Keith Lansing había estado durmiendo bien desde hacía semanas. Yacía en la cama, junto a su preciosa mujer, adormeciéndose. ¿Y qué si él y Rissa y Jag y Morrolargo y Rombo y todos los otros mil millones de ciudadanos de la Commonwealth no llegaban a abultar lo que un guisante en este loco universo? ¿Y qué si eran una broma cósmica, un producto secundario inesperado del arte de la materia oscura? Algún día marcarían la diferencia; algún día lo cambiarían todo…
Keith se despertó con un sobresalto. Apartó la tarjeta de plástico que cubría la esfera de su reloj; eran las 04.13 horas. Se incorporó en la cama y escuchó el ruido blanco que PHANTOM emitía por los altavoces de la habitación.
Cristo, pensó. Cristo Jesús.
Empujar millones de estrellas desde el futuro hacia atrás en el tiempo cambiaría el pasado; lo cambiaría radicalmente, caóticamente. No habría manera de que la línea temporal se desarrollara como lo había hecho originalmente; no había manera de que su pasado diera lugar al mismo futuro. No se podía evitar una paradoja, a menos que… a menos que…
A menos que uno mismo volviera hacia atrás en el tiempo, a un tiempo antes de que la primera materia del futuro apareciera. Keith sintió latir su corazón a toda prisa. Todos los seres del futuro lejano debían estar aquí ya, en algún lugar del presente.
Recordó las fotos que había visto de aquella lisa bola de metal, metal que había sido una vez el bumerang enviado desde Tau Ceti al atajo de Tejat Posterior, un metal alterado por algún tipo de ciencia fantásticamente avanzada.
Los Estampadores habían cerrado en verdad la puerta a la Commonwealth… habían cerrado la puerta a su propio pasado. Habían dejado muy claro que querían, necesitaban, seguir aislados de sus versiones anteriores.
La gente usando ese atajo, e indudablemente innumerables más, eran gente del futuro. Y entre esa gente estaría la versión de sí mismo que había firmado el mensaje en la cápsula del tiempo, la versión que era aparentemente un líder en el proyecto para salvar el universo, un Keith Lansing de miles de millones de años de edad, un Keith Lansing que se había convertido, literalmente, en el gran anciano de la física. Cómo le gustaría encontrarse con ese otro yo…
Keith miró a Rissa en la penumbra. Estaba aún profundamente dormida, pero sus movimientos en la cama le habían quitado de encima la sábana. Él la volvió a tapar; luego se recostó de nuevo sobre la almohada, y se durmió lentamente, soñando con un hombre de cristal.