VII — Un muerto a la luz

Cuando me recobré y pude incorporarme, el asesino se había marchado. Casi negras a la luz de la vela dorada, unas gotas de sangre quedaban en el círculo regido por mi hirsuto amigo. Estaba sentado sobre las ancas, con las patas traseras dobladas debajo de un modo extrañamente humano, apagado el brillo, lamiéndose las garras y alisándose con ellas el sedoso pelo del hocico. «Gracias», le dije, y con el sonido él, atento, enderezó la cabeza.

No lejos estaba el cuchillo del asesino, un gran bolo de hoja ancha, bastante rústico, con un gastado mango de madera oscura. De modo que muy probablemente era un marinero raso. Lo alejé de una patada y recordé la mano que había vislumbrado: una mano de hombre, grande, fuerte y tosca pero, hasta donde yo había visto, sin marcas que la identificaran. No habría venido mal que le faltasen uno o dos dedos, pero al menos era posible que ahora hubiese algo: un marinero con una fea mordedura en la mano.

¿Me habría seguido todo el tiempo a oscuras, por tantas escaleras anchas o angostas, a lo largo de tantos pasillos sinuosos? Parecía improbable. Entonces había dado conmigo por casualidad, y aprovechando la ocasión había actuado: un hombre peligroso. Me convenía más buscarlo en seguida que darle tiempo para rehacerse y pergeñar alguna historia que explicara la herida en la mano. Si conseguía identificarlo, lo denunciaría a los oficiales de la nave; y si el tiempo no daba para eso o ellos no hacían nada, lo mataría yo mismo.

Manteniendo bien alta la vela dorada, subí la escalera hacia el alojamiento de la tripulación, caminando deprisa y urdiendo planes con más prisa aún. Los oficiales —el capitán que había mencionado el camarero muerto— volverían a amueblar mi camarote o me asignarían otro. En la puerta haría apostar un guardia, no tanto para protegerme (pues pensaba estar allí apenas un momento, con el propósito de mantener las apariencias) como para ofrecer un blanco a mis enemigos. Luego…

Entre una respiración y la siguiente se encendieron todas las luces de esa zona de la nave. Vi la escalera metálica donde me encontraba, y por entre los peldaños gemelos de metal negro, los verdes claros y amarillos del vivario. A mi derecha, una luminosidad de lámparas indistintas se perdía en una bruma nacarada; la distante pared de mi izquierda tenía un brillo gris-negro de humedad, como un oscuro lago visto de través. Arriba podría no haber habido nave alguna, sino un cielo cubierto sitiado por los círculos de un sol ambulante.

No duró más de un aliento. Oí lejanos, dispersos gritos de marineros que avisaban a sus compañeros de lo que en ningún caso podía dejarse pasar. Luego cayó una oscuridad en apariencia más terrible que la anterior. Subí un centenar de escalones; la luz parpadeó, como si todas las lámparas estuvieran tan cansadas como yo, y volvió a apagarse. Mil escalones, y la llama de la vela dorada se redujo a una mota azul. La apagué para reservar el combustible que quedara y seguí subiendo a oscuras.

Acaso fuera sólo porque me alejaba del fondo de la nave y subía a la cubierta superior, que contenía nuestra atmósfera, pero me estaba helando. Intenté subir más rápido, para que el ejercicio me calentara, y me descubrí incapaz. La prisa me hacía tropezar, y la pierna que algún infante ascio había abierto en la Tercera Batalla de Orithya arrastraba el resto del cuerpo hacia la tumba.

Por un momento temí no reconocer la fila donde estaban mi cabina y la de Gunnie, pero salí de la escalera sin pensar, encendí la vela dorada un solo instante y oí un chirrido de bisagras mientras la puerta se abría.

La había cerrado, y había encontrado la litera, cuando advertí que no estaba solo. Pregunté quién era y me respondió la voz de Idas, el marinero de pelo blanco, en un tono en que se mezclaban el miedo y el interés.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Te estaba esperando. Yo… confiaba en que vendrías. No sé por qué, pero eso me pareció. No estabas abajo con los demás. —Como yo no decía nada, agregó:— Trabajando, quiero decir. Así que me escabullí yo también y vine aquí.

—A mi cabina. La cerradura tendría que haberte impedido entrar.

—Pero no se lo dijiste. Yo te describí, y a mí me conoce, ¿entiendes? Mi cabina está aquí cerca. Le dije la verdad, que sólo quería esperarte.

—Le ordenaré —dije— que no deje pasar a nadie salvo a mí.

—Sería sensato hacer excepciones con los amigos. Le dije que lo consideraría, en realidad pensando que él no sería una excepción. Tal vez Gunnie.

—Tienes una luz. ¿No sería más amable usarla?

—¿Cómo sabes que la tengo?

—Porque cuando se abrió la puerta fuera hubo luz un instante. Era algo que tenías tú en la mano, ¿no? Asentí; entonces me percaté de que a oscuras no me veía y dije: — Prefiero no agotarla.

—De acuerdo. Sin embargo me sorprendió que no la usaras para encontrar la cama. — Recordaba de sobra el sitio.


El hecho es que me había impuesto no encender la vela dorada como una cuestión de autodisciplina. Tuve la tentación de usarla para ver si Idas estaba quemado o mordido. Pero la razón me dijo que el asesino quemado no estaría en condiciones de intentar matarme por segunda vez y el mordido por la criatura no habría podido sacarme tanta ventaja como para subir la escalera del pozo de aire sin que yo lo oyese.

—¿Te molestaría que conversáramos? Cuando nos encontramos antes hablaste de tu mundo, y me dieron muchas ganas.

—Me gustaría —le dije—, si a ti no te molestara contestarme unas preguntas. —En realidad, mucho más me habría gustado tener una posibilidad de descansar. Estaba lejos de haberme repuesto, pero no podía desperdiciar una ocasión de informarme.

—No —dijo Idas—. Para nada… Me encantará contestarte, si tú me contestas a mí.

Buscando una forma inocua de empezar, me quité las botas y me estiré en la litera, que se quejó de mí suavemente.

—¿Y cómo llamas la lengua en que estamos hablando? —empecé.

—¿Lo que estamos hablando ahora? Bueno, nave, por supuesto.

—¿Sabes otros idiomas, Idas?

—No, yo no. Nací a bordo, ¿entiendes? Ésa era una de las cosas que te quería preguntar… cómo es de diferente la vida para alguien de un mundo de veras. Entre la tripulación he oído montones de historias, pero son nada más que marinos ignorantes. Yo veo bien que tú eres una persona que piensa.

—Gracias. Si has nacido aquí, habrás tenido muchas oportunidades de visitar mundos reales. ¿Conoces muchos donde hablen nave?

—Para serte franco, no he bajado todo lo que hubiera podido. Mi aspecto… probablemente te has fijado…

—Contesta lo que te pregunto, por favor.

—Supongo que en la mayoría de los mundos hablan nave. —La voz de Idas había sonado un poquito más cerca que antes, me pareció.

—Ya. En Urth, lo que tú llamas nave sólo se habla en nuestra Comunidad. Para nosotros es la lengua más antigua, pero hasta ahora nunca he estado seguro de que sea cierto. —Decidí desviar la conversación hacia el motivo de que todo hubiera quedado a oscuras.— Esto sería mucho más satisfactorio si pudiéramos vernos, ¿no?

—¡Vaya si no! ¿No vas a usar la luz?

—Dentro de un momento, quizá. ¿Piensas que conseguirán pronto que vuelvan a funcionar las luces?

—Están tratando de repararlas para que las zonas más importantes tengan luz —dijo Idas—. Pero esta zona no es importante.

—¿Qué pasó?

Advertí de alguna manera que se encogía de hombros.

—Parece que algún material conductor cayó entre las terminales de una de las células, pero nadie pudo descubrir qué había sido. La cuestión es que se quemaron las placas. También algunos cables, cosa que no tendría que haber pasado.

—¿Y todos los demás marineros están trabajando allí?

—La mayoría de mi cuadrilla. —Ahora estaba seguro de que se había acercado; a menos de una ana de la litera.— Algunos fueron a ocuparse de otras cosas. Así pude escaparme. Severian, tu mundo… ¿es hermoso?

—Muy hermoso, pero también terrible. Lo más bonito de todo posiblemente sean las islas de nieve que vienen del sur navegando como navíos. Son blancas y verde claro, y cuando les da el sol centellean como diamantes o esmeraldas. Alrededor de ellas el mar parece negro, pero es tan transparente que incluso muy de lejos se ven los cascos en las profundidades pelágicas…

El aliento de Idas no dejaba de sisear débilmente. Al oírlo saqué el cuchillo haciendo el menor ruido posible.

—… y cada una se eleva como una montaña contra un cielo de cobalto espolvoreado de estrellas. Pero en esas islas no puede vivir nada… nada humano. Me estoy durmiendo, Idas. Tal vez es mejor que te vayas.

—Me gustaría preguntarte más, mucho más.

—Y lo harás, pero otra vez.

—Severian, ¿en tu mundo los hombres no se tocan a veces? ¿No se estrechan las manos en señal de amistad? Hay montones de mundos donde lo hacen.

—También lo hacen en el mío —dije, y me pasé el cuchillo a la mano izquierda.

—Entonces démonos la mano y me iré.

—Muy bien —le dije.

Las puntas de nuestros dedos se tocaron y en ese momento se encendió la luz de la cabina.

Idas tenía empuñado un bolo, la hoja bajo la mano. Lo descargó empujándolo con todo su peso. Mi mano derecha voló hacia arriba. Jamás habría podido parar ese golpe, pero me las arreglé para desviarlo. La punta me atravesó la camisa y se hundió en el colchón tan cerca de mi piel que sentí el frío del acero.

El intentó arrancar el bolo pero le atrapé la muñeca y no logró librarse. Me habría sido fácil matarlo entonces, pero le abrí con mi hoja un surco en el antebrazo para que soltara el mango.

Gritó —no tanto de dolor, pienso, como de ver mi hoja entrándole en la carne; un momento después tenía la punta de mi cuchillo en la garganta.

—Quieto —le dije— o te mato aquí mismo. ¿Cómo son de gruesas estas paredes?

—Mi brazo…

—Olvídate del brazo. Tendrás tiempo de sobra para lamerte la sangre. ¡Contéstame!

—No son nada gruesas. Las paredes y los suelos son simples láminas de metal.

—Bien. Quiere decir que no hay nadie alrededor. Mientras estaba acostado presté atención y no oí un solo paso. Puedes aullar todo lo que quieras. Ahora levántate.

El cuchillo de caza tenía buen filo: rajé la camisa de Idas hasta la espalda y se la arranqué, revelando los pechos en flor que en parte había sospechado.

—¿Quién te puso en este barco, muchacha? ¿Abaia? —¡Lo sabías! —Idas me miraba fijamente, con los pálidos ojos dilatados.

Meneé la cabeza y corté una tira de la camisa.

—Ten. Véndate el brazo.

—Gracias, pero no importa. De todos modos mi vida se ha terminado.

—Dije que te lo vendes. Cuando me ponga a trabajar en ti no quiero ver más sangre en la ropa.

—No hace falta que me tortures. Sí, era esclava de Abaia.

—¿Te mandaron a matarme para que no traiga el Sol Nuevo?

Asintió.

—Y te eligieron porque aún eras suficientemente pequeña para pasar por humana. ¿Quiénes son los otros?

—No hay ningún otro.

La habría agarrado, pero levantó la mano derecha.

—Lo juro por Abaia, el señor. Puede que haya otros pero no los conozco.

—¿Tú mataste a mi camarero?

—Sí.

—¿Y revolviste mi camarote?

—Sí.

—Pero no fue a ti a quien quemé con la pistola. ¿Quién era?

—Uno que alquilé por un chrisos; cuando disparaste yo ya me había alejado por la pasarela. Quería tirar el cadáver al vacío, ¿sabes?, pero no sabía si iba a poder cargarlo sola y abrir las compuertas. Además,… —La voz quedó flotando.

—¿Además qué?

—Además, después de eso también habría tenido que ayudarme en otras cosas. ¿No es cierto? Bueno, ¿cómo te diste cuenta? Dímelo, por favor.

—La que me atacó en los rediles de los inclusos no eras tú. ¿Quién era?

Idas sacudió la cabeza como para aclarársela.

—No tenía idea de que te habían atacado.

—¿Cuántos años tienes, Idas?

—No sé.

—¿Diez? ¿Trece?

—Nosotros no numeramos los años. —Se encogió de hombros.— Pero dijiste que no éramos humanos y somos igual de humanos que tú. Somos la Otra Gente, el pueblo de los Grandes Señores que viven en el mar y bajo tierra. Bueno, ya he contestado tus preguntas; ahora por favor contesta tú las mías. ¿Cómo te diste cuenta?

Me senté en la litera. Pronto empezaría el suplicio de esa niña delgaducha; hacía mucho tiempo —más acaso que el que había vivido ella— que yo no era ya el oficial Severian, y la tarea no iba a ser agradable. En cierto modo esperaba que se lanzara hacia la puerta.

—En primer lugar no hablabas como un marino. Como hace tiempo fui amigo de uno suelo reconocerlos, aunque es una historia demasiado larga para contarla ahora. Mis problemas, el asesinato de mi camarero y lo demás, empezaron poco después de conoceros a ti y a los otros. Una vez me dijiste que habías nacido en la nave, pero los otros hablaban como marinos, excepto Sidero, y tú no.

—Purn y Gunnie son de Urth.

—Además, cuando te pregunté cómo llegar a la cocina, hiciste que me perdiera. Pensabas seguirme y cuando tuvieras la ocasión matarme, pero encontré mi camarote y eso debió parecerte mejor. Podrías esperar a que me durmiera y convencer a la cerradura de que te dejase entrar. Siendo tripulante no te habría sido difícil, supongo.

Idas asintió.

—Llevé herramientas y le dije que me habían mandado a reparar un cajón.

—Pero yo no estaba. Cuando salías te paró el camarero. ¿Qué habías estado buscando?

—Tu carta, la carta para el hierogramato que te dio uno de los acuástores de Urth. La encontré y la quemé allí mismo, en el camarote. —La voz había cobrado un matiz triunfal.

—Encontrar eso no te habría costado nada. Tú buscabas algo más, algo que pensabas que estaría escondido. Si no me dices qué era, dentro de un momento te voy a hacer mucho daño.

Sacudió la cabeza.

—¿Puedo sentarme?

Asentí, esperando que se sentara en el baúl o la litera vacía, pero se dejó caer en el suelo, al fin niña de veras pese a su altura.

—Hace un rato —continué— me pediste varias veces que encendiera la luz. Después de la segunda no era difícil imaginar que querías asegurarte de darme una puñalada mortal. Así que usé las palabras navío y pelágico porque los esclavos de Abaia las emplean de contraseña; hace mucho, alguien que pensó un momento que quizá fuera de los vuestros me dio una tarjeta diciendo que lo encontraría en la calle del Bajel; y una vez Vodalus, tal vez hayas oído hablar de él, me dio un mensaje para alguien que debía decirme «El navío pelágico avista…».

No terminé la cita. En esa nave donde todo lo pesado era tan leve, la niña cayó hacia delante muy lentamente, y sin embargo lo bastante rápido para que la cabeza diera en el suelo con un ruido blando. Estoy seguro de que había estado muerta casi desde el comienzo de mi jactancioso discursito.

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