XI — Escaramuza

Aunque yacía en la nada del sueño, una parte de mí estaba despierta, flotando en el golfo de la inconciencia, que contiene a los no nacidos y a tantos de los muertos.

—¿Sabes quién soy?

Lo sabía, aunque no habría podido decir cómo.

—Es el capitán.

—Soy. ¿Quién soy?

—Maestro —dije, pues me pareció que yo era de nuevo un aprendiz—. Maestro, no comprendo.

—¿Quién es el capitán de la nave?

—Maestro, no lo sé.

—Soy tu juez. Se me ha confiado la tutela de este universo en flor. Me llamo Tzadkiel.

—Maestro —dije—, ¿esto es mi juicio?

—No. Y es mi juicio el que se avecina, no el tuyo. Has sido un rey guerrero, Severian. ¿Lucharás por mí? ¿Lucharás de corazón?

—De buena gana, maestro.

Mi voz pareció resonar en el sueño: «Maestro… maestro… maestro…». No hubo más respuesta que un eco estruendoso. El sol había muerto y yo estaba solo en la oscuridad glacial.

—¡Maestro! ¡Maestro!

Zak me estaba sacudiendo el hombro.

Me senté, pensando por un momento que hablaba más de lo que yo había imaginado.

—Quieto, estoy despierto —dije. Me imitó como un loro: —¡Quieto!

—¿Estaba hablando en sueños, Zak? Seguro que sí, para que hayas oído esa palabra. Recuerdo que…

Callé porque él había ahuecado una mano junto a la oreja. Yo también presté atención y oí gritos y un ruido de pies que se arrastraban. Alguien voceó mi nombre.

Zak salió por la puerta antes que yo, no tanto corriendo como impulsándose en un salto raso. Yo no le fui muy en zaga, y después de lastimarme las manos en la primera pared aprendí a torcer y golpear con los pies, como él.

Una esquina y otra, y divisamos un nudo de hombres en lucha. Un salto más nos metió entre ellos, yo sin saber qué bando era el nuestro ni si había alguno.

Un marinero que esgrimía un cuchillo en la mano izquierda se lanzó contra mí. Lo agarré como me había enseñado el maestro Gurloes y lo arrojé contra la pared: sólo entonces advertí que era Purn.

No había tiempo para excusas ni preguntas. La daga de un gigante añil me buscó el pecho. Le golpeé la gruesa muñeca con los dos brazos, y vi demasiado tarde una segunda daga oculta bajo la otra mano. Relampagueó. Intenté esquivarla; dos que forcejeaban me empujaron atrás y atisbé el corazón de acero del nenúfar azul de la muerte.

Como si para mí se hubieran suspendido las leyes de la naturaleza, la daga no bajó. El brazo del gigante siguió retrocediendo, puño y hoja siempre hacia atrás hasta que también él quedó doblado, el pecho hacia arriba, y oí el crujido de la espalda y el alarido brutal que dejó escapar cuando los huesos astillados lo desgarraron por dentro.

El mango de la daga sobresalía en la mano del gigante. Aferré el mango con una mano, y con la otra un arriaz, luego le quité el arma de un tirón y se la hundí en las costillas. Cayó hacia atrás como cae un árbol, primero lentamente, las piernas siempre rígidas. Colgándose del brazo erguido, Zak le arrancó la otra daga de forma muy semejante.

Cada una era grande como una espada corta, y nos sirvieron para causar bastante daño. Yo habría hecho más de no haber tenido que interponerme entre Zak y un marinero que lo creyó un guiñador.

Los combates así terminan tan de golpe como empiezan. Escapa uno, después otro y después los demás, pocos como son para seguir peleando. Eso fue lo que nos pasó a nosotros. Un guiñador de pelo enmarañado y dientes de átrox intentó hacerme soltar el arma con una maza de tubo. Le cercené casi la mano, lo apuñalé en la garganta… y me di cuenta de que salvo Zak y yo no quedaba ningún camarada. Un marinero pasó como una flecha apretándose el brazo ensangrentado. Echándole un grito a Zak, me fui tras él.

Si nos persiguieron, fue con poco celo. Huimos por una pasarela y a través de una cámara resonante que guardaba una maquinaria silenciosa, a lo largo de una segunda pasarela (rastreando a los que seguíamos por la sangre fresca en el suelo y las mamparas, y una vez por el cuerpo de un marinero), hasta una cámara menor donde había herramientas y bancos de trabajo y cinco marineros que rezongaban y maldecían mientras se vendaban unos a otros las heridas.

—¿Tú quién eres? —preguntó uno. Me amenazó con su puñal.

—Yo lo conozco —dijo Purn—. Es un pasajero. —Le habían vendado la mano izquierda con una gasa manchada de sangre y pegada con cinta adhesiva.

—¿Y éste? —el marinero del puñal señaló a Zak.

Yo dije: —Lo tocas y te mato.

—No es un pasajero —dijo el marinero, receloso.

—No te debo explicaciones y no doy ninguna. Si dudáis de que los dos solos podemos mataros a todos, ponednos a prueba.

Uno que aún no había hablado dijo: —Basta, Modan. Si el sieur responde por él…

—Responderé. Respondo.

—Con eso alcanza. Lo vi matar guiñadores y también vi a su amigo el peludo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Decirme por qué los guiñadores os estaban matando, si es que lo sabéis. Me han dicho que en la nave siempre hay algunos. No pueden ser siempre tan agresivos.

El rostro del marinero, que había sido abierto y amistoso, se cerró, aunque pareciera que su expresión no había cambiado.

—Según he oído, sieur, les han dicho que liquiden a alguien que va a bordo en este viaje; el único problema es que no logran encontrarlo. No sé nada más. Quizá usted sepa más que yo, como le dijo el cerdo al carnicero.

—¿Quién les da órdenes?

El marinero había vuelto la cara. Paseé la mirada por el resto, hasta que al cabo Purn dijo:

—No sabemos. Si los guiñadores tienen un capitán, no lo hemos oído nombrar nunca.

—Ya. Me gustaría hablar con un oficial; no un oficial bajo como Sidero, sino un piloto.

El marinero llamado Modan dijo:

—Pues bendito sea, sieur: nosotros también. ¿Se imagina usted que sin jefe ni armas como la gente nosotros atacamos a ese montón de guiñadores? Éramos un piquete de trabajo, nueve hombres, y nos atacaron ellos. De ahora en adelante sólo vamos a trabajar con picas y una guardia de marinos.

Los otros asintieron.

—Sin duda podéis decirme dónde podría encontrar un piloto.

Modan se encogió de hombros.

—En la proa o la popa, sieur. Es lo único que puedo decirle. La mayoría de las veces están en uno de los dos lugares, que son los mejores para la navegación y las observaciones porque las velas no obstruyen tanto los instrumentos. En uno o en otro.

Recordé que en mi loca carrera entre las velas me había agarrado al cordaje del bauprés.

—¿Aquí no estamos muy lejos de la proa?

—Así es, sieur.

—¿Y cómo puedo llegar más adelante?

—Por allí. —Modan hizo un gesto.— Y como le dijo el mono al elefante, siga a su nariz.

—¿Pero no puedes decirme exactamente cómo ir?

—Podría, sieur, pero no sería de muy buena educación. ¿Quiere un consejo, sieur?

—Es lo que he estado pidiendo.

—Quédese con nosotros hasta que lleguemos a un lugar más seguro. Usted quiere un piloto. Cuando podamos lo llevaremos hasta él. Vaya por su cuenta y seguro que lo matan los guiñadores.

Purn dijo: —Cuando salga por esa puerta tome a la derecha hasta la escalera de cámara. Súbala y luego siga el pasillo más ancho. Siempre por ahí.

—Gracias —dije—. Vamos, Zak.

El peludo asintió; cuando estábamos fuera sacudió la cabeza y dijo: —Hombre malo.

—Lo sé, Zak. Tenemos que encontrar donde escondernos. ¿Entiendes? Tú mira de ese lado del corredor y yo buscaré por aquí. No hables.

Durante un momento me miró inquisitivamente, pero estaba claro que entendía. No había avanzado más de una cadena cuando me tiró del brazo sano para mostrarme un pequeño depósito. Aunque la mayor parte del espacio estaba ocupado por tambores y cajas, había suficiente lugar para escondernos. Entorné la puerta dejando una delgada rendija para poder ver la luz de fuera y nos sentamos en unas cajas.

Yo estaba seguro de que los marineros saldrían pronto de la cámara donde los habíamos dejado, porque una vez que se trataran las heridas y hubieran recobrado el aliento, allí no tenían nada que hacer. Resultó que se quedaron tanto que casi llegué a convencerme de que los habíamos perdido, de que habían vuelto al lugar del combate o habían escapado por algún otro ramal de la pasarela. Sin duda estuvieron discutiendo mucho antes de moverse.

Como fuera, finalmente aparecieron. Aunque no me parecía necesario, previne a Zak llevándome un dedo a los labios. Cuando pasaron los cinco y calculé que ya estaban a más de cincuenta anas, nos deslizamos fuera.

No tenía manera de saber cuánto habría que seguirlos hasta que Purn fuera el último, ni si en algún momento iba a serlo; en el peor de los casos, yo estaba dispuesto a poner mis esperanzas en el miedo que ellos tenían y en nuestro valor, decidido a quitar a Purn del medio.

La suerte se inclinó por nosotros; al poco rato Purn se retrasó unos pasos. Desde que subiera a la autarquía, yo había encabezado muchas cargas en el norte. Ahora fingí lanzar una carga de aquéllas, alentando a unos panduros que consistían exclusivamente en Zak. Como al frente de un ejército, atacamos a los marineros blandiendo las armas; y ellos huyeron como un solo hombre.

Yo esperaba tomar a Purn por detrás, en lo posible evitando usar el brazo quemado. Zak me ahorró el problema con un largo salto volador que lo llevó a estrellarse en las rodillas de Purn. A mí me bastó con ponerle el filo de mi daga en la garganta. Pareció aterrorizarse, como debía: una vez que le hubiese arrancado toda la información que tuviera, yo planeaba matarlo.

Durante uno o dos alientos estuvimos escuchando los pasos de los cuatro que huían. Zak había desenvainado el cuchillo de Purn y ahora aguardaba sosteniendo un arma en cada mano, y observando al marinero caído con una mirada de furia desde debajo de las cejas prominentes.

—Si intentas escapar mueres en el acto —le susurré a Puna—. Contéstame y quizá vivas un tiempo. Tienes la mano izquierda vendada. ¿Cómo te la heriste?

Aunque estaba tendido de espaldas, con mi daga en la garganta, me echó una mirada altiva. Yo conocía bien esa actitud, y una y otra vez había visto cómo se quebraba.

—No puedo perder tiempo contigo —le dije, y lo pinché con la daga, lo suficiente como para que brotara sangre—. Si no vas a contestar, dilo claramente; así te mato y acabamos de una vez.

—Luchando con los guiñadores. Tú estabas. Me viste. Sí, cierto que intenté matarte. Creí que eras uno de ellos. Viéndote con ese guiñador… —parpadeando, los ojos se volvieron a Zak— con ése, quién no iba a creerlo. No saliste herido, no te has hecho nada.

—«Como le dijo la víbora al cerdo.» Eso solía decir un hombre llamado Jonas. El también era marino, Purn, pero tan rápido para mentir como tú. Esa mano ya estaba vendada cuando Zak y yo entramos en la lucha. Quítate las vendas.

Obedeció, reticente. El curandero que había tratado la herida, sin duda en la enfermería mencionada por Gunnie, era hábil; la carne estaba suturada, pero era bien evidente de qué clase había sido la herida.

Mientras me inclinaba a mirarla, Zak, también inclinado, plegó los labios desnudando los dientes como yo había visto hacer a veces a los monos amansados. Entonces supe que la loca conjetura que intentaba desechar era una verdad sencilla: Zak era el incluso hirsuto y saltarín que habíamos cazado en la bodega.

Загрузка...