XXIX — Entre los aldeanos

En mi vida ha habido muchas penas y triunfos, pero pocos placeres fuera de los sencillos del amor y el sueño, el aire limpio y la buena comida, lo que cualquiera puede conocer. Entre los más grandes cuento la expresión del atamán cuando vio el brazo de su hija. Era tal mezcla de asombro, miedo y gozo que yo le hubiera afeitado la cara para verla mejor. Herena, creo, la disfrutó tanto como yo; pero al fin abrazó a su padre, le dijo que nos había prometido un refrigerio y se lanzó adentro para abrazar a la madre.

No bien entramos también nosotros, el miedo de los aldeanos se volvió curiosidad. Unos pocos hombres audaces se colaron en la casa para acuclillarse en silencio detrás de nosotros, que nos habíamos sentado en esteras alrededor de la mesita donde la mujer del atamán —sin parar de llorar y morderse los labios había desplegado el festín. Los demás se limitaban a atisbar por la puerta o espiaban por las rendijas de los muros sin ventanas.

Había pasteles fritos de maíz molido, manzanas un poco estropeadas por la escarcha, agua (una gran exquisitez, ante la cual los callados testigos se babearon abiertamente) y las ancas de dos conejos, hervidas, encurtidas y saladas, servidas frías; de éstas no participaron el atamán y su familia. He hablado de festín porque así lo consideraban los aldeanos, pero comparado con él la simple cena de marineros que habíamos comido unas guardias antes en la gabarra había sido todo un banquete.


Yo descubrí que no tenía hambre, aunque estaba cansado y con mucha sed. Comí un pastel y un poco de carne y apuré largos tragos de agua; luego decidí que la cortesía más alta era dejar parte de la comida a la familia del atamán, que claramente tenía tan poca, y me puse a partir nueces.

Esta, al parecer, era la señal de que mi anfitrión podía hablar.

—Soy Bregwyn —dijo—. Nuestra aldea se llama Vici. Mi mujer es Cinnia. Nuestra hija es Herena. Esta mujer —moviendo la cabeza señaló a Burgundofara dice que es usted un hombre bueno.

—Me llamo Severian. Esta mujer es Burgundofara. Soy un hombre malo que trata de ser bueno.

—Los de Vici oímos poco del mundo lejano. Quizá usted quiera contarnos qué azar lo ha traído a nuestra aldea.

Lo había dicho con una expresión de interés educado y nada más, pero aproveché la pausa. Habría sido harto fácil despachar a los aldeanos con cualquier historia de comercio o peregrinaje; y en verdad, si le hubiera contado que esperábamos devolver a Burgundofara a su hogar junto al Océano no habría mentido del todo. ¿Pero tenía yo derecho a contar algo así? Antes le había dicho a Burgundofara que ésa era la gente que yo quería rescatar y para lo cual había ido hasta el fin del universo. Eché una mirada a la llorosa mujer del atamán, consumida por el trabajo, y a los hombres de barbas grisáceas y manos ásperas.

—Esta mujer —dije— es de Liti. ¿Conocéis el lugar?

El atamán negó con la cabeza.

—Los habitantes de Liti son pescadores. Ella tiene la esperanza de volver. —Tomé aliento.— Yo… —Viéndome tantear las palabras el atamán se inclinó muy levemente hacia adelante.— He podido ayudar a Herena. Hacerla más completa. Eso usted lo sabe bien.

—Estamos agradecidos —dijo él.

Burgundofara me tocó el brazo. Cuando la miré, me dijo con los ojos que tal vez fuera peligroso hacer lo que estaba haciendo.

—La propia Urth no está completa.

Tanto el atamán como los otros hombres, que estaban en cuclillas contra las paredes de la choza, se acercaron un poco. Vi que algunos asentían. —Yo he venido a completarla.

Como si le sacaran las palabras a la fuerza, uno de los hombres dijo: —Nevó antes de que el maíz madurase. Ya es el segundo año.

Varios más asintieron, y el que estaba detrás del atamán, y por lo tanto frente a mí, dijo entonces:

—La gente del cielo está enfadada.

Intenté explicarlo: —La gente del cielo, los hieródulos y los jerarcas, no nos odian. Pero ocurre que están muy lejos, y nos temen por cosas que hicimos antes, hace mucho, cuando nuestra raza era joven. Yo he ido hasta ellos. —Observé las caras sin expresión de los aldeanos, preguntándome si alguno iba a creerme.— He llevado a cabo una conciliación… He conseguido, creo, que estén más cerca de nosotros, y nosotros más cerca de ellos. Ellos me han enviado de vuelta.


Esa noche, acostados en la choza del atamán (que éste, su mujer y su hija habían insistido en dejarnos), Burgundofara había dicho: —Al final nos matarán, ¿sabes?

Yo le había prometido: —Mañana nos iremos.

—No lo permitirán —había replicado ella.

Y la mañana demostró que en cierto modo teníamos razón los dos. De hecho partimos; pero los aldeanos nos hablaron de otra villa que estaba a unas leguas, llamada Gurgustii, y nos acompañaron hasta allí. Cuando llegamos fue exhibido el brazo de Herena, que despertó gran asombro, y nos invitaron (no sólo a Burgundofara y a mí, sino a Herena, Bregwyn y los demás) a un banquete muy parecido al anterior, salvo que en vez de conejo había pescado fresco.

Después me hablaron de cierto hombre que era muy bueno y muy valioso para Gurgustii, pero que estaba muy enfermo. Dije a los lugareños que no podía garantizar nada, pero que iría a examinarlo y lo ayudaría si era posible.

La cabaña en donde yacía el hombre, tan vieja al parecer como él, apestaba a enfermedad y muerte. Eché fuera a la turba de aldeanos que habían entrado conmigo. Cuando se fueron, hurgué en la cabaña hasta dar con un trozo de estera raída, para tapar el umbral.

Colocada la estera, la choza quedó tan a oscuras que yo apenas veía al enfermo. Cuando me incliné sobre él, al principio me pareció que los ojos se me habituaban a la oscuridad. Un momento después me di cuenta de que ya no estaba tan oscuro como antes. Una luz tenue jugueteaba en el cuerpo del hombre, moviéndose con los movimientos de mis ojos. Lo primero que pensé fue que manaba de la espina guardada en la bolsita que Dorcas me había cosido, aunque parecía imposible que el fulgor traspasara de ese modo el cuero y mi camisa. La saqué. Estaba tan oscura como cuando yo había intentado alumbrar el corredor, a las puertas de mi cabina, y la volví a guardar.

El enfermo abrió los ojos. Le hice un gesto de asentimiento y traté de sonreír.

—¿Has venido a llevarme? —preguntó. No era más que un susurro.

—No soy la Muerte —le dije—, aunque muy a menudo me han tomado por ella.

—Creí que era ella, sieur. Parece usted tan bueno.

—¿Quiere morir? Si lo desea, puedo arreglarlo en un momento.

—Si no voy a mejorar, sí. —Se le cerraron de nuevo los ojos.

Bajé las mantas caseras que lo tapaban y descubrí que estaba desnudo. Tenía el costado derecho hinchado; el bulto era grande como una cabeza de bebé. Allané la carne, vibrando con el poder que subía de Urth, me atravesaba las piernas y surgía por mis dedos.

De repente la choza estuvo de nuevo a oscuras; sentado en la tierra batida, escuché en un trance la respiración del enfermo. Me pareció que había pasado mucho tiempo. Me levanté, cansado y sintiendo que pronto empezaría a encontrarme mal; exactamente así me había sentido después de ejecutar a Agilus. Retiré la estera y salí a la luz del sol.

Burgundofara me abrazó: —¿Estás bien?

Le dije que sí y pregunté si no había algún lugar donde sentarnos. Apartando a la gente a codazos, un hombretón de voz fuerte —pariente del enfermo, supongo— se acercó exigiendo saber si Declan iba a recuperarse. Le dije que no sabía; mientras tanto intentaba abrirme paso hacia donde indicaba Burgundofara. Era después de las nonas, y como sucede a veces en otoño el calor había vuelto. De haberme sentido mejor, los sudorosos peones apiñados me habrían resultado cómicos; eran una concurrencia como la que en el Cruce de Ctesifonte habíamos aterrorizado con la obra del doctor Talos. Ahora me sofocaban.

—¡Dígamelo! —me gritó el hombretón en la cara—. ¿Se va a poner bien?

Me volví hacia él.

—Amigo mío, usted cree que porque su aldea me ha dado de comer estoy obligado a contestarle. ¡Se equivoca!

Vinieron otros que retiraron al hombre, y creo que lo derribaron no lejos de allí. Al menos oí el ruido sordo de un puñetazo.


Herena me tomó la mano. La multitud se apartó y fuimos hasta un árbol de ramas muy abiertas. Nos sentamos en un suelo liso, desnudo, sin duda el lugar de reunión de los aldeanos.

Con una reverencia, alguien vino a preguntarme si necesitaba algo. Yo quería agua; una mujer la trajo, fría del arroyo, en una jarra mojada de rocío y tapada con una copa. Herena se había sentado a mi derecha y Burgundofara a mi izquierda; nos fuimos pasando la copa.

Se acercó el atamán de Gurgustii. Inclinándose, señaló a Bregwyn y dijo: —Mi hermano me contó que llegó usted en una barca que navegaba entre las nubes, y que ha venido a reconciliarnos con los poderes del cielo. Aunque toda la vida hemos ido a los lugares altos a enviarles el humo de las ofrendas, las gentes del cielo están enfadadas y nos mandan escarcha. En Nessus hay hombres que dicen que el sol se está enfriando…

Burgundofara lo interrumpió: —¿A cuánto está Nessus de aquí?

—La próxima aldea es Os, milady. De allí se puede llegar a Nessus en un día de barca.

—Y en Nessus podemos conseguir un viaje a Liti —me susurró Burgundofara.

El atamán continuó: —Sin embargo el monarca nos sigue cobrando impuestos, y cuando no tenemos grano se lleva a nuestros hijos. Hemos subido a los lugares altos igual que nuestros padres. Antes de la helada los de Gurgustii quemamos nuestro mejor carnero. ¿Qué deberíamos hacer?

Intenté explicarle que los hieródulos nos temían porque, en los viejos tiempos de gloria de Urth, nos habíamos extendido por los mundos extinguiendo a muchas otras razas y llevando por doquier nuestra crueldad y nuestras guerras.

—Tenemos que unirnos —le dije—. Tenemos que decir sólo la verdad para que se pueda confiar en nuestras promesas. Tenemos que cuidar de Urth como cuidan ustedes de sus campos.

El atamán y algunos de los otros asintieron como si comprendiesen, y acaso comprendían. Al menos quizá comprendían en parte.

Al fondo de la multitud hubo una agitación, gritos y sonidos de llanto y alborozo. Los que estaban sentados se levantaron de repente, pero yo estaba muy cansado para imitarlos. Después de nuevos aullidos y palabras confusas, trajeron al enfermo, desnudo todavía salvo por un trapo (una tira de tejido casero que reconocí como una de las mantas con que se había cubierto) atado a la cintura.

—Este es Declan —anunció alguien—. Declan, explícale al sieur cómo te mejoraste.

El hombre intentó hablar pero yo no lo oía. Les indiqué a los demás que se callaran.

—Estaba en la cama, milord, cuando se me apareció un serafín todo rodeado de luz. — Hubo risitas entre los peones, que se codeaban unos a otros. Me preguntó si deseaba morir. Le dije que quería vivir y me dormí; y cuando me desperté de nuevo estaba como usted me ve ahora.

Los peones se echaron a reír; algunos decían «Te ha curado el sieur», y cosas por el estilo.

Les grité: —¡Este hombre estaba allí y ustedes no! Hay que ser tonto para pretender saber más que un testigo. —Mi cólera era fruto de los largos días que había pasado en Thrax escuchando las sesiones del tribunal del arconte, y mucho más, me temo, de los juicios que yo había presidido como Autarca.

Aunque Burgundofara quería seguir hasta Os, yo estaba demasiado fatigado para andar más ese día y tampoco deseaba dormir de nuevo en una choza asfixiante. Dije a los aldeanos de Gurgustii que nosotros dormiríamos bajo el árbol de las asambleas y que acogieran en sus casas a los que nos habían acompañado desde Vici. Así lo hicieron; pero cuando me despertara en las guardias de la noche, iba a descubrir que Herena estaba tendida a nuestro lado.

Загрузка...