No sabría decir cuánto tiempo estuvo la nave suspendida en el cielo. Fue menos de una guardia, sin duda, y no pareció más que un instante; de lo que hizo entretanto Apheta no tengo idea. Cuando la nave desapareció, la encontré sentada en una roca, cerca del agua, mirándome.
—Tengo tantas preguntas —dije—. Cuando vi a Thecla se me borraron de la mente, pero ahora están de nuevo; y encima hay preguntas sobre ella.
Apheta dijo: —Pero estás agotado.
Asentí.
—Mañanas debes enfrentarte con Tzadkiel y para mañana no falta mucho. Nuestro pequeño mundo gira más rápido que Urth; estos días y noches tienen que parecerte cortos. ¿Quieres venir conmigo?
—De buena gana, milady.
—Me tomas por una reina o algo por el estilo. ¿Te asombrará descubrir que vivo en una única habitación? Mira eso.
Miré y a sólo doce pasos del agua vi un arco escondido entre árboles.
—¿Aquí no hay marea? —pregunté.
—No. Yo sé de qué hablas porque he estudiado las cosas de tu mundo; por eso me eligieron para traer a los marineros y luego hablar contigo. Pero como Yesod no tiene compañero, tampoco tiene mareas.
—Tú sabías desde el principio que yo era Autarca, ¿no? Si has estudiado a Urth seguro que lo sabías. Lo de esposar a Zak fue una mera estratagema.
Ella no respondió, ni siquiera cuando llegamos a un arco sombrío. Abierto en un muro de piedra, parecía la entrada a una tumba; pero dentro el aire era fresco y dulce como todo el aire de Yesod.
—Tienes que guiarme, milady —dije—. En esta negrura no veo nada.
No acababa de hablar cuando se hizo la luz, una luz tenue como la de una llama reflejada por plata bruñida. Venía de Apheta y palpitaba como un corazón.
Estábamos en una habitación amplia, toda adornada con cortinas de muselina. Sobre una alfombra gris había butacas y divanes acolchados. Una tras otra las cortinas se plegaron bruscamente, y detrás de cada una vi el sombrío rostro silencioso de un hombre; después de mirarnos un momento, cada hombre dejó caer su cortina.
—Estás bien guardada, milady —le dije—. Pero de mí no tenéis nada que temer.
Ella sonrió, y era rara esa sonrisa alumbrada por su propia luz.
—Si te sirviera para salvar a tu Urth, me degollarías en un abrir y cerrar de ojos. Los dos lo sabemos bien. O te degollarías a ti mismo, me parece.
—Sí. Al menos eso espero.
—Pero no son protectores. La luz significa que estoy dispuesta a acoplarme.
—¿Y si yo no?
—Elegiré a otro mientras duermes. Como ves, no habrá problemas.
Apartó una cortina y entramos en un ancho corredor que doblaba a la izquierda. Había allí asientos como los de fuera y muchos otros objetos que me parecieron tan extraños como los artefactos del castillo de Calveros, aunque éstos no eran terribles sino hermosos. Apheta ocupó un diván.
—¿Esto no nos lleva a tu estancia, milady?
—Mi estancia es ésta. Es una espiral; muchas habitaciones nuestras son así porque nos gusta esa forma. Si sigues adelante llegarás a un lugar en donde puedes lavarte y estar un rato solo.
—Gracias. ¿Tienes una vela?
Negó con la cabeza, pero me dijo que no estaría totalmente oscuro.
La dejé y seguí la espiral. La luz me acompañaba, cada vez más débil pero reflejándose en la pared curva. Al fondo, que no tardé en alcanzar, un hálito de viento me sugirió que entre el techo y ese lugar se extendía lo que Gunnie había llamado un espiráculo. A medida que los ojos se me habituaron a la oscuridad lo fui distinguiendo como un círculo de sombra menos intensa. Parado debajo de él, contemplé el estrellado cielo de Yesod.
Pensé un rato en él mientras me aliviaba y lavaba el cuerpo, y cuando regresé junto a Apheta, cuya belleza desnuda palpitaba en un diván bajo una sábana delgada, la besé y le pregunté: —¿No hay otros mundos, milady?
—Hay muchísimos —murmuró ella. El pelo oscuro, que se había soltado, le flotaba alrededor del rostro brillante; así que ella misma parecía una misteriosa estrella envuelta en la noche.
—Aquí en Yesod. En Urth vemos miríadas de soles, tenues de día, brillantes de noche. Vuestro cielo está vacío de día, pero de noche es más brillante que el nuestro.
—Cuando se lo requiramos, los hierogramatos construirán otros nuevos… Mundos tan hermosos como éste o más. Y soles para esos mundos, si necesitamos más soles. Así que para nosotros ya existen. Aquí el tiempo corre como pidamos, y nos gusta la luz de esos soles.
—El tiempo no corre como yo quisiera. —Me senté en el diván, estirando la pierna dolorida.
—Todavía no —dijo ella. Y enseguida—: Eres cojo, Autarca.
—Seguro que lo habías notado antes.
—Sí, pero busco una manera de decirte que el tiempo correrá para ti como para nosotros. Ahora eres cojo, pero si llevas a Urth el Sol Nuevo no lo serás siempre.
—Vosotros los jerarcas sois magos. Más poderosos que los que conocí una vez, pero magos de todos modos. Habláis de tal o cual prodigio, pero aunque vuestros maleficios se cumplan, siento que vuestras recompensas son oro falso que se hacen polvo en la mano.
—Nos interpretas mal —dijo ella—. Y aunque sepamos mucho más que tú, nuestro oro es de verdad, obtenido como se obtiene el oro auténtico, a menudo al precio de la vida.
—Entonces estáis perdidos en un laberinto propio, y no me extraña. En una época yo tuve el poder de curar esas cosas, por lo menos a veces. —Y le conté de la muchacha enferma de la choza de Thrax, y del ulano del camino verde, y de Triskele; y para terminar le conté cómo había encontrado al camarero muerto a la puerta de mi camarote.
—Si procuro desenmarañarte esto, ¿comprenderás que aunque los haya estudiado no conozco más que tú todos los secretos de vuestro Briah? Es que son infinitos.
—Lo comprendo —dije—. Pero en la nave pensé que al llegar aquí habíamos llegado al fin de Briah.
—Y así es, pero se puede entrar en una casa por una puerta y salir por otra sin haber conocido todos sus secretos.
Asentí, mirando cómo su belleza desnuda palpitaba bajo la sábana, y deseando, si he de revelar la verdad, que no me atrajera con tal fuerza.
—Tú viste nuestro mar. ¿Te has fijado en las olas? ¿Qué contestarías si alguien te dijera que no viste olas sino sólo agua?
—Que he aprendido a no discutir con locos. Uno sonríe y sigue de largo.
—Lo que llamáis tiempo está hecho de olas parecidas, y así como las olas que viste existían en el agua, el tiempo existe en la materia. Las olas avanzan hacia la playa, pero si arrojaras un guijarro al agua, nuevas olas, de una fuerza cien o mil veces más débil, marcharían hacia el mar y las otras olas las sentirían.
—Comprendo.
—De la misma forma se aparecen en el pasado las cosas futuras. Un niño que algún día será sabio es un niño sabio; y muchos predestinados llevan la perdición en la cara, de modo que quienes prevén el futuro, aunque sólo sea un poco, lo advierten y desvían los ojos.
—¿No estamos todos predestinados?
—No, pero eso es otra cuestión. Tu puedes ser amo de un Sol Nuevo. De ser así, tendréis la energía de ese sol a vuestro servicio, aunque no existirá a menos que tú triunfes aquí, y tu Urth contigo. Pero así como el muchacho prefigura al hombre, algo de esa facultad te ha llegado por los Corredores del Tiempo. No sabría decir de dónde la obtenías en Urth. En parte de ti mismo, no hay duda; pero no es posible que toda haya surgido de ti, ni siquiera la mayor parte, porque habrías muerto. Quizá provenía de tu mundo, o de su sol viejo. Como en la nave no había mundo ni sol alguno lo bastante cerca, tomaste la energía que podía extraerse de la nave misma, y por poco la haces naufragar. Pero ni siquiera eso era suficiente.
—¿Y la Garra del Conciliador tampoco tiene ningún poder?
—Déjame verla.— Alargó una mano brillante.
—La destruyeron hace mucho tiempo las armas de los ascios —dije yo.
Sin responder, se quedó mirándome; y un latido después advertí que me miraba el pecho, donde el saquito que Dorcas había cosido para mí guardaba la espina.
Lo miré yo también y vi una luz, más tenue que la de ella pero firme. Saqué la espina, y un fulgor dorado relumbró de una pared a otra antes de apagarse.
—Se ha convertido en la Garra —expliqué—. Así la vi cuando la saqué de las rocas.
Se la tendí; en vez de mirarla, ella miró la herida a medio cicatrizar que yo tenía en el pecho.
—Estaba saturada de sangre tuya —dijo—, y tu sangre contiene tus células vivas. Dudo de que fuera ineficaz. Y no me asombra que las Peregrinas la reverenciaran.
Entonces la dejé; a tientas, logré ir de nuevo a la playa y estuve largo tiempo andando por la arena de un lado a otro. Pero lo que pensé allí no tiene cabida aquí.
Cuando regresé Apheta todavía me esperaba; el latido de plata era más insistente que antes. —¿Puedes? —preguntó.
Le dije que era muy hermosa.
—¿Pero puedes? —volvió a preguntar.
—Primero tenemos que hablar. Si no te preguntara estaría traicionando a los míos.
—Entonces pregunta —susurró—. Aunque te prevengo que nada de lo que diga va ayudar a tu raza en la prueba.
—¿Cómo es que hablas? ¿Qué sonido hay aquí? —Has de prestar atención a la voz — dijo ella— y no a las palabras. ¿Qué oyes?
Seguí sus instrucciones y oí el sedoso deslizarse de la sábana, el murmullo de nuestros cuerpos, el clamor de las olas que rompían y los latidos de mi corazón.
Me había dispuesto a hacer cien preguntas, con la impresión de que cada una podría traer el Sol Nuevo. Los labios de ella me rozaron los labios y todas las preguntas se desvanecieron, desterradas de mi conciencia como si no hubieran estado nunca.
Las manos, los labios, los ojos de ella, los pechos que yo le apretaba: todo era maravilloso; pero quizá más aún el perfume de su pelo. Sentí como si respirara una noche infinita…
Echado de espaldas, entré en Yesod. O digamos mejor que Yesod se cerró en torno a mí. Sólo entonces supe que no había estado allí nunca. En un chorro brotaron de mí billones de estrellas, manantiales de soles, y por un instante sentí que comprendía cómo nacen los universos. Pura insensatez.
La realidad la desplazó, la antorcha que al encenderse devuelve las sombras a sus rincones y con ellas a los alados duendes de la fantasía. Algo había nacido entre Yesod y Briah durante mi encuentro con Apheta en ese diván de la habitación circular, algo diminuto aún pero inmenso y que ardía como un carbón que unas tenazas han puesto sobre una lengua.
Era yo.
Dormí; y porque dormí sin sueños, no supe que dormía.
Cuando desperté, Apheta se había ido. El sol de Yesod entraba por el espiráculo del angosto final de la habitación espiralada. Las paredes blancas dirigían hacia mí una lumbre siempre tenue, de modo que desperté en un crepúsculo dorado. Me levanté y me vestí preguntándome dónde estaría Apheta; pero mientras me calzaba las botas entró con una bandeja en las manos. Me incomodó que una gran dama como ella me sirviese y se lo dije.
—Estoy segura de que las nobles concubinas de tu corte te han atendido, Autarca.
—¿Qué son ellas comparadas contigo?
Se encogió de hombros.
—Yo no soy una gran dama. Sólo lo soy para ti, y sólo por hoy. Entre nosotros el status lo decide la proximidad a los hierogramatos, y yo no estoy muy cerca.
Puso la bandeja en el diván y se sentó a mi lado. Había pastelitos, una jarra de agua fría y tazas de un líquido humeante que parecía leche pero no lo era.
—No puedo creer que estés lejos de los hierogramatos, milady.
—Sólo porque piensas que Urth y tú sois muy importantes, porque imaginas que lo que yo te digo y lo que hacemos juntos decidirá tu destino. Nada de esto es así. Lo que hacemos no influirá en absoluto, y aquí tú y tu mundo no le importáis a nadie.
Esperé a que continuara, y al fin concluyó: —Salvo a mí —y dio un mordisco a un pastelito.
—Gracias, milady.
—Yeso únicamente porque has venido. Aunque tú y tu Urth no pueden sino disgustarme, tú te preocupas mucho por ella.
—Milady…
—Ya lo sé, creíste que te deseaba. Sólo ahora me gustas lo suficiente como para decirte que no. Eres un héroe, Autarca, y todos los héroes son monstruos, nos traen nuevas que preferiríamos no oír. Pero tú eres un monstruo especialmente monstruoso. Dime, ¿no estudiaste los cuadros del pasillo que rodea la Cámara de Examen?
—Sólo algunos —dije—. Estaba la célula donde me encerraron con Agia, y me fijé en uno o dos más. —¿Y cómo te figuras que llegaron aquí?
Tomé un pastelito yo también, y un sorbo de la taza que tenía más cerca.
—No tengo idea, milady. Aquí he visto tantos prodigios que he dejado de asombrarme de todos salvo de Thecla.
—Pero anoche no preguntaste mucho, ni siquiera sobre Thecla, por miedo quizá a lo que yo pudiera decir o hacer. Aunque cientos de veces estuviste a punto.
—¿Te habría gustado más, milady, si mientras yacía contigo te hubiera preguntado por un viejo amor? Tu raza es realmente muy extraña. Pero ya que tú misma la has nombrado, déjame que te cuente. —Por el costado de la taza resbalaba una gota del líquido blanco, que yo había tragado sin saborear. Busqué algo para secarla pero no había nada.
—Te tiemblan las manos.
—Así es, milady. —Dejé la taza en la bandeja y tintineó.
—¿Tanto la querías?
—Sí, milady, y también la odio. Yo soy Thecla y el hombre que amó a Thecla.
—Entonces no te diré nada de ella… ¿Qué podría decirte? Quizá después de la Presentación te lo cuente ella misma.
—Si tengo éxito, quieres decir.
—¿Te castigaría tu Thecla si fracasaras? —preguntó Apheta, y una gran alegría me llenó el corazón—.
Pero come, que luego debemos irnos. Anoche te dije que aquí los días son cortos, y la primera parte de éste te la has pasado durmiendo.
Tragué el pastelito y vacié la taza. —¿Y qué será de Urth —dije— si fracaso? Ella se levantó.
—Tzadkiel es justo. Urth no empeorará por obra de él; no empeorará más que si no hubieras venido. —El futuro de hielo —dije yo—. Pero si triunfo llegará el Sol Nuevo. — Como si la taza hubiera contenido una droga, me parecía estar infinitamente lejos de mí mismo; me miraba como un hombre mira una partícula, oía mi voz como un halcón oye el chillido de un ratón de campo.
Apheta había apartado la cortina. Salí detrás de ella a la estoa. A través del arco abierto refulgía el fresco mar de Yesod, un zafiro jaspeado de blanco. —Sí —dijo ella—. Y tu Urth será destruida.
—Milady…
—Basta. Ven conmigo.
—Entonces Purn tenía razón. Quiso matarme, y yo no tendría que haberme resistido. —Tomamos por una avenida más empinada que la de la noche anterior, que nos había llevado a la playa; subía la colina directamente hacia el Palacio de Justicia, que se cernía sobre nosotros como una nube.
—No fuiste tú el que se lo impidió.
—Digo antes, en la nave, milady. O sea que anoche, en la oscuridad, también fue él. O sea que si alguien no se lo hubiese impedido, me habría matado. Yo no podía soltarme.
—Tzadkiel —dijo ella.
Aunque yo tenía piernas más largas, tenía que apretar el paso para no quedarme atrás. —Dijiste que no estaba, milady.
—No. Dije que ese día no ocupaba el Sillón de Justicia. Autarca, mira a tu alrededor. — Se detuvo, y yo con ella.— ¿No es hermosa esta ciudad?
—La más hermosa que he visto, milady. Sin duda cien veces más hermosa que cualquier ciudad de Urth.
—Recuérdala; quizá no vuelvas a verla. Si todos quisierais, vuestro mundo podría ser hermoso como éste.
Subimos hasta la entrada de la Sala de Justicia. Yo había esperado ver abrumadoras muchedumbres, como en nuestros juicios públicos, pero la cima de la colina estaba envuelta en el silencio de la mañana.
Apheta se volvió una vez más y señaló el mar.
—Mira —volvió a decir—. ¿Ves las islas?
Las veía. Se esparcían por el agua —interminablemente, al parecer— tal como yo las había contemplado desde la nave.
—¿Sabes lo que es una galaxia, Autarca? ¿Un vórtice de estrellas, innumerables, distantes de todas las demás?
Asentí.
—Esta isla donde estamos juzga a los mundos de tu galaxia. Cada una de las islas que ves juzga a otra. Espero que te ayude saberlo, porque es la única ayuda que te puedo dar. Si no me vuelves a ver, recuerda que de todos modos yo te veré a ti.