XXI — Tzadkiel

El día anterior los marineros se habían sentado frente a la Cámara de Examen. Lo primero que noté cuando volví a entrar fue que no estaban allí. A los que ocupaban esos lugares los envolvía una oscuridad que parecía manar de ellos mismos, y los marineros estaban junto a la puerta y a los costados de la sala.

Mirando más allá de las figuras tenebrosas, por el largo corredor que llevaba hasta el Sillón de Justicia de Tzadkiel, vi a Zak. Estaba sentado en el trono. A cada lado, extendido sobre las paredes de piedra blanca, había una especie de tapiz del tejido más fino, trabajado con un motivo de ojos de espléndidos colores. Hasta que no se movieron no me di cuenta de que eran las alas de Zak.

Apheta me había dejado al pie de la escalinata y desde ese momento yo no había tenido custodia; mientras estaba allí mirando a Zak, dos marineros vinieron a tomarme por los brazos y me llevaron hasta el trono.

Me dejaron allí, y de pie ante él yo incliné la cabeza. Esta vez no me fluía a la mente ningún discurso del viejo Autarca; sólo sentía confusión. Por fin balbuceé: —Zak, he venido a pedir por Urth.

—Lo sé —dijo él—. Bienvenido.

La voz era clara y profunda, como el sonido lejano de un cuerno de oro, y recordé un disparatado cuento de Gabriel, que llevaba a la espalda el cuerno de guerra del Cielo, colgado del arcoiris. El cuento me sugirió el libro de Thecla, donde lo había leído; y éste a su vez el gran volumen de cuero multicolor que el viejo Autarca me había mostrado cuando le pregunté qué camino llevaba al jardín, y él, por lo que le habían contado de mí, había pensado que yo llegaba para reemplazarlo e iría a pedir por Urth en seguida.

Entonces supe que había visto a Tzadkiel antes de ayudar a Sidero y los otros a cazarlo, como a Zak, y que la forma masculina que veía no era más verdadera (aunque tampoco menos) que la mujer alada cuya mirada me había pasmado entonces, y que ninguna de las dos era más verdadera que la forma animal que me había salvado mientras Purn intentaba matarme fuera de la jaula.

Y dije: —Sieur… Zak… Tzadkiel, gran hierogramato… No entiendo.

—¿Quieres decir que no me entiendes? ¿Y por qué vas a entenderme? Yo mismo no me entiendo, Severian, ni te entiendo a ti. Sin embargo soy como soy, tal como tu propia raza nos hizo antes del apocatastasis. ¿No te han contado que nos hicieron a su imagen y semejanza?

Intenté hablar pero no podía. Por último asentí.

—La forma que tenéis ahora es la que tenían ellos al principio, cuando acababan de surgir de las bestias. Todas las razas cambian, modeladas por el tiempo. ¿Lo sabes?

Me acordé de los hombres-mono de la mina y le dije: —No siempre para bien.

—Desde luego. Pero los hieros modificaron su propia forma, y para que pudiéramos seguirlos, también la nuestra.

—Sieur…

—Pregunta. Se acerca tu juicio final, y no puede ser justo. Si hay alguna reparación a nuestro alcance, la haremos. Ahora o después.

Esas palabras me helaron el corazón; a mis espaldas, los que ocupaban los bancos murmuraron: aunque no sabía quiénes eran, oí sus voces como un susurro de hojas en un bosque.

—Es una pregunta absurda, sieur —dije, cuando logré recuperar la voz—. Pero una vez oí dos cuentos sobre seres que cambiaban de forma, y en uno de ellos un ángel, y creo que vos, sieur, sois un ángel así, se abría el pecho y le pasaba el poder de cambiar de forma a un ganso de corral. Y el ganso lo usaba en seguida y se transformaba para siempre en un veloz ganso volador. Anoche lady Apheta dijo que quizá yo no vaya a cojear siempre. Sieur, aquel hombre, Melito, ¿fue enviado a contarme esa historia?

En las comisuras de los labios de Tzadkiel apareció una sonrisita, que me recordó la forma en que me sonreía Zak.

—¿Quién puede decirlo? Yo no lo envié. Has de comprender que cuando una verdad es conocida, por tanta gente y desde hace tantos eones, se propaga por todas partes, cambia y adopta muchas formas. Pero si lo que estás pidiendo es que te traspase mi facultad, no puedo. Si pudiéramos se la daríamos a nuestros hijos. Tú los has conocido, y todavía son prisioneros de la forma que muestras tú ahora. ¿Tienes alguna otra pregunta antes de que procedamos?

—Sí, sieur. Mil. Pero si se me permite una sola, ¿por qué subisteis a la nave?

—Deseaba conocerte. Cuando eras pequeño en tu mundo, ¿nunca te hincaste ante el Conciliador? —En el día de Santa Catalina, sieur. —¿Y creías en él? ¿Lo creías de veras?

—No, sieur. —Sentí que estaba a punto de ser castigado por descreído, y aún hoy no sé si fue así o no. —Imagina que hubieras creído. ¿Nunca conociste a algún otro creyente de tu edad?

—Los acólitos, sieur. Al menos eso se decía entre nosotros, los aprendices de torturadores. —¿No habrían deseado caminar con él, si hubiera sido posible? ¿Estar a su lado cuando corriera peligro? ¿Cuidarlo, acaso, cuando se encontrara enfermo? Yo he sido uno de esos acólitos, en una creación ya desaparecida. También en ella había un Conciliador y un Sol Nuevo, aunque no los llamábamos así.

»Pero ahora tenemos que hablar de otra cosa, nosotros dos, y rápido. Tengo muchas tareas, algunas más apremiantes que ésta. Déjame decirte francamente que te hemos engañado, Severian. Has venido a rendir examen, de modo que te hemos hablado de él e incluso te hemos dicho que este edificio es nuestro Palacio de justicia. Nada de esto es cierto.

No pude hacer otra cosa que mirarlo.

—O, si quieres decirlo de otro modo, ya has pasado la prueba, que era un examen del futuro que crearás. El Sol Nuevo eres tú. Serás devuelto a Urth, y contigo irá la Fuente Blanca. Los dolores de muerte del mundo que conoces serán ofrecidos al Increado. Y serán indescriptibles: como se ha dicho, zozobrarán continentes enteros. Muchas cosas hermosas perecerán, y al mismo tiempo la mayor parte de tu raza; pero tu tierra volverá a nacer.

Aunque puedo escribir las palabras que usó, y lo hago, me es imposible reproducir el tono o siquiera un atisbo de la convicción que transmitía. Era como si sus pensamientos tronaran, despertando en la mente cuadros más reales que cualquier realidad, de modo que mientras él hablaba yo veía morir los continentes, oía un estruendoso derrumbe de grandes edificios y olía el punzante viento marino de Urth.

A mis espaldas se elevó un rumor airado.

—Sieur —dije—. Recuerdo el examen de mi predecesor. —Me sentía como cuando era el aprendiz más joven.

Tzadkiel asintió.

—Era necesario que lo rememoraras; por esa razón él fue examinado.

—¿Y castrado? —El antiguo Autarca se estremeció dentro de mí, y sentí que las manos me temblaban.

—Sí. De lo contrario entre el trono y tú se habría interpuesto un niño, y tu Urth habría perecido para siempre. La alternativa era la muerte del niño. ¿Eso habría sido mejor?

Yo no podía hablar, pero su mirada parecía pesar en todos los corazones que latían junto con el mío, y al fin negué con la cabeza.

—Ahora debo irme. Mi hijo se ocupará de que te devuelvan a Briah y Urth, que será destruida cuando tú ordenes.

La mirada de Tzadkiel me abandonó, y siguiéndola me volví hacia el pasaje que tenía detrás, donde vi al hombre que nos había llevado desde la nave. Los marineros empezaron a levantarse y sacar los cuchillos, pero yo apenas lo notaba. En los asientos centrales que habían ocupado el día anterior, había ahora otras figuras, ya no en la sombra. La frente se me mojó de sudor, como en el primer encuentro con Tzadkiel se había mojado de sangre, y me volví a gritarle algo.

Había desaparecido.

Cojo y todo corrí, rodeando lo más rápido posible el Sillón de justicia en busca de la escalera por donde me habían retirado la víspera. Tengo que confesar honradamente que no escapaba tanto de los marineros como de las caras de esos otros que había visto en la Cámara.

Como fuese, el caso es que también había desaparecido la escalera; sólo encontré un liso suelo de losas, una de las cuales se levantaba sin duda movida por un mecanismo oculto.

De repente funcionó otro mecanismo. El trono de Tzadkiel se hundió, rápida y suavemente, como una ballena que ha aflorado para tomar el sol vuelve a sumergirse en el Mar del Sur obstruido por bloques de hielo. En un momento el gran asiento de piedra, sólido como una pared, se alzó entre yo y la parte mayor de la Cámara, y al siguiente el suelo se cerró sobre el respaldo y ante mí se desplegó un fantástico combate.

El jerarca que Tzadkiel había llamado hijo suyo estaba tendido en el corredor. Una ola de marineros se arrojó sobre el caído, con cuchillos relampagueantes, muchos ensangrentados. Los enfrentaron alrededor de una docena que al principio me parecieron débiles como niños —y por cierto que al menos uno lo era— pero defendieron su terreno como héroes, y cuando sólo les quedaron las manos, lucharon sin armas. Como me daban la espalda me dije que no los conocía; pero sabía que no era verdad.

Con un rugido que retumbó en las paredes, desde el bando rodeado irrumpió el alzabo. Los marineros cayeron hacia atrás, y en un instante las mandíbulas del animal trituraban a un hombre. Vi a Agia con la espada envenenada, y también a Agilus, balanceando como una maza un averno rojo, y a Calveros, desarmado hasta que atrapó a una marinera y la usó para machacar a otra.

Ya Dorcas, a Morwenna, a Cyriaca y a Casdoe. A Thecla, ya caída, y a un aprendiz harapiento restañándole la sangre que le manaba de la garganta. Guasacht y Erblon blandían sus espontones como si lucharan desde una montura. Daría empuñaba dos sables, uno en cada mano. Por alguna razón encadenada de nuevo, Pía estrangulaba a un marinero con la cadena.

Pasé como una flecha junto a Merryn y me vi entre Gunnie y el doctor Talos, cuya hoja centelleante derribó un hombre a mis pies. Un marinero furioso cargó contra mí y yo —lo juro— sólo quise quitarle el arma. Le aferré la muñeca, te quebré el brazo y le arranqué el cuchillo, todo en un solo movimiento. No me había asombrado aún lo fácil que había sido cuando Gunnie lo apuñaló en el cuello.

Me parecía que acababa de entrar cuando el combate acabó. Unos pocos marineros huyeron de la Cámara; sobre el suelo y los bancos yacían veinte o treinta cadáveres. La mayoría de las mujeres estaban muertas, aunque vi a una de las mujeres-gato lamiéndose la sangre de los dedos rechonchos. Fatigado, el viejo Winnoc se apoyaba en una de aquellas cimitarras que llevaban los esclavos de las Peregrinas. El doctor Talos cortó la ropa de un cadáver para limpiar la sangre del bastón espada, y vi que el muerto era el maestro Ash.

—¿Quiénes son? —preguntó Gunnie.

Sacudí la cabeza, sintiendo que apenas me conocía a mí mismo. El doctor Talos le tomó la mano y le rozó los dedos con los labios.

—Permítame. Soy Talos: médico, dramaturgo y empresario. Soy…

Yo dejé de escuchar. Triskele había brincado hacia mí con los belfos untados de sangre y la grupa temblando de alegría. Lo seguía el maestro Malrubius, esplendoroso en la capa del gremio, guarnecida de piel. Al ver al maestro Malrubius comprendí, y él, viéndome, supo que yo había comprendido.

Al instante —junto con Triskele, el doctor Talos, el difunto maestro Ash, Dorcas y los demás— se deshizo en plateados añicos de nada, lo mismo que aquella noche en la playa tras haberme rescatado de la agonizante jungla del norte. Sólo quedamos Gunnie y yo junto a los cuerpos de los marineros.

No todos eran cadáveres. Uno se agitaba y gemía. Con jirones arrancados a los muertos intentamos vendarle la herida del pecho (era de la angosta hoja del doctor Talos, creo), aunque le manaba sangre de la boca. Al cabo llegaron los jerarcas, con medicinas y vendas apropiadas, y se lo llevaron.

Con ellos había venido lady Apheta, pero se quedó con nosotros.

—Dijiste que no volvería a verte —le recordé.

—Dije que quizá no volverías a verme —me corrigió—. Y así habría sido, si las cosas aquí hubieran ocurrido de otro modo.

En la quietud de esa cámara de muerte la voz de Gunnie era apenas un susurro.

Загрузка...