XIX — Silencio

Al principio la confusión me impidió distinguir quiénes me habían liberado. Sólo supe que eran dos, y que cada uno me tomó de un brazo y rápidamente, rodeando el Sillón de Justicia, me hicieron bajar por una escalera angosta. Detrás era el pandemonio; los marineros luchaban a los gritos, el alzabo aullaba.

Aunque larga y empinada, la escalera subía directamente hacia la abertura del ápice de la cúpula; una débil luz se derramaba por los peldaños, el resplandor final de un crepúsculo reflejado aún en nubes dispersas, aunque el sol de Yesod no aparecería de nuevo hasta el amanecer.

Al final asomamos a una oscuridad tan intensa que no advertí que estábamos fuera hasta que sentí hierba bajo los pies y viento en las mejillas. —Gracias —dije—. ¿Pero quiénes sois?

A unos pasos de distancia, Apheta respondió: —Son mis amigos. Los viste en el aparato que nos trajo desde tu nave.

Mientras ella hablaba los dos me soltaron. Estoy tentado de escribir que desaparecieron en el acto, porque entonces tuve esa impresión; pero no creo que fuera así. En todo caso se alejaron en la noche sin decir palabra.

Apheta deslizó su mano en la mía como la otra vez.

—Me comprometí a mostrarte prodigios.

La llevé más lejos del edificio. —No estoy preparado para ver prodigios. Ni los tuyos ni los de ninguna mujer.

Ella rió. Nada es más frecuentemente falso en las mujeres que la risa, un mero sonido social como los eructos de los autóctonos en un banquete; pero me pareció que en aquella risa había verdadera diversión.

—Lo digo en serio. —Las secuelas del miedo me habían dejado débil y sudoroso, pero la violenta perplejidad que sentí no tenía nada que ver con eso; y si algo sabía (aunque no estaba muy seguro de saber algo) era que no quería iniciar un romance fortuito.


—Entonces pasearemos, lejos de este sitio del cual tanto deseas irte, mientras conversamos. Esta tarde tenías muchas preguntas.

—Ahora no tengo ninguna —le dije—. Debo pensar.

—Bueno, eso todos —dijo ella con dulzura—. Todo el tiempo, o casi.

Bajamos por una calle larga y blanca que tenía meandros como un río, de modo que el declive nunca era brusco. Mansiones de piedra pálida se alzaban al borde como fantasmas. En la mayor parte había silencio, pero de algunas llegaban ruidos de fiesta: tintineo de copas, acordes de música y repiques de pies bailando; nunca una voz humana.

Habíamos pasado por varias de esas mansiones cuando dije: —Tu gente no habla como nosotros. Nosotros diríamos que no hablan en absoluto.

—¿Es una pregunta?

—No, es una respuesta, una observación. Cuando íbamos a la Cámara de Examen dijiste que no hablabas en nuestra lengua, ni yo en la tuya. En la tuya no habla nadie.

—Era una metáfora —me dijo ella—. Tenemos una forma de comunicarnos. Vosotros no la usáis, y nosotros no usamos la vuestra.

—Urdes paradojas para prevenirme —dije, aunque tenía los pensamientos en otra parte.

—En absoluto. Vosotros os comunicáis por sonidos; nosotros por el silencio.

—Por gestos, quieres decir.

—No, por el silencio. Vosotros hacéis un sonido con la laringe y le dais forma por la acción del paladar y los labios. Es una costumbre tan antigua que casi se os ha olvidado que lo hacéis; pero cuando tú eras muy chico tuviste que aprenderlo, como todos los niños de tu raza. Si nosotros quisiéramos también podríamos aprender. Escucha.

Presté atención y oí un suave gorgoteo que parecía proceder no de ella, sino del aire que la rodeaba. Era como si se nos hubiera unido un mudo invisible y ahora estuviese croando.

—¿Qué fue eso?

Ah, ¿ves?, a fin de cuentas tienes preguntas. Lo que oíste fue mi voz. De cuando en cuando, si estamos heridos o si necesitamos ayuda, llamamos así a los demás.

—No entiendo —dije—. Ni quiero entender. Tengo que estar solo con mis pensamientos.

Entre las mansiones había muchas fuentes y muchos árboles, árboles que me parecían altos, raros y hermosos incluso a oscuras. De las fuentes no manaba agua perfumada, como de tantas de las nuestras en los jardines de la Casa Absoluta, pero la fragancia del agua pura de Yesod era más dulce que cualquier perfume.

Como yo había visto al bajar del aparato y volvería a ver por la mañana, también había flores. Ahora la mayoría había guardado el corazón en el cenador de los pétalos y sólo se abría una pálida dama de noche, aunque no había luna.

Por fin la calle acabó junto a la frescura del mar. Allí estaban amarradas las pequeñas barcas de Yesod, tal como yo las había visto desde arriba. Había además muchos hombres y mujeres que andaban de un lado a otro entre las barcas, y entre las barcas y la costa. A veces alguna barca se perdía en el agua oscura y rizada; y a veces aparecía una barca nueva, con velas de varios colores que yo apenas podía distinguir. Sólo muy de tanto en tanto había una luz.

—Una vez —dije— fui tan tonto como para creer que Thecla estaba viva. Fue una treta para atraerme a la mina de los hombres-mono. La ideó Agia, pero esta noche vi a su hermano muerto.

—No comprendes lo que te ha ocurrido —me dijo Apheta. Parecía avergonzada—. Para eso estoy yo aquí: para explicártelo. Pero no te lo explicaré hasta que no estés listo, hasta que no me preguntes.

—¿Y si no pregunto nunca?

—Entonces nunca te lo explicaré. De todos modos sería mejor que lo supieses, sobre todo si eres el Sol Nuevo.

—¿Realmente te importa tanto Urth?

Ella negó con la cabeza.

—¿Entonces para qué preocuparse por ella o por mí?

—Porque nos importa tu raza. Sería mucho menos laborioso tratar con todos de una vez, pero estáis esparcidos en decenas de miles de mundos y es imposible.

No dije nada.

—Esos mundos están muy separados. Si una de vuestras naves va de uno a otro tan rápido como la luz de las estrellas, el viaje dura muchos siglos. Los de la nave no lo notan, pero es así. Si la nave viaja más rápido, aprovechando el viento de los soles, el tiempo retrocede, de modo que la nave llega antes de haber zarpado.

—Para vosotros tiene que ser muy incómodo —dije. Yo estaba mirando por encima del agua.

—Para nosotros, no para mí personalmente. Si piensas que soy una especie de reina o guardiana de tu Urth, descarta la idea. No lo soy. Pero imagina en cambio que queremos jugar al shah mat sobre un tablero cuyos escaques son balsas en ese mar. Movemos una pieza, pero entretanto las balsas se agitan y deslizan formando una nueva combinación; y para mover las piezas hemos de remar de una balsa a otra, cosa que lleva mucho tiempo.

—¿Contra quién jugáis?

—Contra la entropía.

Me volví para mirarla.

—Dicen que en ese juego se pierde siempre.

—Lo sabemos.

—¿Está Thecla viva de verdad? ¿Fuera de mí?

—¿Aquí? Sí.

—Y si la llevara a Urth, ¿viviría?

—Eso no está permitido.

—Entonces no preguntaré si me puedo quedar aquí con ella. Eso ya me lo has contestado. En total menos de un día, dijiste.

—¿Te quedarías aquí con ella si fuera posible?

Lo pensé un momento.

—¿Y permitir que Urth se hiele en la oscuridad? No. Thecla no era una buena mujer, pero…

—¿No era buena de acuerdo con qué medida? —preguntó Apheta. Como yo no respondía, dijo—: Estoy preguntando de veras. Tú puedes creer que no ignoro nada, pero no es así.

—De acuerdo con su propia medida. Lo que iba a decir, si encuentro las palabras, es que como todos los exultantes, salvo muy pocos, ella tenía cierta responsabilidad. A mí me asombraba que teniendo tantos conocimientos apenas le importasen. En esa época conversábamos en su celda. Mucho después, cuando ya era Autarca desde hacía varios años, comprendí que en realidad ella conocía algo mejor, algo que se había pasado la vida aprendiendo. Era una etología tosca, pero me doy cuenta de que no encuentro las palabras exactas.

—Intenta, por favor. Me gustaría oírlo.

—Thecla defendía a muerte a cualquiera que no pudiese evitar depender de ella. Por eso esta mañana Hunna me ayudó a agarrar a Zak. Vio en mi algo de Thecla, aunque tiene que haber sabido que no era ella realmente.

—Sin embargo tú dijiste que Thecla no era buena.

—La bondad es mucho más que eso. Ella también lo sabía.

Hice una pausa; mirando los blancos destellos de las olas en la oscuridad, más allá de las barcas, intenté ordenar mis pensamientos.

—Lo que intentaba decir es que la aprendí de ella, la responsabilidad, o mejor dicho la absorbí cuando la absorbí a ella. Si ahora traicionara a Urth por Thecla, sería peor que ella, no mejor. Ella quiere que yo sea mejor, así como todo amante quiere que su amada sea mejor que él.

Apheta dijo: —Sigue.

—Yo quería a Thecla porque era mucho mejor que yo, social y moralmente, y ella me quería porque yo era mucho mejor que ella y sus amigos por el sólo hecho de hacer algo necesario. En Urth la mayoría de los exultantes no hacen nada. Tienen un montón de poder y se dan importancia; le dicen al Autarca que manejan a sus peones y a sus peones que manejan la Comunidad. Pero en realidad no hacen nada, y en el fondo lo saben. Usar el poder les da miedo, al menos a los mejores, porque saben que no van a usarlo con inteligencia.

Arriba giraban unas aves, pálidas aves de grandes ojos y picos como espadas; al cabo de un tiempo vi saltar un pez.

—¿Por qué no puedes dejar que tu mundo se hiele en la oscuridad?

Yo me había acordado de otra cosa.

—Tú dijiste que no hablabas nuestro idioma.

—Dije que no hablo ninguna lengua, que nosotros no tenemos lenguas. Mira.

Abrió la boca y me la acercó, pero estaba demasiado oscuro para ver si me había engañado.

—¿Cómo es que te oigo? —le pregunté. Entonces me di cuenta de lo que quería y la besé; el beso me dio la seguridad de que era una mujer de mi raza.

—¿Conoces nuestra historia? —murmuró mientras nos separábamos.

Le conté lo que el aquastor Malrubius me había contado otra noche en otra playa: que en un manvantara anterior, los hombres de ese ciclo se habían valido de otras razas para modelar gente, compañeros, y que con la destrucción de su universo éstos habían huido a Yesod, y que ahora gobernaban nuestro universo por medio de los hieródulos, modelados por ellos mismos.

Cuando terminé Apehta sacudió la cabeza. —Hay mucho más.

Le respondí que yo nunca había supuesto lo contrario, pero que había recitado lo que sabía. Y añadí: —Dijiste que sois hijos de los hierogramatos. ¿Quiénes son, y quiénes sois vosotros?

—Son ésos que tú has dicho, los que fueron hechos a vuestra imagen por una raza consanguínea. En cuanto a nosotros, somos lo que te he contado.

Calló, y cuando hubo pasado un cierto tiempo, le dije: —Continúa.

—Severian, ¿sabes qué significa esa palabra que usaste, hierogramatos?

Le dije que, según me habían contado una vez, designaba a los que registraban los decretos del Increado.

—Es bastante correcto. —Hizo una nueva pausa. Es posible que seamos demasiado reverentes. Ésos que no nombramos, los consanguíneos que mencioné, todavía siguen despertando los mismos sentimientos, aunque la única obra suya que ha quedado son los hierogramatos. Dices que deseaban tener compañeros. ¿Cómo pudieron buscar compañeros en quienes siempre tenderían más y más hacia lo alto?

Confesé que no lo sabía; y como parecía remisa a contarme más, describí el ser alado que había visto en el libro del padre Inire y le pregunté si no era un hierogramato.

Dijo que sí. —Pero no hablaré más de ellos. Me preguntaste por nosotros. Nosotros somos sus larvas. ¿Sabes qué es una larva?

—Pues sí —contesté—. Un espíritu enmascarado.

Apheta asintió. —Llevamos con nosotros el espíritu de los hierogramatos, y como tú dices, hasta que no seamos realmente como ellos hemos de vivir enmascarados, no con una máscara real como la que usan los hieródulos, sino bajo el aspecto de tu raza, la raza a la cual nuestros padres, los hierogramatos, se propusieron seguir en un principio. Sin embargo todavía no somos hierogramatos, ni tampoco como vosotros. Hace un buen rato que vienes escuchando mi voz, Autarca. Ahora escucha la voz de este mundo, Yesod, y cuéntame qué oyes cuando te hablo, aparte de mis palabras. ¡Escucha! ¿Qué oyes?

Yo no entendía.

—Nada —dije—. Pero tú eres una mujer humana.

—No oyes nada porque hablamos con el silencio, lo mismo que tú con el sonido. A todos los sonidos que encontramos les damos forma; cancelamos los innecesarios y expresamos los pensamientos con el resto. Por eso te traje aquí, donde las olas murmuran siempre; y por eso tenemos tantas fuentes, y árboles que agitan las hojas al viento de nuestro mar.

Yo apenas la oía. Se estaba elevando algo vasto y brillante —una luna, un sol—, de forma disparatada, empapado de luz. Era como si una semilla de oro sostenida por un billón de filamentos negros cursara la atmósfera de ese mundo extraño. Era la nave; y aun por debajo del horizonte, el sol llamado Yesod daba de lleno en el inmenso casco y se reflejaba con una luz semejante a la del día.

—¡Mira! —le dije a Apheta.

Y ella me respondió: —¡Mira! ¡Mira! —y se señaló la boca.

Miré, y descubrí que lo que al besarnos había tomado por su lengua era un gajo de tejido que le sobresalía del paladar.

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