XI

Los diseñadores de Starplex habían planeado poner la oficina del director junto al puente, pero Keith había insistido en que lo cambiaran. El director, le parecía, debía ser visto por toda la nave, no sólo en un área aislada. Había terminado con una gran sala cuadrada, de casi cuatro metros de lado, en el puente catorce, a medio camino de una de las caras triangulares del módulo habitable dos. A través de la ventana que abarcaba todo un lado, podía ver el módulo tres, perpendicular al módulo en el que estaba, y un sector de noventa grados del techo circular color cobre del disco central de Starplex, dieciséis pisos más abajo. Esa parte del techo en concreto estaba marcada con el nombre de Starplex en los caracteres cuneiformes waldahudar.

Keith se sentó tras un largo escritorio rectangular hecho de auténtica caoba. En él había holos enmarcados de su mujer Rissa con aspecto exótico, vestida con un antiguo traje de baile español, y de su hijo Saul, con una sudadera de Harvard y la extraña perilla que era la moda actual entre los jóvenes. Junto a los holos había una maqueta a escala 1:600 de Starplex. Tras el escritorio había un aparador con globos de la Tierra, Rehbollo y Flatland, así como un tablero tradicional de go con fichas pulidas hechas de conchas blancas y pizarra.

Sobre el aparador había una litografía enmarcada de un óleo de Emily Carr, representando un totem Haida en un bosque de una de las Islas de la Reina Charlotte. Flanqueando el aparador a cada lado había grandes plantas en maceta. La habitación también tenía un gran sofá, tres polisillas, y una mesita de café.

Keith se había quitado los zapatos y tenía los pies sobre el escritorio. Nunca imitaba a Thor en el puente, pero cuando estaba solo a menudo adoptaba esa postura. Estaba reclinado en su silla negra, leyendo un informe sobre las señales que Hek había detectado, cuando sonó el timbre de la puerta.

—Jag Kandaro em-Pelsh está aquí —anunció PHANTOM.

Keith suspiró, se enderezó, e hizo un gesto de «déjalo pasar» con la mano. La puerta se abrió deslizándose, y Jag entró. Tras un momento las aletas de la nariz del waldahud aletearon y Keith pensó que Jag quizá podía oler sus pies.

—¿Qué puedo hacer por usted, Jag?

El waldahud tocó el respaldo de una de las polisillas, que se configuró para adaptarse a su cuerpo. Se sentó y empezó a ladrar. La voz traducida dijo:

—Pocos de sus personajes literarios me atraen, pero uno que lo hace es Sherlock Holmes.

Keith alzó una ceja. Maleducado, arrogante… Sí, podía ver por qué a Jag le gustaba el tipo.

—En particular —dijo Jag— me gusta su habilidad para encapsular procesos mentales en máximas. Uno de mis dichos favoritos es «la verdad es el residuo, por poco plausible que sea, que queda cuando las cosas que no pueden ser dejan de ser tenidas en consideración».

Eso, al menos, hizo sonreír a Keith. Lo que Conan Doyle había escrito era «si eliminamos lo imposible, lo que quede, por improbable que sea, debe ser cierto». Pero teniendo en cuenta que las palabras habían sido traducidas al waldahudar y luego traducidas otra vez, la versión de Jag no estaba nada mal.

—¿Sí? —dijo Keith.

—Bien, mi análisis original, que la estrella de cuarta generación que apareció aquí debía ser una anomalía singular, debe ahora ser corregido, puesto que hemos visto otra de tales estrellas en Rehbollo 376A. Aplicando el dicho de Holmes, creo que ahora sé de dónde vienen esas dos estrellas verdes, y presumiblemente las otras estrellas extemporáneas también.

Jag guardó silencio, esperando que Keith le animara a seguir.

—¿Y de dónde vienen? —dijo Keith, irritado.

—Del futuro.

Keith rió. Pero su risa sonó bastante parecida a un ladrido; quizá no sonaba despectiva a oídos waldahud.

—¿El futuro?

—Es la mejor explicación. Las estrellas verdes no podrían haber evolucionado en un universo tan joven como el nuestro. Una de esas estrellas podría ser una rareza, pero muchas son altamente improbables.

Keith sacudió la cabeza.

—Pero quizá podrían venir de, no sé, alguna región extraña del espacio. Quizá hayan sido compañeras de un agujero negro y las fuerzas gravitacionales han hecho que las reacciones de fusión vayan más rápido.

—Pensé en tales cosas —dijo Jag—. Es decir, pensé en posibles escenarios alternativos, de los cuales ése no era uno. Pero ninguno se ajusta a los hechos. He utilizado datación radiométrica, basada en proporciones de isótopos, del material que Morrolargo y yo recogimos de la atmósfera de la estrella verde que tenemos aquí. Los átomos de metal pesado de esa estrella tienen veintidós mil millones de años de edad. La estrella en sí no es tan vieja, por supuesto, pero muchos de los átomos que la componen lo son.

—Creía que toda la materia era de la misma edad —dijo Keith.

Jag alzó sus hombros inferiores.

—Es cierto que, excepto la pequeña cantidad de materia que está siendo creada constantemente a partir de energía, y salvo que en ciertas reacciones los neutrones pueden convertirse esencialmente en pares protón-electrón, y viceversa, todas las partículas fundamentales del universo se crearon poco después del big bang. Pero los átomos formados por esas partículas pueden ser creados o destruidos en cualquier momento, por fisión o fusión.

—Cierto —dijo Keith, avergonzado—. Perdón. De modo que dice usted que los átomos de metal pesado de la estrella se formaron mucho antes que el universo.

—Correcto. Y el único modo de que eso pueda ocurrir es si la estrella viniera a nosotros desde el futuro.

—Pero… pero usted ha dicho que las estrellas verdes son miles de millones de años más viejas de lo que lo es cualquier estrella actual. ¿Está intentando decirme que esas estrellas han retrocedido en el tiempo miles de millones de años? Parece increíble.

Jag precedió su respuesta ladrada de un bufido.

—El salto intelectual debería ser la aceptación del viaje en el tiempo, no el período de tiempo que un objeto recorre. Si el viaje en el tiempo puede existir, entonces la distancia viajada sólo es función de la tecnología apropiada y de la energía suficiente. Postulo que cualquier especie con la capacidad de mover estrellas posee ambas cosas en abundancia.

—Pero pensaba que el viaje en el tiempo era imposible.

Jag alzó sus cuatro hombros.

—Hasta que se descubrieron los atajos, el transporte instantáneo era imposible. Hasta que se descubrió la hiperpropulsión, el viaje más rápido que la luz era imposible. No puedo siquiera empezar a sugerir cómo se puede viajar en el tiempo, pero aparentemente está sucediendo.

—¿No hay otras explicaciones? —preguntó Keith.

—Bueno, como he dicho, he considerado otras posibilidades, como que los atajos estén actuando como portales entre universos paralelos, y que las estrellas verdes procedan de ellos en lugar de venir de nuestro futuro. Pero salvo por su edad, son lo que uno esperaría de materia formada en este universo concreto, a partir concretamente de nuestro big bang, bajo las muy concretas leyes físicas que operan aquí.

—Muy bien —dijo Keith, levantando una mano—. ¿Pero por qué enviar estrellas del futuro al pasado?

—Ésa —dijo Jag— es la primera buena pregunta que ha formulado usted.

Keith habló a través de los dientes apretados.

—¿Y la respuesta es…?

Jag alzó de nuevo los cuatro hombros.

—No tengo ni idea.

Caminando a través del pasillo frío y en penumbra, Keith aceptó que cada una de las cuatro especies a bordo de Starplex se las arreglaba para molestar a las otras de diferentes maneras. Una de las cosas que los humanos hacían que él sabía fastidiaba enormemente al resto era invertir enormes cantidades de tiempo en encontrar palabras graciosas a partir de las letras iniciales de palabras. Todas las especies llamaban a tales cosas «acrónimos», porque sólo el lenguaje terrestre tenía una palabra para ellas. En los estadios iniciales de la planificación de Starplex, algún humano obtuvo el término CAGE a partir de «Entorno General de Acceso Común»[2].

Bueno, pues sí que parecía una maldita jaula, pensó Keith. Parecía una mazmorra.

Todas las especies podían existir en atmósferas de nitrógeno y oxígeno, aunque los ibs requerían una concentración mucho mayor de dióxido de carbono que los humanos para activar su reflejo respiratorio. La gravedad de las áreas comunes acabó siendo 0,82 veces la de la Tierra; normal para un waldahud, ligera para un humano o un delfín, y sólo la mitad de lo que un ib estaba acostumbrado. La humedad también se mantenía alta; los senos nasales de los waldahud sufrían si el aire estaba demasiado seco. Las luces del área común eran más rojizas de lo que a los humanos les gustaba, parecidas a un luminoso crepúsculo terrestre. Además, todas las luces tenían que ser indirectas. El mundo ib estaba siempre rodeado de nubes, y los miles de fotosensores de sus redes podían ser dañados por luz brillante.

Aun así, había problemas. Keith se pasó a un lado del pasillo para ceder el paso a un ib, y mientras pasaba, uno de los dos tubos azules que colgaban de la bomba de la criatura expulsó una pella gris y dura, que cayó al suelo del pasillo. El cerebro de la vaina no tenía control consciente de esta función; para los ibs, controlar las funciones excretoras era una imposibilidad biológica. En Flatland, las pellas eran recogidas por carroñeros que las reprocesaban para absorber los nutrientes que el ib no había podido usar. A bordo de Starplex, pequeños PHARTs[3] del tamaño de zapatos humanos cumplían la misma función. Uno de ellos vino disparado por el pasillo mientras Keith miraba. Absorbió el excremento y se fue.

Keith había acabado acostumbrándose a que los ibs defecaran por todas partes; gracias a Dios sus heces no tenían ningún olor detectable. Pero no pensaba que se acostumbraría jamás al frío, o la humedad, o todas las otras cosas forzadas por los waldahudin…

Keith se detuvo en seco. Se estaba aproximando a una intersección en T en el pasillo, y podía oír voces alzadas más adelante: un humano gritando en lo que parecía japonés y el ladrido enfadado de un waldahud.

—PHANTOM —dijo Keith en voz baja—, tradúceme esas voces.

Con acento de New York:

—Eres débil, Teshima. Muy débil. No mereces una pareja.

—¡Ten sexo contigo mismo! —Keith frunció el ceño, sospechando que el ordenador no estaba haciendo justicia al original japonés.

De nuevo el acento de Nueva York:

—En mi mundo, serías el miembro más insignificante de la corte de la hembra más fea y ridícula…

—Identifica a los hablantes —susurró Keith.

—El humano es Hiroyuki Teshima, bioquímico —dijo PHANTOM a través del implante de Keith—. El waldahud es Gart Daygaro em-Holf, miembro del departamento de ingeniería.

Keith se quedó quieto, preguntándose qué hacer. Ambos eran adultos, y aunque trabajaban para él, no se podía decir realmente que estuvieran bajo su mando. Pero aun así…

Hijo mediano. Keith dobló el recodo del pasillo.

—Chicos —dijo con calma—, ¿queréis calmaros?

Los cuatro puños del waldahud estaban apretados. La cara redonda de Teshima estaba enrojecida de ira.

—No te metas, Lansing —dijo el humano, en inglés.

Keith les miró. ¿Qué podía hacer? No tenía calabozo al que arrojarles, y ninguna razón en concreto por la que tuvieran que escucharle darles órdenes sobre sus asuntos personales.

—Quizá te pueda invitar a una copa, Hiroyuki —dijo Keith—. Y Gart, ¿a lo mejor te vendría bien un período de asueto extra este ciclo?

—Lo que me vendría bien —ladró el waldahud— es ver cómo lanzan a Teshima por un cañón de masa a un agujero negro.

—Vamos, chicos —dijo Keith, acercándose—. Todos tenemos que vivir y trabajar juntos.

—He dicho que no te metas, Lansing —saltó Teshima—. Esto no es asunto tuyo, joder.

Keith sintió enrojecer sus mejillas. No podía ordenarles que se separaran, pero tampoco podía tener a gente peleándose en los pasillos. Miró a ambos: un humano bajo de mediana edad, con pelo color plomo, y un waldahud gordo y ancho con el pelaje de tono de madera de nogal. Keith no conocía bien a ninguno de los dos, no sabía qué haría falta para apaciguarlos. Demonios, ni siquiera sabía por qué se estaban peleando. Abrió la boca para decir… para decir algo, cualquier cosa, cuando se abrió una puerta unos pocos metros más allá, y una mujer joven —era Cheryl Rosenberg— apareció, en pijama.

—Por todos los santos, ¿queréis dejarlo ya? —dijo—. Es de noche para algunos de nosotros.

Teshima miró a la mujer, inclinó levemente la cabeza, y empezó a alejarse. Y Gart, que también por naturaleza mostraba deferencia a las mujeres, asintió brevemente y se fue en la otra dirección. Cheryl bostezó, volvió dentro, y la puerta se cerró tras ella.

Keith se quedó allí, mirando la espalda del waldahud alejarse por el pasillo, enfadado consigo mismo por no ser capaz de resolver la situación. Se masajeó las sienes. Todos somos prisioneros de nuestra biología, pensó. Teshima es incapaz de rechazar la petición de una mujer hermosa; Gart es incapaz de desobedecer las órdenes de una mujer.

En cuanto Gart desapareció de la vista, Keith siguió caminando por el frío y húmedo pasillo. A veces, pensó Keith, daría cualquier cosa por ser un macho alfa.

Rissa estaba sentada en su escritorio, haciendo la parte del trabajo que odiaba: las tareas administrativas, lo que aún se llamaba papeleo aunque apenas nada se imprimía.

Sonó el timbre de la puerta, y PHANTOM dijo:

—Vagón está aquí.

Rissa soltó el estilo y se arregló el pelo. Curioso, se dijo. Se preocupaba si su pelo estaba desarreglado cuando el único que la iba a ver no era ni siquiera humano.

—Déjala pasar.

El ib entró; PHANTOM llevó las polisillas a un lado para dejarle sitio.

—Por favor, disculpa que te moleste, buena Rissa —dijo la hermosa voz británica.

Rissa rió.

—Oh, no me molestas, créeme. Cualquier interrupción es bienvenida.

La red de sensores de Vagón se arqueó como la vela de un barco de manera que pudiera ver el escritorio de Rissa.

—Papeleo —dijo—. Parece aburrido.

Rissa sonrió.

—Lo es. ¿Qué puedo hacer por ti?

Hubo una larga pausa; algo raro en un ib.

Luego, finalmente:

—He venido a renunciar.

Rissa la miró sin expresión.

—¿Renunciar?

Las luces danzaron en su red.

—Profundas disculpas si ésa no es la frase correcta. Quiero decir que, lamentándolo, no seré capaz de seguir trabajando aquí, con efecto dentro de cinco días.

Rissa arqueó las cejas.

—¿Lo dejas? ¿Dimites?

Nuevo baile de luces.

—Sí.

—¿Por qué? Pensé que te gustaba la investigación en senescencia. Si quieres ser asignada a otra cosa…

—No es eso, buena Rissa. La investigación es fascinante y valiosa, y me has honrado al dejarme ser parte de ella. Pero en cinco días otras prioridades deben tener preferencia.

—¿Qué otras prioridades?

—Pagar una deuda.

—¿A quién?

—A otras integraciones de bioentidades. Dentro de cinco días, debo partir.

—¿Ir a dónde?

—No, ir no. Partir.

Rissa exhaló y miró al cielo.

—PHANTOM, ¿estás seguro de estar traduciendo correctamente las palabras de Vagón?

—Creo que sí, señora —dijo PHANTOM a través de su implante.

—Vagón, no entiendo la distinción que haces entre «ir» y «partir» —dijo Rissa.

—No voy a ningún sitio en sentido físico —dijo Vagón—. Me voy en el sentido de salir. Voy a morir.

—¡Dios mío! —dijo Rissa—. ¿Estás enferma?

—No.

—Pero no eres tan vieja como para morir. Me has dicho muchas veces que los ibs viven exactamente hasta los seiscientos cuarenta y un años. Tú tienes apenas seiscientos.

La red de sensores de Vagón cambió a color salmón, pero la emoción que transmitían no parecía tener ninguna analogía terrestre, porque PHANTOM no precedió la traducción de sus siguientes palabras con un comentario entre paréntesis.

—Tengo seiscientos seis años terrestres. Mi vida está cubierta en quince dieciseisavos.

Rissa la miró.

—¿Sí?

—Por delitos cometidos en mi juventud, se me asignó como pena un dieciseisavo de mi vida. Seré terminada la semana que viene.

Rissa la miró, sin saber qué decir. Finalmente, acabó repitiendo la palabra «terminada» como si hubiera sido mal traducida.

—Correcto, buena Rissa.

Guardó silencio de nuevo durante un momento.

—¿Qué crimen cometiste?

—Me avergüenza discutirlo —dijo Vagón.

Rissa no dijo nada, esperando a que el ib continuara. No lo hizo.

—He compartido contigo mucha información personal sobre mí y mi matrimonio —dijo Rissa con ligereza—. Soy tu amiga, Vagón.

Más silencio. Quizá el ib estaba luchando con sus propios sentimientos. Y luego:

—Cuando era novicia terciaria, una posición algo parecida a la que vosotros llamáis estudiante de posgrado, informé incorrectamente acerca de los resultados de un experimento que estaba llevando a cabo.

Las cejas de Rissa se alzaron de nuevo.

—Todos cometemos errores, Vagón. No puedo creer que te castiguen tan severamente por eso.

Las luces de Vagón ondularon en patrones aleatorios. Aparentemente eran señales de consternación; de nuevo PHANTOM no ofreció traducción verbal. Y entonces:

—Los resultados no fueron mal transmitidos por accidente. —El manto del ib quedó oscuro algunos momentos—. Falsifiqué los datos deliberadamente.

Rissa intentó mantener su expresión neutral.

—Oh.

—No pensé que el experimento fuera de gran importancia y sabía, o pensé que sabía, cuáles debían ser los resultados. En retrospectiva, me he dado cuenta de que sólo sabía lo que quería que fueran —oscuridad; una pausa—. En cualquier caso, otros investigadores se fiaron de mis resultados. Se perdió mucho tiempo.

—¿Y por eso van a ejecutarte?

Todas las luces de la red de Vagón se encendieron a la vez, una expresión de sobresalto total.

—No es una ejecución sumaria, Rissa. Sólo hay dos crímenes capitales en Flatland: asesinato de vaina y formar una gestalt con más de siete componentes. Mi vida ha sido sencillamente acortada.

—Pero… Pero su ahora tienes seiscientos cinco años, ¿cuánto hace que cometiste ese crimen?

—Lo hice cuando tenía veinticuatro años.

—PHANTOM, ¿qué año terrestre sería ése?

—1513 d.c., señora.

—¡Buen Dios! —dijo Rissa—. Vagón, sin duda no pueden castigarte por un delito menor cometido hace tanto.

—El paso del tiempo no ha disminuido el efecto de lo que hice.

—Pero mientras estés a bordo de Starplex, estás protegida por la Carta de la Commonwealth. Podrías acogerte a asilo aquí. Te podríamos conseguir un abogado.

—Rissa, tu preocupación me conmueve. Pero estoy preparada para pagar mi deuda.

—Pero hace tanto tiempo. Quizá lo hayan olvidado.

—Los ibs no podemos olvidar; lo sabes. Como las matrices se forman en nuestros cerebros vaina a tasa constante, todos tenemos memoria eidética. Pero incluso si mis compatriotas pudieran olvidar, no importaría. El honor me impele a hacerlo.

—¿Por qué no dijiste nada de esto antes?

—Mi castigo no requiere reconocimiento público; se me permitió vivir sin la vergüenza constante. Pero los términos bajo los que trabajo aquí requieren que avise con cinco días de tiempo si tengo intención de irme. Y así, por primera vez en quinientos ochenta y un años, le he contado mi crimen a alguien —el ib hizo una pausa—. Si es aceptable, usaré el resto de mis días en poner en orden mis investigaciones de manera que tú y otros puedan seguir sin problemas.

A Rissa le daba vueltas la cabeza.

—Hum, sí —dijo por fin—. Sí, eso está bien.

—Gracias —dijo Vagón. Se dio la vuelta y empezó a ir hacia la puerta, pero entonces su red destelló una vez más—. Has sido una buena amiga.

Y entonces la puerta se abrió, Vagón se fue, y Rissa se dejó caer en su silla, atónita.

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