I

Había sido como un regalo de los dioses: el descubrimiento de que la galaxia de la Vía Láctea estaba repleta de una vasta red de atajos artificiales que permitían viajes instantáneos entre sistemas estelares. Nadie sabía quién había construido los atajos o para qué servían exactamente. La enorme avanzada especie que los creó no había dejado otra huella de su existencia.

Estudios llevados a cabo por telescopios hiperespaciales sugerían que había cuatro mil millones de atajos independientes en nuestra galaxia, aproximadamente uno por cada cien estrellas. Los atajos eran fáciles de ver en el hiperespacio: cada uno estaba rodeado por una característica esfera de taquiones orbitales. Pero de todos esos taquiones, sólo dos docenas parecían estar activos. Los otros claramente existían, pero no parecía haber modo de llegar a ellos.

El atajo más cercano a la Tierra estaba en la nube de Oort de Tau Ceti. A su través, las naves podían saltar setenta mil años luz hasta Rehbollo, el mundo natal de los waldahud. O podían saltar cincuenta y tres mil años luz hasta Flatland, hogar de la extraña especie de los ib. Pero la salida del atajo que había cerca de Polaris, por ejemplo, a sólo ochocientos años luz, era inaccesible. Como casi todas las otras, estaba inactiva.

Un atajo dado no podía funcionar como salida para naves llegando de otros atajos mientras no fuera usado localmente como entrada. Por tanto, el atajo de Tau Ceti no había sido una salida viable para otras especies hasta que la ONU envió una sonda a su través, hacía dieciocho años, en el 2076. Tres semanas más tarde, una nave waldahud asomó por ese mismo atajo, y de repente humanos y delfines ya no estuvieron solos.

Muchos especularon que así era como la red de atajos había sido diseñada: sectores de la galaxia quedaban en cuarentena hasta que al menos una de sus especies llegaba a la madurez tecnológica. Teniendo en cuenta cuán pocos atajos había activos, algunos proponían que las dos especies sentientes de la Tierra, Homo sapiens y Tursiops truncatus, estaban por tanto entre las primeras especies de la galaxia en alcanzar ese nivel.

Al año siguiente, naves del mundo natal de los ib aparecieron en Tau Ceti y cerca de Rehbollo, y pronto las cuatro especies acordaron una alianza experimental, a la que llamaron la Commonwealth de Planetas.

Para ampliar la red de atajos utilizable, diecisiete años atrás cada mundo lanzó treinta bumerangs. Cada una de estas sondas volaba al máximo de su velocidad hiperespacial —veintidós veces la velocidad de la luz— hacia atajos inactivos que habían sido detectados por su corona de taquiones. Al llegar, cada bumerang entraría en el atajo y luego volvería a casa, activándolo por tanto como una salida válida.

Hasta la fecha, los bumerangs habían alcanzado veintiún atajos más en un radio de 375 años luz desde uno u otro de los tres mundos. Originalmente, esos sectores eran explorados por naves pequeñas. Pero la Commonwealth se había dado cuenta de que se necesitaba una solución más exhaustiva: una nave nodriza gigante desde la cual se pudieran lanzar viajes de exploración, una nave que sirviera no sólo como base de investigaciones durante la crucial exploración inicial del sector, sino que también pudiera funcionar como embajada para la Commonwealth, si fuera necesario. Una nave estelar inmensa, capaz no sólo de investigación astronómica, sino también de llevar a cabo misiones de primer contacto.

Y así, hacía un año, en 2093, fue botada Starplex. Financiada por los tres mundos y construida en los astilleros orbitales de Rehbollo, era la nave más grande jamás construida por cualquiera de las especies de la Commonwealth: 290 metros por su parte más ancha, setenta puentes de altura, conteniendo un volumen total de 3,1 millones de metros cúbicos, dotada de una tripulación de mil seres y cincuenta y cuatro naves auxiliares pequeñas de diseños variados.

Starplex estaba ahora a 368 años luz del sur galáctico de Flatland, explorando los alrededores de un atajo recientemente activado. La estrella más cercana era una subgigante de clase F a un cuarto de año luz de distancia. Estaba rodeada por cuatro cinturones de asteroides, aunque no había ningún planeta. Una misión tranquila hasta el momento; nada destacable astronómicamente, ninguna señal de radio alienígena detectada. El personal de Starplex estaba ocupado terminando sus exploraciones. En siete días, se esperaba que otro bumerang alcanzara su atajo programado, éste a 376 años luz de Rehbollo. La siguiente misión de Starplex consistía en investigar ese sector.

Todo parecía tranquilo, hasta…

—Lansing, me va a oír.

Keith Lansing dejó de andar por el frío pasillo, suspiró, y se masajeó las sienes. Sin traducir, la voz de Jag sonaba como el ladrido de un perro, adornada con esporádicos siseos y gruñidos. Su voz traducida —emitida con un anticuado acento de Brooklyn— no era mucho mejor: áspera, aguda, hostil.

—¿Qué pasa, Jag?

—El reparto de recursos a bordo de Starplex —ladró el ser— es inadecuado. Y la culpa es suya. Antes de trasladarnos al siguiente atajo, exijo que rectifique esto. Siempre deja usted corto al departamento de física y da trato preferente a las ciencias biológicas.

Jag era un waldahud, una criatura porcina e hirsuta con seis miembros. Tras el final de la última glaciación en Rehbollo, los casquetes polares se habían fundido, inundando casi toda la tierra y dejando la que quedaba entrecruzada de ríos. Los ancestros de los waldahudin se adaptaron a una vida semiacuática; sus cuerpos se aislaron con una capa de grasa cubierta de pelaje marrón para protegerse de las heladas aguas de río en las que vivían. Keith respiró hondo y miró a Jag. Recuerda que es alienígena. Otras costumbres, otros modales. Intentó mantener la voz calmada.

—No me parece que eso sea del todo justo.

Más ladridos.

—Le da usted tratamiento especial a ciencias biológicas porque su esposa encabeza ese departamento.

Keith forzó una risita, aunque el corazón le latía con rabia contenida.

—Rissa dice a veces lo contrario: que no le proporciono suficientes recursos, que hago lo que sea para mantenerle contento a usted.

—Lo manipula, Lansing. Lo… ¿cuál es la metáfora humana? Lo maneja a usted con un dedo.

Keith pensó en enseñar a Jag un dedo diferente. Son todos iguales, pensó. Todo un planeta lleno de cerdos pendencieros, gruñones, discutidores. Intentó no sonar cansado.

—¿Qué quiere exactamente, Jag?

El waldahud alzó su mano superior izquierda y fue tocando los rechonchos y peludos dedos con los de su mano superior derecha.

—Dos sondas más, asignadas exclusivamente a misiones de físicas. Un banco de memoria más en el Ordenador Central para astrofísica. Veinte miembros más de personal.

—El personal va a ser imposible —dijo Keith—. No tenemos los apartamentos para alojarlos. Veré lo que puedo hacer respecto a lo demás.

Se detuvo un segundo, y dijo:

—Pero en el futuro, Jag, creo que encontrará que soy más fácil de convencer cuando no saca usted mi vida privada a colación.

Jag ladró ásperamente.

—¡Lo sabía! —dijo la voz traducida—. Toma usted las decisiones basándose en sentimientos personales, no en el mérito del argumento. Es usted ciertamente inadecuado para el puesto de director.

Keith sintió que su rabia estallaba. Intentó calmarse, cerró los ojos y trató de conjurar una imagen tranquila. Esperó ver la cara de su mujer, pero la imagen que apareció fue la de una belleza asiática dos décadas más joven que Rissa, y eso le puso aún más furioso consigo mismo. Abrió los ojos.

—Mire —dijo, con un temblor en la voz—, me importa un bledo que apruebe o no mi elección como director de Starplex. El hecho es que soy el director, y lo seré durante otros tres años. Incluso si pudiera usted reemplazarme antes de que termine mi mandato, los turnos que se acordaron determinan que un humano esté en este puesto en este momento. Si se libra usted de mí, o si dimito porque estoy hasta las narices de usted, todavía va a tener que trabajar para un humano. Y algunos de nosotros no les apreciamos —se detuvo antes de decir «cerdos»— en absoluto.

—Sus fanfarronadas no le hacen quedar bien, Lansing. Los recursos que exijo son para el bien de nuestra misión.

Keith suspiró otra vez. Se estaba haciendo viejo para esto.

—No voy a discutir más, Jag. Ha hecho usted su petición; le dedicaré la consideración que merece.

Los cuatro orificios nasales cuadrados del waldahud se ensancharon.

—Me asombra —dijo Jag— que la Reina Trath considerara siquiera que podríamos trabajar con humanos.

Se dio la vuelta sobre las pezuñas negras y se fue pasillo abajo sin decir más. Keith se quedó allí de pie durante un par de minutos, haciendo ejercicios de respiración para calmarse, y luego recorrió el frío pasillo hasta la estación de ascensores.

Keith Lansing y su mujer, Rissa Cervantes, compartían un apartamento humano estándar a bordo de Starplex: una salita en forma de L, un dormitorio, un pequeño despacho con dos mesas, un baño humano, y un segundo baño multiespecie. No había cocina, pero Keith, a quien le gustaba cocinar, había montado un pequeño horno para poder dedicarse a su hobby.

La puerta principal del apartamento se abrió y Keith entró a zancadas. Rissa debía haber llegado minutos antes; salió desnuda del dormitorio, claramente lista para su ducha de mediodía.

—Hola, Chesterton —dijo, sonriendo.

Pero la sonrisa desapareció; Keith se figuró que le podía ver la tensión en la cara, las arrugas en la frente, las comisuras hacia abajo.

—¿Qué pasa?

Keith se dejó caer en el sofá. Desde este ángulo, miraba de frente la diana que Rissa había colgado de la pared. Los tres dardos estaban agrupados en la pequeña sección de sesenta puntos de la banda de triples: Rissa era campeona de la nave.

—Otra discusión con Jag —dijo Keith.

Rissa asintió.

—Es su costumbre —dijo—. Son sus costumbres.

—Lo sé. Lo sé. Pero, Cristo, a veces es difícil de tragar.

Tenían una gran ventana de verdad en una pared, que mostraba el campo estelar fuera de la nave, dominado por la brillante estrella de clase F cercana. Otras dos paredes podían mostrar hologramas. Keith era de Calgary, Alberta; Rissa había nacido en España. Una pared mostraba el lago Louise, alimentado por glaciares, con las magníficas Rocosas canadienses asomando por detrás; la otra mostraba una panorámica del centro de Madrid, con su atractiva mezcla de arquitecturas de los siglos XVI y XXI.

—Pensé que vendrías más o menos ahora —dijo Risa—. Te esperaba para ducharme contigo.

Keith se sorprendió agradablemente. Se duchaban juntos a menudo de recién casados, hacía casi veinte años, pero habían perdido la costumbre con el tiempo. La necesidad de ducharse dos veces al día para minimizar el olor corporal humano, que los waldahudin encontraban tan ofensivo, había convertido el ritual de limpieza en una rutina irritante, pero quizá su próximo aniversario hacía que Rissa estuviera más romántica de lo normal.

Keith le sonrió y empezó a desvestirse. Rissa entró en el baño principal y abrió los grifos. Starplex era un gran contraste con las naves de cuando Keith era joven, como la Lester B. Pearson, en la que había viajado cuando se llevó a cabo el primer contacto con los waldahudin. En esos días tenía que conformarse con duchas sónicas. Había mucho que decir a favor de llevar un océano en miniatura a bordo de tu nave.

La siguió hasta el baño. Ella ya estaba en la ducha, lavándose el largo cabello negro. Cuando se apartó él tomó su puesto bajo la ducha, disfrutando de la sensación del cuerpo mojado de ella deslizándose contra el suyo. Él había perdido la mitad del cabello con los años, y el que quedaba lo llevaba corto. Aun así, se masajeó vigorosamente el cuero cabelludo, intentando a la vez librarse de su enfado contra Jag.

Frotó la espalda de Rissa, y ella la de él. Se libraron del jabón y Keith cortó el agua. Si no hubiera estado tan enfadado, quizá hubieran hecho el amor, pero…

Maldición. Empezó a secarse con la toalla.

—Odio esto —dijo Keith.

Rissa asintió.

—Lo sé.

—No es que odie a Jag, de verdad que no. Odio… Me odio a mí mismo. Odio sentirme como un xenófobo —se pasó la toalla por la espalda—. Quiero decir, sé que los waldahudin tienen otras costumbres. Lo , y lo intento aceptar. Pero… Cristo, me odio a mí mismo sólo por pensarlo… Son todos iguales. Irritantes, discutidores, mandones. Nunca he encontrado uno que no lo sea.

Se echó desodorante bajo los brazos.

—La idea de pensar que lo sé todo de alguien porque sé a qué especie pertenece es horrorosa, es todo lo que me dijeron que debía combatir. Y ahora me encuentro haciéndolo día sí día no —suspiró—. Waldahud. Cerdo. Los términos son intercambiables en mi mente.

Rissa había terminado de secarse. Se puso una camisa beige de manga larga y ropa interior limpia.

—Ellos piensan lo mismo de nosotros, lo sabes. Todos los humanos son débiles, indecisos. No tienen korbaydin.

Keith soltó una risita ante el uso de la palabra waldahudar.

—Sí que tengo —dijo, señalando abajo—. Bueno, tengo dos en vez de cuatro, pero cumplen.

Sacó del armario un par de calzoncillos limpios y unos pantalones marrones y se los puso. Los pantalones se estrecharon para ajustarse a su cintura.

—Aun así —dijo—, el que ellos generalicen no lo hace mejor —suspiró—. No fue así con los delfines.

—Los delfines son distintos —dijo Rissa, poniéndose unos pantalones rojos—. De hecho, quizá ésa sea la clave. Son tan distintos de nosotros que podemos recrearnos en las diferencias. El mayor problema de los waldahudin es que tenemos demasiado en común con ellos.

Rissa fue hacia la cómoda. No se puso maquillaje; el estilo natural estaba de moda para hombres y mujeres. Pero se puso pendientes de diamantes, cada uno del tamaño de una uva pequeña. Las importaciones baratas de diamantes de Rehbollo habían destruido todo el valor de las gemas naturales, pero su belleza seguía sin ser superada.

Keith también había terminado de vestirse. Se había puesto una camisa sintética con un estampado en zigzag marrón oscuro, y un suéter beige. Por fortuna, cuando la humanidad salió al universo, una de las primeras cosas que desecharon había sido la chaqueta y corbata para los hombres; incluso la ropa formal ya no las exigía. Con la llegada de la semana laboral de cuatro días en la Tierra, y luego la de tres días, la diferencia entre ropas de trabajo e informales había desaparecido.

Miró a Rissa. Era hermosa; a los cuarenta y cuatro, seguía siendo hermosa. Quizá deberían hacer el amor. ¿Qué más da si ya se habían vestido? Además, todas esas ideas locas sobre…

Bliiip.

—Karendaughter a Lansing.

Hablando del diablo. Keith alzó la cabeza, habló al aire.

—Abre. ¿Sí?

La sonora voz de Lianne Karendaughter salió por el altavoz de la pared.

—Keith, ¡noticias fantásticas! ¡Un watson acaba de volver de THAC con noticias de que un nuevo atajo se ha activado!

Keith alzó las cejas.

—¿El bumerang ha llegado a Rehbollo 376A antes de lo programado?

A veces pasaba; juzgar distancias interestelares era un juego difícil.

—No. Es un atajo diferente, y se ha activado porque algo, o, si tenemos suerte, alguien, lo ha atravesado localmente.

—¿Ha aparecido algo inesperado por alguno de los atajos del mundo?

—Aún no —dijo Lianne, la voz todavía burbujeante de emoción—. Hemos descubierto que éste estaba activo sólo porque un módulo de carga fue dirigido hacia él accidentalmente.

Keith se puso en pie de inmediato.

—Trae de vuelta todas las sondas —dijo—. Llama a Jag al puente, y alerta a todos los puestos para una posible situación de primer contacto.

Salió deprisa del apartamento, con Rissa detrás.

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