Alfa Draconis

Lo iban a pagar caro.

La gravedad ya había purgado, y Keith Lansing flotaba en cero g. Normalmente encontraba la experiencia relajante, pero hoy no. Hoy, exhaló con cansancio y movió la cabeza. El daño a Starplex costaría miles de millones en reparaciones. ¿Y cuántos ciudadanos de la Commonwealth habían muerto? Bueno, eso se sabría en la investigación, algo a lo que no tenía ningunas ganas de enfrentarse.

Todas las cosas asombrosas que habían descubierto, incluyendo el primer contacto con los darmats, aún podían acabar tragadas por la política, o incluso por una guerra interestelar.

Keith tocó el botón verde marcado IGNICIÓN en la consola frente a él. Un golpe resonó en el cristacero del casco cuando la cápsula se desacopló del anillo de acceso en la pared trasera del muelle de atraque. El recorrido completo estaba preprogramado en el ordenador de la cápsula: los muelles de Starplex, el vuelo hasta el atajo, entrar por el atajo, salir por la periferia del sistema Tau Ceti, y atracar en uno de los muelles de Grand Central, la estación espacial de las Naciones Unidas que controlaba el tráfico a través del atajo más cercano a la Tierra.

Y ya que todo estaba preprogramado, Keith no tenía nada que hacer durante el viaje aparte de reflexionar sobre todo lo que había pasado.

No lo apreció en su momento, pero eso era un milagro de por sí. Recorrer media galaxia en un parpadeo se había convertido en rutina. Lejos quedaba la emoción de dieciocho años atrás, cuando Keith había estado presente en el descubrimiento de la red de atajos: un vasto complejo de portales al parecer artificiales que abarcaba la galaxia entera, permitiendo el transporte instantáneo entre dos puntos. En aquel momento, Keith lo había llamado magia. Después de todo, veinte años atrás la Tierra había necesitado de todos sus recursos para establecer la colonia de New Beijing en Tau Ceti IV, a sólo 11,8 años luz de Sol, y New New York en Epsilon Indi III, a apenas 11,2 años luz. Pero ahora los humanos entraban por un lado de la galaxia y salían por el otro rutinariamente.

Y no sólo los humanos. Aunque nunca descubrieron a los constructores de los atajos, había otras formas de vida inteligente en la Vía Láctea, incluyendo a los waldahudin y los ibs, que, junto con los humanos y los delfines de la Tierra, habían establecido la Commonwealth de Planetas hacía once años.

La cápsula de Keith llegó al extremo del muelle doce y salió al espacio. La cápsula era una burbuja transparente, diseñada para mantener viva a una persona durante un par de horas. Alrededor de su ecuador, una gruesa banda blanca contenía el equipo de soporte vital y los propulsores de maniobra. Keith se volvió y miró la nave nodriza que dejaba tras de sí.

El muelle de atraque estaba en el borde del gran disco central de Starplex. A medida que la cápsula se alejaba, Keith podía ver los habitáculos triangulares imbricados, cuatro arriba y otros cuatro abajo.

Cristo, pensó Keith al mirar su nave. Jesucristo.

Las ventanas de los cuatro habitáculos inferiores estaban a oscuras. El disco central estaba entrecruzado por filiformes quemaduras de láser. A medida que la cápsula descendía, vio estrellas a través del agujero circular en el disco, de donde había desaparecido un cilindro de diez puentes de altura…

Lo iban a pagar caro, pensó de nuevo Keith. Muy, muy caro.

Se volvió y miró hacia delante, más allá de la burbuja. Hacía tiempo que había dejado de buscar en los cielos cualquier indicio de un atajo. Eran invisibles, puntos infinitesimales hasta que algo los tocaba, como —miró la consola— su cápsula iba a hacer en cuarenta segundos. Entonces se expandían, para tragarse lo que pasara a través.

Estaría en Grand Central quizá unas ocho horas, lo suficiente para informar a la Premier Petra Kenyatta sobre el ataque a Starplex. Luego volvería. Con suerte, para entonces Jag y Morrolargo tendrían noticias sobre el otro problema al que se enfrentaban.

Los propulsores de maniobra de la cápsula se dispararon en un patrón complicado. Para salir de la red en Tau Ceti tendría que entrar en el atajo local desde arriba y atrás. Las estrellas se movieron a medida que la cápsula modificaba su curso hacia el ángulo correcto, y entonces…

… y entonces llegó al punto. A través del casco transparente, Keith vio el púrpura ígneo de la discontinuidad entre dos sectores del espacio pasando sobre la cápsula, paisajes de estrellas distintas a proa y popa. Por detrás, la fantasmal luz verde de la región de la que salía, y delante, una nebulosa rosada…

¿Nebulosa? No podía ser. No en Tau Ceti.

Pero cuando la cápsula completó la travesía, no podía haber duda: había salido por el lugar erróneo. Una bella nebulosa rosada, como una mano abierta de seis dedos, cubría cuatro grados del cielo. Keith giró, mirando en todas direcciones. Conocía bien las constelaciones visibles desde Tau Ceti: versiones levemente distorsionadas de las que se veían desde la Tierra, incluyendo Boötes, que contenía a la brillante Arturo y al mismo Sol. Pero estas estrellas no le eran familiares.

Keith sintió fluir la adrenalina. Se estaban abriendo nuevos sectores de espacio a marchas forzadas, a medida que nuevas salidas se activaban en la red de atajos. Esto era claramente un atajo que acababa de entrar en la red, limitando los ángulos aceptables de aproximación para alcanzar Tau Ceti.

Que no cunda el pánico, pensó Keith. Podía ir a su destino con facilidad. Sólo tenía que volver por el atajo con una trayectoria levemente distinta, asegurándose de no variar en absoluto el centro matemático del cono de ángulos admisibles para la estación Grand Central.

Aun así… ¡Otro sector nuevo! Eso sumaba cinco en el último año. Dios, pensó, qué pena que tuvieran que canibalizar la mitad de la futura nave hermana de Starplex para conseguir piezas: les hubiera venido bien contar con otra nave nodriza de exploración si las cosas seguían así.

Keith comprobó la bitácora de vuelo, asegurándose de que sería capaz de volver a este lugar. Los instrumentos parecían funcionar perfectamente. Su primer instinto era explorar, descubrir lo que este nuevo sector tenía que ofrecer, pero una cápsula estaba pensada sólo para viajes rápidos por los atajos. Además, Keith tenía una reunión y —miró el implante de su reloj— sólo cuarenta y cinco minutos para llegar a ella. Miró el panel de control y tecleó las instrucciones para pasar de nuevo por la red de atajos. Luego miró los parámetros que le habían traído hasta aquí y frunció el ceño. Había entrado exactamente con el ángulo correcto para Tau Ceti. Nunca había oído que el paso por un atajo fuera mal antes, pero…

Cuando alzó la vista, la nave estaba allí.

Tenía forma de dragón, con un casco central largo y serpentino y amplias extensiones que parecían alas. Era toda curvas y bordes suaves, y no se veían detalles en su superficie azul celeste, ninguna señal de junturas ni ventanas ni respiraderos, ningún indicio obvio de motores. Parecía brillar con luz propia, pues no había estrellas cerca que la iluminaran, y no se veían sombras en la superficie. Keith pensaba que Starplex era hermosa antes de adquirir sus recientes cicatrices de guerra, pero siempre había parecido manufacturada y funcional. Esta nave alienígena, pensó, era arte.

La nave dragón se movía directamente hacia la cápsula de Keith. Las lecturas de su consola indicaban que tenía casi un kilómetro de longitud. Keith tomó el joystick de la cápsula para alejarse de la trayectoria de la nave, pero de pronto el dragón se paró en seco respecto a la cápsula, a unos cincuenta metros.

El corazón de Keith le golpeaba en el pecho. Cuando un nuevo atajo se activaba, el primer trabajo de Starplex era buscar indicios de la inteligencia que lo hubiera activado al pasar a su través por primera vez. Pero aquí, en una cápsula unipersonal, carecía del equipo de señales y de los ordenadores necesarios para intentar siquiera comunicarse.

Además, no había habido signos de la nave cuando había examinado el cielo hacía unos momentos. Cualquier vehículo que pudiera moverse así de rápido y luego parar en seco en el espacio tenía que ser producto de una tecnología muy avanzada. Keith estaba en un lío. Necesitaba, si no a toda Starplex, al menos una de las naves diplomáticas que llevaba en sus muelles. Golpeó la tecla que debería haber lanzado su cápsula hacia el atajo.

Pero no pasó nada. No, no era del todo cierto. Torciendo el cuello, Keith pudo ver los propulsores de su cápsula activándose en el anillo exterior de la burbuja. Pero la cápsula no se movía: las estrellas permanecían quietas. Algo tenía que estar manteniéndola en su sitio, pero si era un rayo tractor, era el más suave que había encontrado nunca. Una cápsula era frágil; un rayo tractor convencional hubiera hecho gemir el casco de cristacero por todas las junturas.

Keith miró de nuevo la bella nave, y mientras miraba un… un hangar, debía ser… apareció en un costado, bajo una de las curvadas alas. No hubo señal de ninguna puerta abriéndose. La abertura sencillamente no había estado ahí hace un instante, y ahora estaba: un hueco cúbico en el vientre del dragón. Keith vio que su cápsula se movía ahora en la dirección opuesta a la que él intentaba llevarla, moviéndose hacia la nave alienígena.

A pesar suyo, empezaba a sentir pánico. Estaba totalmente a favor de un primer contacto, pero lo prefería en términos algo más igualitarios. Además, tenía una mujer que le esperaba, un hijo en la universidad, una vida que quería desesperadamente seguir viviendo.

La cápsula flotó dentro del hangar, y Keith vio una pared aparecer tras él, aislando el cubo del espacio. El interior estaba iluminado por las seis caras. La cápsula parecía estar todavía dentro del rayo tractor (nadie arrastraría dentro un objeto sólo para dejar que se estrellara contra el muro opuesto llevado por su propia inercia). Pero Keith no podía ver por ningún lado el emisor del rayo.

Con la cápsula siguiendo su viaje, Keith intentó pensar racionalmente. Había entrado en el atajo con el ángulo correcto para salir por Tau Ceti; no había habido ningún error. Y aun así, de algún modo, había sido… desviado aquí.

Lo cual quería decir que quien controlaba este dragón interestelar sabía más sobre los atajos de lo que sabían las especies de la Commonwealth.

Y entonces se dio cuenta.

La revelación.

La horrible revelación.

Era la hora de pagar el peaje.

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