XLIX — Apu-Punchau

Las aguas ya no eran del negro de la noche sino de un verde oscuro; me pareció atisbar innumerables hebras de algas, erguidas y balanceándose en la corriente. El hambre me traía el recuerdo de los peces de juturna, y entretanto observaba cómo Océano se desvanecía haciéndose más tenue y ligero, y cómo cada gota diminuta se separaba de las demás, hasta que no quedó más que niebla.

Tomé aliento, y lo que entró fue aire y no agua. Planté el pie en el suelo, y era tierra firme.

Lo que había sido agua era una pampa de hierba alta hasta la cintura, un mar de hierba cuya costa se perdía en un remolino blanco, como si una turba de fantasmas danzase allí rápida, silenciosa y lúgubremente. La caricia de la niebla no consiguió horrorizarme, aunque era más viscosa que la de un espectro de cuento nocturno. Esperando encontrar comida y calentarme, eché a andar.

Se dice que los que vagan en la oscuridad, y más aún los que vagan en la niebla, describen meros círculos en la llanura. Puede que éste fuera mi caso, pero no lo creo. Un viento tenue agitaba la niebla, y yo mantenía ese viento siempre a mis espaldas.

Una vez había recorrido la Vía de Agua con una sonrisa, imaginándome desafortunado y extasiándome en el infortunio. Ahora sabía que así había comenzado el viaje que me convertiría en verdugo de Urth; y aunque mi tarea estaba cumplida, me pareció que nunca volvería a ser feliz; aunque al cabo de una o dos guardias habría sido harto feliz, supongo, con que sólo me devolvieran mi capa de oficial.


Por fin el viejo sol de Urth se elevó detrás de mí, y se elevó en una gloria coronada de oro. Ante él huyeron los espectros; contemplé la extensión de la pampa, un verde océano infinito, susurrante, atravesado por un millar de olas. Infinito, es decir, excepto al este, donde unas montañas levantaban altivas fortalezas no marcadas aún por la forma humana.

Continué hacia el oeste, y mientras andaba se me ocurrió que, si hubiera podido, yo — que había sido el Sol Nuevo— me habría escondido detrás del horizonte. Acaso el que había sido el Sol Viejo hubiera sentido lo mismo. Al fin y al cabo había un Sol Viejo en Escatología y génesis, la obra del doctor Talos, y aunque la representación hubiese quedado incompleta para siempre, el propio doctor Talos, que se había vuelto un vagabundo de las tierras occidentales, en una ocasión había pensado desempeñar el papel.


Aves zancudas taconeaban por la pampa pero si me acercaba demasiado huían. Una vez, cuando acababa de aparecer el sol, vi un felino manchado; pero no tenía hambre y se escabulló. Cóndores y águilas viraban en el cielo, motas negras contra el brillante cielo azul. Yo estaba tan famélico como ellos; y aunque era imposible en ese lugar, de vez en cuando imaginaba un olor a pescado frito, engañado sin duda por el recuerdo de la miserable taberna donde había conocido a Calveros y el doctor Talos.

El maestro Palaemon nos había enseñado que el cliente encerrado en una celda puede aguantar tres días sin agua; pero para quien se afana bajo el sol ese tiempo es demasiado. Creo que ese día yo me habría muerto si no hubiese encontrado agua fresca, cosa que sucedió cuando mi sombra parecía ya muy larga. Era sólo un arroyuelo, apenas más ancho que el arroyo que en mi visión llevaba a Briah, y tan hundido en la pampa que no lo vi hasta que casi rodé por el barranco.

Rápido como un mono, bajé a cuatro manos la orilla rocosa y me sacié con esa agua entibiada por el sol; para quien había bebido la limpieza del mar tenía sabor a lodo. De haber estado tú conmigo, lector, apremiándome a que siguiéramos caminando, creo que te habría matado. Me derrumbé entre las piedras, demasiado exhausto para dar un paso más, y antes de cerrar los ojos ya estaba dormido.


Pero creo que no dormí mucho. Cerca rugió un gran felino, y me desperté temblando de un miedo más viejo que la primera morada humana. De niño, cuando dormía en la Torre Matachina con otros aprendices, muchas veces oía ese rugido en la Torre del Oso y no tenía miedo. Lo que cambia las cosas, creo, es la ausencia de paredes. En la torre yo sabía que unos muros me protegían, y que otros aprisionaban a los esmilodontes y átroxes. Ahora sabía que estaba expuesto y a la luz de las estrellas me puse a juntar piedras, apilándolas, me dije, como proyectiles, pero en verdad (como creo ahora) para alzar una pared.

¡Qué raro era! Mientras nadaba o caminaba en el fondo de la corriente, me había imaginado una deidad, o al menos algo más que un hombre; ahora me sentía algo menos. Y con todo, si lo pienso, al fin de cuentas no es tan raro. En ese lugar yo estaba quizás en una época muy anterior a aquella en que Zak había hecho lo que hizo en la nave de Tzadkiel. Allí el Sol Viejo aún no se había debilitado, y era posible que ni siquiera lograran alcanzarme esas influencias que arrojaban sombras detrás de mí cuando había llegado al barranco.

Por fin vino el alba. El sol del día anterior me había dejado enrojecido y frágil; no salí del barranco, donde a veces había un poco de sombra, y caminé cruzando el arroyo o por la orilla, y encontré el cuerpo de un pecarí que alguien había matado cuando el animal bajaba a beber. Arranqué un pedazo de carne, lo mastiqué, y lo lavé con agua barrosa.


Alrededor de las nonas avisté la primera bomba de riego. El barranco tenía casi siete anas de profundidad, pero los autóctonos habían construido una serie de presas pequeñas y escalonadas apilando piedras del río. Una noria provista de cubos de cuero colgantes entraba ávidamente en el agua, movida por dos hombres agachados, del color de las momias, que gruñían de satisfacción cada vez que un cubo se vaciaba en la batea de arcilla.

Me gritaron en una lengua que no conocía, pero no intentaron pararme. Yo agité la mano y seguí andando, extrañado de verlos regar los campos, porque entre las constelaciones de la noche anterior había distinguido los crótalos, esas estrellas de invierno que traen el crujido de las ramas envainadas en hielo.

Pasé frente a una docena de norias semejantes antes de llegar al pueblo, donde había una escalera de piedra que bajaba hasta el agua. Allí iban las mujeres a lavar ropa y llenar cántaros, y se quedaban a contar chismes. Me miraron; y yo exhibí las manos mostrando que estaba desarmado, aunque dada mi desnudez el gesto habrá sido superfluo.

Las mujeres hablaron entre ellas en un lenguaje cadencioso. Me señalé la boca para indicar que tenía hambre y una mujer macilenta, un poco más alta que las demás, me dio una faja de una tela vieja y tosca para que me la atara a la cintura, ya que esté uno donde esté, las mujeres se parecen mucho.

Como los hombres de la bomba de riego, aquéllas tenían ojos pequeños, boca estrecha y anchas mejillas chatas. Tardé más de un mes en comprender por qué parecían tan diferentes de los autóctonos que yo había visto en la Feria de Saltus, en el mercado de Thrax y otros lugares, aunque sólo se trataba de que éstos tenían orgullo y eran mucho menos inclinados a la violencia.

En la escalera el barranco era ancho y no echaba sombra. Cuando advertí que ninguna mujer pensaba darme comida, subí los peldaños y me senté en el suelo a la sombra de una de las casas de piedra. Tengo la tentación de insertar aquí toda clase de meditaciones, cosas que en realidad pensé avanzada ya mi estancia en el pueblo de piedra; pero la verdad es que en aquel momento no pensé nada. Estaba muy cansado y muy hambriento, y un poco dolorido. Me aliviaba librarme del sol y no caminar más, y eso era todo.

Poco después la mujer alta me trajo una torta chata y un jarro de agua; los dejó a tres codos de mí y se fue a toda prisa. Comí la torta y bebí el agua, y esa noche dormí en el polvo de la calle.

A la mañana siguiente vagué por el pueblo. Las casas estaban hechas con piedras del río. Los techos eran casi planos, de leños delgados cubiertos de barro mezclado con paja, vainas y varas. En una puerta una mujer me dio la mitad de una negruzca torta de cereal. Los hombres que vi no me prestaron atención. Más tarde, cuando llegué a conocerlos mejor, comprendí que tenían el deber de explicar todo lo que vieran; y como no tenían noción de quién era yo ni de dónde venía, simulaban no verme.

Esa noche me instalé en el mismo lugar que la anterior, pero cuando regresó la mujer alta, esta vez dejando la torta y el jarro algo más cerca, los levanté y la seguí hasta su casa, una de las más viejas y más pequeñas. Al verme apartar la raída estera que hacía de puerta, la mujer se asustó, pero yo me senté a comer y beber en un rincón y procuré demostrarle que no tenía malas intenciones. Junto a su pequeño fuego la noche era más tibia que la de fuera.


Me puse a trabajar en la casa retirando las partes de los muros que parecían a punto de caerse y volviendo a apilar las piedras. La mujer me miró largo rato antes de irse al pueblo. No volvió hasta el atardecer.

Al otro día la seguí y descubrí que iba a una casa más grande donde trituraba maíz en un molino de mesa, lavaba la ropa y barría. A esas alturas yo manejaba los nombres de algunos objetos simples y cuando entendía lo que estaba haciendo la ayudaba.

El dueño de la casa era un chamán. Servía a un dios cuya terrorífica imagen se alzaba en las afueras del pueblo, hacia el este. Después de trabajar varios días para la familia, aprendí que el principal acto de devoción se llevaba a cabo por las mañanas, antes de que yo llegase. En adelante me levanté más temprano y llevé leña al altar donde él quemaba carne y aceite, y en la fiesta del solsticio de verano degollé un coipo a un son de pies danzantes y un redoble de tamboriles. Así viví entre esa gente, compartiendo todo lo que podíamos compartir.

La madera era preciosa en alto grado. En la pampa no se desarrollaban bien los árboles, y sólo se les permitía crecer en los linderos de los cultivos. El fuego de la mujer alta, como el de todos, era de madera, mazorcas y vainas mezcladas con estiércol seco. A veces aparecía algún leño, incluso en el fuego que el chamán encendía cada mañana, cuando con cantos y salmodias atrapaba los rayos del Sol Viejo en el cuenco sagrado.

Aunque yo había reconstruido los muros de la casa de la mujer alta, lo que se podía hacer por el techo, en apariencia, era poco. Los postes eran pequeños y viejos, y algunos estaban muy agrietados. Consideré un tiempo la posibilidad de alzar una columna de piedra para sostenerlo, pero habría reducido el espacio dentro de la casa.

Tras cierta reflexión eché abajo toda la estructura desvencijada y la reemplacé por unos arcos intersectantes como viera en el cobertizo del pastor donde había dejado el chal de las Peregrinas, todos de piedras sin mezcla, todos apuntando al centro de la casa. Utilicé más piedras, tierra molida y las vigas del techo hasta que estuvieron completos los arcos, y reforcé las paredes con nuevas piedras del río como soporte exterior. Mientras avanzaba la construcción la mujer y yo tuvimos que dormir fuera; pero ella no se quejó y, cuando estuvo todo listo y yo hube revocado el panal del techo con adobe, como antes, tuvo una vivienda nueva, alta y maciza.

Al ponerme a trabajar echando abajo el techo viejo, nadie me había hecho mucho caso; pero cuando empecé a levantar los arcos, los hombres venían del campo a observar y algunos me ayudaban. Y estaba desmantelando el último andamio cuando apareció el chamán en persona, acompañado del atamán del pueblo.

Por un rato dieron vueltas y vueltas en torno a la casa; pero cuando quedó claro que el andamio ya no sostenía el techo entraron con antorchas. Y por último, una vez terminado el trabajo, me hicieron sentar y me interrogaron, empleando numerosos gestos porque yo aún no conocía bien la lengua que hablaban.

Les dije todo lo posible y apilé unos pedruscos chatos para explicarles cómo se hacía. Después me preguntaron por mí: de dónde había venido y por qué vivía con ellos. Hacía tanto que yo no hablaba con nadie más que con la mujer que sólo a trancas y barrancas pude dar forma a buena parte del relato. No esperaba que me creyesen; era suficiente con que alguien lo escuchara, ellos o cualquiera.

Al final, cuando salí para señalar el sol, descubrí que mientras yo tartamudeaba y garabateaba mis toscos dibujos en el polvo, había anochecido. La mujer alta se había sentado a la puerta, el pelo negro batido por un fresco viento pampeano. El chamán y el atamán salieron también, empuñando las antorchas goteantes, y vi que ella tenía mucho miedo.

Pregunté qué problema había pero, sin darle tiempo a responder, el chamán inició un largo discurso del cual yo apenas entendía una palabra entre diez. Enseguida, el atamán habló del mismo modo. Lo que decían sacó a los hombres de las casas y los reunió alrededor, algunos con lanzas de caza (porque no era un pueblo guerrero, otros con azuelas o cuchillos. Me volví hacia la mujer y le pregunté qué pasaba.

Con un susurro furioso, me contó que según el atamán y el chamán yo había dicho que traía el día y caminaba por el cielo. Ahora tendríamos que permanecer donde estábamos hasta que el día llegara sin que yo lo trajera; cuando sucediera eso moriríamos los dos. Lloraba. Quizá le corrieran lágrimas por las mejillas flacas; en todo caso, yo no las veía a la parpadeante luz de las antorchas. Me di cuenta de que nunca había visto llorar a ninguna de esas gentes, ni siquiera a los niños. Ningún llanto me ha conmovido nunca como el seco castañeteo de esos sollozos.

Esperamos largo rato ante la casa. Llegaron nuevas antorchas, y con leña y ascuas de las casas cercanas se encendieron varios fuegos. Pese a todo, el frío que rezumaba la tierra me endureció las piernas.

No teníamos otra esperanza que resistir más que esa gente, hasta exasperarlos. Pero cuando les estudiaba las caras, que habrían podido ser máscaras de madera untadas de ocre arcilloso, sentí que podían aguantar un año entero, mucho más una breve noche de verano.

Si hubiera hablado aquella lengua extraña con fluidez, pensé, habría podido amedrentarlos, o al menos explicarles qué quería decir en realidad. Como las palabras — no en su lengua, ay, sino en la mía— no dejaban de resonar en mi mente, terminé especulando con ellas. ¿Sabía yo mismo qué significaban? ¿Sabía lo que significaba cualquier palabra? Sin duda no.

Desesperado, y arrastrado por la misma insaciable tendencia a la autoexpresión estéril que me ha hecho escribir y revisar la historia que envié a la biblioteca del maestro Ultan para que la pulverizaran y metieran en agua, y que poco después arrojé al vacío, me puse a gesticular, a contar esa historia una vez más, lo mejor posible, ahora sin palabras. Acuné con los brazos al bebé que había sido, me debatí impotente en el Gyoll hasta que me salvó la ondina. Nadie hizo ademán de interrumpirme, y al cabo de un rato me levanté para ejercitar las piernas tanto como los brazos, mimando caminatas por los vacíos, intrincados corredores de la Casa Absoluta y galopando en el destriero que había muerto entre mis piernas en la Tercera Batalla de Orithya.

Me parecía oír música; y un rato después la oía claramente, pues muchos de los hombres convocados por los discursos del chamán y el atamán habían empezado a murmurar, y golpeaban la tierra con los cabos de las lanzas de punta de piedra y las azuelas de asta. Las notas ululantes giraban alrededor como un enjambre de abejas.

En su momento vi que algunos hombres miraban al cielo y se codeaban. Pensando que habían detectado el primer resplandor gris del alba miré yo también; pero sólo vi alzarse la cruz y el unicornio, las estrellas del verano. Luego el chamán y el atamán se prosternaron ante mí. En ese instante, por el más maravilloso golpe de suerte, Urth volvió la cara al sol. Sobre los dos hombres cayó mi sombra.

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