XXII

Keith estaba en su oficina, revisando propuestas para encontrar al bebé darmat. Era el primer día del mes; el holo de Rissa de su escritorio había cambiado automáticamente a una pose de ella en pantalones cortos y camiseta, tomada durante una excursión por el Gran Cañón. La pintura de Emily Carr había cambiado a una vista de A.Y. Jackson de Lake Superior.

—Jag Kandaro em-Pelsh está aquí —anunció PHANTOM.

Keith habló sin levantar la vista de los datos que estaba leyendo.

—Que pase.

Jag entró y se sentó en una silla. Tenía los cuatro brazos cruzados sobre su fornido pecho.

—Quiero ir a buscar a la cría darmat —ladró.

Keith se reclinó en su asiento y miró al waldahud.

—¿Usted?

Las placas dentales de Jag entrechocaron desafiantemente.

—Yo.

Keith exhaló lentamente, usando el tiempo que le llevó expulsar el aliento para ordenar sus pensamientos.

—Es una misión delicada.

—Y usted ya no confía en mí —dijo Jag. Movió sus hombros superiores—. Me doy cuenta. Pero el ataque contra Starplex no fue autorizado por la Reina Trath. Y el ataque contra Tau Ceti del que nos habló Rissa fue rechazado. Esos asuntos han terminado ahora, a menos que ustedes los humanos deseen prolongarlos. ¿Y hacia dónde vamos desde aquí, Lansing? ¿Se ha terminado? ¿O seguimos luchando? Estoy preparado a actuar como si…

—¿Como si nada hubiera pasado?

—La alternativa es la guerra. No la deseo, y había creído que usted tampoco.

—Pero…

Los ladridos de Jag eran cortantes.

—La elección es suya. Yo he ofrecido una coexistencia pacífica. Si quiere usted su… ¿Cómo es la metáfora humana? Su libra de carne, rehúso dársela. Pero encontrar a la cría y llevarla de vuelta requerirá una habilidad altísima en mecánica de atajos. Magnor es bueno en ello, pero yo soy mejor. De hecho, no hay nadie mejor en toda la Commonwealth. Sabe que es cierto; si no lo fuera, no habría sido asignado a esta nave.

—Thor es digno de confianza —dijo Keith sencillamente.

Los dos ojos derechos del waldahud estaban clavados en Lansing, y un momento después los dos ojos izquierdos también convergieron en él. —La elección es suya. Tiene mi informe —hizo un gesto hacia el panel de datos que Keith sostenía—. He sugerido que enviemos una nave sonda en busca de la cría. Yo debería ir a bordo.

—Todo lo que usted quiere —dijo Keith— es acceso a los darmats para su gente. Devolverles a su hijo le ganaría mucha gratitud.

Jag movió sus hombros inferiores.

—Me juzga usted mal, Lansing. De hecho, los darmats todavía no saben que hay un millar de entidades a bordo de esta nave, mucho menos que representan un cuarteto de especies.

Keith pensó un momento. Maldición, odiaba que le empujaran. Pero el condenado cer… Pero Jag tenía razón.

—De acuerdo —dijo—. De acuerdo. Usted y Morrolargo, si él quiere. ¿Está la Rum Runner lista para otra misión?

—La Doctora Cervantes y Morrolargo la llevaron a reparar a Grand Central —dijo el waldahud—. Rombo ha confirmado que está lista para salir al espacio.

Keith miró hacia arriba.

—Intercom: Keith a Thor.

Un holograma de la cabeza de Thorald Magnor apareció flotando sobre el escritorio de Keith.

—¿Sí, jefe?

—¿Qué tal estamos para viajar por el atajo?

—Sin problemas —dijo Thor—. La estrella verde está ya lo bastante lejos como para permitir prácticamente cualquier ángulo de entrada. ¿Quiere que programe una carrera?

Keith negó con la cabeza.

—No para la nave. Sólo para la Rum Runner y una cápsula de viaje individual. Voy a tener que volver a Grand Central para una reunión con la Premier Kenyatta —miró al waldahud—. Pese a lo que acaba de decir, Jag, alguien lo va a pagar caro.

Era el gran tour definitivo: la vuelta a la galaxia en veinte atajos; una revisión rápida de todas las salidas activas. La Rum Runner, con Jag y Morrolargo a bordo, se alejó de los muelles de Starplex y, tras las obligatorias acrobacias de Morrolargo, se dirigió hacia el atajo.

Como siempre, el punto de salida se expandió cuando la nave lo tocó. La discontinuidad púrpura se movió de proa a popa, y de golpe la nave se encontró lanzada a través de un sector diferente del espacio. No había vistas espectaculares en esta primera salida; sólo estrellas, algo menos densamente dispuestas que las del otro lado.

Jag estaba concentrado en sus instrumentos. Estaba realizando un barrido hiperespacial, buscando cualquier gran masa en un radio de un año luz de la salida. Encontrar a la cría darmat sería difícil. La materia oscura, por su propia naturaleza, será muy difícil de detectar, prácticamente invisible, y las señales de radio que emitía eran realmente muy débiles. Pero incluso un bebé darmat alcanzaba una masa de 1037 kilogramos. Crearía una depresión en el espaciotiempo local que debería ser detectable en el hiperespacio.

—¿Algo? —preguntó Morrolargo.

Jag movió sus hombros inferiores.

Morrolargo se arqueó en su tanque, y la Rum Runner trazó una curva de vuelta al atajo.

—Otra vez vamos —dijo el delfín.

La nave se zambulló hacia el punto…

… y emergió cerca de un bello sistema binario, con cintas de gas flotando desde un hinchado y achatado gigante rojo hacia un pequeño compañero azul.

Jag consultó sus instrumentos. Nada. La Rum Runner hizo un volantín y descendió sobre el atajo desde arriba, zambulléndose, una explosión de radiación Soderstrom recorriendo la nave, el espectáculo del sistema binario reemplazado por un nuevo paisaje estelar, el de una gran nebulosa amarilla y rosa que cubría medio cielo, con un pulsar en su corazón pasando por ciclos de brillo y penumbra cada pocos segundos.

—Nada —dijo Jag.

Morrolargo se arqueó de nuevo, y se lanzó hacia el atajo.

Un punto creciente.

Un anillo púrpura.

Campos estelares distintos.

Otro sector del espacio.

Un sector dominado por otra estrella verde alejándose del atajo. Morrolargo maniobró furiosamente para evitarla.

El barrido de Jag llevó más tiempo; la cercanía de la estrella saturaba el escáner hiperespacial. Pero finalmente determinó que la cría darmat no estaba allí.

Morrolargo giró en su tanque, y la Rum Runner voló como un sacacorchos de vuelta al atajo. Cuando emergieron esta vez, fue a través de Atajo Primordial, cerca del núcleo galáctico, el atajo inicial que había sido activado supuestamente por los mismísimos constructores de los atajos. El cielo relucía con la luz de incontables soles rojos muy juntos. Morrolargo activó un control con la nariz, y los escudos de la nave se pusieron al máximo. Estaban lo bastante cerca del núcleo de la galaxia como para ver el borde arremolinado del disco de acreción violeta rodeando el agujero negro central.

—No está aquí —dijo Jag.

Morrolargo llevó la nave de vuelta al atajo en una simple línea recta. No se habían acercado lo bastante como para que les atrapara la hambrienta gravedad de la singularidad, pero no pensaba correr riesgos.

Salieron luego a una región del espacio aparentemente vacía, pero los escáneres hiperespaciales de Jag indicaron la presencia de una masa sustancial escondida.

—¿Crees tú no? —preguntó Morrolargo.

Jag encogió los cuatro hombros.

—No hará daño mirar —dijo, ajustando la radio de a bordo para buscar cerca de la banda de veintiún centímetros.

—Ahora mismo se están usando noventa y tres frecuencias distintas —dijo Jag—. Otra comunidad de darmats.

Estaban a decenas de miles de años luz de los primeros darmats que habían encontrado, pero claro, la especie de los darmats tenía miles de millones de años. Era posible que todos hablaran el mismo idioma. Jag estudió la cacofonía, encontró el grupo de frecuencias superior, y como no había vacantes, transmitió justo por encima.

—Buscamos a alguien llamado Júnior —el ordenador de a bordo sustituyó el nombre real del bebé.

Hubo un silencio mucho más largo de lo que el tiempo de envío de ida y vuelta requeriría, pero finalmente llegó una respuesta.

—No hay nadie aquí con ese nombre. ¿Quiénes sois?

—No hay tiempo para charlar, pero volveremos —dijo Jag, y Morrolargo llevó la nave de vuelta al atajo.

—Apuesto sorprendido eso a ellos —dijo el delfín mientras pasaban por el portal.

Esta vez emergieron cerca de un planeta del tamaño de Marte, e igualmente seco, pero amarillo en vez de rojo. Su sol, una estrella azul-blanca, era visible en la distancia, del doble del diámetro aparente del Sol visto desde la Tierra.

—Nada aquí —dijo Jag.

Morrolargo se dio el gusto de mover la Rum Runner de manera que el planeta amarillo eclipsara con precisión a la estrella. La corona —una mezcla de blanco y azul marino y púrpura— era hermosísima, y cubría mucho más cielo de lo que el delfín había esperado. Él y Jag disfrutaron de la vista durante un momento, y luego se zambulleron de nuevo en el atajo.

La siguiente salida también tenía una estrella recién emergida, pero no era verde. Como en Tau Ceti, ésta era una enana roja, pequeña y fría.

Jag consultó sus escáneres.

—Nada.

Atravesaron el atajo de nuevo, que se abrió como una boca de labios pintados de púrpura para acogerlos.

Pura negrura; ninguna estrella en absoluto.

—Una nube de polvo —dijo Jag, con el pelaje bailando por la sorpresa—. Interesante; no estaba aquí la última vez que se atravesó este atajo. Gránulos de carbono sobre todo, aunque hay algunas moléculas complejas también, incluyendo formaldehído e incluso algunos aminoácidos, y… Cervantes querrá volver aquí, me parece. Estoy registrando ADN.

—¿En la nube? —preguntó Morrolargo, incrédulamente.

—En la nube —dijo Jag—. Moléculas autorreplicantes flotando libres en el espacio.

—Pero no darmat, ¿correcto?

—Correcto —dijo Jag.

—Una maravilla para otra ocasión —dijo Morrolargo, e hizo girar la nave, disparó los retrocohetes, y volvió al atajo.

Un nuevo sector del espacio, otro en el que había aparecido recientemente una estrella. Esta vez la intrusa era una estrella azul de tipo O, con más manchas solares púrpura de las que tendría un humano rubio al sol. La Rum Runner había emergido justo en el borde de uno de los brazos espirales de la Vía Láctea. A un lado, el cielo estaba repleto de jóvenes estrellas brillantes; al otro, eran escasas. Por encima se veía un cúmulo globular, un millón de viejos soles rojos empaquetados en una bola. Y…

—Bingo —dijo Jag, o al menos ladró algo que se podría traducir así—. ¡Ahí está!

—Verlo puedo —asintió Morrolargo—. Pero…

—¡Tierra reseca! —maldijo Jag—. Está atrapado.

—Asiento. Atrapado en la red.

Y así era. El bebé darmat había salido del atajo claramente pocos días antes de que llegara la estrella azul, y la estrella había salido más o menos en la dirección del darmat. Como ya habían descubierto para su alarma, un darmat podía moverse con una agilidad sorprendente para un mundo flotante, pero la gravedad de una estrella era enorme. El bebé estaba sólo a cuarenta millones de kilómetros de su superficie, menos que la distancia de Mercurio a Sol.

—No hay modo de que alcance velocidad de escape —dijo Jag—. Ni siquiera estoy seguro de que haya conseguido estabilizarse en una órbita; podría estar cayendo en espiral. Sea como sea, ese darmat no va a ir a ningún sitio.

—Enviaré señal —dijo Morrolargo, e hizo que el transmisor de la nave enviara el mensaje pregrabado en todas las frecuencias que la comunidad de darmats había usado.

Estaban a cosa de trescientos millones de kilómetros de la estrella; las señales tardaban quince minutos en alcanzar al darmat, y la respuesta más rápida posible tardaría otros quince minutos en llegar. Esperaron, Jag moviéndose inquieto, Morrolargo divirtiéndose en dibujar una caricatura de Jag. Pero no se recibió respuesta.

—Bueno —dijo el waldahud—, hay tanto ruido de radio proveniente de la estrella que puede que no captemos la transmisión del darmat. O quizá no pueda oírnos.

—O darmat podría estar muerto —dijo Morrolargo.

Jag emitió un sonido que hizo vibrar su hocico, como de plástico de burbujas siendo aplastado. Ésa era la única posibilidad que no quería contemplar. Pero el calor tan cerca de la estrella sería increíble. El lado del darmat encarado hacia ella podría estar a más de 350 grados Celsius, un calor suficiente como para fundir el plomo. Ni Jag ni Delacorte habían estudiado aún todas las propiedades de la metaquímica de la materia-efecto, pero muchas moléculas complejas normales se degradaban a tal temperatura.

A Jag se le ocurrió otra cosa. ¿Qué costumbres funerarias tendrían los darmats, si es que tenían alguna? ¿Querrían tener de vuelta el cadáver del tamaño de un mundo? Miró de reojo a Morrolargo. Los delfines dejaban que el cuerpo flotara lejos cuando uno de los suyos moría. Jag esperaba que los darmats fueran igual de sensatos.

—Volvamos —dijo Jag—. No podemos hacer nada solos.

La Rum Runner se lanzó hacia el atajo de una de las amplias curvas patentadas de Morrolargo, alcanzando el punto con el ángulo exacto requerido para salir por donde habían empezado tantos saltos atrás. Allí estaba Starplex, flotando en la noche, teñida de verde por la luz de la estrella de cuarta generación. Más allá estaban los seres de materia oscura, con zarcillos de gas tendidos entre ellos. La pregunta era qué hacer ahora. Durante un breve momento Jag sintió simpatía por Lansing. No querría nadar en las turbulentas aguas del río que ahora se extendía frente al humano.

Keith estaba en su apartamento, preparándose para salir hacia su inminente reunión con la Premier Kenyatta en Grand Central Station.

Sonó un pitido eléctrico.

—Rombo desea verle —anunció PHANTOM—. Solicita siete minutos de su tiempo.

¿Rombo? ¿Aquí? Keith quería realmente estar solo ahora. Estaba ordenando sus ideas, intentando decidir qué decir en la reunión. Aun así, que un ib fuera a su casa era lo bastante inusual como para picar su curiosidad.

—Se concede el tiempo —dijo Keith, la respuesta adecuada según los modales Ibeses.

PHANTOM de nuevo:

—Ya que va a tener un visitante ib, ¿permite que atenúe las luces?

Keith asintió. Los paneles luminosos del techo disminuyeron de intensidad, y el reluciente glaciar blanco del holograma mural de Lake Louise se volvió de un gris apagado. La puerta se abrió y Rombo rodó al interior. Las luces parpadearon en su red.

—Hola, Keith.

—Hola, Rombo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Disculpe la interrupción —dijo la agradable voz británica—, pero estaba usted muy enfadado hoy en el puente.

Keith frunció el ceño.

—Lo siento si fui brusco —dijo Keith—. Estoy furioso con Jag, pero no debí habérselo hecho pagar a nadie más.

—Oh, su ira parecía muy enfocada. Dudo de que causara ofensa.

Keith alzó las cejas.

—¿Entonces cuál es el problema?

Rombo no dijo nada durante unos momentos, y luego:

—¿Nunca ha considerado la aparente contradicción que representa mi especie? Estamos obsesionados, dicen ustedes los humanos, con el tiempo. Odiamos desperdiciarlo. Pero aun así pasamos tiempo siendo amables, y, como han notado muchos humanos, nos tomamos muchas molestias para no herir los sentimientos de nadie.

Keith asintió.

—Lo he pensado. Da la impresión de que gastar tiempo en amabilidades sociales lo quita a tareas más importantes.

—Precisamente —dijo Rombo—. Exactamente el punto de vista que adoptaría un humano. Pero nosotros no lo percibimos así en absoluto. Entendemos que llevarse bien es… Bueno, nuestra metáfora es «el eje en la rueda», pero ustedes dirían «ir de la mano», con una filosofía de no malgastar tiempo. Un encuentro breve pero desagradable termina malgastando más tiempo que uno más largo pero agradable.

—¿Por qué?

—Porque tras un encuentro desagradable, uno pasa mucho tiempo repasándolo mentalmente, viviéndolo de nuevo, a menudo encolerizándose por lo que se dijo o hizo —hizo una pausa—. Con el caso de Vagón ha visto que la jurisprudencia Ibesa castiga la pérdida directa de tiempo. Si un ib malgasta diez minutos de mi tiempo, los tribunales podrían ordenar que la vida de ese ib fuera acortada diez minutos. ¿Pero sabía usted que si un ib me enoja siendo maleducado o ingrato, o con deliberación, los tribunales pueden condenarle a dieciséis veces el tiempo aparentemente perdido? Usamos un múltiplo de dieciséis sencillamente porque, como los waldahudin, ese número es la base de nuestro sistema numérico; en realidad no hay manera de cuantificar el tiempo que se desperdicia rumiando una experiencia desagradable. Años más tarde, recuerdos dolorosos pueden… De nuevo me falta la metáfora. Yo diría «rodar junto a ti»; ustedes dirían quizá «alzar su fea cabeza». Siempre es mejor dejar una situación en términos cordiales, sin rencor.

—¿Está diciendo que deberíamos apretar las tuercas a los waldahudin? ¿Conseguir dieciséis veces lo que nos han costado en daños? —Keith asintió—. Desde luego tiene sentido.

—No, no me ha entendido, sin duda debido a mi falta de claridad en expresarme. Estoy diciendo que olvide lo que ha pasado entre usted y Jag, y entre la Tierra y Rehbollo. Me desespera ver cuánto de sus procesos mentales, cuánto de su tiempo, desperdician ustedes los humanos en estas cuestiones. No importa cuántos baches tenga el camino, allánelo en su mente. —Rombo calló durante unos momentos, dejando que la idea se abriera paso, y luego añadió—: Bien, he usado los siete minutos que me ha concedido; debo irme.

El ib empezó a alejarse.

—Ha muerto gente —dijo Keith, alzando la voz—. No es tan fácil allanarlo todo.

Rombo se detuvo.

—Si es difícil, es sólo porque ustedes han elegido que lo sea —dijo—. ¿Puede prever alguna solución que traiga de vuelta a los muertos? ¿Alguna represalia que no cause la muerte de más gente? —las luces bailaban sobre su red—. Déjelo estar.

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