—Yo digo que estamos bajo ataque —anunció Thorald Magnor, levantándose del puesto de piloto y yendo a la galería de observadores para sentarse a unas sillas a la derecha de Jag—. Aparentemente hasta ahora hemos tenido suerte, pero soltar una estrella en un sistema podría destruir toda la vida que contiene.
Jag movió sus dos brazos inferiores en una negación waldahud.
—La mayoría de los atajos están en el espacio interestelar —dijo—. Incluso el que ustedes llaman «el atajo de Tau Ceti» está a treinta y siete mil millones de kilómetros de esa estrella, seis veces más que la distancia de Plutón al Sol. Yo diría que en quince casos de cada dieciséis, la llegada de estrellas adicionales tendría efectos menores en los sistemas cercanos y, ya que los mundos habitados son pocos y alejados entre sí, las probabilidades de hacer daño concreto a corto plazo a un planeta con vida son bastante pequeñas.
—¿Pero podrían esas estrellas ser, bueno, bombas? —preguntó Lianne—. Dijo usted que la estrella verde es muy inusual. ¿Podría estar a punto de explotar?
—Mis estudios acaban de empezar —dijo Jag—, pero yo diría que a nuestra recién llegada le quedan al menos dos mil millones de años de vida. Y enanas solitarias clase M, como la que ha aparecido cerca de Tau Ceti, no van a nova.
—Aun así —dijo Rissa—, ¿no podrían alterar las nubes de Oort de los sistemas estelares por los que pasen, enviando lluvias de cometas hacia los planetas interiores? Recuerdo una vieja teoría que decía que una enana marrón llamada… Némesis, creo que era… podría haber pasado cerca de Sol, causando una avalancha de cometas hacia el final del Cretácico.
—Bueno, al final resultó que Némesis no existía —dijo Jag—, pero incluso si lo hiciera, hoy día todas las especies de la Commonwealth tienen la tecnología para lidiar con un número razonable de cometas; que, después de todo, tardarían décadas o incluso siglos en llegar a la parte interna de un sistema. No es una preocupación inminente.
—Pero entonces, ¿por qué? —preguntó Thor—. ¿Por qué están moviéndose las estrellas? ¿Y deberíamos intentar impedirlo?
—¿Impedirlo? —rió Keith—. ¿Cómo?
—Destruyendo los atajos —dijo Thor con sencillez.
Keith parpadeó.
—No estoy seguro de que puedan ser destruidos —dijo—. ¿Jag?
El pelaje del waldahud onduló pensativamente un momento, y cuando ladró, su ladrido sonaba apagado.
—Sí, teóricamente hay una manera —alzó la mirada, pero ninguno de sus pares de ojos miró a Keith—. Cuando el primer contacto con los humanos no estaba funcionando bien, a nuestros astrofísicos se les encargó encontrar una manera de cerrar el atajo de Tau Ceti, si surgía la necesidad.
—¡Eso es ridículo! —dijo Lianne.
Jag miró a la humana.
—No, eso es buen gobierno. Uno debe preparase para cualquier contingencia.
—¡Pero destruir nuestro atajo! —dijo Lianne, la ira trazando nuevas líneas en su cara.
—No lo hicimos —dijo Jag.
—¡Aun así, considerarlo siquiera! Si no querían que tuviéramos acceso a Rehbollo, deberían haber destruido su atajo, no el nuestro.
Keith se volvió para mirar a la joven.
—Lianne —dijo suavemente.
Ella le miró, y él formó con los labios la palabra «cálmate». Se volvió a Jag.
—¿Encontraron una manera de hacerlo? ¿De destruir el atajo?
Jag asintió alzando sus hombros superiores.
—Gaf Kandaro em-Weel, mi progenitor, era jefe del proyecto. Los atajos son constructos hiperespaciales que crean un nexo en el espacio normal. En el hiperespacio existe un sistema de coordenadas absolutas. Por eso las restricciones de velocidad de Einstein no se aplican allí; no es un medio relativista. Pero el espacio normal es relativista, y la salida, lo que llamamos el portal del atajo, tiene que anclarse a una localización relativa a algo en el espacio normal. Si uno puede desorientar el punto de anclaje, de manera que ya no se pueda salir del hiperespacio, el punto debería evaporarse en una nube de radiación Cerenkov.
—¿Y cómo se desorientaría el anclaje? —preguntó Keith, con tono que delataba su incredulidad.
—Bueno, la clave está en que el atajo es efectivamente un punto, hasta que se hincha para acomodar algo que esté pasando a través. Podría diseñarse una red esférica de generadores de gravedad artificial dispuesta alrededor del atajo inactivo, para compensar la curvatura local del espaciotiempo. Incluso aunque la mayoría de los atajos están en el espacio interestelar, quedan dentro del hoyo que crea nuestra galaxia. Pero si se elimina el hoyo, el ancla no tendría nada a lo que sujetarse y, ¡puf!, debería desaparecer. Ya que el atajo es tan pequeño cuando está inactivo, una red de sólo un metro o dos de diámetro debería bastar, mientras se le suministre suficiente energía.
—¿Podría Starplex proporcionar esa energía? —preguntó Rombo.
—Con facilidad.
—Es increíble —dijo Keith.
—En realidad no lo es —dijo Jag—. La gravedad es una fuerza que curva el espaciotiempo; la gravedad artificial consiste en modificar esas curvaturas. En mi sistema natal hemos usado boyas gravitatorias en situaciones de emergencia para aplanar localmente el espaciotiempo de manera que se pudieran activar los motores de hiperpropulsión estando aún cerca de nuestro sol.
—¿Y cómo es que nada de eso apareció nunca en la Red de Astrofísica de la Commonwealth? —preguntó Lianne con tono seco.
—Hum, ¿porque nadie nos preguntó? —dijo Jag débilmente.
—¿Por qué no sugirió usted que hiciéramos eso, entonces, para conseguir la hiperpropulsión cuando apareció la estrella verde? —preguntó Keith.
—Uno no lo puede hacer para sí mismo; se tiene que hacer desde el exterior, mediante una fuente de energía externa. Créame, hemos intentado desarrollar maneras de que las naves lo hagan por sí mismas, pero no funciona. Usando una metáfora humana, sería como intentar flotar tirándose de los cordones de los zapatos. No funciona.
—Pero si hiciéramos eso aquí y ahora, si evaporáramos este atajo, no podríamos volver a casa —dijo Keith.
—Cierto —dijo Jag—. Pero podríamos disponer las boyas antigravitatorias para converger en el atajo después de haber pasado nosotros por él.
—Pero al parecer están apareciendo estrellas por muchos atajos —dijo Rissa—. Si evaporamos los atajos de Tau Ceti, Rehbollo y Flatland, estaríamos destruyendo la Commonwealth, aislando los mundos uno de otro.
—Para proteger los mundos individuales de la Commonwealth, sí —dijo Thor.
—Cristo —dijo Keith—. Por supuesto que no queremos acabar con la Commonwealth.
—Hay otra posibilidad —dijo Thor. —¿Ah?
—Transplantar las especies de la Commonwealth a sistemas estelares adyacentes lejos de cualquier atajo. Podríamos encontrar tres o cuatro sistemas cercanos entre sí, con los mundos adecuados, terraformarlos para hacerlos habitables, y trasladar allí a todo el mundo. Todavía podríamos tener una comunidad interestelar vía hiperpropulsión normal.
Los ojos de Keith se agrandaron.
—Estás hablando de trasladar… ¿cuánto?… ¿Treinta mil millones de individuos?
—Más o menos —dijo Thor.
—Los ibs no abandonarán Flatland —dijo Rombo, con poca habitual sequedad.
—Esto es una locura —dijo Keith—. No podemos cerrar los atajos.
—Si nuestros mundos están en peligro —dijo Thor—, podemos… Y debemos.
—No hay pruebas de que las estrellas representen amenaza alguna —dijo Keith—. No puedo creer que seres tan avanzados como para mover estrellas sean malévolos.
—Quizá no lo sean —dijo Thor—, al igual que los obreros que destruyen hormigueros no son malévolos. Sencillamente, podríamos estar en su camino.
No había nada que Keith pudiera hacer acerca de las estrellas hasta que hubiera más información disponible, de modo que a las 12.00 horas él y Rissa fueron en busca de algo para comer.
Había ocho restaurantes a bordo de Starplex. La terminología era deliberada. Los humanos insistían en referirse a los componentes de Starplex en términos navales: comedores, enfermería, camarotes, en lugar de restaurantes, hospitales, y apartamentos. Pero de las cuatro especies de la Commonwealth, sólo los humanos y los waldahudin tenían tradiciones marciales, y a las otras dos especies eso ya las ponía bastante nerviosas sin que se lo tuvieran que recordar en conversaciones informales.
Cada uno de los restaurantes era único, tanto en ambiente como en oferta. Los diseñadores de Starplex se habían tomado muchas molestias para asegurarse de que la vida a bordo no fuera monótona. Keith y Rissa decidieron comer en Kog Tahn, el restaurante waldahud del puente veintiséis. A través de las falsas ventanas del restaurante se veían hologramas de la superficie de Rehbollo: anchas llanuras aluviales de barro gris-purpúreo, entrecruzadas por ríos y arroyos. Se veían dispersas matas de stargin, el equivalente a los árboles en Rehbollo, que parecían hierbas rodantes azules de tres o cuatro metros de altura. El húmedo barro no ofrecía un sustrato firme, pero era rico en minerales disueltos y en materia orgánica en descomposición. Cada starg tenía miles de tallos enredados que podían servir como raíces o, estirados, como órganos fotosintéticos, dependiendo de si acababan arriba o abajo. Las gigantescas plantas rodaban por las llanuras, dando volteretas, o flotaban en los arroyos, hasta que encontraban barro fértil. Cuando lo hacían arraigaban, hundiéndose hasta que más o menos un tercio de su altura quedaba sumergida en el lodo.
El cielo holográfico era de un gris verdoso y la estrella sobre sus cabezas era gorda y roja. A Keith la combinación de colores le resultaba siniestra, pero no se podía negar que la comida era excelente. Los waldahudin eran sobre todo vegetarianos, y las plantas que les gustaban eran suculentas y deliciosas. A Keith le apetecía comer brotes de starg tres o cuatro veces al mes.
Por supuesto los ocho restaurantes estaban abiertos a todas las especies, y eso suponía ofrecer una variedad de alimentos que cubriera los requerimientos metabólicos de todas. Keith pidió un sándwich de queso al grill y un par de pepinillos en adobo para acompañar a su ensalada de starg. Los waldahudin, cuyas hembras, como las de los mamíferos terrestres, secretaban un líquido nutritivo para su descendencia, encontraban repugnante que los humanos bebieran leche de otros animales, pero fingían no saber de qué estaba hecho el queso.
Rissa estaba sentada frente a Keith. En realidad la mesa estaba construida según los estándares waldahud, como un riñón humano, y hecha de un material vegetal pulido que no era madera, pero que tenía hermosas vetas claras y oscuras. Rissa estaba sentada en la indentación de la mesa. La costumbre waldahud era que la fémina se sentara siempre en este puesto privilegiado; en su mundo natal una dama se sentaría allí, con su corte masculina sentada alrededor de la curva.
Los gustos de Rissa eran más aventureros que los de Keith. Estaba comiendo gaz torad, mejillones de sangre, bivalvos waldahud que vivían en la capa limosa del fondo de muchos lagos. A Keith le repugnaba su brillante color rojo-púrpura, como a muchos waldahudin, de hecho, ya que era el tono exacto de su propia sangre. Pero Rissa dominaba el truco de llevarse la concha a la boca, abrirla, y sorber el contenido, todo sin dejar que la blanda carne fuera vista por ella misma o por alguien sentado frente a ella.
Keith y Rissa comieron en silencio, y Keith se preguntó si eso era bueno o malo. Habían agotado la charla intrascendente hacía siglos. Oh, si alguno tenía algo en la cabeza, hablaban sin parar, pero parecía que disfrutaban sólo con la compañía del otro, incluso si apenas decían una palabra. Al menos así se sentía Keith, y esperaba que Rissa compartiera ese sentimiento.
Keith estaba usando un katook (un cubierto waldahud, parecido a tenazas de punta roma) para llevarse algo de starg a la boca cuando un panel de comunicación saltó de la superficie de la mesa, mostrando la cara de Hek, el especialista waldahud en comunicaciones alienígenas.
—Rissa —ladró con una voz que parecía más de Brooklyn que la de Jag; por el ángulo del panel de comunicación, el waldahud no podía ver a Keith—. He estado analizando el ruido de radio que hemos estado detectando cerca de la banda de veintiún centímetros. No creerá lo que he encontrado. Venga a mi oficina enseguida.
Keith dejó su cubierto y miró a su mujer por encima de la mesa.
—Iré contigo —dijo, y se levantó para irse.
Cuando salían de la sala, se dio cuenta de que era lo único que le había dicho durante toda la comida.
Keith y Rissa entraron en un ascensor. Como siempre, un monitor en el interior mostraba el puente en el que estaban y el plano del nivel: «26», y una cruz de largos brazos. A medida que ascendían, y los números de puente descendían, los brazos de la cruz se acortaban más y más. Cuando llegaron al puente uno, los brazos de la cruz prácticamente habían desaparecido. Los dos humanos salieron y entraron en la sala de audio de radioastronomía. Hek, un waldahud pequeño con un pelaje de color mucho más rojizo que el de Jag, estaba apoyado contra un escritorio.
—Rissa, su presencia es bienvenida —la deferencia normal que se mostraba a las hembras. Una inclinación de cabeza—: Lansing —la ruda indiferencia mostrada a los machos, incluso si eran tu jefe.
—Hek —dijo Keith, saludando con una inclinación de cabeza.
El waldahud miró a Rissa.
—¿Recuerda el ruido de radio que hemos estado captando? —su ladrido levantó ecos en la pequeña habitación.
Rissa asintió.
—Bueno, mis análisis iniciales no mostraban que tuviera repeticiones —hizo girar un par de ojos para mirar a Keith—. Cuando una señal es una baliza deliberada, normalmente muestra un patrón repetitivo a lo largo de varios minutos u horas. Aquí no ocurre nada de eso. De hecho, no he encontrado pruebas de ninguna regularidad global. Pero cuando empecé a analizar el ruido más minuciosamente, empezaron a aparecer regularidades de un segundo de duración o menos. Hasta el momento he catalogado seis mil diecisiete secuencias. Algunas habían sido repetidas una o dos veces, pero otras se repetían muchas veces. Más de diez mil, para algunas de ellas.
—Dios mío —dijo Rissa.
—¿Qué? —dijo Keith.
Se volvió hacia él.
—Quiere decir que podría haber información en el ruido… Podrían ser comunicaciones de radio.
Hek alzó los hombros superiores.
—Exactamente. Cada una de las regularidades podría ser una palabra. Las que ocurren con más frecuencia podrían ser términos habituales, quizá el equivalente a pronombres o preposiciones.
—¿Y de dónde vienen esas transmisiones? —preguntó Keith.
—De algún lugar en o justo detrás del campo de materia oscura —dijo Hek.
—¿Y está seguro de que son señales inteligentes? —preguntó Keith, con el corazón latiéndole aceleradamente.
Los hombros inferiores de Hek se movieron esta vez.
—No, no estoy seguro. En primer lugar, las transmisiones son muy débiles. No serían distinguibles del ruido de fondo a grandes distancias. Pero si tengo razón en que son palabras, entonces parece haber una sintaxis discernible. Ninguna palabra aparece dos veces seguidas. Algunas palabras sólo aparecen al principio o al final de las transmisiones. Algunas palabras sólo aparecen después de algunas otras palabras. Las primeras son posiblemente adjetivos y adverbios, y las segundas los sustantivos o verbos a los que modifican, o viceversa —Hek hizo una pausa—. Por supuesto, no he analizado todas las señales, aunque las estoy grabando para estudios futuros. Es un bombardeo constante, en más de doscientas frecuencias que están muy cercanas entre sí —hizo otra pausa, permitiendo que el concepto se abriera paso en sus mentes—. Yo diría que hay una buena posibilidad de que haya una flotilla de naves escondida en o justo detrás del campo de materia oscura.
Keith estaba a punto de hablar de nuevo cuando el intercomunicador del escritorio de Hek sonó.
—Keith, aquí Lianne.
—Abre. ¿Sí?
—Creo que querrás venir al puente. Ha llegado un watson con noticias de que el bumerang ha vuelto del atajo Rehbollo 376A.
—Voy para allá. Llama también a Jag, por favor. Cierra —miró a Hek—. Buen trabajo. Intente determinar con más precisión la fuente de las señales. Haré que Thor lleve a Starplex en una trayectoria circular alrededor del campo de materia oscura, buscando emisiones de taquiones, radiación, brillo de propulsores, o cualquier otro indicio de naves alienígenas.
Keith entró en el puente, con Rissa justo detrás. Fueron a sus puestos.
—Activar mensaje del watson —dijo Keith.
Lianne pulsó un botón, y un mensaje de vídeo apareció en una sección enmarcada de la burbuja holográfica. La imagen era la de un macho waldahud con pelaje plateado. PHANTOM tradujo el sonido de los ladridos de la criatura en el implante auditivo de Keith, aunque, por supuesto, no se ajustaban a los movimientos de la boca del waldahud.
—Saludos, Starplex. —La línea de situación bajo la pantalla identificaba al hablante como Kayd Pelendo em-Hooth del Centro Rehbollo de Astrofísica—. El bumerang enviado al atajo designado Rehbollo 376A ha vuelto. Sospecho que querrán quedarse ahí, investigando el atajo en el que están ahora, puesto que su aparición en la red está inexplicada. Sin embargo pensamos que Jag y los otros estarían interesados en ver las grabaciones hechas por el bumerang antes de que volviera a casa. Vienen adjuntas con este mensaje. Creo que las encontrarán… interesantes.
—Vale, Rombo —dijo Keith—, use los datos del bumerang para crear una imagen holoesférica a nuestro alrededor. Muéstrenos lo que vio.
—Es un placer servir —dijo Rombo—. Bajando datos; la imagen estará lista en dos minutos, cuarenta segundos.
Lianne se frotó las manos.
—Cuando llueve, diluvia —dijo, volviéndose y sonriendo a Keith—. ¡Otro nuevo sector del espacio abierto a la exploración!
Keith asintió.
—Nunca deja de sorprenderme. —Se levantó de su silla y dio algunos pasos, esperando a que estuviera listo el holograma—. Sabéis —dijo con tono ausente—, mi tatarabuelo llevaba un diario. Justo antes de morir, escribió acerca de todos los grandes avances que había visto durante su vida: la radio, el automóvil, los aviones, los cohetes espaciales, los láseres, los ordenadores, el descubrimiento del ADN, y más y más. —Lianne parecía absorta, aunque Keith era consciente de que podría estar aburriendo a todos los demás. Al infierno con ellos; el rango tenía sus privilegios, entre ellos el derecho a divagar—. Cuando lo leí, siendo un adolescente, me imaginé que yo no tendría nada sobre lo que escribir para mi propio descendiente cuando mi vida llegara a su fin. Pero entonces inventamos la hiperpropulsión y la IA, y descubrimos la red de atajos, y la vida extraterrestre, y aprendimos a hablar con los delfines, y me di cuenta de que…
—Discúlpeme —dijo Rombo, con las luces destellando en el esquema estroboscópico que su especie usaba para indicar una interrupción—. El holograma está listo.
—Proceda —dijo Keith.
El puente se oscureció cuando cortaron la imagen del entorno presente de Starplex, cubriendo la sala en una densa oscuridad. Entonces empezó a aparecer una nueva imagen de izquierda a derecha, línea a línea del escáner, cubriendo el puente, hasta que parecieron estar de nuevo flotando en el espacio; el espacio del sector accesible más reciente para las especies de la Commonwealth.
Thor dejó escapar un largo y grave silbido.
Jag entrechocó sus placas dentales con incredulidad.
Dominando la imagen, y retrocediendo lentamente, había otra ígnea estrella verde, a quizá diez millones de kilómetros del punto del atajo.
—Pensé que había dicho que nuestra estrella verde era rara —dijo Keith a Jag.
—Ésa es la menor de nuestras preocupaciones —dijo Thor. Bajó los pies de su consola y se volvió hacia Keith—. Nuestro bumerang no activó ese atajo hasta que lo atravesó al volver.
Keith le miró sin expresión.
—Y estas imágenes fueron tomadas antes de que lo hiciera.
Jag se puso en pie.
—Ka-darg! Eso significa…
—Significa —dijo Keith, dándose cuenta también súbitamente— que las estrellas pueden emerger de atajos inactivos. ¡Cristo, podrían estar asomando por los cuatro mil millones de portales que hay por toda la Vía Láctea!