L — Oscuridad en la casa del día

La mujer alta y yo nos mudamos a la casa del chamán y tomamos la mejor habitación. Ya no se me permitió trabajar. Me llevaban heridos y enfermos para que los sanara; a algunos los curé como a Declan, o como en el gremio, donde nos habían enseñado a prolongar las vidas de los clientes. Otros se me murieron en los brazos.

Dos veces fuimos atacados por nómadas. En la primera batalla cayó el atamán; reuní a los guerreros y rechazamos a los atacantes. Eligieron un nuevo atamán, pero parecía considerarse poco más que un subordinado mío. En la segunda batalla fui yo quien encabezó la carga de los guerreros mientras una pequeña fuerza de arqueros escogidos atacaba a los nómadas por la retaguardia. Juntos los agrupamos y matamos como a ovejas, y nadie volvió a molestarnos.

Pronto la gente empezó a trabajar en una estructura mucho más grande que cualquiera de las que habían construido hasta entonces. Aunque las paredes eran gruesas y los arcos fuertes, temí que no pudieran soportar el peso de un techo de adobe. Enseñé a las mujeres a cocer tejas, como cocían vasijas, y colocarlas para hacer un techo. Cuando el edificio quedó acabado, reconocí el tejado sobre el que moriría Jolenta, y supe que bajo ese techo sería enterrada.

Aunque os parezca increíble, hasta entonces yo apenas había pensado en la ondina ni en las direcciones que me había señalado; había preferido visitar la Urth del Sol Viejo como era en los días de mi infancia o bajo mi autarquía. Ahora empezaba a explorar recuerdos más actuales pues, por mucho miedo que me dieran, descubrí que más miedo me daba la muerte.

Sentado sobre un espolón de roca en la ladera del monte Tifón, mirando cómo los soldados de Tifón venían hacia mí, yo había visto el prado que está allende Briah con la misma claridad con que ahora veía nuestros campos de maíz. Pero en aquel momento yo era el Sol Nuevo, y aunque estaba muy lejos contaba con todo el poder de mi estrella para alimentarme. Ahora ya no era más el Sol Nuevo, y el Sol Viejo aún tenía por delante un largo reinado. Una o dos veces, al borde del sueño, me pareció que desde cierto rincón de nuestra habitación se abrían al sesgo los Corredores del Tiempo. Siempre que intentaba huir por alguno me despertaba; y sólo había piedras, y arriba las vigas del tejado.

Una vez bajé de nuevo al barranco y volví sobre mis pasos hacia el este. Por fin tropecé con la pequeña pared en la cual me había amparado del rugido del felino pero, aunque seguí más lejos aún, volví al pueblo de piedra al otro día de haberme marchado.

Por fin, después de perder totalmente la cuenta de los años, se me ocurrió que si no podía redescubrir la entrada de los Corredores del Tiempo —y no podía— tenía que encontrar a Juturna; y que para eso primero tenía que encontrar el mar.

Al amanecer del día siguiente puse en un hato tortas de grano y carne seca y dejé el pueblo de piedra rumbo al oeste. Las piernas se me habían endurecido; y cuando tras siete u ocho guardias de caminata firme caí y me torcí una rodilla, sentí que casi era de nuevo el Severian que se había embarcado en la nave de Tzadkiel. Como él, no me volví; seguí adelante. Ya hacía tiempo que me había acostumbrado al calor del Sol Viejo, y el año declinaba.

El joven atamán y una partida de hombres del pueblo de piedra me dieron alcance cuando Urth ya miraba el Sol Viejo por la izquierda. Al cabo de un rato me agarraron de los brazos e intentaron forzarme a regresar; me negué, diciéndoles que iba hacia Océano y esperaba no volver nunca.

Me senté pero no vi nada. Por un momento tuve la certeza de que me había quedado ciego.

Apareció Ossipago, brillante de resplandor azul.

—Henos aquí, Severian —dijo.

Sabiendo que era un mecanismo, servidor y no obstante amo de Barbatus y Famulimus, yo le respondí: —Con la luz: el dios surgido de la máquina. Esto dijo el maestro Malrubius al llegar.

La agradable voz de barítono de Barbatus se mofó de mi melancolía.

—Estás consciente. ¿Qué recuerdas?

—Todo —dije—. Siempre he recordado todo. Había algo que se estropeaba en el aire, un hedor de carne podrida.

Famulimus cantó: —Por eso fuiste elegido, Severian. Tú y sólo tú entre muchos príncipes. Tú solo para salvar a tu raza del Leteo.

—Y después abandonarla —dije. Nadie respondió.

—He pensado en esto —les dije—. De haber sabido cómo, habría intentado volver antes.

La voz de Ossipago era tan profunda que más que oírla uno la sentía.

—¿Comprendes por qué no podías? Asentí, con una sensación de estupidez.

—Porque yo había usado el poder del Sol Nuevo para retrasar el tiempo hasta que el Sol Nuevo dejó de existir. En un tiempo creía que vosotros tres erais dioses, y luego que los jerarcas eran dioses aún mayores. Así los autóctonos me tomaron por un dios, y temieron que me zambullera en el mar de occidente dejándolos en una noche siempre invernal. Pero únicamente el Increado es Dios y alumbra la realidad y la apaga de un soplo. Todos los demás, incluso Tzadkiel, sólo podemos esgrimir las fuerzas que él ha creado. —Nunca he sido inteligente para las analogías, y en ese momento busqué una a tientas.— Yo era como un ejército que de tanto retroceder queda aislado. —No llegué a morderme la lengua y dije:— Un ejército vencido.

—En la guerra, Severian, ninguna fuerza puede flaquear mientras las trompetas no toquen a rendición. Hasta ese momento, aunque acaso muera, no conoce la derrota.

Barbatus observó: —¿Y quién dirá que todo no fue para bien? Somos todos herramientas que él maneja como quiere.

Le dije entonces: —Comprendo algo más, algo que hasta ahora no había comprendido realmente: por qué el maestro Malrubius me habló de lealtad al Ente Divino, de lealtad a la persona del monarca. Quería decir que debemos tener confianza, que no debemos rechazar el destino. Lo enviasteis vosotros, por supuesto.

—De todos modos las palabras eran de él; a estas alturas también deberías saberlo. Como los hierogramatos, sacamos de la memoria personalidades del pasado remoto, y como los hierogramatos, no las falsificamos.

—Pero hay tantas cosas que no sé… Cuando nos encontramos en la nave de Tzadkiel aún no me habíais conocido, y de eso deduje que sería nuestro último encuentro. Y sin embargo estáis aquí los tres.

Dulcemente Famulimus canturreó: —No menos nos sorprende a nosotros, Severian, verte aquí donde los hombres apenas han empezado. Aunque has ta ahora has seguido la línea del tiempo, desde que te vimos pasaron edades enteras del mundo.

—¿Y pese a todo sabíais que iba a estar aquí? Saliendo de las sombras Barbatus dijo: —Porque nos lo contaste tú. ¿Has olvidado que éramos tus consejeros? Tú nos contaste cómo fue destruido el hombre Hildegrin, de modo que hemos venido a vigilar este sitio.

—Y yo. Yo también he muerto. Los autóctonos… mi gente… —Me interrumpí, pero no habló nadie más. Y al —cabo dije:— Por favor, Ossipago, acerca tu luz adonde estaba Barbatus.

El mecanismo volvió los sensores hacia Barbatus pero no se movió.

Famulimus cantó suavemente: —Me temo, Barbatus, que tendrás que guiarlo tú mismo. Pero en verdad nuestro Severian no puede ignorarlo. ¿Cómo vamos a pedirle que cargue con todo cuando aún no lo tratamos como un hombre?

Barbatus asintió, y Ossipago se acercó al lugar en donde había estado Barbatus en el momento de despertarme. Vi entonces lo que temía ver, el cadáver de un hombre que los autóctonos habían llamado Cabeza del Día. Bandas doradas se le trenzaban en los brazos, pulseras tachonadas de jacintos anaranjados y relampagueantes esmeraldas verdes. —Dime cómo lo hiciste —exigí.


Barbatus se acarició la barba y no contestó.

—Tú sabes quién te orientó por el mar incansable y luchó por ti cuando Urth era sólo escamas —dijo la melodiosa Famulimus.

La miré. Tenía el rostro más bello e inhumano que nunca; con una expresión que poco o nada tenía que ver con la humanidad y sus tribulaciones.

—¿Soy un éidolon? ¿Un fantasma? —Me miré las manos esperando que su solidez me tranquilizase. Temblaban; para aquietarlas tuve que restregármelas contra los muslos.

Barbatus dijo: —Los que tú llamas éidolones no son fantasmas, sino seres que una fuente externa de energía mantiene con vida. Lo que llamas materia es, en realidad, energía domada. La única diferencia consiste en que una parte mantiene una forma material por obra de su propia energía.

En ese momento quise echarme a llorar como nunca he querido algo en mi vida.

—¿En realidad? ¿De veras creéis que hay una realidad?

Soltar las lágrimas habría sido el nirvana; sin embargo, un severo adiestramiento las contuvo, y las lágrimas no corrieron. Por un momento me pregunté locamente si los éidolones podían llorar.

—Hablas de lo real, Severian; por lo tanto te aferras a lo que es real todavía. Hace un momento hablaste del hacedor. Los más simples de los tuyos lo llaman Dios, y tú, el instruido, le das el nombre de Increado. ¿Alguna vez has sido otra cosa que un éidolon suyo?

—¿Quién me mantiene ahora en esta existencia? ¿Ossipago? Descansa, Ossipago, si quieres. Ossipago rezongó: —No respondo a órdenes tuyas, Severian. Esto lo sabes desde hace mucho. —Supongo que incluso si me matara, Ossipago podría devolverme a la vida.

Barbatus meneó la cabeza, aunque no como habría hecho un ser humano.

—No tendría sentido; podrías quitarte la vida otra vez. Si de veras quieres morir, adelante. Por aquí hay muchas ofrendas funerarias, que incluyen gran cantidad de cuchillos de piedra. Ossipago te traerá uno.

Me sentí más real que nunca; y revisando mis recuerdos, descubrí que allí seguía Valeria, y Thecla y el viejo Autarca, y el niño Severian (que había sido Severian a secas).

—No —dije—. Viviremos.

—Eso esperaba. —Barbatus sonrió—. Hace media vida que te conocemos, Severian, y eres de esas hierbas que crecen mejor cuando uno las pisa. Pareció que Ossipago se aclaraba la garganta. —Si queréis seguir hablando, podemos trasladarnos a un tiempo mejor. Tengo una conexión con la pila de nuestro aparato.

Famulimus sacudió la noble cabeza y Barbatus me miró.

—Prefiero que departamos aquí —les dije—. Cuando estábamos en la nave, Barbatus, caí por un pozo de aire. Allí no se cae rápido, lo sé; pero caí un buen trecho, pienso que casi hasta el centro. Me lastimé mucho, y Tzadkiel me atendió. —Hice una pausa, procurando recordar todos los detalles.

—Prosigue —me apremió Barbatus—. No sabemos qué vas a contarnos.

—Encontré un hombre muerto, con una cicatriz igual a la mía en la mejilla. Como yo, se había lastimado una pierna años atrás. Estaba oculto entre dos máquinas.

—¿Para que tú lo encontraras, quieres decirnos? —preguntó Famulimus.

—Tal vez. Yo sabía que era cosa de Zak. Y Zak era Tzadkiel, o parte de Tzadkiel, aunque en aquel momento no entendía.

—Pero ahora entiendes. Es el momento de hablar. Yo no sabía qué más decir y terminé débilmente: —El muerto tenía una cara maltrecha pero muy parecida a la mía. Me dije que no podía haber muerto allí, que no moriría allí, porque estaba seguro de que me enterrarían en el mausoleo de nuestra necrópolis. De eso ya os he hablado.

—Muchas veces —refunfuñó Ossipago.

—El bronce funerario se parece mucho a mí, al aspecto que tengo ahora. Luego está Apu-Punchau. Cuando apareció… La cumana era una hieródula, como vosotros. Me lo contó el padre Inire.

Barbatus y Famulimus asintieron.

—Cuando Apu-Punchau apareció, él era yo. Lo supe, pero no entendí.

—Nosotros tampoco cuando nos lo contaste —dijo Barbatus—. Puede que sí ahora.

—¡Entonces decidme!

Señaló con una mano el cadáver.

—Ahí tienes a Apu-Punchau.

—Por supuesto, eso lo supe hace mucho. Por ese nombre me llamaban, y vi construir este lugar. Iba a ser un templo, el Templo del Día, el Sol Viejo. Pero yo soy Severian y también Apu-Punchau la Cabeza del Día. ¿Cómo pudo mi cuerpo alzarse de entre los muertos? ¿Cómo pude morir? La cumana dijo que esto no era una tumba sino la casa en que vivía.

Mientras hablaba tuve la impresión de verla: la mujer vieja que escondía la serpiente sabia. —También te dijo que no sabía nada de esa época —cantó Famulimus.

Asentí.


—¿Cómo podía morir el sol tibio que se elevaba cada día? ¿Y cómo podías morir tú, entonces, que eras ese sol? Tú gente te dejó aquí con abundancia de cánticos. Y selló tu puerta para que vivieras eternamente.

Barbatus dijo: —Sabemos que al fin traerás el Sol Nuevo, Severian. Nosotros atravesamos esa época, como muchas otras, para reunirnos contigo en el castillo del gigante, y pensamos que sería la última vez. ¿Pero sabes cuándo se hizo el Sol Nuevo, el sol que trajiste a este sistema para curar al viejo?

—Cuando me dejaron en Urth eran los tiempos de Tifón, la época en que se esculpió la primera gran montaña. Pero poco antes estuve en la nave de Tzadkiel.

—Que a veces navega más rápido que los vientos que la impulsan —gruñó Barbatus— . Así que no sabes nada.

Famulimus cantó: —Si ahora quieres que te aconsejemos, cuenta todo. Nadie es buen guía si camina a ciegas.

De modo que empezando por el asesinato de mi sirviente, referí todo lo que me había pasado desde entonces hasta el momento en que desperté en la casa de Apu-Punchau. Nunca he tenido gran inclinación a entresacar detalles (como tú bien sabes, lector), en parte porque considero que todos los detalles son necesarios. Menos la tuve entonces, ya que trabajaba con la lengua y no con la pluma; les conté muchísimas cosas que no he puesto en este relato.

Mientras hablaba, un rayo de sol se abrió camino por una rendija; así supe que había vuelto a la vida de noche, y que ahora comenzaba un día nuevo.

Y todavía estaba hablando cuando empezaron a chirriar los tornos de los alfareros, y oímos cómo parloteaban las mujeres en camino hacia el río que desaparecería cuando el sol se enfriara.

Por fin dije: —Hasta aquí yo. Os toca a vosotros. Ahora que habéis oído todo esto, ¿podéis desentrañarme el misterio de Apu-Punchau?

Barbatus asintió: —Pienso que sí. Ya sabes que cuando una nave viaja raudamente entre las estrellas, lo que a bordo son minutos y días en Urth pueden ser años o siglos.

—Así será —admití— si uno piensa que el tiempo empezó a medirse por la llegada y la partida de la luz. —Por lo tanto tu estrella, la Fuente Blanca, nació hace cierto tiempo, y sin duda mucho antes del reinado de Tifón. Se me ocurre que esa época no está ahora muy lejos.

Me pareció que Famulimus sonreía, y quizá lo hizo.

—En verdad así ha de ser, Barbatus, cuando él llegó aquí por el propio poder de la estrella. Volando en el tiempo, corre hasta que tiene que parar; luego se para aquí porque no puede correr.

Si la interrupción perturbó a Barbatus, no hubo nada que lo indicara.

—Es posible que recuperes el poder cuando desde Urth se empiece a ver la luz de tu estrella. Si es así, tal vez en ese momento Apu-Punchau se despierte, siempre y cuando decida abandonar el sitio donde él mismo se ha encontrado.

—¿Despertar a la muerte en vida? —le pregunté yo—. ¡Qué horrible!

Famulimus disintió. —Maravilloso, di mejor, Severian. De la muerte a la vida para ayudar a las gentes que lo amaron.

Lo consideré durante un rato mientras los tres esperaban pacientemente. Por fin dije: —Quizás la muerte nos parece horrible sólo porque es una línea divisoria entre el terror y el asombro de la vida. Vemos únicamente el terror, que queda atrás.

Ossipago rezongó: —Eso esperamos todos, Severian, tanto como tú.

—Pero si Apu-Punchau soy yo, ¿qué era el cuerpo que encontré en la nave de Tzadkiel?

Casi en un susurro, Famulimus cantó: —El hombre a quien viste muerto lo dio a luz tu madre. Así me parece al menos por lo que se ha dicho. Lloraría por ella si tuviera lágrimas, aunque quizá no porque tú estés vivo aún. Lo que nosotros hicimos por ti aquí, Severian, el poderoso Tzadkiel lo llevó a cabo allí, tomando la memoria de tu mente muerta para construir de nuevo tu mente y construirte a ti.

—¿Quieres decir que cuando estuve ante el Sillón de justicia no era más un éidolon construido por Tzadkiel?

Ossipago murmuró: —Construido es un término demasiado fuerte, si entiendo tu lengua tanto como pienso. Digamos quizás manifestado.

Buscando una explicación, moví la mirada de él a Famulimus.

—Eras pensamiento reflejado en tu mente muerta. Él fijó la imagen, la integró, curó la herida fatal que tenías.

—Me transformó en una imagen andante y parlante de mí mismo. —Aunque había pronunciado las palabras, no conseguía ponerme a pensar qué significaban.— La caída me mató, igual que me mató aquí mi gente.

Me incliné a mirar el cadáver de Apu-Punchau. —Estrangulado, creo —murmuró Barbatus.

—¿No habría podido Tzadkiel hacerme volver, así como yo hice volver a Zama? ¿Curarme como yo curé a Herena? ¿Por qué tenía que morirme?

Nada me ha asombrado nunca más que lo que ocurrió entonces: Famulimus se arrodilló ante mí y besó el suelo.

Barbatus dijo: —¿Qué te hace pensar que Tzadkiel es dueño de semejante poder? Famulimus, Ossipago y yo no somos nada delante de él, pero tampoco somos sus esclavos; por grande que parezca, no es el jefe de su raza ni su salvador.

Sin duda habría tenido que sentirme entonces muy honrado. El caso es que estaba meramente perplejo y angustiosamente incómodo. Me apresuré a indicarle a Famulimus que se levantara y balbuceé: —¡Pero vosotros andáis por los Corredores del Tiempo!

Mientras Famulimus se ponía de pie, Barbatus se arrodilló delante de mí. Ella cantó: — Sólo cortos trechos, Severian: para hablar contigo y hacer cosas comunes. Nuestros relojes corren al revés en torno a vuestros dos soles.

De rodillas, Barbatus dijo: —Si hubiéramos permitido que Ossipago nos llevara a un lugar mejor, como deseaba, habría sido un lugar anterior. No habría sido mejor para ti, pienso.

—Una cuestión más, ilustres hieródulos, antes de que me devolváis a mi periodo. Después de hablar conmigo junto al mar, el maestro Malrubius se disolvió en un polvo reluciente. Y con todo… —No pude decirlo, pero mis ojos buscaron el cadáver. Barbatus asintió. —Ese éidolon, como tú lo llamas, existía desde hacía muy poco. No sé de qué energías se valió Tzadkiel para sostenerte en la nave; puede incluso que tú mismo extrajeras el poder necesario de cualquier fuente que hubiera a mano, así como para cargar a tu sirviente te apoderaste de la nave. Pero aun si al venir aquí dejaste esa fuente atrás, antes habías vivido mucho tiempo, en la nave, en Yesod, en la nave otra vez, en la gabarra, en la época de Tifón… Todo ese tiempo respiraste, comiste y bebiste materia no inestable, transformándola en provecho de tu cuerpo. Así se convirtió en un cuerpo sustancial.

—Pero estoy muerto, y ni siquiera aquí… Estoy muerto allá, en la nave de Tzadkiel.

—El que está muerto allí es un gemelo tuyo —me dijo Barbatus—. Y aquí está muerto otro. Diría de paso que si no estuvieran muertos no habríamos podido hacer lo que hicimos, porque todo ser viviente es más que mera materia. —Se detuvo y miró a Famulimus pidiendo ayuda, pero no la recibió.¿Qué sabes del ánima?

Entonces pensé en Ava y en lo que me había dicho: Como todos los ignorantes, es materialista. Pero no por eso el materialismo es verdad. La pequeña Ava había muerto con Foila y los otros.

—Nada —murmuré—. No sé nada del ánima.

—En cierta manera es como los versos de un poema. ¿Cómo eran, Famulimus, aquellos que me citaste?

La mujer cantó: —¡Despertad!, pues al cuenco de la noche la Mañana ya lanzó la Piedra que ahuyenta las estrellas.

—Sí —dije—. Entiendo. Barbatus alzó la mano. —Imagina que yo escribiera esos versos en un muro, y luego los escribiera de nuevo en otro. ¿Cuáles serían los versos verdaderos?

—Ambos —dije yo—. Y ninguno. Los versos verdaderos no son escritura; tampoco habla. No sé decir qué son.

—Así ocurre con el ánima tal como yo la entiendo. Estaba escrita allí. —Señaló al hombre muerto. Ahora está escrita en ti. Cuando la luz de la Fuente Blanca toque a Urth, estará escrita allí una vez más. Pero esa escritura no borrará el ánima en ti. A menos que…

Esperé a que continuara.


Ossipago dijo: —A menos que te acerques demasiado. Si escribes un nombre en el polvo y lo repasas con el dedo, no hay dos nombres sino uno. Si por un conductor fluyen dos corrientes, hay una sola.

Mientras yo lo observaba, incrédulo, Famulimus cantó: —Una vez te acercaste demasiado a tu doble, ¿sabes?; fue aquí, en este pobre pueblo de piedras. Luego él se marchó y sólo quedaste tú. Nuestros éidolones son siempre de los muertos. ¿No te has preguntado porqué? ¡Ten cuidado!

Barbatus asintió. —Pero en cuanto a devolverte a tu tiempo, no podemos ayudarte. Tal vez tu hombre verde sabía más que nosotros; o al menos disponía de más energía. Te dejaremos comida, agua y una luz; pero tendrás que esperar a la Fuente Blanca. Como dijo Famulimus, no puede tardar mucho.

Ella ya se estaba desvaneciendo en el pasado, y fue como si su canto llegara desde muy lejos.

—No destruyas el cadáver, Severian. No caigas en la tentación… ¡ten cuidado!

Mientras yo miraba a Famulimus, Barbatus y Ossipago se habían desvanecido. Cuando se apagó la voz de ella, no hubo otro sonido en la casa que el de una débil respiración.

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