XXIV — El capitán

En seguida nos llevaron abajo. Para ser franco, yo estaba contento. Es difícil de explicar; tanto que siento la tentación de omitirlo. Pero sería fácil, se me ocurre, sólo con que volvierais a ser tan jóvenes como en otro tiempo.

En la cuna, al principio, el niño no distingue entre su cuerpo y la madera que lo rodea o las telas en donde yace. O en todo caso su cuerpo le parece tan extraño como todo lo demás. Descubre un pie y le maravilla encontrarse con una parte tan rara de él mismo.

Yo había visto la estrella; y al verla —inmensamente remota como era— había reconocido una región de mí mismo, absurda como el pie del bebé, misteriosa como alguna facultad propia para quien acaba de descubrirla. No quiero decir que mi conciencia, o la de algún otro, residiese en la estrella, no al menos en aquel tiempo. Sin embargo tenía la impresión de existir en dos mundos, como un hombre que metido en el mar hasta la cintura siente que las olas y el viento se parecen en que ambos son menos que el todo, la totalidad en que vive.

Así que anduve con Gunnie y los marineros sintiéndome bastante animado, y llevando la cabeza alta. Pero no hablaba, ni recuerdo que me quitara el collar hasta haber visto que Gunnie y los marineros se quitaban los suyos.

¡Qué golpe más triste entonces! El aire de Yesod, al que en un día me había acostumbrado, ya no estaba; y una atmósfera como la de Urth, pero distinta e inferior, me colmó los pulmones. El primer fuego debe haberse encendido en una edad inconcebiblemente lejana. En ese instante me sentí congo quizá se sintiera un antiguo hacia el final de su vida, cuando nadie salvo los más viejos recordaban los vientos puros de los días de antaño. Miré a Gunnie y descubrí que estaba mirándome. Aunque ni entonces ni más adelante lo comentáramos, cada uno comprendió lo que sentía el otro.

No sé decir cuánto anduvimos por los laberínticos pasillos de la nave. Yo estaba demasiado envuelto en mis propios pensamientos como para dedicarme a contar las zancadas; y me parecía que si el curso del tiempo no era distinto en la nave que en Urth, el tiempo de Yesod había sido diferente, extendido hasta la frontera del Por Siempre y no obstante un mero parpadeo. Cavilando en esto y en la estrella, y en un centenar de cuestiones más, avancé pesadamente, sin prestar atención a dónde estaba hasta que noté que la mayoría de los marineros habían desaparecido, reemplazados por hieródulos con máscaras humanas. A tal punto me había perdido en especulaciones quiméricas que por un rato supuse que habían sido siempre hieródulos, no marineros como yo creía, y que Gunnie los había reconocido desde el principio; pero cuando retrocedí mentalmente al momento de posarnos en la cubierta, descubrí que aunque encantadora, la idea era errónea. En Briah, nuestro mezquino universo, la extravagancia no es más que una débil presentación de la verdad. Los marineros se habían escabullido sin que yo lo notara, simplemente, y los hieródulos —más altos y de atuendo mucho más formal habían ocupado sus lugares.

Apenas había empezado a estudiarlos cuando nos detuvimos antes unas grandes puertas que me recordaron las que una guardia antes, en Yesod, Gunnie y yo habíamos traspuesto con Apheta. Estas, con todo, no requirieron mi hombro; lenta y laboriosamente se abrieron solas, revelando una larga perspectiva de arcos marmóreos —cada uno de al menos cien codos de alto— por la que se desplazaba una luz como no se ha visto nunca en mundo alguno que circunde una estrella, luz en la que se alternaban la plata, el oro y el berilo, y que destellaba como si el aire mismo contuviera tesoros astillados.

Gunnie y los tripulantes que quedaban recularon asustados y los hieródulos tuvieron que empujarlos por el umbral con órdenes y aún con golpes; pero yo entré bien dispuesto, convencido de que los años en el Trono del Fénix me permitían reconocer las pompas y maravillas con que los soberanos amedrentamos a los pobres ignorantes.

Detrás de nosotros las puertas se cerraron con estrépito. Atraje a Gunnie hacia mí y le dije como pude que no había nada que temer, o al menos yo pensaba que nada o muy poco, y que si surgía algún peligro haría lo que pudiera por protegerla. Oyéndome, el marinero que nos había disparado la línea (uno de los pocos que quedaban) comentó: — La mayoría de los que entran aquí no vuelven. Son las estancias del patrón.

El no parecía muy asustado, y se lo dije.

—Yo me dejo llevar por la corriente. Hay que acordarse de que a la mayoría los traen para castigarlos. Un par de veces ella ha elogiado aquí a alguno, en vez de hacerlo frente a los otros. Esos han vuelto, creo. Ya verás, no tener nada que esconder te da más coraje que el vino quemado. Así puedes dejarte llevar por la corriente.

—Buena filosofía —dije yo.

—Como no conozco ninguna más, se me hace fácil seguirla.

—Yo soy Severian. —Le tendí la mano.

—Grimkeld.

Tengo manos grandes, pero la que estrechó la mía era más grande, y dura como madera. Por un momento medimos fuerzas.

A medida que caminábamos el ruido de nuestros pasos se había ido convirtiendo en una música solemne, apoyada por unos instrumentos que no eran trompetas ni oficleidas ni nada que yo conociera. Mientras separábamos las manos la música entró en un crescendo; doradas voces de gargantas invisibles se llamaban unas a otras a nuestro alrededor.

Al instante siguiente todas callaron. Súbita como la sombra de un pájaro pero encumbrada como los verdes pinos de la necrópolis, apareció la alada figura de una giganta.

En el acto todos los hieródulos se inclinaron, y un momento después Gunnie y yo. También prestaron obediencia los marineros que nos acompañaban, quitándose la capa, agachando la cabeza y rindiendo la frente, o doblándose con menos gracia pero con más abyección aún.

Si a Grimkeld lo había protegido del miedo su filosofía, a mí me protegió la memoria. Estaba seguro de que Tzadkiel había sido el capitán de la nave en mi viaje anterior; y en Yesod había aprendido a no temerle. Pero en ese instante miré a Tzadkiel a los ojos y vi los ojos como estrellas que tenía en las alas, y comprendí que yo era un tonto.

—Entre vosotros hay un grande —dijo ella, y su voz era como un tañido de cien cítaras o un ronroneo de esmilodonte, el felino que destroza a nuestros toros como un lobo mata a las ovejas.

Era lo más difícil que yo había hecho en todas mis vidas, pero avancé como ella había pedido. Me tomó como una mujer levanta una mascota, sosteniéndome en el cuenco de las manos. Su hálito era el viento de Yesod, que yo había creído no volver a respirar nunca.

—¿De dónde proviene tanto poder? —Era apenas un susurro, pero me pareció que un susurro así debía sacudir la materia entera de la nave.

—De vos, Tzadkiel —dije—. En otro tiempo he sido esclavo vuestro.

—Cuéntame.

Intenté hacerlo y descubrí, no sé cómo, que cada palabra mía tenía ahora el significado de diez mil, de modo que cuando dije Urth surgieron con ella los continentes, y el mar y todas las islas, y el cielo índico envuelto en la gloria del viejo sol, monarca en un anillo de estrellas. Después de cien palabras semejantes, ella sabía de nuestra historia más que lo que yo había creído saber; y había llegado al momento del abrazo con el padre Inire y mi subida a la nave de los hieródulos, que debía llevarme a esta nave, la del hierogramato, la de Tzadkiel, aunque yo no lo sabía. Cien mundos más y todo lo que me había sucedido en la nave y en Yesod brillaba en el aire entre los dos.

—Has soportado juicios —dijo ella—. Si lo deseas, puedo hacer que los olvides. Aunque sólo por instinto serías todavía capaz de llevar a tu mundo un sol joven.

Sacudí la cabeza.

—No quiero olvidar, Tzadkiel. Demasiadas veces me he jactado de no olvidar nada, y el olvido, que conocí una o dos veces, me parece una especie de muerte.

—Di mejor que la muerte es un recuerdo. Pero hasta la muerte puede ser amable, como aprendiste en el lago. ¿La preferirías?

—Ya he dicho que soy vuestro esclavo. Tu voluntad es la mía.

—¿Y si mi voluntad fuera desecharte?

—Entonces vuestro esclavo procuraría seguir viviendo, para que también viva Urth.

Ella sonrió y abrió las manos.

—Ya has olvidado qué leve es aquí la caída.

Lo había olvidado, por cierto, y sentí un terror pasajero; pero más serio habría sido caerse de la cama en Urth. Ligero como un vilano, aterricé en el suelo de la estancia de Tzadkiel.

Con todo, tardé unos momentos en recuperarme y descubrir que todos los demás habían desaparecido y yo estaba solo. Tzadkiel, que sin duda advirtió mis miradas, susurró:

—Los he despachado. Recompensaremos al hombre que te rescató, y también a la mujer que luchó por ti cuando los demás querían matarte. Pero es improbable que vuelvas a verla. —Adelantó la mano derecha hasta que las puntas de los dedos se apoyaron en el suelo delante de mí.— Es conveniente —dijo— que mis tripulantes me crean grande y no imaginen cuán a menudo me muevo entre ellos. Pero tú sabes demasiado de mí para que te engañe de esa forma, y te mereces demasiado para que te engañe de forma alguna. Ahora sería más cómodo para los dos que tuviésemos un tamaño parecido.

La última palabra apenas la oí. Estaba pasando algo demasiado asombroso. El nudillo superior del índice de Tzadkiel estaba transformándose en una cara, y era la cara de ella. La uña se dividió y volvió a dividirse, luego la segunda y tercera falanges, de modo que el nudillo inferior se convirtió en dos rodillas. El dedo se separó de la mano y desarrolló brazos y manos propios, y alas estrelladas de ojos; y la giganta que había quedado atrás se desvaneció como una llama bajo un soplido.

—Te llevaré a tu camarote —dijo Tzadkiel. No era tan alta como yo.

Me habría arrodillado, pero ella me levantó.

—Ven. Estás fatigado; más de lo que crees, y no me extraña. Allí tienes una buena cama. Te llevarán comida cada vez que lo desees.

Me las arreglé para decir: —Pero si os ven…

—No nos verán. Aquí hay pasadizos que sólo yo conozco.

Mientras ella hablaba, una pilastra se corrió en la pared. Pasando por la abertura revelada entramos en un corredor oscuro. Apheta, recordé entonces, me había dicho que su gente veía en una oscuridad semejante; pero Tzadkiel no palpitaba de luz como Apheta, y yo no estaba tan loco como para suponer que compartiríamos la cama que ella había mencionado. Tras una caminata bastante larga llegó el amanecer —colinas bajas cayendo bajo el sol viejo— y ya no pareció que estuviéramos en un corredor. Un viento fresco agitaba la hierba. Cuando el cielo se iluminó más, vi frente a nosotros una caja oscura colocada en el suelo.

—Ésos son tus aposentos —me dijo Tzadkiel—. Ten cuidado. Hay que bajar unos escalones.

Eso hicimos, hasta pisar algo blando. Luego bajamos de nuevo, y al fin dimos con un piso. La habitación, mucho más grande que mi viejo camarote y de forma extraña, estaba inundada de luz. El prado matutino de donde veníamos no era sino un cuadro en la pared que teníamos detrás, y los escalones el respaldo y el asiento de un largo canapé. Fui hasta el cuadro e intenté meter la mano, pero me topé con una resistencia sólida.

—En la Casa Absoluta tenemos cosas semejantes —dije—. Ya veo dónde se inspiró el padre Inire, aunque las nuestras no son tan perfectas.

—Siéntate confiado en ese sofá y podrás entrar en el cuadro —me dijo Tzadkiel—. La presión de un pie en el respaldo disuelve la ilusión. Ahora tengo que irme, y tú tienes que descansar.

—Esperad —dije—. No podré dormir a menos que me digáis…

—¿Sí?

—No tengo palabras. Erais un dedo de Tzadkiel. Y ahora sois Tzadkiel.

—Ya conoces nuestro poder de cambiar de forma; como me dijiste hace sólo unos momentos, un Severian más joven se encontró conmigo en el futuro.

Las células de nuestro cuerpo mudan, como las de ciertas criaturas marinas de tu Urth que pueden pasar por un cedazo y sin embargo volverse a juntar. ¿Qué me impide a mí pues modelar una miniatura y estirar la conexión hasta que al fin se separe? Soy una anatomía de ésas; cuando nos juntamos, mi identidad mayor sabrá todo lo que yo haya aprendido.

—Tu identidad mayor me tuvo en sus manos y luego se desvaneció como un sueño.

—La tuya es una raza de peones —me dijo Tzadkiel—. Sólo os movéis hacia adelante, a menos que nosotros os movamos hacia atrás para recomenzar la partida. Pero no todas las piezas del tablero son peones.

Загрузка...