I — El palo mayor

Habiendo arrojado un manuscrito a los mares del tiempo, empiezo una vez más. Cierto que es absurdo; pero no soy yo —no seré— tan absurdo como para suponer que éste vaya a encontrar un lector, ni siquiera en mí. Dejadme entonces describir, para nadie y para nada, quién soy y qué le hice a Urth.

Mi verdadero nombre es Severian. Mis amigos, que nunca fueron muchos, me llamaban Severian el Manso. Mis soldados, que una vez conduje en gran número, Severian el Grande. Mis enemigos, que se multiplicaban como moscas, y como moscas nacían de los cuerpos esparcidos por mis campos de batalla, Severian el Torturador. Fui el último Autarca de la Comunidad, y como tal único gobernante legítimo de este mundo cuando se llamaba Urth.

¡Pero qué enfermedad esto de escribir! Hace unos años (si el tiempo conserva algún significado), escribía en mi camarote de la nave de Tzadkiel, recreando de memoria el libro que había compuesto en un triforio de la Casa Absoluta. Sentado, hacía correr la pluma como cualquier escriba, copiando un texto que no me costaba nada traer a la mente, y sentía que interpretaba el significativo acto final de mi vida; o mejor dicho, el último sinsentido.

Así que escribía y dormía, y me levantaba para volver a escribir, la tinta volando por el papel, hasta revivir al fin el momento en que entré en la torre de la pobre Valeria y lo oí y todo lo demás me habló, y sentí que la orgullosa carga de la virilidad me caía en los hombros y supe que ya no era un muchacho. De esto hace diez años, pensé. Habían pasado diez años cuando lo escribí en la Casa Absoluta. Ahora es un siglo o más. ¿Quién sabe?

Me había llevado a bordo un angosto cofre de plomo con una tapa muy ajustada. Como había previsto, el manuscrito lo llenó. Bajé la tapa y le eché llave, puse mi pistola en intensidad mínima y con el haz fundí tapa y cofre en una sola masa.

Para salir a cubierta uno recorre extrañas pasarelas, en las que resonaban a menudo los ecos de una voz que, si bien no se oye claramente, siempre puede entenderse. Cuando llega a una compuerta tiene que ponerse una capa de aire, una invisible atmósfera propia sostenida por lo que apenas parece un collar brillante de cilindros unidos. Para la cabeza hay una capucha de aire, guantes de aire para las manos (que sin embargo se adelgazan cuando uno agarra algo y dejan que se cuele el frío), botas de aire y así.

Las naves que viajan entre soles no son como las naves de Urth. En vez de cubierta y casco hay una cubierta tras otra, de modo que recorriendo la borda de una se termina caminando por la siguiente. Son cubiertas de madera, que resisten el mortífero frío mucho más que el metal; pero debajo hay metal y piedra.

De cada cubierta brotan palos cien veces más altos que la Torre de la Bandera de la Ciudadela. Aunque cada pieza parece recta, cuando uno las mira de arriba abajo, que es como mirar un camino tedioso que se pierde en el horizonte, advierte que se curvan levemente, dobladas por el viento de los soles.

Hay innumerables palos; cada uno lleva mil vergas y cada verga despliega una vela de fulígeno y plata. Estos velámenes llenan el cielo, de modo que si un hombre desea ver desde cubierta el resplandor limón, blanco, violeta y rosa de los soles distantes tiene que esforzarse para distinguirlo entre las velas, como debería esforzarse para distinguirlo entre las nubes de una noche de otoño.

Como me dijo el mayordomo, de vez en cuando un marinero subido a la arboladura pierde pie. Cuando en Urth pasa esto, por lo general el desdichado cae en la cubierta y muere. Aquí ese riesgo no existe. Aunque la nave es muy poderosa, y aunque estamos cerca del centro —quienes caminan por Urth no están tan cerca del centro de Urth— la atracción es escasa. El marinero negligente flota como un vilano entre las velas y los obenques, muy lastimado por el desprecio de sus colegas, cuyas voces sin embargo no puede oír. (Pues el vacío silencia toda voz salvo la del que habla, a menos que dos se acerquen tanto como para que las vestimentas de aire se vuelvan una sola atmósfera.) Y he oído decir que si no fuera así el bramido de los soles ensordecería el universo.

Cuando salí a cubierta yo sabía poco de todo esto. Me habían dicho que tendría que ponerme un collar, y que las compuertas estaban construidas de tal forma que para poder abrir la de fuera hay que cerrar la de dentro; pero casi nada más. Imagínense mi sorpresa, entonces, cuando di un paso afuera con el cofre de plomo bajo el brazo.

Por encima de mí se alzaban los palos negros y las velas plateadas, hilera tras hilera, tantas que parecían capaces de apartar las estrellas a un lado. El cordaje podría haber sido la tela de una araña grande como la nave, y la nave era más grande que muchas isletas que se jactan de una casona con un armígero dentro que se cree casi un monarca. La cubierta en sí era extensa como una llanura; sólo pisarla requirió todo mi coraje.

Mientras escribía en mi camarote, apenas me había dado cuenta de que mi peso se había reducido en siete octavos. Ahora tenía la impresión de ser un fantasma, o mejor un hombre de papel, el marido justo para la mujer de papel que había coloreado y exhibido cuando era chico. El viento de los soles es menos fuerte que el céfiro más leve de Urth; pero yo alcanzaba a sentirlo y temía que me arrastrara. Más que caminar por la borda me parecía que casi flotaba sobre ella; y sé que era así, porque la energía del collar mantenía un zócalo de aire entre las tablas y las suelas de mi botas.

Pensando que en la cubierta habría muchos marineros, como en nuestras naves de Urth, busqué alguno que me indicara la mejor manera de trepar. No había ninguno; para evitar que se les estropeen las capas de aire, todos los hombres permanecen abajo mientras no los necesiten en la arboladura. Por supuesto, no hubo respuesta.

A pocas cadenas de distancia había un palo, pero no bien lo vi supe que no podría trepar por él; era más grueso que cualquier árbol que haya agraciado nuestros bosques, y liso como metal. Eché a caminar, temeroso de mil cosas que no podían hacerme daño y del todo ignorante de los verdaderos peligros que corría.

Como las cubiertas son planas, los marineros pueden hacerse señas desde lejos; si fueran curvas, con superficies siempre equidistantes del centro de la nave, dos manos distanciadas quedarían mutuamente ocultas a la vista, como se ocultan los barcos unos a otros bajo los horizontes de Urth. Pero porque son planas parecen siempre inclinadas salvo si uno se para en el centro. Así, aunque casi no tenía peso, yo sentía que estaba subiendo una colina fantasma.

Y subí durante muchas respiraciones, quizá durante media guardia. El silencio parecía aplastarme; era una quietud más palpable que el barco. Oía el tenue golpeteo de mis pasos desparejos en las tablas y de vez en cuando una agitación o un murmullo bajo los pies. Aparte de esos ruidos débiles no había nada más. Desde que siendo niño recibí la instrucción del maestro Malrubius, he sabido que el espacio entre los soles no está en absoluto vacío; por allí se hacían muchos cientos y acaso muchos miles de viajes. Como aprendí más tarde, también hay otras cosas: la ondina que había encontrado dos veces me había dicho que en ocasiones nadaba en el vacío, y por allí volaba también el ser alado que yo había entrevisto en el libro del Padre Inire.

Ahora aprendía algo que nunca había sabido realmente: que todas esas naves y esos grandes seres son un solo puñado de semillas dispersas en un desierto, que una vez hecha la siega queda tan vacío como antes. Me habría vuelto cojeando al camarote de no haber comprendido que, al momento de entrar, el orgullo me hubiera empujado a salir de nuevo.

Por fin me acerqué a la tenue, descendente telaraña del cordaje, cables que unas veces atrapaban la luz de las estrellas y otras desaparecían en la sombra o contra el empinado banco de plata que era la motonería de la cubierta siguiente. Finos como parecían, cada cable era más grueso que las grandes columnas de nuestra catedral.

Además de la capa de aire yo llevaba una gastada capa de lana; me anudé el borde a la cintura, haciendo una especie de bolsa o saco donde puse el cofre. Juntando toda la fuerza en mi pierna sana, salté.

Como todo yo me sentía un mero tejido de plumas, había supuesto que me elevaría despacio, flotando como me habían dicho que flotaban los marineros en las cuerdas. No fue así. Salté con tanta fuerza como los que saltan aquí en Ushas, y acaso más, pero no empecé a subir más lentamente como ellos, no al principio. La velocidad inicial del salto no decrecía; disparado, yo subía más y más, y la sensación era terrorífica y maravillosa.

Pronto el terror aumentó porque no podía controlarme como deseaba; se me alzaron los pies por cuenta propia hasta que quedé medio de lado, y al fin empecé a girar por el vacío como una espada lanzada al aire en el momento de la victoria.

Vi al pasar el destello de un cable, pero demasiado lejos. Oí un grito estrangulado y sólo después comprendí que había salido de mi garganta. Delante brilló otro cable. Lo quisiera o no, me lancé hacia él como si fuera un enemigo, lo aferré y no lo solté aunque el esfuerzo casi me arrancó los brazos, y el cofre de plomo —que me pasó junto a la cabeza como un proyectil— por poco me ahorca con la capa.

Sujetándome al cable helado con las piernas, me las arreglé para recobrar el aliento.

Por los jardines de la Casa Absoluta correteaban muchas aluetas. Como de vez en cuando los criados de nivel más bajo (cavadores o cargadores, por ejemplo) las atrapaban para la olla, las aluetas desconfiaban de los hombres. Me daba envidia al verlas correr por un tronco sin caerse y, por cierto, aparentemente sin saber nada de las dolorosas necesidades de Urth. Ahora yo me había transformado en un animal así. El más leve tirón de la nave me decía que hacia abajo estaba la vasta cubierta, pero era menos que la reminiscencia de una reminiscencia: una vez, quizás, yo había caído de alguna forma. Recordaba haber recordado esa caída.

Pero el cable era una especie de sendero de pampa; subir por él era tan fácil como bajar, y las dos cosas eran realmente fáciles. Como tenía muchas hebras había mil posibles asideros, y anduve a cuatro patas como un animalito de larga grupa, como una liebre corriendo por un tronco.

Pronto el cable llegó a una verga, la que sostenía la gavia baja. Me descolgué a otro cable más delgado, y de éste a un tercero. Cuando me encaramé a la verga que lo sujetaba, descubrí que ya no estaba subiendo; el murmullo que decía abajo había callado y el casco derivaba, simplemente, en algún punto que yo no alcanzaba a ver.

Más allá de mi cabeza se alzaban todavía las masas de velas plateadas, en apariencia tan infinitas como antes de que yo trepara al cordaje. A derecha e izquierda los palos de otras cubiertas divergían como las puntas de una flecha de cazar pájaros; o mejor como una línea tras otra de esas flechas, porque detrás de los que yo tenía cerca había aún más palos, separados por decenas de leguas. Como los dedos del Increado señalaban los confines del universo, y los sobrejuanetes mayores eran apenas lentejuelas entre las estrellas titilantes. Desde ese lugar habría podido arrojar el cofre al yermo (como tenía pensado) para que, tal vez lo encontrara alguien de otra raza, si el Increado así lo quería.

Dos cosas me retuvieron, la primera menos pensamiento que recuerdo, el recuerdo de mi primera decisión: la decisión tomada cuando escribía y las especulaciones sobre las naves de los hieródulos eran nuevas para mí y sólo meras hipótesis hasta que nuestra nave hubiera entrado en el tejido del tiempo. Ya había confiado el manuscrito inicial de mi relato a la biblioteca del maestro Ultan, donde no duraría más que nuestra Urth.

Esa copia que yo tenía estaba destinada (al principio) a otra creación: de modo que aunque fracasase en la gran prueba que tenía por delante, habría conseguido enviar una parte de nuestro mundo —por insignificante que fuese— más allá de las lindes del universo.

Ahora miraba las estrellas, soles tan remotos que los planetas circundantes no se veían, aunque algunos pudieran ser más grandes que Serenus; había torbellinos enteros de estrellas, tan remotas que un conjunto de billones parecía una sola.

Y yo seguía lanzado hacia arriba.

Divisé el tope del mastelero mayor. Alargué la mano para tocar una driza. Ahora eran apenas más gruesas que mi dedo, aunque cada vela hubiera cubierto diez docenas de prados.

Había calculado mal, y la driza estaba fuera de mi alcance. Otra pasó como un relámpago.

Y otra; al menos a tres codos de distancia.

Intenté cambiar de rumbo, como un nadador, pero lo único que conseguí fue alzar una rodilla. Ya mucho más abajo, los brillantes cables del aparejo, en ese palo más de cien, habían estado muy separados. Ahora no quedaba ninguno salvo el obenque del tope. Lo rocé con los dedos pero no pude agarrarme.

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