En la Tierra, las células contienen mitocondrias para convertir el alimento en energía, undulopodia (flagelos, como los que impulsan a los espermatozoides), y, en plantas, plástidos para almacenar clorofila. Los ancestros de estos orgánulos eran originalmente criaturas de vida libre. Se unieron en simbiosis con un organismo huésped cuyo ADN quedó separado en el núcleo; aún hoy, algunos orgánulos contienen ADN vestigial propio.
En Flatland, distintos ancestros también aprendieron a trabajar juntos, pero a una escala mucho mayor. Un ib era, de hecho, una combinación de siete grandes organismos; de hecho, «ib» es una contracción de «Integración de bioentidades».
Las siete partes son la vaina, la criatura con forma de sandía que contiene la solución supersaturada en la que crecen los cristales del cerebro principal; la bomba, la estructura digestivo-respiratoria que rodea la vaina como un suéter azul atado alrededor de una redonda tripa verde, con colgantes brazos tubulares para alimentación y excreción; el marco, un constructo gris en forma de silla de montar que aporta los ejes de las ruedas y puntos de anclaje para otros elementos; el ovillo, dieciséis cuerdas color cobre que normalmente forman un montón frente a la bomba pero que pueden estirarse a voluntad; las dos ruedas; y la red, un entramado de sensores que cubre la bomba, la vaina, y el marco superior.
La red tiene un ojo y un punto luminiscente donde se entrecruzan dos o más de sus hebras. Aunque no tienen órganos fonadores, los ibs oyen tan bien como los perros terrestres, y aceptan con buen humor los nombres que les dan los miembros de otras especies. El director de OpEx de Starplex era Rombo; Copo de Nieve era el geólogo principal; Vendi (abreviatura de Diagrama de Venn) era ingeniero de hipermotores; y Vagón… Bueno, Vagón era la bioquímica con la que Rissa colaboraba en el proyecto más importante de la historia.
En 1972, el Club de Roma en la Tierra empezó a hablar sobre los límites del crecimiento humano. Pero ahora, con todo el espacio al alcance de la mano, no había más límites. Al infierno con los 2,3 hijos de los libros de texto. Si querías 2×10³ hijos, había sitio para todos, y para ti también. El argumento de que los individuos tenían que morir para permitir avanzar a la especie dejó de ser aplicable.
Vagón y Rissa estaban intentando aumentar la esperanza de vida de las especies de la Commonwealth. Era una empresa muy difícil; había mucho que todavía no se sabía de cómo trabaja la vida. Rissa dudaba de que el enigma del envejecimiento se resolviera durante su vida, aunque durante el próximo siglo probablemente alguien encontraría la clave. No se le escapaba la ironía de la situación: Clarissa Cervantes, investigadora de senescencia, probablemente pertenecía a la última generación humana que conocería la muerte.
La vida humana media era de cien años terrestres; los waldahudin vivían más o menos hasta los cuarenta y cinco (el hecho de que fueran autosuficientes apenas a los seis años no compensaba la brevedad de su vida; algunos humanos creían que el conocimiento de que eran la especie sentiente de más corta vida en la Commonwealth era lo que los hacía tan desagradables); los delfines alcanzaban los ochenta años con los cuidados médicos apropiados; y, salvo accidentes, un ib vivía exactamente 641 años terrestres.
Rissa y Vagón creían saber por qué los ibs vivían mucho más que las otras especies. Las células de los humanos, waldahud y delfines tenían todas un límite de Hayflick: se reproducían correctamente un número finito de veces. Irónicamente, las células waldahud tenían el límite más alto, unas noventa y tres veces, pero sus células, como las criaturas hechas de ellas, tenían el ciclo vital más breve. Las células de humanos y delfines podían dividirse unas cincuenta veces. Pero los racimos de orgánulos (no había membrana que los constituyera en una sola célula) que formaban el cuerpo de un ib podían reproducirse indefinidamente. Lo que acababa matando a la mayoría de los ibs era un cortocircuito mental: cuando los cristales del cerebro central, que formaban matrices a una tasa constante, alcanzaban su máxima capacidad de información, el exceso hacía que las rutinas básicas que regulaban la respiración y la digestión se colapsaran.
Ya que no parecía que se le necesitara en el puente, Rissa había bajado a su laboratorio a reunirse con Vagón. Estaba sentada en una silla; Vagón se había situado a su lado. Miraron los datos que se deslizaban por la pantalla que emergió del escritorio frente a ellos. El límite de Hayflick tenía que estar gobernado por cronómetros celulares de algún tipo. Ya que se podía observar en células de la Tierra y de Rehbollo, esperaban que una comparativa de mapas genómicos ayudara. Los intentos de correlacionar los mecanismos de temporización de crecimiento corporal, pubertad, y funciones sexuales, a través de los diferentes genomas habían tenido éxito. Pero, irritantemente, la causa del límite de Hayflick seguía eludiéndoles.
Quizá este último test, quizá este análisis estadístico de codones de RNA de la telomerasa invertidos, quizá…
Parpadearon luces en la red de sensores de Vagón.
—Me entristece hacer notar que la respuesta no está ahí —dijo la voz traducida, británica, como todas las voces ib, y femenina, como se asignaba aleatoriamente a la mitad de ellas.
Rissa dejó escapar un profundo suspiro. Vagón tenía razón; era otro callejón sin salida.
—No pretendo ofender con este comentario —dijo Vagón—, pero estoy segura de que sabes que mi especie nunca ha creído en dioses. Y aun así cuando encuentro un problema como éste, un problema que parece, bueno… diseñado para eludir la solución, le hace a uno pensar que la información nos ha sido deliberadamente negada, que nuestro creador no desea que vivamos para siempre.
Rissa soltó una risita.
—Puede que tengas razón. Un tema común entre las religiones humanas es la creencia de que los dioses guardan celosamente sus poderes. Pero entonces, ¿por qué construir un universo infinito, pero poner vida en sólo un puñado de mundos?
—Ruego tu generoso perdón por señalar lo obvio —dijo Vagón—, pero el universo sólo es infinito en el sentido de que no tiene fronteras. Contiene, sin embargo, una cantidad finita de materia. De todos modos, ¿qué se decía que vuestro dios había ordenado? ¿Creced y multiplicaos?
Rissa rió.
—Llenar el universo requeriría un montón de multiplicación.
—Creía que era una actividad con la que los humanos disfrutaban.
Ella gruñó, pensando en su marido.
—Algunos más que otros.
—Discúlpame si estoy siendo indiscreta —dijo Vagón—, pero PHANTOM ha traducido tu última frase con un signo que indica que la has dicho irónicamente. La culpa es sin duda mía, pero me da la impresión de haber perdido un nivel de significado.
Rissa miró al ib: una silla de ruedas sin cara de seiscientos kilogramos de peso. No tenía sentido discutir de estas cosas con ella… Con eso, una gestalt asexuada que nada sabía de amor o matrimonio, para la que una vida humana era apenas un breve lapso. ¿Cómo podría entender las etapas por las que pasaba un matrimonio, las etapas por las que pasaba un hombre?
Y sin embargo…
No podía hablarlo con sus compañeras de nave. Su marido era el director de Starplex, el… el capitán, lo hubieran llamado en los viejos tiempos. No podía dejar que los rumores se propagaran, no podía arriesgarse a debilitar su posición ante la tripulación.
Sabrina, la amiga de Rissa, estaba casada con Gary. Gary estaba pasando por la misma fase, pero Gary era simplemente un meteorólogo. No alguien a quien todo el mundo admiraba, no alguien que tenía que aguantar las miradas de mil personas.
Soy bióloga, pensó Rissa, y Keith es sociólogo. ¿Cómo acabé de esposa de un político, con él, yo, y nuestro matrimonio bajo el microscopio?
Abrió la boca para decir a Vagón que no era nada, nada en absoluto, que PHANTOM había confundido el cansancio, o quizá la decepción por los resultados de los últimos experimentos, por ironía.
Pero luego pensó ¿por qué infiernos no? ¿Por qué no discutirlo con el ib? El cotilleo era un defecto de formas de vida individuales, no de seres gestalt. Y le sentaría bien —oh, le sentaría muy bien— quitárselo de encima, poder compartirlo con alguien.
—Bueno —dijo; una pausa pensativa, dándose una última oportunidad de detener las palabras.
Pero luego siguió:
—Keith se hace viejo.
Hubo una leve ondulación de luces en la red de Vagón.
—Oh, ya sé —dijo Rissa, alzando una mano—. Es joven para los estándares Ibeses pero, bueno, se está convirtiendo en un humano de mediana edad. Cuando le pasa a una hembra humana, atravesamos por cambios químicos asociados con el fin de nuestros años fértiles. Se llama menopausia.
Luces bailando en la red: un asentimiento Ibés.
—Pero para los machos humanos no está tan definido. A medida que notan que la juventud se les escapa, empiezan a cuestionarse a sí mismos, sus logros, su posición en la vida, su elección de carrera, y… Bueno, si todavía son atractivos para el sexo opuesto.
—¿Y es Keith todavía atractivo para ti?
A Rissa le sorprendió la pregunta.
—Bueno, no me casé con él por su aspecto. —Eso no había sonado como le hubiera gustado—. Sí, sí, todavía me resulta atractivo.
—Sin duda es incorrecto que señale esto, y por ello me disculpo, pero está perdiendo el pelo.
Rissa se rió.
—Me sorprende que te des cuenta de esas cosas.
—Sin pretender ofender, has de saber que distinguir a un humano de otro es difícil para nosotros, especialmente cuando están cerca y son por tanto visibles sólo para parte de nuestras redes. Observamos detalles individuales, Sabemos cuánto molesta a los humanos no ser reconocidos por alguien que creen debería reconocerles. He notado tanto su pérdida de pelo como su cambio de color. He aprendido que tales cambios pueden indicar una reducción del atractivo.
—Supongo que pueden, para algunas mujeres —dijo Rissa. Pero luego pensó que era una tontería, disimular ante un alien—. Sí, me gustaba más su aspecto cuando tenía todo el pelo. Pero en realidad no tiene tanta importancia.
—Pero si Keith todavía es atractivo para ti, entonces, perdona mi ilimitada ignorancia, no veo cuál es el problema.
—El problema es que no le importa si aún es atractivo para mí. Ser atractivo para la propia pareja se da por sentado. Supongo que por eso antes los hombres ganaban peso una vez se casaban. No, la pregunta que ronda la mente de Keith estos días es, estoy segura, si es atractivo para otras mujeres.
—¿Y lo es?
Rissa estaba a punto de responder con un automático «por supuesto», pero luego se detuvo a considerar la cuestión, algo que no había hecho antes.
—Sí, supongo que lo es. El poder, dicen, es el afrodisíaco más poderoso, y Keith es el hombre más poderoso de… de nuestra pequeña comunidad espacial.
—Entonces, ruego perdón, ¿dónde está la dificultad? Parece que debería tener la respuesta a su pregunta.
—La dificultad está en que podría tener que probárselo a sí mismo, probar que todavía es atractivo.
—Podría llevar a cabo una encuesta. Sé cuánto se fían los humanos de esa información.
Rissa rió.
—Keith es más bien… más bien un empírico —dijo. Se puso seria—. Podría querer llevar a cabo experimentos.
Dos luces centellearon.
—¿Oh?
Rissa miró a un punto en la parte superior de la pared.
—Cuando estamos en una situación social con otros humanos, pasa demasiado tiempo con las otras mujeres presentes.
—¿Cuánto es demasiado?
Rissa frunció el ceño, y luego dijo:
—Más del que pasa conmigo. Y a menudo se va a hablar con mujeres de la mitad de su edad… De la mitad de mi edad.
—Y esto te perturba.
—Imagino que sí.
Vagón meditó un momento, y luego:
—¿Pero no es todo esto natural? ¿Algo por lo que pasan todos los hombres?
—Supongo.
—No se puede luchar contra la naturaleza, Rissa.
Rissa hizo un gesto hacia el monitor, que todavía mostraba los resultados negativos del último estudio del límite de Hayflick.
—Me estoy dando cuenta.