IV — Los ciudadanos de las velas

Venía de abajo. Atisbé por sobre la baranda fina como una varilla y mientras atisbaba lo oí de nuevo, lleno de angustia y una soledad que sonó y resonó entre los pasadizos metálicos, las hileras metálicas de cabinas metálicas.

Oyéndolo, por un momento me pareció que era un grito mío, algo que había llevado muy escondido en mí desde la mañana aún oscura en que anduviera por la playa con el acuástor maestro Malrubius y viera disolverse al acuástor Triskele en polvo reluciente. El grito se había librado y separado de mí, y estaba abajo, elevándose en la tenue luz perdida.

Tuve la tentación de saltar por sobre la baranda, porque entonces no conocía la profundidad de ese pozo. Lo cierto es que tiré el colchón dentro de mi nueva cabina y bajé por la angosta escalera en espiral saltando de tramo en tramo.

Desde arriba, el abismo del pozo parecía opaco, como si el extraño fulgor de las lámparas amarillas no alcanzara a difundirse. Yo había supuesto que cuando llegara a los niveles inferiores la opacidad desaparecería; pero en cambio se solidificó, al punto de hacerme recordar la cámara de nubes de Calveros, aunque en realidad no era tan gruesa. El aire arremolinado también se volvió más caliente, y acaso la niebla que lo envolvía todo sólo resultara de la mezcla entre el tibio vapor de las entrañas de la nave y la atmósfera más fresca de los niveles superiores. Pronto empecé a sudar bajo la camisa de terciopelo.

Allí muchas cabinas tenían las puertas entreabiertas, pero estaban a oscuras. En otro tiempo, así al menos me pareció, la tripulación tenía que haber sido mucho más numerosa o la nave había servido para transportar prisioneros (dando otras instrucciones a las cerraduras, las cabinas bien podrían haberse usado como celdas) o soldados.

El grito se oyó de nuevo, y con él un ruido como el repique de un martillo en un yunque, aunque un matiz me dijo que no surgía de una forja sino de una boca de carne. Oído de noche, en una fortaleza de montaña, habría sido más terrible que el aullido de un lobo, creo. ¡Qué tristeza, qué temor, qué soledad había allí, cuánto miedo y agonía!

Me detuve a tomar aliento y miré alrededor. Tuve la impresión de que en las cabinas de más abajo habían encerrado animales. O tal vez locos, como nosotros los torturadores recluíamos en el tercer nivel de la mazmorra a los clientes desquiciados por el miedo. ¿Quién podía asegurar que no había ninguna puerta abierta? ¿No andaría suelta alguna de esas criaturas, alejada de los niveles superiores por mero azar o miedo a los seres humanos? Saqué la pistola y me cercioré de que estaba al mínimo y con la carga completa.

El primer vislumbre del vivario de abajo me confirmó los peores miedos. Unos árboles diáfanos se agitaban al borde de un glaciar, una cascada se precipitaba cantando, una duna alzaba su estéril cresta amarilla y entre todo eso merodeaban dos docenas de criaturas. Estuve un rato observando hasta que empecé a sospechar que de todos modos estaban encerradas, y al fin me sentí más seguro. Pero cada una tenía su propio predio, grande o pequeño, y les era tan imposible mezclarse como a las bestias de la Torre del Oso. ¡Qué grupo tan extraño! Creo que si hubieran peinado todos los bosques y pantanos de Urth buscando rarezas no se habría reunido semejante colección. Algunas cotorreaban, otras miraban fijamente, la mayoría estaban tendidas, comatosas.

Enfundé la pistola y grité: —¿Quién aulló?

Bromeaba conmigo mismo, nada más, y sin embargo me llegó una respuesta: un gemido que venía del fondo del vivario; eché a andar entre las bestias siguiendo un sendero angosto y apenas visible, y como me enteraría casi en seguida, abierto por los marineros que les daban de comer.

Era la criatura hirsuta que yo había ayudado a cazar en la bodega, y le eché una mirada de casi cálido reconocimiento. Desde que la chalupa me había llevado de los jardines de la Casa Absoluta hasta esa nave yo había pensado que encontrar por segunda vez a un ser tan raro era como reunirme con un viejo conocido.

Y luego me interesaba la criatura misma, ya que había contribuido a capturarla. Mientras la perseguíamos, me había parecido casi esférica; ahora veía que en realidad era uno de esos animales de extremidades y cuerpo cortos que suelen vivir en madrigueras: en otras palabras, una especie de pika. Tenía una cabeza redonda sobre un cuello tan corto que había que darlo por supuesto, un cuerpo también redondo, del cual la cabeza parecía una mera continuación; cuatro patas cortas, cada una terminada en cuatro romas garras largas y una pequeña; una cubierta de aplastado pelo gris-pardo; y dos brillantes ojos negros que me miraban fijamente.

—Pobre —dije—. ¿Cómo te has dejado meter aquí?

Se acercó al límite de la invisible barrera que lo rodeaba, mucho más lenta ahora que ya no estaba asustada.

—Pobre —volví a decir.

Como hacen a veces las pikas, se alzó sobre las patas traseras, cruzando las delanteras sobre la panza blanca. Unas hebras de cuerda negra todavía le rayaban la piel. Recordé que las mismas cuerdas se me habían pegado a la camisa. Desprendí las que quedaban y ahora las encontré flojas; algunas se me deshicieron en la mano. Las cuerdas de la criatura hirsuta, parecía, también se estaban cayendo.

Gimió suavemente; por instinto alargué la mano para consolarla, como si fuera un perro ansioso, y luego la retiré por miedo a que me mordiera o me clavara las garras.

Un momento después maldije mi cobardía. En la bodega ella no había hecho daño a nadie, y mientras luchaba conmigo nada me había indicado que intentara algo más que escapar. Metí un dedo a través de la barrera (que para mí demostró no serlo) y le rasqué el costado del pequeño hocico. Volvió la cabeza, como un perro común, y debajo de la piel sentí unas orejitas.

Detrás de mí alguien dijo: —Gracioso, ¿no es cierto? —y me volví a mirar. Era Purn, el marinero sonriente.

—Parece de lo más inofensivo —respondí.

—La mayoría son así. —Purn titubeó.— Sólo que la mayoría muere y se los lleva la corriente. Nosotros apenas vemos unos pocos; eso dicen.

—Me dejó pensando —señalé— que Gunnie los llamara inclusos. Los traen las velas, ¿no?

Purn asintió con aire distraído y metiendo un dedo por la barrera le hizo cosquillas a la criatura hirsuta.

—Las velas adyacentes tienen que ser como dos grandes espejos curvos. Así que en algún lugar, de hecho en varios, son espejos paralelos, y reflejan la luz de las estrellas.

Pum volvió a asentir: —Es lo que mantiene la nave en marcha, como dijo el capitán cuando le preguntaron por la puta.

—Una vez conocí un hombre llamado Hethor que convocaba cosas mortíferas para que lo sirviesen. Y otro llamado Vodalus, que no era de fiar, lo admito, me dijo que para atraerlas usaba unos espejos. Tengo un amigo que también hace encantos con espejos, aunque los suyos no son malignos. Hethor había trabajado en una nave como ésta.

Esto atrajo la atención de Purn. Retiró el dedo y se volvió hacia mí.

—¿Sabes cómo se llamaba?

—¿La nave? No, creo que nunca lo mencionó. Espera… Dijo que había estado en varias. «Largo tiempo me embarqué en las naves de velas plateadas, las de cien palos que llegan a tocar las estrellas.»

—Ah —asintió Purn—. Algunos dicen que hay una sola. A veces me asombra.

—Seguro que hay muchas. Ya cuando yo era niño la gente me contaba cosas de ellas, de las naves de los cacógenos que atracaban en el puerto de Luna.

—¿Eso dónde es?

—¿Luna? Es el satélite de mi mundo, el satélite de Urth.

—Entonces era un cacharro pequeño —me explicó Purn—. Transbordadores, lanchas y cosas así. Nadie dijo nunca que no hubiera un montón de cacharritos yendo y viniendo entre los distintos mundos de los distintos soles. Pero en general esta nave, y las otras iguales, suponiendo que haya más de una, no se acercan tanto. Pueden hacerlo, sí, pero hace falta mucha maña. Y luego, cerca de los soles suele haber mucha roca zumbando por ahí.

Idas, el del pelo blanco, apareció transportando una colección de herramientas. — ¡Hola! —saludó, y yo agité la mano.

—Tendría que ponerme a trabajar —murmuró Purn—. Se supone que ése y yo nos ocupamos de ellos. Estaba echando un vistazo para asegurarme de que andaban bien cuando te vi, ehm…

—Severian —dije yo—. Era el Autarca, el gobernante, la Comunidad; ahora soy el representante de Urth, y su embajador. ¿Tú vienes de Urth, Purn?

—Creo que no he estado nunca, pero a lo mejor estuve. —Pareció reflexionar.— ¿Hay un gran satélite blanco?

—No, es verde. Tal vez estuviste en Verthandi; he leído que sus satélites son de un gris pálido.

Purn se encogió de hombros.

—No lo sé.

Idas ya se nos había acercado, y dijo: —Debe ser maravilloso. —Yo no tenía idea de lo que había querido decir. Purn se alejó para mirar las bestias.

Como si fuéramos dos conspiradores, Idas susurró: —No te preocupes por él. Teme que lo denuncie por no trabajar.

—¿Y no temes que yo te denuncie a ti? —Había en Idas algo que me irritaba, aunque acaso sólo fuera su aparente debilidad.

—Ah, ¿conoces a Sidero?

—A quién conozco es asunto mío, se me ocurre.

—Me parece que tú no conoces a nadie —dijo él. Y luego, como si hubiera cometido una mera torpeza social Pero quizá sí. O yo podría presentarte. Si quieres lo hago.

Quiero —le dije—. A la primera ocasión preséntame a Sidero. Exijo que me devuelvan a mi camarote.

Idas asintió.

—Lo haré. ¿Te molestará quizá que alguna vez vaya a hablar contigo? Disculpa que te lo diga así, pero tú no sabes nada de barcos y yo no sé nada de lugares como…

—¿Urth?

—Nada sobre mundos. He visto unas pocas fotos, pero en verdad éstos son lo único que conozco —señaló vagamente a las bestias—. Y son malos, siempre malos. Pero quizás en los mundos también haya seres buenos, que no viven lo suficiente como para llegar a las cubiertas.

—Seguro que no todos son malos.

—Oh, sí. Vaya si lo son. Y yo, que tengo que ir detrás de ellos limpiando, y darles de comer, y si les hace falta ajustar la atmósfera, preferiría matarlos; pero si lo hiciera, Sidero y Zelezo me pegarían.

—No me sorprendería que te mataran —le dije. No deseaba ver una colección tan fascinante borrada por el desprecio de ese hombre mezquino—. Lo cual sería justo, supongo. Tú pareces uno de ellos.

—Oh, no —dijo seriamente—. Sois Purn, tú y los demás los que se parecen. Yo nací aquí, en la nave.

Algo en su actitud me dijo que intentaba arrastrarme a conversar y de buena gana se habría peleado si hubiera servido para hacerme seguir hablando. Por mi parte yo no tenía ningún deseo de charlar, y mucho menos de pelearme. Estaba tan cansado que me caía, y con un hambre feroz.

—Si yo pertenezco a esta colección de bestias exóticas —le dije— a ti toca alimentarme. ¿Dónde está la cocina?

Idas vaciló un momento, a todas luces debatiendo algún intercambio de información: me lo diría si antes yo le contestaba siete preguntas sobre Urth, o cosa por el estilo. Luego se dio cuenta de que si decía algo así yo estaba dispuesto a tumbarlo de un golpe, y aunque con muchas reticencias, me dijo cómo llegar a la cocina.

Una de las ventajas de una memoria como la mía, que almacena todo y no olvida nada, es que en momentos semejantes sirve tanto como el papel. (Por cierto, quizá sea la única ventaja.) Esa vez, sin embargo, no me fue más útil que cuando había intentando seguir las instrucciones de la barrera de peltastas que cerraba el puente sobre el Gyoll. Idas, sin duda, había supuesto que yo conocía mejor la nave y no tendría que contar las puertas ni fijarme exactamente dónde doblar.

Pronto comprendí que había equivocado el camino. Donde debía haber dos corredores se abrían tres y una escalera prometida no apareció. Volví atrás, encontré el punto en el cual (según creía) me había perdido y empecé de nuevo. Casi en seguida me encontré avanzando por un pasillo amplio y recto como el que Idas me había dicho que llevaba a la cocina. Supuse que el vagabundeo me había alejado en parte de la ruta prescrita y seguí adelante de muy buen ánimo.

Para los patrones del barco el lugar era amplio y ventoso. Sin duda recibía directamente la atmósfera de los dispositivos que hacían circular el aire y lo purificaban, pues olía como una brisa del sur en un día lluvioso de primavera. El suelo no era ni la extraña hierba que yo había visto antes ni la rejilla que ya había llegado a odiar, sino madera pulida muy sepultada en barniz claro. Los muros, que en la zona de la tripulación habían sido de un gris oscuro y cadavérico, aquí eran blancos, y una o dos veces vi asientos acolchados cuyos respaldos miraban a la pared.

El pasillo dio una vuelta y otra y sentí que subía continua, levemente, aunque el peso que levantaban mis pasos era tan ligero que no podía estar seguro. En las paredes había cuadros, y algunos se movían; en un momento vi un cuadro de la nave como podrían haberla dibujado desde muy lejos: no pude sino pararme a mirar, y temblé pensando en lo poco que me había faltado para verla así.

Otra vuelta; pero ésta resultó no ser una curva, sino el fin del pasillo en un círculo de puertas. Elegí una al azar y entré en una angosta pasarela tan oscura, después del pasillo blanco, que apenas me dejaba ver más que las luces de arriba.

Momentos después me di cuenta de que acababa de pasar ante una compuerta, la primera que veía desde que volviera a entrar en la nave; no del todo libre aún del miedo que me había asaltado al mirar ese cuadro terrible y hermoso, mientras seguía andando saqué el collar y me cercioré de que no se había dañado.

La pasarela dio dos vueltas y se dividió; luego se torció como una serpiente.

Una puerta se abrió a mi paso, soltando un aroma a carne asada. Una voz, la voz fina y mecánica de la cerradura, dijo entonces:

—Bienvenido a casa, amo.

Miré por el vano y vi mi propia cabina. No, por supuesto, la que había tomado en la zona de la tripulación, sino el camarote que sólo un par de guardias antes había dejado para lanzar el cofre de plomo a la gran luz del nuevo universo naciente.

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