XXX — Ceryx

Cuando partimos de Gurgustii muchos de los peones se habrían ido con nosotros, lo mismo que algunos de los de Vici. Les prohibí que me acompañasen; no tenía ganas de que me acarrearan como una reliquia.

Al principio protestaron; pero cuando vieron que yo no cedía, se conformaron con largos (y a menudo reiterativos) discursos de agradecimiento y con que aceptásemos unos pocos regalos: para mí un enmarañado bastón, frenético trabajo de los dos mejores tallistas del lugar; para Burgundofara un chal bordado con lana de colores, que debía ser allí la prenda más preciosa del atavío femenino; y una cesta de comida para los dos. Terminamos la comida en el camino y arrojamos la cesta al arroyo; pero las otras cosas las guardamos, yo contento de andar con el bastón y ella encantada con el chal, que le atenuaba la severidad masculina del traje de faena. Al ocaso, justo antes de que las puertas se cerraran, entramos en la pequeña ciudad de Os.

Era allí donde el arroyo se vertía en el Gyoll, y a lo largo de la ribera había amarrados jabeques, gabarras y falúas. Preguntamos dónde estaban los capitanes, pero todos habían bajado a tierra por negocios o placer y los hoscos guardias que cuidaban los barcos nos aseguraron que tendríamos que volver a la mañana siguiente. Uno nos recomendó La Cazuela; hacia allí íbamos cuando topamos con un hombre vestido de tirio y verde que de pie sobre una bañera invertida, hablaba a una audiencia de unas cien personas.

—¡… tesoro enterrado! ¡Revelar todo lo oculto! Si en una rama hay tres pájaros, puede que uno de ellos no sepa de los otros dos; pero yo sé. Ahora mismo, mientras hablo, hay un anillo bajo la almohada de nuestro gobernante, el sabio, el trascendente… Gracias, buena mujer. ¿Qué desea saber? Yo lo sé, sin duda, pero dejemos que lo oiga esta buena gente. Entonces lo revelaré.

Una ciudadana gorda le había entregado unos aes. Burgundofara dijo: —Vamos. Quiero sentarme y comer algo.

—Espera —le dije.

Me quedé en parte porque el parloteo del farsante me hizo pensar en el doctor Talos, y en parte porque algo en sus ojos me recordaba a Abundantius. Con todo había algo más fundamental, aunque no estoy seguro de poder explicarlo. Percibía que ese extraño había viajado como yo, que los dos habíamos ido muy lejos y habíamos vuelto, incluso de otro modo que Burgundofara; y aunque no habíamos ido al mismo lugar ni vuelto con el mismo bagaje, los dos conocíamos caminos insólitos.

La mujer gorda murmuró algo entonces; el charlatán anunció en voz alta:

—La señora ruega que le informen si su marido encontrará un lugar nuevo para su lupanar, y si la aventura tendrá éxito.

Alzó los brazos por sobre la cabeza, estrujando con ambas manos una larga varita. Dejó los ojos abiertos, moviendo los iris hacia arriba hasta que los blancos parecieron cáscaras de huevo duro. Yo sonreí, convencido de que la muchedumbre iba a reírse; pero había algo terrible en esa figura ciega, invocatoria, y no se rió nadie. Se oía el chapoteo del río y el suspiro de la brisa vespertina, tan suave que ni siquiera me agitaba el pelo.


Bruscamente cayeron los brazos y los enardecidos ojos negros volvieron a su sitio.

—Las respuestas son: ¡Sí! y ¡Sí! Los nuevos baños estarán a menos de media legua.

—Qué difícil —susurró Burgundofara—. Toda la ciudad no tiene más de una legua.

—Y dará más que todo lo que han dado los viejos —prometió el charlatán—. Pero ahora, queridos amigos, y antes de la siguiente pregunta, me gustaría decirles una cosa más. Ustedes creen que yo he profetizado porque la señora me ha dado algún dinero. — Había guardado los aes en la mano. En ese momento, en una pequeña columna negra, los lanzó hacia el cielo oscurecido.— ¡Pues se equivocan, amigos míos! ¡Tengan!

Arrojó a la multitud una buena cantidad más, creo, de lo que había recibido de la mujer, y desencadenó un violento alboroto.

Dije: —Muy bien, vámonos.

Burgundofara sacudió la cabeza. —Esto no quiero perdérmelo.

—¡Vivimos tiempos malos, amigos! Ustedes tienen hambre de prodigios. ¡De curas taumatúrgicas y olmos que den peras! Esta misma mañana me enteré de que por las aldeas del Fluminis ha pasado un curandero, y que se encaminaba hacia esta aldea. — Me clavó los ojos.— Sé que ahora está aquí. Lo desafío a dar un paso adelante. Haremos un torneo para ustedes, amigos… ¡Un torneo de magia! Ven, compañero. ¡Acércate a Ceryx!

La muchedumbre se agitó entre murmullos. Yo sonreí, sacudiendo la cabeza.

—Tú, buen hombre. —Apuntó un dedo hacia mí.¿Sabes lo que es ejercitar la voluntad hasta volverla una barra de acero? ¿Dominar el espíritu como si fuera un esclavo? Afanarse incesantemente por un fin que tal vez no se cumpla nunca, un premio tan remoto que parece que nunca llegará?


Volví a sacudir la cabeza.

—¡Responde! ¡Que esta gente te oiga!

—No —dije—. No he hecho cosas así.

—¡Sin embargo es lo que debe hacerse si uno va a empuñar el cetro del Increado!

—De eso no sé nada —dije—. A decir verdad, estoy seguro de que ese cetro no puede empuñarse. Si usted quiere ser como el Increado, le pregunto si lo logrará comportándose al revés que él.

Tomé a Burgundofara del brazo y me la llevé. Habíamos dejado atrás una callejuela angosta cuando el bastón que me habían dado en Gurgustii se rompió estrepitosamente. Tiré a la alcantarilla la mitad que me había quedado en la mano y subimos la empinada cuesta que llevaba de la ribera a La Cazuela.

Parecía una posada de lo más decente; noté que los reunidos en la sala común comían tanto como bebían, signo éste siempre propicio. Cuando el patrón se apoyó en el mostrador para hablar, le pregunté si podía proporcionarnos una cena y una habitación tranquila.

—Claro que sí, sieur. No a la altura de su rango, sieur, pero de lo mejor que encontrará en Os.

Saqué uno de los chrisos de Idas. Lo tomó, lo observó un momento como sorprendido y dijo:

—Por supuesto, sieur. Sí, por supuesto. Venga a verme por la mañana y tendré el cambio. ¿Desea tal vez que le sirvan la cena en la habitación?

Negué con la cabeza.

—Pues entonces una mesa. Querrá estar lejos de la puerta, el mostrador y la cocina. Lo comprendo. Allí, sieur. La mesa del mantel. ¿Le satisface?

Le dije que sí.

—Tenemos todo tipo de pescado de agua dulce, sieur. Y fresco. Nuestra cazuela es famosa. Lenguado y salmón, en salazón o ahumado, como prefiera. ¿Carne de caza, vaca, ternera, cordero, ave…?

—He oído —dije— que en esta parte del mundo es muy difícil obtener alimentos.

Pareció desconcertado. —Malas cosechas. Sí, sieur. La de este año es la tercera consecutiva. El pan está muy caro… No para usted, sieur, sino para los pobres. Esta noche muchos niños pobres se irán a la cama con hambre; demos gracias pues que nosotros no.

—¿No tienen salmón fresco? —le preguntó Burgundofara.

—Me temo que sólo en primavera. Es cuando se encuentran, milady. En otras estaciones los pescan en el mar, y no aguantan el viaje hasta esta altura del río.

—Entonces salmón salado.

—Le gustará, milady; no hace tres meses que llegó a nuestra cocina. Por pan, fruta y esas cosas no deben preocuparse. Les traeremos de todo, y pueden elegir cuando lo vean. Tenemos bananas del norte, aunque con la rebelión están caras. ¿Vino tinto o blanco?

—Tinto, creo. ¿Lo recomienda?

—Yo recomiendo todos nuestros vinos, milady. Si no pudiera recomendar un barril no lo tendría en la bodega.

—Tinto, entonces.

—Muy bien, milady. ¿Y para usted, sieur?

Un momento antes habría dicho que no tenía hambre. Ahora la simple mención de la comida me llenaba de saliva la boca; me era imposible decidir qué era lo que más quería.

—¿Faisán, sieur? En el invernadero tenemos uno magnífico.

—De acuerdo. Pero vino no. ¿Tienen mate? —Por supuesto, sieur.

—Pues sírvamelo. Hace mucho que no lo pruebo. —Estará listo en seguida, sieur. ¿Se les ofrece algo más?

—Sólo que mañana el desayuno esté temprano; tendremos que ir al muelle a arreglar viaje a Nessus. Espero que tenga mi cambio entonces.

—Se lo tendré preparado, sieur, y un desayuno bueno y caliente. Salchichas, sieur. Jamón y…

Asentí y le indiqué que nos dejara.

Cuando se hubo ido, Burgundofara preguntó:

—¿Por qué no quisiste comer en la habitación? Habría sido mucho más bonito.

—Porque tengo la esperanza de enterarme de algo. Y porque no quiero estar solo, tener que pensar.

—Estaré yo.

—Sí, pero es mejor si hay más gente.

—Qué…

Le pedí que se callara. Un hombre maduro que comía solo se había puesto de pie arrojando un último hueso en el plato. Ahora traía el vaso a nuestra mesa.

—Servidor es Hadelin —dijo—. Patrón del Alcyone.

Asentí. —Siéntese, capitán Hadelin. ¿En qué podemos ayudarlo?

—Lo oí hablar con Kyrin. Dijo que quería viajar río abajo. Hay algunos más baratos y con mejores camarotes. O sea, más grandes y con más adornos. Pero más limpio no hay ninguno. Tampoco hay ninguno más rápido que mi Alcyone, salvo los patrulleros, y nosotros zarpamos mañana por la mañana.

Le pregunté cuánto tardaríamos en llegar a Nessus, y Burgundofara añadió: —¿Y al mar?

—En Nessus tendríamos que estar al día siguiente, aunque depende del viento y el tiempo. En esta época suele haber viento flojo y a favor, pero si se adelanta alguna tormenta tendremos que amarrar.

—Sin duda —asentí.

—De no ser así llegaremos pasado mañana, hacia las vísperas o un poco antes. Los dejaré en tierra donde ustedes quieran, a este lado del mesón. Atracaremos allí dos días para cargar y descargar, y luego seguiremos bajando. De Nessus al delta hay unos quince días o algo menos.

—Antes de tomar pasaje tenemos que ver el barco.

—No encontrarán nada que me avergüence, sieur. Si me acerqué a hablarle es porque mañana zarpamos temprano, y si lo que necesita es rapidez la ha conseguido. Comúnmente, habríamos zarpado antes de que usted y ella llegaran al río. Pero si me esperan aquí no bien amanezca comeremos algo y bajaremos juntos.

—¿Dormirá en la posada, capitán?

—Sí, sieur. Cuando puedo me quedo en tierra. La mayoría de nosotros hace lo mismo. Mañana por la noche también atracaremos en algún sitio, si el Pancreador lo consiente.

Vino un camarero con nuestra cena, y desde la otra punta de la sala el posadero le hizo un gesto a Hadelin.

—Perdóneme, sieur —dijo Hadelin—. Kyrin necesita algo, y ustedes quieren comer. Los veré aquí por la mañana.

—Aquí estaremos —prometí.

—Este salmón es fabuloso —me dijo Burgundofara cuando empezó a comer—. En las barcas solemos llevar pescado en sal por si no hay suerte, pero éste es mejor. No sabía cuánto lo echaba de menos.

Dije que me alegraba que lo disfrutase.

—Y ahora de nuevo en un barco. ¿Piensas que es un buen capitán? Apuesto a que con la tripulación es un demonio.

Le indiqué con un gesto que se callara. Hadelin estaba de vuelta.

Después de que acercara de nuevo la silla, Burgundofara le dijo: —¿Un poco de vino, capitán? Me han traído una botella entera.

—Medio vaso, por educación. —Miró por sobre el hombro y luego se volvió hacia nosotros, esbozando apenas una mueca.— Kyrin acaba de prevenirme contra usted. Dice que le dio un chrisos como no había visto nunca.

—Que lo devuelva, si quiere. ¿Quiere usted ver una de nuestras monedas?

—Yo soy marino; nosotros vemos monedas de otras tierras. Ya veces también las hay salidas de las tumbas. Supongo que habrá cantidad de tumbas allá en las montañas, ¿no?

—No tengo idea. —Pasé un chrisos por encima de la mesa.

Él lo examinó, lo mordió y me lo devolvió.

—Oro bueno. Se le parece un poco. Usted no se había fijado, tengo la impresión.

—No —dije yo—. No lo había pensado nunca.

Asintiendo, Hadelin empujó atrás la silla.

—Uno no se afeita de perfil. Los veo por la mañana, sieur, madame.

Arriba, cuando ya había colgado capa y camisa en unos ganchos y me lavaba la cara y las manos con el agua tibia traída por un sirviente, Burgundofara dijo: —Lo rompió él, ¿no?

Yo sabía de qué estaba hablando y asentí.

—Tendrías que haber competido.

—Yo no soy mago —le dije—, pero una vez estuve en un duelo de magia. Casi me matan.

—A esa chica le arreglaste el brazo.

—Eso no fue magia. Yo…

Afuera resonó una trompa de caracol, seguida de un confuso clamor de muchas voces. Fui a la ventana a mirar. Nuestra habitación estaba en el piso de arriba, y la altura me daba una buena vista al centro de la multitud, donde el charlatán se erguía junto a un féretro que sostenían ocho hombres. Por un momento no pude reprimir la idea de que hablando de él con Burgundofara lo había convocado.

Viéndome en la ventana, él sopló otra vez la caracola, señaló para volver la atención hacia mí y cuando todo el mundo miraba gritó:


—¡Levanta a este hombre, compañero! Si tú no puedes lo haré yo. ¡El poderoso Ceryx hará que el muerto vuelva a andar sobre Urth!

El cadáver yacía en la grotesca actitud de una estatua derribada.

Grité: —Me tomas por un competidor, Ceryx, pero no tengo esa ambición. Estamos de paso por Os, simplemente, camino al mar. Mañana nos iremos. —Cerré los postigos y eché el cerrojo.

—Era él —dijo Burgundofara. Se había desnudado y estaba de cuclillas junto a la palangana.

—Sí —dije yo.

Esperé que volviera a reprochar mi actitud, pero se limitó a decir: —Nos libraremos de él no bien hayamos partido. ¿Me querrás esta noche?

—Más tarde, quizá. Necesito pensar. —Me sequé y me metí en la cama.

—Entonces tendrás que despertarme —dijo ella—. Tanto vino me ha dado sueño. —La voz de Ceryx entraba por la ventana, alzándose en un cántico espectral.

—Lo haré —le dije mientras ella se deslizaba junto a mí bajo las mantas.

El sueño empezaba a cerrarme los ojos cuando el muerto rompió la puerta de un hachazo y entró en la habitación.

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