XXXIX — La Garra del Conciliador

Otra vez En reconocimiento a mi inclinación, el hombre de dos cabezas que al otro lado de la cortina holgazaneaba en un diván alzó su copa.

—Veo que sabes a quién te presentas. —La que hablaba era la cabeza de la izquierda.

—Eres Tifón —dije—. El monarca: el único gobernante, o eso crees, de este mundo desventurado, y de otros también. Pero no, no fue ante ti que me incliné, sino ante mi benefactor Piatón.

Con un poderoso brazo que no era suyo, Tifón se llevó la copa a los labios. Por encima del borde dorado me lanzó la mirada envenenada del barbirrubio.

—¿Has conocido a Piatón en el pasado?

Sacudí la cabeza: —Lo conoceré en el futuro.

Tifón bebió y dejó la copa en una mesita.

—Entonces es cierto lo que dicen de ti. Sostienes que eres profeta.

—No me había visto de ese modo. Pero sí, si tu quieres. Sé que morirás en ese sofá. ¿Te interesa? Ese cuerpo yacerá entre las correas que ya no precisarás para contener a Piatón y los instrumentos que no precisarás para obligarlo a comer. Los vientos de la montaña secarán ese cuerpo robado hasta que se parezca a las hojas que hoy mueren jóvenes, y edades enteras del mundo lo hollarán antes de que mi llegada vuelva a despertarte a la vida.

Tifón se rió como yo lo había oído reírse cuando desenvainé Términus Est.

—Me temo que eres mal profeta; pero pienso que los malos profetas son más divertidos que los de verdad. Si hubieras dicho simplemente que iba a morir entre los panes funerarios del cráneo de este monumento, en caso de que mi muerte ocurra alguna vez, de lo cual he empezado a dudar, no habrías dicho algo muy distinto que un niño cualquiera. Prefiero tus fantasías, y acaso pueda utilizarte. Se cuenta que has llevado a cabo curas asombrosas. ¿Tienes verdadero poder?

—Eso has de decirlo tú.

Se sentó, con un balanceo del musculoso torso que no era suyo.

—Estoy acostumbrado a que respondan a mis preguntas. Una llamada, y cien hombres de mi división particular estarían aquí para sacudirte… —Hizo una pausa y se sonrió a sí mismo—… de encima de mi manga. ¿Te divertiría? ¡Contéstame, Conciliador! ¿Puedes volar?

—No sé, nunca lo he intentado.

—Quizá pronto tengas la oportunidad. Lo preguntaré dos veces. —Volvió a reír.— A fin de cuentas es lo adecuado en mi condición actual. Pero no tres. ¿Tienes poder? Pruébalo o muere.

Permití que mis hombros se alzaran un dedo y cayeran otra vez. Aún tenía las manos entumecidas por los grillos; mientras hablaba me froté las muñecas.

—¿Concederías que tengo poder si con sólo golpear esta mesa que tenemos ahí matara a cierto hombre que acaba de agraviarme?

El desdichado Piatón me miró fijamente y Tifón sonrió.

—Sí, sería una demostración satisfactoria.

—¿Das tu palabra?

La sonrisa se ensanchó.

—Si quieres —dijo—. ¡Pruébalo!

Saqué el puñal y lo puse sobre la mesa.


Dudo de que en la montaña hubiera previsiones para el confinamiento de prisioneros; y considerando las que se habían dispuesto para mí, se me ocurrió que mi celda en el barco que pronto sería la Torre Matachina tenía que ser también provisoria, y que había sido preparada hacía mucho. Si Tifón sólo hubiera deseado confinarme, le habría sido fácil vaciar alguno de los sólidos cobertizos y encerrarme dentro. Era obvio que deseaba algo más: aterrorizarme y someterme, y así ganarme para su causa.

Mi prisión era un saliente de roca en la túnica de la figura gigantesca que ya mostraba la cara de Tifón. En ese lugar barrido por los vientos me prepararon un pequeño refugio de piedras y lona, y allí me llevaron carne y un vino poco común, sacado quizá de los almacenes del propio Tifón. Mientras yo observaba, en la roca donde el espolón se apartaba de la montaña clavaron un madero casi tan grueso como el palo de mesana del Alcyone, y en la base encadenaron un esmilodonte. En la punta del madero, esposado como había estado yo, colgaba el quiliarca de un gancho que le pasaba entre las manos.

Estuve mirando esas manos hasta que se fue la luz, aunque pronto me di cuenta de que al pie de la montaña bramaba una batalla. Al parecer el esmilodonte había pasado hambre. De tanto en tanto daba un salto buscando agarrar las piernas del quiliarca. Este siempre conseguía hurtarlas un codo; y aunque las grandes zarpas del animal roturaban como escoplos la madera, no encontraban punto de apoyo. En esa sola tarde obtuve toda la venganza que habría podido desear. Cuando llegó la noche le llevé comida al esmilodonte.

Una vez, durante el viaje a Thrax con Dorcas y Jolenta, yo había liberado una bestia amarrada de modo muy parecido; no me había atacado, quizá porque yo llevaba la gema llamada Garra del Conciliador, o quizá sólo porque estaba muy débil. Ahora el esmilodonte comía de mis manos y las lamía con una lengua ancha y rugosa. Toqué los curvos colmillos, parecidos al marfil de los mamuts; y le rasqué las orejas como si fuera Triskele, diciendo: —Hemos forjado espadas. Somos listos, ¿no?

Aunque pienso que las bestias sólo comprenden las frases más simples y familiares, sentí que la enorme cabeza asentía.

La cadena estaba sujeta a un collar con dos broches anchos como mi mano. La solté; la pobre criatura quedó libre, pero permaneció junto a mí.

Liberar al quiliarca no fue igual de sencillo. Rodeándolo con las piernas, como rodeaba de chico los pinos de la necrópolis, pude trepar el madero con bastante facilidad. Para entonces el horizonte ya estaba muy por debajo de mi estrella, y no me habría costado nada desenganchar al encadenado y dejarlo caer; pero no me atreví a hacerlo por miedo a que se precipitara al abismo o lo atacara el esmilodonte. Por débil que fuera la luz para verlos, los ojos fulguraban mirándonos desde abajo.

Al fin me anudé las manos de él al cuello y bajé como pude, casi resbalando y a medias ahogado, pero llegué a la seguridad de la roca. Cuando lo llevé al refugio, el esmilodonte vino detrás y se echó a nuestros pies.

A la mañana, cuando llegaron siete guardias con comida, agua y vino para mí y antorchas atadas a estacas para alejar al esmilodonte, el quiliarca ya se había recuperado, y había comido r bebido. La consternación de los soldados al ver que hombre y esmilodonte habían desaparecido nos divirtió; pero no fue nada comparada con sus expresiones cuando descubrieron que estaban los dos en mí refugio.

—Acercaos —les dije—. La bestia no os hará nada, y estoy seguro de que el quiliarca sólo os castigará si habéis faltado a vuestro deber.

Avanzaron, aunque titubeando, oteándome con tanto miedo como al esmilodonte.

—Ya visteis lo que hicieron al quiliarca por haberme dejado guardar un arma. ¿Qué os harán cuándo se sepa que lo habéis dejado escapar?

El pontonero me respondió: —Moriremos todos, sieur. Habrá un par de postes más, y de cada uno colgarán tres o cuatro de nosotros. —Mientras hablaba, el esmilodonte gruñó de pronto y los siete retrocedieron.

El quiliarca asintió. —Tiene razón. Yo mismo daría la orden, si conservara mi cargo.

—Algunos hombres quedan destrozados cuando pierden cargos así.

—A mí nunca me ha destrozado nada —replicó él—. Tampoco me destrozará esto.

Creo que fue la primera vez que lo miré como a un ser humano. Tenía un rostro duro y frío pero lleno de inteligencia y decisión.

—Es cierto —le dije—. A algunos les pasa, pero no a ti. Debes huir y llevarte a estos hombres contigo. Los pongo a tus órdenes.

De nuevo asintió. —¿Puedes soltarme las manos, Conciliador?

El pontonero dijo: —Yo puedo, sieur. —Se adelantó con la llave, y el esmilodonte no protestó. Cuando las esposas cayeron a la roca donde estábamos sentados, el quiliarca las recogió y las tiró al precipicio.

—Mantén las manos detrás de ti —le dije—. Tápalas con la capa. Que estos hombres te conduzcan a la voladora. Todo el mundo pensará que te trasladan a otro lugar para seguir castigándote. Vosotros sabréis mejor que yo dónde aterrizar a salvo.

—Nos uniremos a los rebeldes, que seguramente se alegrarán. —Se puso en pie y saludó, y yo también me puse en pie y le devolví el saludo, habituado como estaba desde mis tiempos de Autarca.

El pontonero preguntó: —Conciliador, ¿no puedes liberar a Urth de Tifón?

—Podría, pero no lo haré a menos que sea inevitable. Matar a un gobernante es fácil… muy fácil. Pero es muy difícil impedir que venga uno peor.

—¡Gobiérnanos tú!

Meneé la cabeza. —Si os digo que tengo una misión más importante pensaréis que bromeo. Y sin embargo es verdad.

Asintieron, a todas luces sin comprender.

—Os diré una cosa. Esta mañana he estudiado esta montaña y la rapidez con que se hacen los trabajos. Todo esto me dice que a Tifón le queda muy poco tiempo. Morirá en el sofá rojo donde está ahora; y sin una orden de él, nadie se atreverá a abrir la cortina. Todos se escabullirán uno tras otro. Las máquinas que cavan como hombres volverán a buscar nuevas instrucciones pero nadie las recibirá, y a su tiempo la cortina misma se volverá polvo.

Me miraban boquiabiertos. Yo dije: —Nunca habrá otro gobernante como Tifón, otro monarca de muchos mundos. Pero los gobernantes menores que lo sucedan, el mejor y más grande de los cuales se llamará Ymar, lo imitarán hasta que cada pico de los que veis a nuestro alrededor lleve una corona. Esto es todo lo que os digo ahora, y todo lo que puedo decir. Tenéis que marcharos.

El quiliarca dijo: —Si lo deseas, Conciliador, nos quedaremos aquí y moriremos contigo.

—No lo deseo —les dije—. Y no moriré. —Intenté revelarles las obras del Tiempo, aunque yo mismo no las entendía:— Todos los que han vivido siguen viviendo en algún ahora. Pero vosotros corréis grave peligro. ¡Marchaos!

Los guardias retrocedieron. El quiliarca dijo:

—¿No nos darás una prenda, Conciliador, una prueba de que te hemos conocido? Sé que he profanado mis manos con tu sangre, y Gaudentius también; pero estos hombres no te han hecho ningún daño.

La palabra prenda sugirió la prenda que recibió. Me quité la correhuela y el saquito de piel humana que Dorcas había cosido para la Garra, y que ahora contenía la espina que yo me había arrancado del brazo junto al infatigable Océano, la espina sobre la que había cerrado mis dedos en la nave de Tzadkiel.

—Esto se ha empapado en mi sangre —les dije.

Con una mano en la cabeza del esmilodonte, los miré andar por el promontorio, las sombras largas aún a la luz de la mañana. Cuando alcanzaron la masa rocosa que rápidamente se iba convirtiendo en la manga de Tifón, el quiliarca escondió las muñecas bajo la capa como yo había sugerido. El pontonero sacó su pistola y dos soldados apuntaron las armas a la espalda del quiliarca.

Así dispuestos, prisionero y guardias, bajaron por la escalera de la otra punta y se perdieron en los trajinados caminos de ese lugar que yo no había llamado aún Ciudad Maldita. Los había despachado muy ligeramente; pero ahora que ya no estaban, supe una vez más lo que era perder un amigo —porque también el quiliarca se había vuelto amigo mío— y sentí que mi corazón, aunque duro como el metal (como han dicho algunos), al fin se preparaba a agrietarse.

—Y ahora debo perderte a ti también —le dije al esmilodonte—. De hecho, tendría que haberte despachado cuando todavía estaba oscuro.

Dejó escapar un profundo rezongo, sin duda un ronroneo, un sonido que pocos hombres o mujeres habrán oído. Desde el cielo llegó un débil eco del ronroneo tronante.

A lo lejos, en el regazo de la colosal estatua, despegó una voladora, elevándose despacio al principio (como suelen hacer esas naves cuando sólo de penden de la repulsión de Urth), luego alejándose velozmente. Recordé la voladora que había visto al separarme de Vodalus, tras el episodio que puse al comienzo mismo del manuscrito que arrojé a los universos mutables. Y luego resolví que si alguna vez recuperaba mi tiempo de ocio, escribiría un nuevo relato, comenzando como he hecho con el lanzamiento del viejo.

No puedo decir de dónde me viene esta sed insaciable de dejar detrás un errante rastro de tinta; pero una vez me referí a cierto incidente de la vida de Ymar. Ahora he hablado con el propio Ymar, pero el incidente sigue siendo tan inexplicable como el deseo. Preferiría que incidentes similares de mi vida no estuvieran envueltos en una oscuridad similar.

El trueno tan distante sonó de nuevo, esta vez más cerca, y era la voz de una columna de nubes negras como la noche, más grande aún que el brazo de la colosal figura de Tifón. Los pretorianos habían dejado a cierta distancia de mi pequeño refugio la comida y la bebida que habían traído. (Tales servicios son el precio de una lealtad imperecedera; quienes la profesan rara vez trabajan con la misma diligencia que un sirviente común cuya lealtad es un deber.) Salí, y el esmilodonte salió conmigo a recoger las viandas y guardarlas en el refugio. El viento ya estaba entonando su canción de tormenta, y unas gotas heladas y grandes como ciruelas salpicaron la roca frente a nosotros.

—Tendrás pocas oportunidades como ésta —le dije al esmilodonte—. Están corriendo a buscar refugio. ¡Vete ahora!

Partió a la carrera, como si hubiera esperado mi consentimiento, cubriendo diez codos con cada salto. Un momento después había desaparecido detrás del brazo de Tifón. Un momento más y reapareció como una veta tostada que la lluvia oscurecía, y de la cual peones y soldados huían como conejos.


Me alegró ver que las muchas armas de las bestias, por terribles que parezcan, son meros juguetes comparadas con las armas de los hombres.

Soy incapaz de decir si regresó sano y salvo a sus campos de caza, aunque confío en que sí. Por mi parte, me senté un rato bajo el refugio a escuchar la tormenta y masticar pan y fruta, hasta que al fin el viento salvaje me arrebató la lona de encima de la cabeza.

Me levanté; oteando entre las cortinas del aguacero, vi una partida de soldados que trepaba por el brazo.

Sorprendentemente, también vi lugares sin lluvia ni soldados. No quiero decir que esos lugares recién vistos se extendieran donde antes se había extendido el vacío. El doloroso vacío persistía, y la roca se derramaba al menos una legua como una catarata, con el verde oscuro de la alta jungla a lo lejos, muy abajo; la jungla que iba a albergar la aldea de hechiceros por la que el niño Severian y yo pasaríamos.

En verdad me parecía que las direcciones familiares —arriba y abajo, adelante y atrás, izquierda y derecha— se habían abierto como un capullo, revelando pétalos inimaginados, nueva Sefirot cuya existencia se me había ocultado hasta entonces.

Un soldado disparó. La descarga dio a mis pies, en la roca, astillándola como un cincel. Entonces comprendí que los habían enviado a matarme, supongo que porque uno de los hombres que acompañaban al quiliarca se había rebelado contra su sino y había contado lo que pasaba, aunque demasiado tarde para impedir la marcha de los demás.

Otro levantó un arma. Escapé pasando de la roca barrida por la lluvia a un lugar nuevo.

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