Keith Lansing miró a su alrededor en el hangar de la extraña nave alienígena. Era un área tan poco llamativa como el exterior. No había junturas, ni equipamiento, nada que alterara las seis luminosas caras del cubo.
Cuando los atajos fueron descubiertos, la prensa se había deleitado en recordar un dicho de un siglo atrás, atribuido al escritor de Sri Lanka Arthur C. Clarke: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
Los atajos eran magia.
Al igual que esta extraña y hermosa nave espacial, esta nave que se movía desafiando aparentemente las leyes de Newton…
Keith respiró hondo. Sabía lo que iba a pasar, lo sentía en los huesos. Estaba a punto de conocer a los constructores de los atajos.
La trayectoria de la cápsula por el hangar se curvó suavemente hacia abajo y pronto se posó en la lisa cara inferior. Keith sintió que su peso volvía. Siguió aumentando lentamente, y se aposentó en el suelo. La gravedad siguió aumentando, más y más, hasta que alcanzó el estándar a bordo de Starplex. Luego aumentó aún más, y Keith intentó dominar el pánico, temiendo acabar hecho gelatina.
Pero finalmente se detuvo, y Keith se dio cuenta de que estaba más o menos al nivel al que la mantenía en su cabina de la nave, cosa de un nueve por ciento por encima del estándar de la Commonwealth, pero igual a la gravedad en la superficie de la Tierra al nivel del mar.
Y entonces, de pronto…
Todo a su alrededor era… era familiar.
Era la Tierra.
Estaba en la linde de un bosque mezclado, con arces y piceas alzándose hacia un cielo de un tono azul que no había encontrado en ningún otro planeta. Luz del color exacto de la de Sol: igual a la de las lámparas antinostalgia que Rissa y él tenían en el apartamento a bordo de Starplex. A su derecha se veía un lago cubierto de hojas de lirios, con juncos alzándose en las riberas. Arriba, una bandada en forma de V de —seguro— gansos canadienses, y… sí, para disipar cualquier duda que quedara, una luna diurna en tres cuartos, mostrando el Mar de la Tranquilidad y el Mar de Grises, en forma de O, a la derecha.
Una ilusión, por supuesto. Realidad virtual, para hacerle sentir como en casa. A lo mejor podían leerle la mente, o alo mejor ya habían contactado con otros viajeros de la Tierra.
La cápsula no tenía sensores muy complicados. Pero había aire en el hangar. Podía oír… Dios, podía oír grillos, y sapos, y, sí, la llamada fantasmal de un colimbo, todo transmitido a través del casco por el aire exterior. No había manera de analizar una muestra, pero no era posible que habiendo conseguido detalles tan perfectos se equivocaran en algo tan sencillo como la mezcla de gases del aire respirable para los humanos.
Aun así, dudó. Se suponía que el viaje a Tau Ceti era un trayecto sencillo; Keith no se había molestado siquiera en comprobar si había un traje espacial en el compartimento de emergencia de la cápsula antes de salir.
Pero era claramente una invitación; una invitación para un primer contacto. Y el primer contacto era el propósito de Starplex. Keith tocó una serie de controles, soslayando los protocolos de seguridad que impedían que la puerta trasera de la cápsula se abriera si no estaba conectada a un anillo de acceso. El panel de cristacero se deslizó hacia el techo.
Keith tomó una bocanada de aire…
Y estornudó.
Jesucristo, pensó. Polen de gramíneas. Esta gente hace las cosas bien.
Inhaló de nuevo, y pudo oler todas las cosas que podría oler si estuviera de verdad en la Tierra. Flores silvestres y hierba y madera húmeda y mil otras cosas, en una sutil mezcolanza. Salió.
Habían pensado en todo; una recreación perfecta. Vaya, si hasta dejaba huellas en la tierra blanda, algo en lo que fallaban la mayoría de las simulaciones de realidad virtual. De hecho, incluso podía sentir la textura de la tierra a través de las suelas de los zapatos, podía sentir cómo cedía a cada paso, la elasticidad de la hierba bajo los pies, la aguda presión de una piedra. Era perfecto…
Y entonces se le ocurrió. Quizá estaba de vuelta en la Tierra. Los creadores de los atajos sabían cómo acortar a través del espacio en un parpadeo. A lo mejor esto era real, a lo mejor estaba en casa…
Pero no había habido un segundo atajo dentro del hangar, no hubo un destello púrpura de radiación Soderstrom. Y además, si esto era la Tierra, ¿dónde habían encontrado esta pureza salvaje? Miró de nuevo al cielo, buscando un avión o la estela de alguna lanzadera.
Aun así, su estornudo quería decir que habían manufacturado moléculas de alérgenos, o bien estaban manipulando su mente a un nivel muy sofisticado. De pronto Keith sintió contraerse su garganta. ¡Un zoo! Un maldito zoo, y él era un espécimen en él. Estaba atrapado, prisionero. Se dio la vuelta, listo para correr hacia su cápsula, y vio al hombre de cristal.
—Hola, Keith —dijo el hombre.
Todo su cuerpo era transparente, hecho de perfecto cristal que fluía con sus movimientos. Había apenas un leve indicio de color en la forma transparente, un toque aguamarina.
Keith no dijo nada durante algunos segundos. Los latidos de su corazón ahogaban los sonidos de la naturaleza.
—¿Sabes quién soy?—dijo por fin.
—Más o menos —dijo el hombre de cristal.
Su voz era masculina, profunda. Su cuerpo, aunque humanoide, era estilizado, como un maniquí en una tienda cara. Su cabeza era un ovoide liso, con el extremo puntiagudo como barbilla. Aunque brazos y piernas parecían bien proporcionados, eran lisos, sin musculatura aparente. Pecho y estómago eran planos, y los transparentes genitales estaban simplificados, en forma de cohete.
Keith miró al hombre de cristal, preguntándose qué hacer. Al final, desesperado por conocer su situación, dijo:
—Quiero irme.
—Puedes hacerlo —dijo el hombre de cristal, extendiendo sus brazos transparentes—. En el momento que quieras. Tu cápsula te espera.
No había ningún orificio en la simple cabeza ovoide, pero las orejas de Keith le dijeron que el sonido emanaba de ella.
—¿Esto… no es un zoo?—preguntó.
Hubo un sonido como de campanillas de viento. ¿Una risa cristalina?
—No.
—¿Y no soy un prisionero?
De nuevo las campanillas.
—No, eres… ¿Es «huésped» la palabra correcta? Eres mi huésped.
—¿Cómo es que hablas mi idioma?
—No lo hago, en realidad. Mi analizador traduce para ti.
—¿Habéis creado los atajos?
—¿Los qué?
—Los atajos. Los portales interestelares, las entradas… como quieras llamarlos.
—«Atajos» —dijo el hombre de cristal, asintiendo—. Un buen nombre. Sí, los creamos nosotros.
El pulso de Keith se aceleró.
—¿Qué queréis de mí?
Las campanillas sonaron otra vez.
—Pareces a la defensiva, Keith. ¿No se supone que tienes que hacer algún tipo de discurso estándar para una situación de primer contacto? ¿O aún es pronto para eso?
¿Pronto?
—Bueno, sí —Keith tragó saliva—. Yo, G.K. Lansing, Director de Starplex, traigo saludos amistosos de la Commonwealth de Planetas, una asociación pacífica de cuatro especies sentientes de tres mundos diferentes.
—Ah, eso está mejor. Gracias.
Keith luchaba por entender todo lo que estaba pasando: el humanoide transparente, la recreación del bosque, la hermosa nave, el desvío de su cápsula.
—Aún me gustaría saber qué queréis de mí —dijo por fin.
El hombre de cristal inclinó su lisa cabeza hacia Keith.
—Bueno, a riesgo de sonar melodramático, el destino del universo está en peligro.
Keith parpadeó.
—Pero, más que eso —dijo el hombre de cristal—, necesito hacerte algunas preguntas. Porque, sabes, Keith Lansing, posees no sólo la clave del futuro, sino también la del pasado.