XVI — El Epítome

No tan ignorante como en otros tiempos, salté de la plataforma y después de una larga, suave caída más placentera que otra cosa, salí al paso de la procesión.

El prisionero casi no levantó la mirada. Aunque no le vi bien la cara, bastó para asegurarme de que no la había visto nunca. Era por lo menos tan alto como un exultante, y a mi juicio media cabeza más alto que la mayoría. Tenía el pecho y los hombros magníficamente desarrollados, lo mismo que los brazos, por lo que podía verse. Con el pesado avance, los grandes músculos de los muslos se le deslizaban como anacondas bajo una piel de una palidez traslúcida. En el pelo dorado no había un solo rastro gris; y de esto y la delgadez de la cintura deduje que no tendría más de veinticinco años, acaso menos.

Los tres que seguían al extraordinario prisionero no habrían podido ser más comunes. Todos eran de altura corriente y parecían no haber llegado a la mediana edad. Bajo la capa, el hombre llevaba túnica y calzas; las dos mujeres, vestidos sueltos hasta debajo de las rodillas. Ninguno estaba armado.

Cuando se acercaron di un buen paso al costado, apartándome, pero sólo los marineros me prestaban atención. Varios (aunque yo no reconocía a ninguno) me hacían señas para que me uniera a ellos, con las caras de esos juerguistas que en el exceso de alegría llaman a su celebración a todos los paseantes.

Me apresuré, y antes de que me diese cuenta Purn me había agarrado de la mano. Sentí un escalofrío —estaba lo bastante cerca para apuñalarme—, pero la expresión era de bienvenida. Gritó algo que no oí del todo y me palmeó la espalda. Un momento después Gunnie lo apartó de un empujón y me besó tan robustamente como la primera vez.

—Farsante rastrero —dijo y me dio otro beso, menos violento pero más largo.

Interrogarlos en medio de ese clamor no tenía sentido; y en verdad, si ellos querían hacer las paces, yo (sin otro amigo a bordo que Sidero) lo aceptaba más que contento.

Cruzando un umbral, la procesión onduló por un largo pasaje que bajaba abruptamente hasta un sector de la nave distinto de cuantos yo había visto. Las paredes eran insustanciales, no a la manera de los sueños, sino porque en cierto modo sugerían la delgadez de un tejido y la posibilidad de que reventaran en cualquier momento; de modo que recordé los pabellones y puestos de baratijas de la feria de Saltus, donde había matado a Morwenna y conocido al hombre verde. Y por unos momentos me quedé parado en el alboroto, intentando comprender a qué se debía.

Una de las mujeres con capa se subió a un asiento y golpeó las manos pidiendo silencio. Como el ánimo de los marineros no había sido incentivado con vino, la obedecieron en seguida y mi enigma se develó: a través de las finas paredes se oía, aunque muy débilmente, el rumor del aire helado de Yesod. Sin duda ya lo había oído antes sin darme cuenta.

—Queridos amigos —empezó la mujer—. Gracias por el recibimiento y la ayuda, y por todas las gentilezas que hemos recibido a bordo de vuestro velero.

Varios marineros hablaron o gritaron respuestas, algunas meramente educadas, otras brillantes de esa cortesía rústica junto a la cual tan baratos parecen los modos de los cortesanos.

—Sé que muchos sois de Urth. Tal vez sea útil determinar cuántos. ¿Podéis mostrarme las manos? Por favor, que levanten una mano los que nacieron en el mundo llamado Urth.

Casi todos los presentes levantaron la mano.

—Ya sabéis que hemos condenado a los pueblos de Urth, y conocéis la razón. Ahora esos pueblos piensan que se han ganado el perdón, y la oportunidad de recobrar los lugares que detentaban antaño…

La mayoría de los marineros lanzaron abucheos y burlas, incluido Purn; pero no Gunnie, advertí.

—… y han despachado a su Epítome para que los reivindique. El hecho de que se haya descorazonado y escondido de nosotros no ha de disponernos contra él ni contra ellos. Al contrario, consideramos que esa manifestación de un sentimiento de culpa de alguna manera los favorece. Como veis, estamos a punto de llevarlo a Yesod para la audiencia. Así como él representará a Urth en el banquillo, otros deben representarla en las gradas. Ninguno está obligado, pero tenemos permiso de vuestro capitán para llevarnos a quienes quieran venir. Todos ellos serán devueltos a la nave antes de que zarpe de nuevo. Los que no nos acompañen deben irse ahora mismo.

Unos pocos tripulantes se escabulleron detrás del gentío.

La mujer dijo: —A los que no nacieron en Urth también les pedimos que nos dejen.

Se marcharon algunos más. De los que quedaban, muchos me parecían muy poco humanos.

—¿Todos los demás vendréis con nosotros?

La multitud asintió a coro.

Yo exclamé: —¡Un momento! —e intenté abrirme paso hasta el frente, donde podría hacerme oír—. Si decidiésemos…

De inmediato pasaron tres cosas: la mano de Gunnie me tapó la boca; Purn me sujetó los brazos a la espalda y lo que yo había tomado por una rara estancia de la nave cayó debajo de mí.

Cayó de lado volcando al tropel de marineros, nosotros incluidos, en una sola masa forcejeante, y la caída no fue en absoluto como mis saltos desde las jarcias. El hambre de un mundo nos atrajo en el acto; y aunque no creo que fuese tan grande como el de Urth, después de tantos días bajo la débil atracción de las bodegas parecía realmente grande.

Un viento monstruoso aullaba fuera de los tabiques, y en un abrir y cerrar de ojos los tabiques mismos desaparecieron. Algo mantenía ese viento, imposible decir qué. Algo nos impedía salir despedidos del pequeño aparato volador como escarabajos barridos de un banco; y sin embargo estábamos en medio del cielo de Yesod, y bajo los pies sólo teníamos ese suelo estrecho.

El suelo se torcía y corcoveaba como un destriero en la carga más violenta de la batalla más desesperada que se hubiese librado nunca. Ningún teratornis resbaló jamás por una montaña de aire a mayor velocidad que nosotros, y al llegar a la sima salimos disparados hacia arriba como un cohete, girando como una saeta en vuelo.

Un momento más y rozábamos los topes de los mástiles, como una golondrina, y como una verdadera golondrina nos dejábamos caer para lanzarnos luego entre cables y berlingas, entre un palo y otro.

Como muchos marineros se habían derrumbado a medias o del todo, pude ver las caras de los tres de Yesod que nos habían llevado al aparato, y por primera vez pude ver también plenamente la cara del prisionero. Las de ellos parecían serenas y divertidas; a la de él la ennoblecía el más resuelto coraje. Supe que la mía reflejaba miedo, y sentí tanto como el día en que los pentadáctilos de los ascios rodearon a los schiavoni de Guasacht. Sentí además otra cosa, sobre la cual escribiré en un momento.


Quienes no han combatido nunca suponen que el desertor que huye del campo se consume de vergüenza. No es así; de lo contrario no desertaría. Fuera de algunas excepciones irrelevantes, las batallas las libran unos cobardes que tienen miedo de huir. Esto es lo que me pasaba. Avergonzado de revelarles a Purn y Gunnie mi terror, contraje mis rasgos en una mueca que sin duda parecía de verdadera resolución, tanto como se parece la máscara mortuoria a la faz sonriente de un viejo amigo. Luego levanté a Gunnie, balbuciendo alguna tontería sobre la esperanza de que no se hubiese lastimado.

—Peor lo pasó el pobre a quien le caí encima —me contestó. Y comprendí que sentía tanta vergüenza como yo, y que como yo, había resuelto mantenerse firme aunque tuviera desechas las tripas.

La mujer que nos había hablado antes dijo:

—Ya tenéis una aventura que contarles a vuestros compañeros cuando volváis a la nave. No tenéis de qué alarmaros. No habrá más tretas, y de este aparato es imposible caer.

Gunnie susurró: —Yo sabía qué ibas a decirles, ¿pero no ves que han encontrado al verdadero?

—El verdadero, como tú dices, soy yo —contesté—, y no sé qué está pasando. ¿No te he contado…? No, no te lo conté. Yo llevó en mí los recuerdos de mis antecesores, y en realidad puedes decir que soy mis antecesores tanto como yo mismo. El Autarca que me pasó el trono también fue a Yesod. Fue como yo estoy yendo… O en todo caso como creí que estaba yendo.

Gunnie meneó la cabeza; era evidente que me compadecía.

—¿Crees que lo recuerdas todo?

—Lo recuerdo. Puedo recordar cada paso de este viaje; siento el dolor del cuchillo que castró a ese hombre. No fue en absoluto como ahora; lo hicieron salir del barco con el debido respeto. En Yesod soportó una larga prueba y al fin juzgaron que había fracasado, como juzgó él mismo.

Con la esperanza de haberles llamado la atención, miré hacia donde estaban la mujer y sus compañeros.

Purn estaba de nuevo a nuestro lado. —¿Entonces todavía sostienes que eres realmente el Autarca?

—Lo era —le dije—. Y lo soy si puedo traer el Sol Nuevo. ¿Me darás por eso otra puñalada?

—Aquí no —dijo él—. Probablemente en ningún lugar. Yo soy un hombre simple, ¿entiendes? Te creí. Hasta que no agarraron al verdadero no me di cuenta de que me habías engañado. O a lo mejor te falta un tornillo. Yo nunca he matado a nadie, y no me gustaría matar a un hombre por mentiroso. Peor es matar a un hombre de Luna o de Puerto: mala suerte segura. —Le habló a Gunnie como si yo no estuviese:¿Te parece que se lo cree de veras?

—Estoy segura de que sí —dijo ella. Dejó pasar un momento y agregó—: Hasta podría ser cierto. Escúchame, Severian; yo estoy a bordo desde hace mucho. Es el segundo viaje que hago a Yesod, así que cuando trajeron a tu antiguo Autarca yo estaba entre los tripulantes. Sin embargo no lo vi y sólo me enteré después. Sabes que esta nave entra en el Tiempo y vuelve a salir y a entrar como una lanzadera, ¿no? ¿Todavía no lo sabes?

—Sí —dije—. Estoy empezando a entenderlo.

—Pues deja que te haga una pregunta. ¿No es posible que hayamos transportado a dos autarcas, tú y uno de tus sucesores? Imagina que te tocara volver a Urth. Tarde o temprano tendrías que elegir un sucesor. Podría ser ése que está ahí, ¿no? O el que tu sucesor eligió. Y si lo es, ¿qué sentido tiene que sigas con esto, perdiendo cosas que no quieres perder cuando todo termine?

—¿Quieres decir que haga lo que haga el futuro no va a cambiar?

—No cuando el futuro ya está listo delante de esta gabarra.

Habíamos hablado como si los demás marineros no estuvieran, algo que nunca es del todo seguro: uno ha de contar con el consentimiento de los omitidos. Agarrándome del hombro, uno de los marineros a quienes no había prestado atención me arrastró medio paso hacia él para que viese mejor por los hialinos costados del aparato volador.

—¡Mira! —dijo—. ¡Mira eso, mira! —Pero durante un latido lo miré a él, consciente de pronto de que ese hombre que para mí no era nada lo era todo para sí mismo, y de que yo era para él apenas un figurante, un lego que, compartiendo su alegría, le permitía duplicarla.

Luego miré, porque no hacerlo habría sido una especie de traición; y vi que estábamos trazando, a mayor velocidad, un círculo muy amplio sobre una isla enclavada en un interminable mar de agua azul y transparente. La isla era una colina que se alzaba entre las olas; la adornaban el verde de los jardines y el blanco del mármol y tenía un festón de pequeñas barcas.

No hay nada visible que impresione tanto como la Muralla de Nessus, o incluso la Gran Torre. A su modo, sin embargo, la isla era más impresionante; porque todo en ella era hermoso, sin excepción, y había allí una alegría más alta que la Torre, tan alta como un cúmulo de tormenta.

Entonces se me ocurrió, mirando la isla y las caras estúpidas y brutales de los hombres y mujeres que me rodeaban, que estaba dejando de ver algo más. Enviado por una de esas pálidas figuras que se alzan para mí detrás del antiguo Autarca, esos predecesores que no veo claramente y a menudo no veo en absoluto, se destacó un recuerdo. Era la figura de una virgen adorable, vestida con sedas de muchos tonos y recamadas de perlas. Cantaba en las avenidas de Nessus y se demoraba junto a las fuentes hasta la noche. Nadie se atrevía a molestarla, pues aunque su protector era invisible, la sombra de él la cubría por entero, y la hacía inviolable.

Загрузка...