V — El héroe y los hieródulos

El camarero me había llevado la comida, y como no me encontró, la había dejado sobre la mesa. La carne todavía estaba tibia bajo la tapa de la fuente; la comí con voracidad, y con ella pan fresco y manteca salada, y apio y salsifí y vino tinto. Luego me desvestí, me lavé y me dormí.

Me despertó sacudiéndome el hombro. Era extraño, pero en el momento de subir a bordo yo —el Autarca de Urth— apenas había reparado en él, por más que me llevaba las comidas y atendía gustosamente mis pequeñas necesidades; sin duda esa buena voluntad lo había borrado injustamente de mi atención. Ahora que yo también estaba entre los tripulantes era como si de pronto me mostrase otra cara.

Estaba inclinado sobre mí, los rasgos apruptos pero inteligentes, los ojos brillando de excitación contenida.

—Hay alguien que quiere verlo, Autarca —murmuró.

Me senté. —¿Y pensaste que valía la pena despertarme?

—Sí, Autarca.

—El capitán, quizás. —¿Iban a censurarme por haber salido a cubierta? Parecía improbable, aunque me hubieran dado el collar para casos de emergencia.

—No, Autarca. Estoy seguro de que nuestro capitán ya lo ha visto. Tres hieródulos, Autarca.

—¿Ah, sí? —Intenté ganar tiempo.— ¿Esa voz que se oye a veces en los corredores es la del capitán? ¿Cuándo me vio? Yo no recuerdo haberlo visto.

—No tengo idea, Autarca. Pero nuestro capitán lo ha visto, estoy seguro. Es probable que muchas veces. Nuestro capitán ve a la gente.

—Desde luego. —Saqué una camisa limpia mientras digería el indicio de que dentro de la nave había una nave secreta, tal como dentro de la Casa Absoluta estaba la Casa Secreta.— ¿No… interfiere eso en su otro trabajo?

—No creo, Autarca. Están esperando fuera… ¿Podría darse prisa?

Después de eso, claro, me vestí más despacio. Para sacar el cinturón de los pantalones sucios tuve que desenganchar la pistola y el cuchillo que me había encontrado Gunnie. El camarero me dijo que no iba a necesitarlos; así que los llevé, sintiéndome tan absurdo como si fuera a inspeccionar una formación de alabarderos. Al cuchillo no le faltaba mucho para parecer una espada.

No se me había ocurrido que los tres pudieran ser Ossipago, Barbatus y Famulimus. Hasta donde yo sabía, los había dejado en Urth, allá lejos, y sin ninguna duda no habían estado conmigo en la chalupa, aunque por supuesto tenían su embarcación. Ahora estaban allí, disfrazados (y mal) de seres humanos igual que en nuestro primer encuentro en el castillo de Calveros.

Ossipago se inclinó con la rigidez de siempre; Barbatus y Famulimus con la misma gracia. Devolví los saludos lo mejor posible, y disculpándome de antemano por el desorden, les sugerí que si querían hablarme serían bien recibidos en mi cabina.

—Por mucho que queramos —me dijo Famulimus— no podemos entrar. La habitación adonde te llevaremos no está lejos. —Como siempre, la voz de ella parecía el habla de una alondra.

—Los camarotes como el tuyo no son todo lo seguros que desearíamos —añadió Barbatus con su viril timbre de barítono.

—Entonces iré adonde me llevéis —dije—. En fin, es una verdadera alegría volver a veros. Aunque esas caras sean falsas, son caras de mi hogar.

—Veo que nos conoces —dijo Barbatus cuando tomamos por el corredor—. Pero temo que las caras de detrás puedan llegar a horrorizarte.

El corredor era demasiado angosto para que camináramos los cuatro juntos; Barbatus iba a mi lado y Famulimus y Ossipago detrás. Me ha costado mucho librarme de la desesperación que se apoderó de mí en aquel momento.

—¿Ésta es la primera vez? —pregunté—. ¿No nos hemos visto antes?

—Aunque nosotros no te conocemos, Severian —gorjeó Famulimus— tú nos conoces. Ya noté lo mucho que te alegrabas cuando nos viste. Nos hemos encontrado muchas veces y somos amigos.

—Pero no volveremos a encontrarnos —dije—. Para vosotros, que cuando nos despidamos retrocederéis en el tiempo, ésta es la primera vez. Entonces para mí es la última. La primera vez que nos vimos me dijisteis: «¡Bienvenido! No hay para nosotros alegría mayor que saludarlo, Severian», y al partir os pusisteis tristes. Me acuerdo muy bien, me acuerdo muy bien de todo, conviene que lo vayáis sabiendo, de que yo estaba en el techo del castillo de Calveros, bajo la lluvia, y vosotros me saludasteis desde la borda de vuestra nave.

—Sólo Ossipago tiene una memoria como la tuya —susurró Famulimus—. Pero yo tampoco lo olvidaré.

—De modo que ahora me toca a mí daros la bienvenida y entristecerme de que nos separemos. Hace más de diez años que os conozco, y sé que las horribles caras que hay detrás de esas máscaras son sólo máscaras también: cuando nos conocimos Famulimus se quitó la suya, aunque entonces no comprendí que ya lo había hecho a menudo. Sé que Ossipago es una máquina, si bien no tan ágil como Sidero, de quien empiezo a sospechar que también es una máquina.

—El nombre significa hierro —dijo Ossipago, hablando por primera vez—. Aunque a él no lo conozco.

—Y el tuyo significa criador de osamentas. Tú cuidaste a Barbatus y Famulimus, te ocupaste de alimentarlos y desde entonces has permanecido con ellos. Eso me contó Famulimus una vez.

Barbatus dijo: —Hemos llegado —y me abrió la puerta.

En la infancia uno imagina que toda puerta cerrada puede abrirse a un prodigio, un lugar diferente de todos los que conoce. Eso es porque en la infancia ha sucedido así muchas veces; al niño, que conoce otro lugar que el suyo, lo asombran y regocijan visiones nuevas que el adulto prevería con facilidad. Cuando yo era un chico, la puerta de cierto mausoleo era para mí un umbral de maravillas; y cuando lo cruzaba no me decepcionaba nunca. En esa nave volvía a la infancia, porque no sabía más que un niño del mundo de alrededor.

Para Severian el hombre —para el Autarca Severian, que tenía que sostener la vida de Thecla, y la del antiguo Autarca, y cien vidas más— la cámara a la cual me condujo Barbatus era tan fabulosa como el mausoleo para el Severian niño. Estoy tentado de escribir que parecía subacuática, pero no era eso. Daba la impresión, mejor dicho, de que estábamos inmersos en un fluido distinto del agua, algo que era a otro mundo lo que el agua a Urth; o de que estábamos bajo agua, sí, pero tan fría que en cualquier lago de la Comunidad hubiera sido hielo.

Era todo un simple efecto de la luz, creo, del viento glacial que vagaba por la estancia, casi estancado, y de los colores, tintes verdosos sombreados de azul y de negro: iridio, berilo y aguamarina, con dispersos y reticentes destellos de oro bruñido y marfil amarillento.

No había lo que nosotros entendemos por muebles. Moteadas láminas de algo que parecía piedra y cedía al tacto se apoyaban en dos paredes, torcidas, o se repartían por el suelo. Del techo colgaban gallardetes deshilachados; ligeros como eran y en la escasa atracción de la nave, apenas parecían necesitar algo que los sujetara. Hasta donde yo podía juzgar, el aire era tan seco como en el corredor; y sin embargo sentía en la cara el golpe espectral de un rocío gélido.

—¿Este lugar tan raro es vuestro camarote? —pregunté a Barbatus.

Asintió mientras se quitaba las máscaras, revelando un rostro a la vez agradable, inhumano y familiar.

—Hemos visto las habitaciones de tu especie. Nos alteran tanto como debe alterarte ésta a ti, y como somos tres…

—Dos —dijo Ossipago—. A mí no me importa.

—¡No es ninguna ofensa, estoy encantado! Es un inmenso privilegio ver cómo vivís cuando vivís como os gusta.

El rostro falsamente humano de Famulimus había desaparecido, revelando un espanto de ojos enormes con dientes como agujas; también se quitó ése y (por única y última vez, pensé entonces) vi la belleza de una diosa no nacida de mujer.

—Qué pronto aprendemos, Barbatus, que estas pobres gentes a cuyo encuentro vamos, y que apenas saben lo que nosotros sabemos tan bien, conocen la cortesía del huésped.

De haber puesto atención a lo que Famulimus había dicho, yo habría sonreído. Lo cierto es que aún estaba muy ocupado mirando el extraño camarote. Por fin dije:

Se que los hierogramatos os moldearon a semejanza de la raza que los había moldeado a ellos. Ahora comprendo, o creo comprender, que en un tiempo vivisteis en lagos y estanques, que fuisteis ninfas como esas de las que hablan nuestros campesinos.

—Igual que en la vuestra, en nuestra casa la vida salió del mar —dijo Barbatus—. Pero esta estancia lleva la impronta de ese comienzo tanto como lleva la tuya la de los árboles donde brincaban tus antepasados.

Ossipago rezongó: —Es temprano para empezar a discutir. —No se había quitado el disfraz, supongo que porque no se sentía así menos cómodo; la verdad, nunca he visto que se lo quitara.

—Barbatus sabe hablar —cantó Famulimus. Y luego a mí—: Dejas tu mundo, Severian. Como tú, nosotros tres dejamos el nuestro. Nosotros remontamos la corriente del tiempo; tú eres arrastrado hacia abajo. Esta nave nos lleva a todos. Para ti, los años en que te aconsejaremos han quedado atrás. Para nosotros empiezan. Ahora te saludamos, Autarca, con el consejo que hemos traído. Una sola cosa precisa para que salves el sol de tu raza: que sirvas a Tzadkiel.

—¿Y ése quién es? —pregunté—. ¿Y cómo voy a servirlo? Nunca lo he oído nombrar.

Barbatus bufó: —Lo cual no sorprende en absoluto, pues supuestamente no era ése el nombre que Famulimus debía darte. No lo usaremos más. Pero… la persona que Famulimus mencionó… es el juez designado para tu caso. Como cabía esperar, es un hierogramato. ¿Qué sabes de ellos?

—Muy poco, aparte de que son vuestros señores.

—Entonces sabes realmente poco; ni siquiera eso es cierto. Vosotros nos llamáis hieródulos, y la palabra es vuestra, no nuestra, como vuestras son Barbatus, Famulimus y Ossipago, palabras que elegimos porque no son comunes y nos describen mejor que otras. ¿Sabes qué significa hieródulo, esa palabra de tu propia lengua?

—Sé que sois criaturas de este universo, pero que os moldearon los del siguiente para que los sirvierais aquí. Y que el servicio que quieren de vosotros es que moldeéis nuestra raza, la humanidad, porque somos afines a quienes los moldearon a ellos en las edades de la creación anterior.

—Hieródulo quiere decir «esclavo santo». ¿Cómo podríamos ser santos si no sirviéramos al Increado? El es nuestro señor, y sólo él.

Barbatus añadió: —Tú, Severian, has mandado ejércitos. Eres rey y héroe, o al menos lo eras hasta que dejaste tu mundo. Y también puede ocurrir que vuelvas a gobernar, si fracasas. Has de saber que los soldados no sirven a un oficial, o al menos no deberían. Sirven a una tribu, y del oficial reciben instrucciones.

Asentí.

—Entonces los hierogramatos son vuestros oficiales. Comprendo. Tal vez no os hayáis dado cuenta, pero yo tengo los recuerdos de mi antecesor; por eso sé que él fue puesto a prueba, como yo, y fracasó. Y siempre me ha parecido que lo que le hicieron, devolverlo acobardado a mirar cómo nuestra Urth empeoraba cada vez más, a responsabilizarse de todo sabiendo que había fallado en el único lance que podría haberlo arreglado, fue verdaderamente cruel.

Famulimus estaba casi siempre seria; ahora parecía más seria que nunca.

—¿Recuerdos, Severian? ¿Sólo tienes recuerdos?

Por primera vez en muchos años sentí que me subía la sangre a las mejillas.

—Mentí —dije—. Soy él, lo mismo que soy Thecla. Vosotros tres habéis sido amigos míos cuando tenía muy pocos; no debería mentiros por más que a menudo deba mentirme a mí.

Famulimus gorjeó: —Entonces debes saber que a todos los castigan de ese modo. Pero cuanto más se acerca cada uno al triunfo, peor es el dolor que siente. Es una ley que no podemos cambiar.

En la pasarela de fuera alguien gritó, no muy lejos. Fui hacia la puerta y el grito acabó en el gorgoteo de una garganta que se llena de sangre.

—¡Espera, Severian! —exclamó Barbatus, y Ossipago me cerró el paso a la puerta.

Apremiada, Famulimus canturreó entonces: —Sólo me queda por decir una cosa. Tzadkiel es justo y benévolo. Recuérdalo, por mucho que sufras.

Me volví contra ella; no pude evitarlo.

—Recuerdo una cosa: ¡el viejo Autarca no vio nunca a su juez! No me acordaba del nombre porque él se había esforzado por olvidarlo; pero ahora nos acordamos de todo, y era TzadkieL Era un hombre más benévolo que Severian, una persona más justa que Thecla. ¿Y ahora qué posibilidades tiene Urth?

Aunque no sé de quién era —de Thecla, tal vez, o de alguna de las tenues figuras ocultas detrás del viejo Autarca— una mano había bajado a mi pistola; tampoco sé a quién le habría disparado, como no fuera a mí mismo. No llegó a salir de la funda, porque Ossipago me agarró por detrás, inmovilizándome los brazos con un anillo de acero.

—Es Tzadkiel quien decidirá —me dijo Famulimus—. Urth tiene todas las posibilidades que tú puedas darle.

De alguna manera Ossipago abrió la puerta sin soltarme, o quizá se abrió sola a una orden que no oí. Me hizo girar y me empujó a la pasarela.

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