XXIII — La nave

Mientras caía no pude hablar. Apreté la mano de Gunnie y la de Apheta, no porque temiese que se perdieran sino porque yo mismo temía perderme; y en la mente no me quedaba lugar para otro pensamiento.

Por fin empezamos a frenar, o en todo caso pareció que ya no caíamos con rapidez. Recordé mis saltos entre el cordaje, pues daba la impresión de que el hambre por la materia, tan sin sentido, también aquí había sido vencida.

Cuando Gunnie se volvió hacia Apheta para preguntarle dónde estábamos, vi en su rostro mi propia expresión de alivio.

—En nuestro mundo; nuestra nave, si os es más cómodo llamarlo así, aunque sólo da vueltas alrededor del sol y no precisa velas.

En la pared del pozo se había abierto una puerta, y aunque parecía que seguíamos cayendo, no la dejamos atrás. Apheta nos llevó por ella hacia un corredor oscuro y angosto, que yo bendije cuando sentí el suelo firme bajo mis pies. Gunnie se las arregló para decir: —En nuestra nave no llevamos agua en cubierta.

—¿Dónde la lleváis? —pregunto Apheta, distraída. Sólo cuando advertí que su voz era allí mucho más fuerte, tuve conciencia del ruido: un rumor como un canturreo de abejas (¡qué bien lo recordaba!) y martilleos y chasquidos distantes, como de destrieros galopando por un camino de tablas mientras unas langostas invisibles trinaban en árboles que a buen seguro no podían florecer en aquel lugar.

—Dentro —dijo Gunnie—. En tanques.

—En un mundo así tiene que ser terrible salir a la superficie. Aquí siempre estamos esperándolo.

Una mujer bastante parecida a Aphetavenía hacia nosotros. Se adelantaba con pasos cortos, pero tan velozmente que en un instante dejé de verla. Recordé de pronto cómo había desaparecido el hombre verde por los Corredores del Tiempo.

—No salís a la superficie muy a menudo, ¿verdad? —pregunté—. Es evidente, sois todos muy pálidos.

—Es un premio por trabajar mucho tiempo y con ahínco. En vuestra Urth, al menos eso me dijeron, las mujeres con mi aspecto no hacen ningún trabajo.

—Algunas sí —dijo Gunnie.

El corredor se dividió, y volvió a dividirse. También nosotros nos movíamos muy rápido, y me pareció que nuestro camino trazaba una larga curva descendente. Apheta había dicho que a su pueblo le encantaban las espirales; acaso también propiciaran las hélices.

Como una ola que se alza bruscamente ante la proa de un galeón zamarreado por la tormenta, se alzó ante nosotros una doble puerta de plata deslucida. Nos detuvimos como si hubiéramos dado una simple caminata. Apheta avanzó hacia las puertas, que gimieron como clientes pero se negaron a abrirse hasta que yo la ayudé a empujarlas.

Gunnie alzó los ojos, y como si leyera unas palabras grabadas en el dintel, recitó:

—Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza.

—No, no —murmuró Apheta—. Guardad toda esperanza.

El rumor y los chasquidos habían quedado atrás.

—¿Es éste el sitio —pregunté— donde me enseñarán a traer el Sol Nuevo?

—No hará falta que te enseñen —dijo Apheta—. Estás grávido de ese conocimiento, y en cuanto te acerques a la Fuente Blanca y puedas verla, lo darás a luz.

Me hubiera reído de la imagen si el completo vacío de la cámara en donde estábamos no hubiera acallado toda diversión. Era más amplia que la Cámara de Examen; las paredes plateadas culminaban en un gran arco, como esa curva que describe una piedra lanzada al aire. Pero estaba vacía, del todo vacía salvo por nosotros, que susurrábamos en el umbral.

Gunnie repitió: —Abandonad toda esperanza. —Y me di cuenta de que se había asustado demasiado como para prestarnos atención. Le puse un brazo sobre los hombros (aunque el gesto resultaba raro con una mujer tan alta como yo) e intenté proporcionarle algún consuelo, pensando todo el tiempo qué tonta sería en aceptarlo cuando era obvio que allí yo no tenía más poder que ella.

Ella continuó. —Tuvimos una marinera que siempre lo decía. Vivía con la esperanza de regresar a su casa, pero nunca volvimos a parar en su tiempo y al final murió.

Le pregunté a Apheta cómo había incorporado ese conocimiento sin que yo lo advirtiera.

—Te lo dio Tzadkiel mientras dormías —dijo ella. —¿Quieres decir que fue anoche a tu habitación? Había hablado antes de darme cuenta de que las timaría a Gunnie. Sentí que se le endurecían los músculos mientras se desprendía de mi brazo.

—No —dijo Apheta—. Creo que en la nave. No puedo decirte el momento preciso.

Entonces recordé cómo se había inclinado Zak sobre mí en el rincón oculto descubierto por Gunnie; Tzadkiel transformado en un salvaje como el que en un tiempo fuimos nosotros, auténticos paradigmas.

—Vamos, venid —estaba diciendo Apheta.


Nos hizo avanzar. Yo me había equivocado pensando que en la cámara no había nada; sobre el suelo se extendía una amplia zona negra. Allí habían caído unas escamas de plata del techo arqueado y se veían claramente.

—¿Tenéis los dos esos collares que llevan los marineros?

Un poco perplejo me palpé en busca del mío y asentí. Lo mismo hizo Gunnie.

—Los necesitáis. Pronto os faltará el aire.

Sólo entonces comprendí qué era esa oscuridad centelleante. Saqué el collar preguntándome, confieso, si aún funcionarían todos los prismas de la ristra; me lo puse y me adelanté a mirar. Como me acompañaba la capa de aire, no tuve conciencia de viento alguno; pero vi el pelo de Gunnie agitado por una borrasca que yo no sentía, ondulando ante ella hasta que también se colocó el collar, y vi también el extraño pelo de Apheta, que no flameaba como el de una mujer humana sino como un estandarte.

La zona negra era el vacío; pero cuando di unos pasos se elevó como si hubiera advertido que yo estaba allí, y antes de que la alcanzara, se convirtió en una esfera.

Intenté parar.

Al momento tenía a Gunnie a mi lado, forcejeando también y agarrándome el brazo. La esfera parecía un muro. En el centro, como yo la había dibujado a bordo, estaba la nave.

He escrito que intenté parar. Era difícil, y a poco ya no pude resistir. Puede que el vacío ejerciera cierta atracción, como un mundo. O quizá, la presión del viento en el aire estático que me rodeaba fuera tal que me impulsaba hacia adelante.

O quizá la nave nos atraía a los dos. Si me atreviese, diría que me arrastraba mi destino; sin embargo el mismo destino no habría podido arrastrar a Gunnie, aunque quizá la llevaba al mismo lugar un sino muy diferente. Pues de haber sido meramente el viento, o la insensata avidez de la materia por la materia, ¿por qué no arrastraba también a Apheta?

A vosotros dejo la explicación de estas cosas. Fui arrastrado, y Gunnie también; la vi volar detrás de mí por el vacío, enroscada y girando como se enrosca y gira el universo; la vi como una hoja vería a otra en el remolino de una tormenta de primavera. En algún lugar delante o detrás de nosotros, arriba o abajo, había un amplio círculo de luz que daba vueltas, frenéticas vueltas, algo como Luna, si es posible imaginarse algo semejante a un satélite del blanco más luminoso. Una o dos veces Gunnie la atravesó ondulando antes de perderse en la negrura engalanada de diamantes. (Y una vez me pareció —y aún me parece cuando invoco el frenético recuerdo— que desde aquel satélite se inclinaba el rostro de Apheta.) En la violencia de la vuelta siguiente no fue Gunnie quien se perdió sino la mancha de brillo blanco; desapareció entre las miradas de billones de soles. Gunnie no estaba lejos, y vi que volvía la cabeza hacia mí.

Tampoco se había perdido la nave; en realidad estaba tan cerca que descubrí algún que otro marinero en el cordaje. Tal vez seguíamos cayendo. Sin duda debíamos movernos a gran velocidad, porque la propia nave parecía precipitarse ya de un mundo a otro. Pero esa velocidad era invisible, como desaparece el viento cuando un rápido jabeque se lanza al Océano de Urth antes de una tempestad. Derivábamos tan ociosamente que de no haber confiado en Apheta y los jerarcas, yo habría temido que no llegáramos a la nave, y que nos perdiéramos eternamente en esa noche infinita.

No fue así. Un marinero nos avistó, y lo vimos saltar de un camarada a otro, agitando la mano y haciendo señas, hasta que se juntaron para que las capas de aire se tocaran y pudiesen hablar.

Luego uno de ellos, cargando un bulto, trepó a los saltos por un mástil próximo a nosotros, hasta que encaramado al fin en el estribo del sobrejuanete, sacó del bulto un arco, y enseguida una flecha, y la disparó hacia nosotros desplegando una interminable línea de plata no más gruesa que un bramante.

La línea pasó entre los dos y yo intenté en vano alcanzarla, pero Gunnie tuvo más suerte, y cuando consiguió acercarse a la nave, sacudió la línea como un cochero que hace restallar su látigo, creando entre ella y yo una larga onda que se movió como una cosa viva, y me acercó la línea hasta que pude agarrarla.

Aunque durante mi temporada de pasajero y tripulante la nave no me había gustado, ahora la simple idea de volver a bordo me llenaba de placer. Tenía plena conciencia, mientras desde el palo recogían la línea, de que estaba lejos de haber completado mi tarea, de que el Sol Nuevo no iba a llegar a menos que yo lo trajese, y de que trayéndolo sería tan responsable de la destrucción que causara como de la renovación de Urth. De igual manera todo el que trae un hijo al mundo ha de sentirse responsable de las fatigas de su mujer y acaso de su muerte, y con razón teme que al final el mundo lo condene con un millón de lenguas.

Pero si bien sabía todo esto, mi corazón pensaba otra cosa. Pensaba que, por mucho que hubiera deseado triunfar, por muchos esfuerzos que hubiese hecho, yo había fracasado; y que ahora se me permitiría reclamar el Trono del Fénix como lo había reclamado en la persona de mi antecesor: reclamarlo y gozar de toda la autoridad y el lujo que comportara, y sobre todo de ese placer de impartir justicia y premiar el mérito que es la delicia última del poder. Y todo esto, además, liberado al fin del insaciable deseo de la carne de las mujeres, que tantos sufrimientos nos había acarreado a mí y a ellas.

Así el corazón se me desbocó de alegría, y descendí al titánico bosque de palos y vergas, a los continentes de velas plateadas, como un marino náufrago hubiera trepado del mar a una costa ornada de flores, con ayuda de manos amistosas, y afirmado al fin con Gunnie en el estribo abracé al marinero como si fuese Roche o Drotte, seguro que sonriendo como un idiota cualquiera, y con él y sus compañeros salté de la driza al estay, no más circunspecto que ellos sino como si la violenta exaltación que sentía se me concentrara, más que en el corazón, en los brazos y las piernas.

Sólo cuando el salto final me puso en la cubierta descubrí que esos pensamientos no eran metáforas vanas. La pierna inválida, que tanto me había dolido cuando bajaba por el mástil después de arrojar el cofre de plomo con la crónica de mi vida temprana, no sólo no me dolía en absoluto sino que parecía tan fuerte como la otra. La fui palpando desde el muslo hasta a la rodilla (con lo que Gunnie y los marineros creyeron que me la había herido) y encontré el músculo abundante y firme.

Entonces salté de alegría, y saltando dejé la cubierta y a los demás muy abajo, y como la moneda que un tahúr lanza al aire, me entretuve dando una docena de vueltas. Pero volví a la cubierta ya tranquilo, porque mientras daba vueltas había visto una estrella más brillante que las demás.

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