LI — La Urth del Sol Nuevo

Todo el resto de aquel día estuve sentado a oscuras, maldiciéndome por idiota. La Fuente Blanca iba a brillar en el cielo negro, como habían insinuado los hieródulos, pero yo sólo lo había entendido después de que ellos se fueran.

Cien veces reviví la noche de diluvio en que había bajado del techo de esa misma estructura para ayudar a Hildegrin. ¿Cuán cerca había llegado a estar de Apu-Punchau antes de fundirme con él? ¿Cinco codos? ¿Tres anas? No había ninguna certeza. Pero sin duda no era un misterio que Famulimus me hubiera dicho que no intentara destruirlo; si me acercaba lo bastante para dar un golpe nos fundiríamos en uno solo, y él, que tenía en ese universo raíces más hondas, me apabullaría como iba a apabullarlo yo en el futuro inconcebiblemente lejano en que viajaría al lugar con Dorcas y Jolenta.

Sin embargo, si yo hubiera tenido necesidad de misterio (como por cierto no era el caso), lo habría habido de sobra. La Fuente Blanca ya brillaba, eso parecía seguro, pues de lo contrario yo no habría sido capaz de llegar a ese lugar antiguo ni de curar a los enfermos. ¿Por qué, entonces, no había podido entrar en los Corredores del Tiempo como hiciera desde el monte Tifón? Había dos explicaciones probables.

La primera era, simplemente, que en el monte Tifón el miedo me había espoleado. En las crisis somos más fuertes, y aquel día los soldados de Tifón avanzaban hacia mí sin duda para matarme. Sin embargo ahora me enfrentaba con otra crisis, porque en cualquier momento Apu-Punchau podía levantarse y abalanzarse sobre mí.

La segunda era que el poder y la luz que yo recibía de la Fuente Blanca disminuían cuando ella se alejaba. En la época de Tifón tenía que haber estado mucho más cerca de Urth que en la de Apu-Punchau; pero si en verdad había disminuido tanto, el curso de un día apenas cambiaría las cosas, y con mi otra personalidad viva y tan cerca, un día era la mayor esperanza que cabía en mí. Tendría que huir lo antes posible y esperar en otra parte.

Fue el día más largo de mi vida. De haber estado simplemente aguardando el ocaso, habría podido recrearme recordando la maravillosa mañana de mi caminata por la Vía de Agua, los cuentos oídos en el lazareto de las Peregrinas o las breves vacaciones junto al mar que una vez había compartido con Valeria. Lo cierto es que no me atreví; y cada vez que bajaba la guardia me encontraba la mente abocada por cuenta propia a cosas horribles. Una vez fui encerrado por Vodalus en el zigurat de la jungla y pasé el año entre los ascios, la huida de los lobos blancos en la Casa Secreta y mil espantos similares, hasta que al cabo me pareció que un demonio deseaba que rindiese mi miserable existencia a Apu-Punchau, y que el demonio era yo.

Lentamente los ruidos del pueblo de piedra fueron muriendo. La luz, que antes había provenido de la pared más cercana a mí, ahora entraba por la del altar en donde yacía Apu-Punchau, cortando la tiniebla con láminas de oro repujado metidas en los resquicios.

Al fin se extinguió. Me levanté, con todas las coyunturas rígidas, y empecé a tantear la pared buscando puntos débiles.

La habían construido con piedras ciclópeas, y otras menores incrustadas entre ellas. Estaban tan firmemente asentadas que tuve que probar más de cincuenta antes de encontrar una que pudiera sacar; y comprendí que para pasar al otro lado tendría que desplazar una de las piedras grandes.

Ya la piedra pequeña me exigió una guardia al menos de esfuerzos y tironeos. Raspé con un cuchillo de jaspe el barro de los cantos, y en el intento rompí ese cuchillo y tres más. En un momento abandoné disgustado la tarea y trepé la pared como una araña, esperando encontrar en el techo una manera más fácil de escapar, como la paja en la estancia de los magos. Pero la cúpula era tan sólida como los muros, y salté de nuevo al suelo a ensangrentarme los dedos con la piedra suelta.

De pronto, cuando parecía que no iba a desprenderse nunca, la piedra resbaló hasta suelo con un golpeteo. Durante cinco largos alientos esperé paralizado, temiendo que Apu-Punchau se despertara. Por lo que pude juzgar, nunca se movió.

Pero otra cosa se estaba moviendo. La inmensa piedra de arriba empezaba a inclinarse a la izquierda. El barro seco crujió, como hielo que se quiebra en el silencio, y cayó a mi alrededor tableteando.

Retrocedí. Hubo un chirrido como de muela y una segunda lluvia de barro. Me hice a un lado y la gran piedra cayó estrepitosamente, dejando en su lugar un tosco círculo negro lleno de estrellas.

Miré una y me reconocí: un alfilerazo de luz casi perdido en la bruma opalina de otros diez mil.

Está claro que habría tenido que esperar; era muy posible que una docena de grandes piedras siguiesen a la primera. Un salto me llevó a la caída, otro a la abertura en la pared, un tercero a la calle. Por supuesto, el ruido había despertado a la gente; oí las voces airadas; por las puertas vi el tenue fulgor rojo de las ascuas sopladas por las mujeres, mientras los maridos buscaban a tientas lanzas y mazas dentadas.

No me importó. A mi alrededor se extendían los Corredores del Tiempo, ondulantes prados techados por el cielo bajo del Tiempo, susurrando con los arroyos que se rizan desde el más hasta el menos sobrenatural de los universos.

Junto a uno de esos arroyos se agitaban las brillantes alas de la pequeña Tzadkiel. A orillas de otro se apresuraba el hombre verde. Elegí uno que corría solitario como yo y me dejé llevar. Detrás de mí, sobre una línea que rara vez existe, Apu-Punchau, Cabeza del Día, salió de la casa y se agachó a comer el maíz hervido y la carne asada que le habían dejado. Yo también tenía hambre. Lo saludé con la mano y no lo vi más.

Cuando volví al mundo llamado Ushas, me encontré en una playa de arena —la playa que había dejado al sumergirme en el mar en busca de Juturna— y, me pareció, casi en el mismo lugar y en el mismo momento.

Caminando por la arena mojada, a cincuenta codos pasó un hombre con pescado ahumado en un plato de madera. Lo seguí, y veinte pasos después lo vi llegar a un cenador chorreante de espuma de mar pero envuelto en flores silvestres. Allí dejó el plato en la arena, dio dos pasos atrás y se arrodilló.

Acercándome, le pregunté en la lengua de la Comunidad quién iba a comerse el pescado.

Se volvió a mirarme; lo noté sorprendido de ver que yo era un forastero.

—El Durmiente —dijo—. El que duerme aquí y tiene hambre.

—¿Quién ese Durmiente? —pregunté.

—El dios solitario. Se lo siente aquí, siempre durmiendo, siempre hambriento. Traigo pescado para mostrarle que somos amigos suyos, para que cuando se despierte no nos devore.

—¿Lo sientes ahora? —pregunté.

Sacudió la cabeza. —Hay veces que es más fuerte; tan fuerte que a la luz de la luna lo vemos aquí acostado, aunque cuando nos acercamos desaparece. Hoy no lo sentía para nada.

—¿Sentías?

—Ahora sí —dijo—. Desde que ha llegado usted. Me senté en la arena y tomé un gran trozo de pescado, invitando al hombre a que me acompañara. El pescado estaba tan caliente que me quemó los dedos; así supe que lo habían cocido cerca. El hombre se sentó, pero no empezó a comer hasta que yo se lo indiqué.

—¿Siempre eres el encargado? Asintió.

—Todos los dioses tienen a alguien; hombre para un dios, mujer para una diosa.

—Sacerdotes o sacerdotisas. Volvió a asentir.

—No hay más Dios que el Increado, y todos los demás son criaturas suyas. —Incluso Tzadkiel, tuve la tentación de añadir.

—Sí —dijo él. Y apartó la cara porque no deseaba, creo, ver mi expresión si me había ofendido—. Así es para los dioses, cierto. Pero para las criaturas humildes como los hombres, posiblemente hay dioses menores. Para los hombres pobres y desgraciados estos dioses son muy eminentes. Nos esforzamos por complacerlos.

Sonreí mostrando que no me había enfadado. —¿Y qué hacen esos dioses menores para ayudar a los hombres?

—Cuatro dioses hay.


El sonsonete me indicó que el hombre había recitado esas palabras muchas veces, sin duda enseñando a niños.

—Primero y más grande es el Durmiente, un dios hombre. Siempre tiene hambre. Una vez devoró toda la tierra, y si no lo alimentamos quizá lo vuelva a hacer. Aunque el Durmiente se ha ahogado, no puede morir; y así duerme aquí en la playa. Al Durmiente pertenecen los peces: para pescar has de pedirle permiso. Yo pesco para él peces de plata. La tempestad es su ira, la calma su caridad.

¡Me había convertido en el Oannes de esa gente! —El otro dios-hombre es Odilo. Suyas son las tierras del fondo del mar. Ama el aprendizaje y la conducta recta. Odilo enseñó a los hombres a hablar y a las mujeres a escribir. Es el juez de dioses y hombres, pero a nadie castiga que no peque tres veces. Una vez sostuvo la copa del Increado. Rojo es su vino. Vino es lo que el hombre le ofrece.

Yo había tardado un aliento en recordar quién era Odilo. De pronto me di cuenta de que la Casa Absoluta y nuestra corte era ahora el marco de una borrosa pintura, con el Increado como Autarca. Dado lo que había ocurrido, parecía inevitable.

—También hay dos diosas mujeres. Pega es la diosa del día. Bajo el sol todo es suyo. Pega ama la limpieza. Ella enseñó a las mujeres a encender fuego, hornear y tejer. Se duele de ellas en el parto y acompaña a todas en la muerte. Es la consoladora. Pan moreno es la ofrenda que la mujer le lleva. Asentí, aprobando.

—Thais es la diosa de la noche. Todo es suyo bajo la luna. Ama las palabras de los amantes y a los amantes abrazados. Todos los que se acoplan han de pedirle permiso, pronunciando juntos las palabras en la oscuridad. Si no lo hacen, Thais enciende una llama en un tercer corazón y encuentra un cuchillo para la mano. Enardecida, va hacia los niños anunciando que dejarán la infancia. Es la seductora. Miel dorada es la ofrenda que la mujer le lleva.

—Parece que tenéis dos dioses buenos y dos dioses malos —dije—, y que los dioses malos son Thais y el Durmiente.

—¡Oh, no! ¡Todos los dioses son buenos, sobre todo el Durmiente! ¡Cuántos se morirían de hambre sin él! ¡El Durmiente es muy muy grande! Y cuando Thais no viene, la reemplaza un demonio.

—O sea que también tenéis demonios. —Todo el mundo tiene demonios. —Supongo que sí —dije.

El plato estaba casi vacío y yo había comido hasta hartarme. El sacerdote —mi sacerdote, debería escribir— había tomado solamente una pizca. Me levanté, recogí lo que quedaba, y no sabiendo qué otra cosa hacer, lo tiré al mar.

—Para juturna —dije—. ¿Conoce a juturna tu gente? Al ver que me levantaba, él se había puesto en pie de un salto.

—No… —Vaciló, y advertí que había estado a punto de pronunciar el nombre que me había atribuido, pero tenía miedo.

—Entonces para vosotros tal vez sea un demonio. La mayor parte de mi vida la creí un demonio yo también; puede que ni vosotros ni yo nos equivocáramos mucho.

Se inclinó, y aunque era algo más alto y en modo alguno rollizo, en esa inclinación vi a Odilo claro como al hombre que tenía enfrente.

—Ahora debes llevarme ante Odilo —le dije—. Ante el otro dios-hombre.

Recorrimos juntos la playa en la dirección de donde él había venido. Las colinas, que a mi partida habían sido barro yermo, estaban cubiertas de blanda hierba verde y salpicadas de flores silvestres y árboles jóvenes.

Intenté calcular cuánto tiempo había estado ausente y contar los años que había pasado en el pueblo de piedra de los autóctonos; y aunque no podía estar seguro de ninguna de las dos cifras, barrunté que debían ser muy semejantes. Entonces me maravilló pensar en el hombre verde, que me había ido a buscar a la jungla del norte en el momento exacto en que yo lo requería. Ambos habíamos transitado los Corredores del Tiempo, pero él había sido maestro mientras yo era apenas aprendiz.

Le pregunté a mi sacerdote cuándo había devorado las tierras el Durmiente.

Tenía el rostro enrojecido por el sol; aun así noté que palidecía.

—Hace mucho —dijo—. Antes de que los hombres llegaran a Ushas.

—¿Entonces cómo lo supieron?

—Nos lo enseñó el dios Odilo. ¿Está enfadado? De modo que Odilo había oído mi conversación con Eata. Yo había pensado que estaba durmiendo. —No —dije—. Sólo deseo oír lo que sepas. ¿Fue tu padre quien vino a Ushas?

Sacudió la cabeza. —El padre de mi padre y la madre de mi madre. Cayeron del cielo, arrojados como semillas por la mano del Dios de todos los dioses.

—Sin conocer ni el fuego ni nada —dije, y recordé entonces lo que había transmitido el joven oficial: que los hieródulos habían depositado un hombre y una mujer en los terrenos de la Casa Absoluta. Una vez recordado esto, fue harto sencillo imaginar quiénes eran los ancestros de mi sacerdote: los marineros vencidos en mis recuerdos habían pagado la derrota con el peso del pasado, así como yo habría perdido el futuro de mis descendientes si mi propio pasado hubiera sido vencido.

La aldea no estaba muy lejos. Había allí en la playa unos pocos botes de mal aspecto, sin pintar y armados en gran parte, al menos así me pareció, con madera blanca de resaca. En la costa, a una ana o más de la marca de la marea, se alzaba una manzana de chozas perfectamente cuadrada. Tuve la certeza de que esa manzana era obra de Odilo: mostraba el amor al orden por el orden tan característico de los criados de alto rango. Luego reflexioné que probablemente los desvencijados botes también habían sido inspirados por Odilo; al fin y al cabo él había construido nuestra balsa.

Dos mujeres y un grupo de niños salieron de las casas para vernos pasar, y un hombre con una maza dejó de calafatear un bote y se les unió; mi sacerdote, que me seguía a un paso, me miró e hizo un gesto tan rápido que no pude entenderlo. Los aldeanos se hincaron de rodillas.

Inspirado por el sentido teatral que a menudo me he visto obligado a cultivar, alcé los brazos, abrí las manos y les di mi bendición; les dije que fueran bondadosos unos con otros y lo más felices posible. En realidad no hay más bendición que podamos dar nosotras, las deidades, aunque sin duda el Increado es capaz de mucho más.

Con diez zancadas dejamos atrás la aldea, aunque no tanto como para no oír que el botero empezaba a martillar de nuevo y los niños reanudaban juegos y llantos. Pregunté cuánto más lejos estaba el lugar donde vivía Odilo.

—No mucho —dijo mi sacerdote, y señaló.


Ahora caminábamos tierra adentro, subiendo por la hierba de una colina. Desde la cresta divisamos la cresta de la siguiente, y sobre ella tres cenadores uno junto a otro, cubiertos como el mío de altramuz trepador, arroyuela púrpura y ruda blanca de prado. — Allí —dijo mi sacerdote—. Allí duermen los otros dioses.

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