordenó después el lanzamiento de una sonda con un humano y un ib del personal de Jag para volar al otro lado y efectuar un reconocimiento más completo. No viajaron en realidad al origen de las estrellas parpadeantes. No había manera de comunicarse en tiempo real a través de un atajo, de modo que si tenían problemas sería demasiado tarde para ayudar antes de que Starplex se diera cuenta. Pero sí que hicieron análisis electromagnéticos de amplio espectro, una completa búsqueda de señales de radio artificiales, y demás. Volvieron a Starplex informando de que no parecía haber peligro al otro lado, aunque la causa del firmamento parpadeante siguió eludiéndoles.
Keith esperó hasta que cada departamento hubo revisado los datos de ambas sondas y de la tripulación de exploración. Finalmente, decidiendo que el riesgo era bajo, ordenó a Thor que llevara a la misma Starplex a través del atajo al recién abierto sector de espacio.
La gente a veces usaba términos como «agujero de gusano» o «túnel» como sinónimos de «atajo», pero no eran correctos. No había espacio intermedio entre la entrada y la salida del atajo. Eran como puertas en habitaciones de una casa con muros del grosor del papel: mientras cruzabas, estabas parte en una habitación y parte en otra. Tan sencillo como eso, salvo que las habitaciones estaban separadas por muchos años luz.
La Commonwealth había acabado por resolver cómo navegar por la red de atajos. En espacio normal, un atajo inactivo es un punto. Pero en el hiperespacio, ese punto está rodeado por una esfera giratoria de taquiones. Los taquiones se mueven por las trayectorias de millones de órbitas polares, todas ellas equidistantes, excepto una que falta en un lado, con su taquión dando vueltas por un sendero hemisférico. A ese estrecho hueco libre de taquiones se le llama el «meridiano cero», y significa que se puede tratar la esfera de taquiones como si fuera un planeta, con un sistema de coordenadas de longitud y latitud.
Para viajar a través de un atajo hay que trazar una línea recta hacia el punto en el centro de la esfera. Al aproximarse a ese punto, se pasa a través de la esfera por una latitud y longitud específicas. Estas coordenadas determinan el atajo por el que se saldrá: por qué punto de la galaxia salgas dependerá de la dirección por la que te hayas aproximado al atajo local.
Por supuesto, para que esto pueda suceder, tuvo que haber un atajo activo al principio que no estuviera asociado con ninguna especie; de otro modo no habría un lugar al que la civilización emergente pudiera viajar desde su atajo. El atajo inicial, al que llamaron Atajo Primordial, era claramente un regalo, otorgado por los constructores de los atajos. Estaba localizado en el corazón de la Vía Láctea, a la vista del agujero negro central. Las primeras expediciones de la Tierra no habían encontrado vida nativa allí, por supuesto; el núcleo de la galaxia era demasiado radiactivo.
Al principio de la Commonwealth, sólo había cuatro atajos activos: Tau Ceti, Rehbollo, Flatland, y Atajo Primordial. A medida que se activaban más atajos, los ángulos aceptables de aproximación para cada posible salida se empequeñecían. Cuando hubo una docena de atajos activos, quedó claro que para volver al atajo de Tau Ceti había que penetrar la esfera de taquiones que rodeaba el otro atajo por un punto a 115 grados de longitud este y 40 grados de latitud norte. En la Tierra esto quedaba cerca de Beijing, lo cual dio origen al sobrenombre de «New Beijing» para la colonia en Silvanus, el cuarto planeta de Tau Ceti.
Cuando una nave toca el atajo, el punto se expande, pero sólo en dos dimensiones. Forma un agujero en el espacio perpendicular a la dirección en la que viaja la nave. La forma del agujero es idéntica a la sección transversal de la parte de la nave que esté pasando a su través. La abertura queda enmarcada por un anillo violeta de radiación Soderstrom, causada por los taquiones derramándose por los bordes y convirtiéndose espontáneamente en partículas más lentas que la luz.
Un observador mirando un atajo de frente vería la nave desapareciendo en la entrada enmarcada en violeta. Mirando desde atrás, vería sólo un vacío negro ocultando las estrellas del fondo; el vacío tendría la misma silueta que el objeto desapareciendo por él.
Una vez la nave termina de atravesarlo, el atajo pierde su altura y anchura, colapsándose de nuevo en un punto, esperando al siguiente viajero galáctico…
Thor hizo sonar la alerta pretránsito, cinco redobles electrónicos en crescendo. Keith pulsó algunas teclas y su monitor número dos se dividió. Un lado mostraba el espacio normal, en el que el atajo era invisible; el otro una simulación por ordenador basada en los escáneres hiperespaciales, mostrando el atajo como un brillante punto blanco sobre fondo verde, rodeado por una reluciente esfera naranja de líneas de campo.
—Muy bien —dijo Keith—. Hagámoslo.
Thor manipuló los controles.
—Usted manda, jefe.
Starplex atravesó los veinte mil kilómetros que la separaban del atajo y tocó el punto. El atajo se expandió para acomodar el perfil en forma de diamante de la nave, ígneos labios púrpuras asumiendo la forma de la gigantesca nave nodriza. A medida que Starplex pasaba a través, la burbuja holográfica rodeando el puente mostró los dos campos estelares diferentes, y la turbulenta discontinuidad entre ambos que se desplazaba de proa a popa a medida que completaban la travesía. En cuanto la nave cruzó por completo, el atajo se encogió de nuevo hasta la nada.
Y allí estaban, en el Brazo de Perseo, a dos tercios de la galaxia, y a decenas de miles de años luz de cualquiera de sus mundos.
—La travesía por el atajo ha sido normal —dijo Thor.
El pequeño holograma de su cara flotando sobre el borde del puesto de Keith se superponía con el cogote de la cabeza real de Thor y la masa holográfica de pelo rojo se fundía con la melena real de más atrás, haciendo que sus marcadas facciones parecieran perdidas en un vasto mar anaranjado.
—Buen trabajo —dijo Keith—. Vamos a soltar una boya.
Thor asintió y pulsó algunas teclas. Aunque el atajo destacaba en el hiperespacio, si el equipo de radio hiperespacial de Starplex se averiaba, tendrían problemas para encontrarlo. La boya, emitiendo en frecuencias electromagnéticas normales y con su propio hiperescopio, indicaría su camino de vuelta en tal caso.
Jag se levantó y señaló de nuevo a las estrellas parpadeantes; se veían muy fácilmente. Thor hizo girar la burbuja holográfica de manera que aparecieran centradas al frente, en lugar de a un lado por detrás de la galería de observadores.
Lianne Karendaughter estaba inclinada hacia delante en su consola, sujetándose la barbilla con una delicada mano.
—¿Qué está causando el parpadeo? —preguntó.
Tras ella, Jag levantó los cuatro hombros en un gesto waldahud.
—No pueden ser perturbaciones atmosféricas, por supuesto —dijo—. Los espectrogramas confirman que estamos en el vacío del espacio normal. Pero hay algo entre nuestra nave y las estrellas del fondo; algo que es, al menos en parte, opaco y móvil.
—Quizá una nebulosa oscura —dijo Thor.
—O, si se me permite una sugerencia, quizá sólo un rastro de polvo —dijo Rombo.
—Me gustaría saber lo lejos que está antes de aventurar una suposición —dijo Jag.
Keith asintió.
—Thor, dispara un lasercom a… a lo que quiera que sea.
Los anchos hombros de Thor se movieron cuando operó controles a ambos lados de su puesto.
—Disparando.
Tres cronómetros digitales aparecieron flotando en el holograma. Cada uno contaba a un ritmo distinto, en las unidades estándar más pequeñas de cada uno de los sistemas de cronometraje de los tres respectivos mundos. Keith vio cómo el que contaba segundos aumentaba más y más.
—Luz reflejada recibida tras setenta y dos segundos —dijo Thor—. Lo que haya ahí fuera está bastante cerca, a cosa de unos once millones de kilómetros.
Jag estaba consultando sus pantallas.
—Las lecturas de los telescopios hiperespaciales indican que el material opaco consiste en una gran cantidad de masa… dieciséis veces o más la masa combinada de todos los planetas de un sistema solar típico.
—De modo que no son naves espaciales —dijo Rissa, decepcionada.
Jag alzó sus hombros inferiores.
—Probablemente no. Hay una pequeña posibilidad de que estemos viendo una gran cantidad de naves… una gigantesca flota, cuyos movimientos individuales eclipsan las estrellas del fondo, y cuyos generadores de gravedad artificial están creando grandes alteraciones en el espaciotiempo. Pero lo dudo.
—Acerquémonos a la mitad de la distancia, Thor —dijo Keith—. Llévanos a unos seis millones de kilómetros de la periferia del fenómeno. A ver si podemos distinguir más detalles.
La pequeña cara y la gran cabeza de detrás asintieron al unísono.
—Como diga, jefe.
A la vez que aproximaba la nave, Thor también la hizo rotar de manera que el puente principal mirara hacia el sentido del movimiento. Los propulsores de la nave podían moverla en cualquier dirección, independientemente de su orientación, pero uno de sus dos radiotelescopios estaba instalado en el centro de este puente, y había montados cuatro telescopios ópticos en las esquinas.
A medida que se acercaban, quedó claro que lo que estuviera oscureciendo el firmamento era razonablemente sólido y grande. Las estrellas quedaban eclipsadas ahora tras sólo un instante de fundido mientras desaparecían. Pero no había suficiente luz para ver con claridad. La cercana estrella de clase A estaba demasiado lejos. De momento, todo lo que podían distinguir era una serie de sombras enloquecedoramente imprecisas.
—¿Hay señales de radio? —preguntó Keith.
Como tenía por costumbre, había inactivado el holograma de la cabeza de Lianne que por defecto flotaba sobre el borde de su consola. En el pasado solía quedarse mirándolo, lo cual era incómodo con Rissa sentada a su lado.
—Nada definitivo —dijo ella—. Sólo briznas de ruido de milivatios de vez en cuando, cerca de la línea de veintiún centímetros, pero se pierden en el fondo de radiación de microondas.
Keith miró a Jag, sentado a su izquierda.
—¿Ideas?
El waldahud parecía más frustrado a medida que se acercaban; su pelaje se erizaba en mechones.
—Bueno, un cinturón de asteroides no parece probable, especialmente tan lejos de la estrella más cercana. Supongo que podría ser materia de la nube de Oort de la A, pero parece demasiado denso para eso.
Starplex continuó avanzando.
—¿Espectroscopia? —preguntó Keith.
—Sean lo que sean esos objetos —ladró Jag—, no son luminosos. En cuanto a la absorción de luz estelar que pasa a través de los objetos menos opacos, los espectros que veo son típicos de polvo interestelar, pero hay mucha menos absorción de la que esperaba. —Se volvió para mirar a Keith—. Sencillamente, no hay suficiente luz ahí fuera para ver qué está pasando. Deberíamos lanzar una bengala de fusión.
—¿Y qué pasa si son naves? —preguntó Keith—. Sus tripulaciones podrían malinterpretarlo, pensar que estamos lanzando un ataque.
—Casi con certeza no son naves —dijo Jag secamente—. Son cuerpos del tamaño de planetas.
Keith miró a Rissa, a los hologramas de Thor y Rombo, y a la nuca de Lianne, por si alguno tenía alguna objeción.
—De acuerdo —dijo—. Hagámoslo.
Jag se levantó y caminó hasta ponerse al lado de Rombo en el puesto de operaciones externas. A Keith le divirtió ver cómo hablaban: Jag ladrando como un perro enfadado, y Rombo respondiendo con luces centelleantes. Como estaban hablando entre ellos, PHANTOM no se molestó en traducir sus palabras a Keith, pero Keith se esforzó por escuchar, sólo para practicar. El waldahudar era un lenguaje difícil de seguir para los angloparlantes, y requería un modo gramatical distinto según el sexo de los interlocutores (los machos sólo podían dirigirse a las hembras en el modo condicional/subjuntivo, por ejemplo). Por otro lado, en waldahudar educado se evitaban en lo posible los sustantivos, para no discutir sobre terminología. Durante la conversación, Jag se apoyó en la consola de Rombo; sus miembros centrales podían ser usados para locomoción o manipulación, pero a los waldahudin no les gustaba apoyarse sobre las cuatro patas traseras cuando estaban con humanos.
Finalmente, Jag y Rombo se pusieron de acuerdo sobre las características de la bengala. Lianne en OpIn ordenó que todas las ventanas en los puentes uno a treinta fueran cubiertas o vueltas opacas. También bajó las cubiertas protectoras de las cámaras y sensores externos más delicados.
Cuando todo estuvo listo, Rombo lanzó la bengala, una bola de unos dos metros de diámetro, por un cañón de masa horizontal que salía por el borde exterior del disco central. Dejó que la bengala se alejara a unos veinte mil kilómetros sobre la nave y la prendió. La bengala ardió con la luz de un sol en miniatura durante ocho segundos.
Por supuesto, la luz de la bengala tardó casi veinte segundos en llegar al borde del fenómeno que oscurecía las estrellas del fondo. Resultó que el fenómeno era vagamente esférico, de unos siete millones de kilómetros de diámetro, de modo que hicieron falta veinticuatro segundos (o tres veces la longitud del pulso de luz) para que la iluminación lo atravesara en una banda circular. Al final, Rombo sumó las partes iluminadas de la imagen para ofrecer una vista de conjunto como si todo hubiera sido iluminado simultáneamente. En el holograma general la tripulación del puente pudo ver por fin lo que había ahí fuera.
Eran docenas de esferas grises y negras, cada una tan oscura que la cara iluminada era apenas más brillante que la que no lo estaba.
—Cada una de las esferas es más o menos del tamaño del planeta Júpiter —dijo Thor, consultando una lectura con la cabeza inclinada—. La más pequeña tiene 110.000 kilómetros de anchura. La mayor, unos 170.000. Están agrupadas en un volumen esférico de siete millones de kilómetros de ancho, o cinco veces el diámetro de Sol.
Los orbes individuales se parecían mucho a fotografías en blanco y negro de Júpiter, salvo que no tenían sus pulcras bandas de nubes latitudinales. En lugar de eso, las nubes (o lo que fuera que formara las marcas visibles de su superficie) parecían arremolinarse en simples células de convección del polo al ecuador, en el tipo de patrón que se esperaría si las esferas no tuvieran casi rotación. En el espacio entre las esferas había una niebla diáfana de gas o partículas que formaba un velo traslúcido; sin duda esa niebla era responsable de la mayoría del efecto de parpadeo que habían observado. El conjunto de esferas y niebla parecía un puñado de cojinetes de varios tamaños desparramados sobre un montón de medias de seda negra.
—¿Cómo pueden…? —ladró Jag, y Keith supo de inmediato lo que iba a decir.
¿Cómo podían objetos del tamaño de mundos estar agrupados tan juntos? Había quizá diez diámetros entre los objetos más próximos, y unos quince entre los que estaban más separados. Keith no podía imaginar ninguna disposición de órbitas estables que evitara que se colapsaran bajo su propia atracción gravitatoria. Si esto era un agrupamiento natural, parecía improbable que fuera antiguo. Iluminar el asunto sólo había servido para aumentar el misterio.