II — El quinto marinero

Se me avecinaba el fin y lo sabía. A bordo del Samru, había visto que atada a la popa el barco arrastraba una larga cuerda por si algún marinero caía por la borda. Ignoraba si nuestra nave llevaba una línea como ésa; pero aunque hubiera sido así no me habría servido de nada. Mí dificultad (mi tragedia, estoy tentado de escribir) no era haber caído por la borda y ver alejarse el timón, sino haberme elevado por encima de todo el bosque de palos. Y así seguí subiendo —o mejor dicho dejando la nave, porque bien podría haber estado cayendo cabeza abajo con la velocidad del impulso inicial.

Abajo, o al menos en la dirección de mis pies, la nave parecía un menguante continente de plata, los negros mástiles y vergas finos como cuernos de grillos. A mi alrededor las estrellas ardían fulgurando con un esplendor nunca visto en Urth. En un momento en que mí ingenio no estaba muy despierto, llegué a buscarla; sería verde, pensé, como la verde Luna, pero coronada de blanco donde los hielos cerraban nuestras tierras frías. No pude encontrarla, ni tampoco el dorado disco con brotes rojos del sol viejo.

Luego me di cuenta de que buscaba donde no debía. Si Urth era visible, tenía que estar a popa. Mire hacia allí y vi, no nuestra Urth, sino un vórtice turbulento, giratorio y creciente de fulígeno, el color más oscuro que el negro. Era como un vasto contraflujo o remolino de vacío; pero lo circundaba un anillo de luz de color, como si alrededor bailaran billones de billones de estrellas.

Entonces comprendí que el milagro había sucedido sin que yo me percatara, que había sucedido mientras yo copiaba alguna indigesta frase sobre el maestro Gurloes o la guerra con los ascios. Habíamos penetrado en el tejido del tiempo, y el vórtice fulígeno marcaba el fin del cosmos.

O el principio. Si era el principio, ese resplandeciente anillo de estrellas era la dispersión de los soles jóvenes y el único anillo verdaderamente mágico que este universo conocería nunca. Saludándolos, grité de alegría aunque nadie me oyera salvo el Increado y yo.

Recogí la capa y saqué el cofre de plomo; y con las dos manos levanté el cofre por encima de la cabeza; y lo arrojé, alborozado lo arrojé lejos de mi inadvertida capa de aire, de los linderos de la nave, del universo que el cofre y yo habíamos conocido, hacia la nueva creación como ofrenda final de la vieja.

En el acto mi destino me aferró para lanzarme de espaldas. No directamente en caída a la cubierta de donde había partido, lo cual podría haberme matado, sino hacia abajo y adelante, de modo que fui pasando entre los mástiles. Estiré el cuello para ver el siguiente: era el último. De haber estado una ana o dos a la derecha, me habría roto el cráneo contra la punta. Pero en vez de eso pasé como un rayo entre el mastelero y el amantillo, con los brioles muy lejos de mí. Iba más rápido que la nave.

Enormemente lejano y en un ángulo por completo diferente, apareció otro de los incontables mástiles. Las velas le brotaban como hojas de un árbol; y ahora no eran las conocidas velas rectangulares sino unos raros triángulos. Por un momento pareció que también me adelantaría a ese mástil, y luego que iba chocar con él. Frenéticamente me agarré al estay del foque.

Ondulé alrededor del cable como una bandera en un viento voluble. Me aferré un tiempo al cable frío y lacerante, resollando, y luego, con toda la fuerza de mis brazos, descendí por el bauprés, porque ese palo final era el bauprés, claro. Creo que no me hubiese importado estrellarme contra la proa; no quería otra cosa que tocar el casco, donde fuera y como fuera.

En vez de eso di contra una vela de estay y empecé a resbalar por su inmensa superficie plateada. Y era una superficie por cierto, y parecía mera superficie, con menos cuerpo que un susurro, casi algo hecho de luz. Me volvió de costado, me hizo girar y me envió a la cubierta, rodando a tropezones como una hoja al viento.

O mejor dicho a alguna cubierta, pues nunca he estado seguro de que la cubierta a la que volví fuera la que había dejado. Allí me tendí procurando recuperar el aliento, la pierna coja en agonía; sujeto apenas por la atracción de la nave.

Mi frenético boqueo no cesaba ni disminuía; y tras un centenar de resuellos me di cuenta de que la capa de aire era incapaz de mantenerme con vida mucho más. Luché por levantarme. Aunque estaba medio sofocado, fue increíblemente fácil: por poco salgo de nuevo hacia arriba. A sólo una cadena había un escotillón. Me tambaleé hasta alcanzarlo, lo abrí con el último resto de fuerza y lo cerré detrás de mí. La puerta de dentro pareció abrirse casi sola.

En seguida se me renovó el aire, como si en una celda hedionda hubiera entrado una joven brisa. Para acelerar el proceso, mientras bajaba por la pasarela me quité el collar y me paré un momento a respirar el aire fresco y tibio, apenas consciente de dónde estaba, salvo por la bendita certeza de encontrarme otra vez en la nave y no naufragando entre sus velas.

La pasarela, angosta y clara, estaba penosamente iluminada por luces azules que se arrastraban despacio por las paredes y el techo, parpadeando y en apariencia espiando el corredor sin ser parte de él.

Nada me escapa a la memoria a menos que esté inconsciente o poco menos; recordaba cada uno de los pasillos que había entre mi camarote y la compuerta por donde había salido, y ninguno era éste. La mayoría estaban decorados como los estudios de los castillos, con cuadros y suelos pulidos. Allí la madera castaña de la cubierta dejaba paso a un alfombrado verde como hierba que alzaba minúsculos dientes para aferrarme las suelas de las botas; tuve la impresión de que las hojitas verdiazules eran verdaderas navajas.

Así pues me vi ante una decisión, y una decisión que no me regocijaba. A mi espalda estaba la compuerta. Podía salir de nuevo y de cubierta en cubierta buscar mi zona de la nave. O seguir por el pasillo angosto y buscar por dentro. Esta alternativa tenía la inmensa desventaja de que en el interior sería fácil perderme. Y sin embargo, ¿podía ser peor que perderme entre los cordajes, como antes, o en el infinito espacio entre soles, como había estado a punto de ocurrirme?

Estuve allí vacilando hasta que oí voces. Me recordaron que todavía llevaba la capa ridículamente atada a la cintura. La desaté, y acababa de hacerlo cuando apareció la gente cuyas voces había oído.

Iban todos armados, pero allí terminaban las semejanzas. Uno parecía un hombre bastante corriente, de los que uno habría visto cualquier día en los muelles de Nessus; otro de una raza que yo no había encontrado en todos mis viajes, alto como un exultante y con la piel no del marrón rosado que nos complace llamar blanco, sino realmente blanca, como la espuma, y coronada por un pelo blanco también. La tercera era una mujer, apenas más baja que yo y de miembros más gruesos que cualquiera que yo hubiera visto. Detrás de ellos, dando casi la impresión de impulsarlos, había una figura que habría podido ser la de un hombre imponente con armadura completa.

Creo que si se los hubiese permitido habrían pasado junto a mí sin decir palabra, pero me planté en medio del corredor y expliqué mi situación.

—Ya he informado —dijo la silueta con armadura—. Alguien vendrá a buscarte, o me ordenarán que te acompañe. Entretanto has de venir conmigo.

—¿Adónde vas? —pregunté, pero mientras hablaba él se alejó, haciendo un gesto a los dos hombres.

—Ven —dijo la mujer, y me besó. No fue un beso largo pero parecía encerrar una pasión turbulenta. Me tomó del brazo apretándolo con una fuerza de hombre.

El marinero común (que en realidad no era nada común, porque tenía un rostro alegre y bastante hermoso y el pelo rubio de los sureños) me dijo entonces: —Tendrás que venir o no sabrán dónde buscarte, si es que te buscan, lo que quizá no estaría mal. —Habló por encima del hombro, andando, y la mujer y yo lo seguimos.

El de pelo blanco dijo: —Quizá puedas ayudarme.

Supuse que me había reconocido; y, como sentía necesidad de reclutar todos los aliados posibles, le dije que haría lo que pudiese.

—Por el amor de las Danaides, cállate —le dijo la mujer. Y luego a mí—: ¿Estás armado?

Le mostré la pistola.

—Aquí dentro deberás tener cuidado con eso. ¿La puedes poner al mínimo?

—Ya lo he hecho.

Ella y los demás llevaban carabinas, armas muy parecidas a los fusiles pero de caja más corta y gruesa y cañón más fino. En el cinturón le vi una daga puntiaguda; los dos hombres tenían bolos, cuchillos de selva de hoja corta, ancha y pesada.

—Me llamo Purn —me dijo el rubio.

—Severian.

Me tendió la mano y la estreché: una mano de marino, grande, áspera y musculosa.

—Ella es Gunnie…

—Burgundofara —dijo la mujer.

—Nosotros la llamamos Gunnie. Y él es Idas. —Señaló al de pelo blanco.

El hombre con armadura estaba detrás de nosotros mirando al fondo del pasillo, y exclamó abruptamente: —¡Silencio!

Yo nunca había visto a nadie capaz de girar tanto la cabeza. —¿Cómo se llama? —le pregunté a Purn.

Me contestó Gunnie: —Sidero. —De los tres, era la que parecía tenerle menos miedo.

—¿Adónde nos lleva?

Sidero pasó galopando a nuestro lado y abrió una puerta.

—Aquí. Éste es un buen lugar. Nuestra confianza es grande. Manteneos separados. Yo estaré en el centro. Si no os atacan no hagáis daño. Las señas, vocales.

—En nombre del Increado —pregunté—, ¿qué se supone que estamos haciendo?

—Buscando inclusos —murmuró Gunnie—. No le hagas mucho caso a Sidero. Dispara si te parecen peligrosos.

Mientras hablaba me había ido guiando hacia la puerta abierta.

—Descuida, lo más probable es que no haya ninguno —dijo Idas, y se nos acercó tanto que casi mecánicamente di un paso adentro.

Estaba oscuro como una fosa, pero al instante tuve conciencia de que ya no pisaba suelo sólido sino una especie de parrilla abierta y temblequeante, y de que había entrado en un lugar mucho mayor que una habitación común.

Gunnie atisbó la oscuridad por encima de mi hombro y lo rozó con el pelo, dándome a oler una mezcla de perfume y sudor.

—Enciende las luces, Sidero. Aquí no se ve nada.

Las luces brillaban con un matiz más amarillo que el del corredor que habíamos dejado, una refulgencia cetrina que parecía absorber el color de todas las cosas. Apretados los cuatro en una masa compacta, estábamos sobre un suelo de barras negras no más gruesas que el meñique de un hombre. No había baranda, y el espacio que teníamos delante y abajo (pues el techo que estaba apenas encima sostenía sin duda la cubierta) podría haber contenido la Torre Matachina.

Lo que contenía ahora era un inmenso revoltijo de carga: cajas, fardos, barriles y cestas de todo tipo; maquinaria y partes de máquinas, sacos, muchos de una película reluciente y traslúcida; pilas de madera.

—¡Allí! —exclamó Sidero. Señaló una escalerilla como de hilo de araña que bajaba por la pared.

—Tú primero —dije.

Se lanzó contra mí —había menos de un palmo de distancia— y por lo tanto no tuve tiempo de sacar la pistola. Me agarró con una fuerza que encontré asombrosa, obligándome a dar un paso atrás, y luego me empujó con violencia. Por un instante vacilé al borde de la plataforma, manoteando el aire; después caí.

Sin duda en Urth me habría partido el cuello. Pero la lentitud de la caída no alivió en absoluto mi terror. Vi el techo y la plataforma girando arriba. Aunque sabía que iba a caer de espaldas, con la columna y el cráneo soportando el golpe, no lograba darme vuelta. Busqué algún asidero y mi imaginación conjuró ferviente, febrilmente el volador estay del foque. Las cuatro caras que se inclinaban hacia mí —la visera del yelmo de Sidero, las mejillas de tiza de Idas, la sonrisa de Purn, los rasgos bellos y brutales de Gunnie— parecían máscaras de pesadilla. Y seguro que ningún infeliz arrojado de la Torre de la Campana tuvo nunca tanto tiempo para contemplar su propia destrucción.

Golpeé con un impacto que me cortó el aliento. Durante cien o más latidos estuve tendido, boqueando como cuando volví por fin al interior de la nave. Poco a poco me di cuenta de que, aunque en verdad había sufrido una caída, no estaba peor que si me hubiera caído de mi cama a la alfombra en un sueño maligno de Tifón. Me senté y no me descubrí ningún hueso roto.

Fardos de papel me habían hecho de alfombra, y pensé que Sidero tenía que saber que estaban allí y yo no iba a lastimarme. Entonces vi junto a mí un mecanismo fantásticamente ladeado, erizado de manijas y palancas.

Me puse en pie. Lejos, arriba, la plataforma estaba vacía y habían cerrado la puerta que llevaba al pasillo. Busqué la escalerilla, de la que alcancé a ver unos peldaños detrás del mecanismo. Lo bordeé, obstruido por el desorden de los fardos (como los habían atado con sisal y algunos hilos se habían roto, resbalé sobre documentos como si me deslizara sobre nieve) pero muy ayudado por la levedad de mi cuerpo.

Atento como estaba a dónde apoyar los pies, no vi lo que tenía delante hasta que de hecho me encontré mirando un rostro ciego.

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