XXXII — Hacia el Alcyone

No esperaban a ninguno de los dos; la mesa no estaba puesta para más gente. Acerqué una silla para mí y luego (como se quedaba de pie, mirándome) otra para Zama.

—Pensamos que se había ido, sieur —dijo Hadelin. Tanto su cara como la de Burgundofara hablaban a las claras de dónde había pasado ella la noche.

—Me fui —dije yo, hablándole no a él sino a ella—. Pero veo que te las has arreglado para entrar en la habitación a buscar tu ropa.

—Creí que habías muerto —dijo Burgundofara. Como yo no contestaba, añadió—: La puerta estaba taponada con cosas y tuve que pasar por encima, pero los postigos estaban rotos.

—El caso, sieur, es que está de vuelta. —Hadelin trató de fingir alegría y no le salió bien.— ¿Todavía piensa bajar el río con nosotros?

—Quizás —dije—. Primero veré el barco. —Entonces vendrá, sieur, creo yo.

Apareció el posadero, con reverencias y sonrisas forzadas. Noté que metido en el cinturón, bajo el delantal, llevaba un cuchillo de carnicero.

—Para mí fruta —le pedí—. Anoche me dijo que tenía. Traiga también para este hombre; veremos si se la come. Y mate para los dos.

—De inmediato, sieur.

—Después de que coma podemos subir a mi habitación. Ha habido daños y tendremos qué decidir a cuánto ascienden.

—No hace falta, sieur. ¡Es una bagatela! ¿Acordamos quizá una oricleta como pago simbólico? —Intentó frotarse las manos como suele hacer esa gente, pero le temblaban tanto que el ademán pareció ridículo.

—Yo diría cinco, o diez. La puerta rota, la pared dañada y la cama partida… Subiremos los dos a estudiarlo.

También le temblaban los labios, y de repente perdí todo placer en aterrorizar a ese hombrecito que había acudido con una linterna y un palo porque atacaban a uno de sus huéspedes.

—No tendría que beber tanto —dije, y le toqué los dedos.

Sonriendo, él pió: —¡Gracias, sieur! ¡Sí, sieur, frutal —y se fue trotando.

Como yo esperaba a medias, era toda tropical: llantenes, naranjas, mangos y bananas llevados a lomo de mula hasta el curso superior del río y despachados al sur por barco. No había manzanas ni uvas. Pedí prestado el cuchillo que había apuñalado a Zama, pelé un mango y comimos en silencio. Al cabo de un rato también Zama se puso a comer, lo cual me pareció buena señal.

—¿Algo más, sieur? —preguntó el posadero, que estaba a mi lado—. Tenemos de sobra.

Sacudí la cabeza.

—Entonces quizá… —Señaló la escalera y yo me levanté, haciendo un gesto a los demás para que se quedaran donde estaban.

Burgundofara dijo: —Tendrías que haberlo seguido asustando. Te habría salido más económico. —El posadero le disparó una mirada de odio crudo.

Si la noche anterior, envuelta en la oscuridad y cansado como yo estaba, la posada me había parecido harto pequeña, ahora descubrí que era minúscula: cuatro habitaciones en nuestra planta y cuatro más, supongo, en la de arriba. La habitación misma, que había creído bastante amplia mientras echado en el colchón roto oía a Zama que se paseaba de un lado a otro, era apenas más grande que la cabina que había compartido con Burgundofara en la gabarra. En un rincón estaba el hacha de Zama, una vieja y gastada hacha de leñador.

—No lo he traído para obtener dinero de usted, sieur —me dijo el posadero—. Ni por eso ni por nada. Nunca.

Eché una mirada a la destrucción. —Pero lo tendrá.

—Pues entonces lo regalaré. En estos tiempos hay en Os mucha gente pobre.

—Me imagino. —En realidad yo ya no escuchaba. Estaba examinando los postigos; para eso había insistido en subir. Burgundofara había dicho que estaban rotos, y tenía razón. La madera de los tornillos que sujetaban el cerrojo se había partido. Recordé que yo había puesto el cerrojo y después lo había quitado y que me había bastado tocar los postigos para que se abrieran de par en par.

—Sería incorrecto aceptar algo después de lo que usted me ha beneficiado, sieur. Vaya, que La Cazuela se ha hecho famosa para siempre a todo lo largo del río. —Clavó los ojos en un lejano cielo de notoriedad para mí invisible.— No es que ya no seamos conocidos… Es la mejor posada de Os. Pero habrá quienes vengan sólo para ver esto. — Tuvo un arranque de inspiración:— ¡No la arreglaré! ¡No tocaré nada! ¡La dejaré así!

—Les cobrará entrada —le dije.

—Sí, sieur, lo ha captado. A los clientes no, por supuesto. ¡Pero a los demás claro que les cobraré!

Yo iba a ordenarle que no hiciera una cosa así, que reparase los daños; pero cuando ya tenía la boca abierta la volví a cerrar. ¿Era para arrebatarle a ese hombre la buena suerte —suponiendo que fuese buena— que yo había regresado a Urth? Ahora él me amaba como ama un padre al hijo que admira sin comprender. ¿Qué derecho tenía yo a lastimarlo?

—Anoche mis clientes estuvieron hablando. Supongo, sieur, que no sabe lo que pasó después de que usted nos devolvió al pobre Zama.

—Cuénteme —le dije.

Cuando bajamos de nuevo insistí en pagarle, aunque no quería aceptar dinero.

—Mi cena de anoche y la de la mujer. El alojamiento mío y de Zama. Dos oricletas por la puerta, dos por la pared, dos por la cama y dos por los postigos. Mi desayuno y el de Zama. Ponga la cama y el desayuno de la mujer a la cuenta del capitán Hadelin, y dígame cuánto es lo mío.

Obedeció, haciendo una lista completa en un trozo de papel marrón, con una pluma húmeda y muy mascada, y pasándome luego ordenadas pilas de plata, cobre y latón. Le pregunté si estaba seguro que me correspondía tanto.

Aquí el precio es el mismo para todos, sieur. No le cobramos a nadie por lo que tiene, sino por lo que toma… Aunque a usted preferiría no cobrarle nada.

La cuenta de Hadelin se resolvió con mucho menos cálculo y partimos los cuatro. De todas las posadas en donde he estado, creo que La Cazuela es la que más lamenté dejar, tan buenas eran la comida y la bebida, y la parroquia de honrados ribereños. A menudo he soñado con volver, y acaso alguna vez lo haga. Cuando Zama rompió la puerta, por cierto, acudieron en nuestra ayuda muchos más huéspedes que los que cabía esperar, y me gustaría pensar que uno o varios de ellos eran yo. De hecho, a veces me parece que aquella noche, a la luz de las velas, vislumbré mi propia cara.

Como fuese, cuando salimos a la calle recién amanecida no pensaba en esto. Ya había pasado el primer silencio del alba, y los carros traqueteaban rumbo al mercado; unas mujeres de pañuelo en la cabeza se paraban y nos miraban. Un aparato volador que parecía una gran langosta emitió un zumbido monótono; lo observé hasta que se perdió de vista, sintiendo el extraño viento espectral de los pentadáctilos que habían atacado a nuestra caballería en Orythia.

—Ya no se ven muchos, sieur —comentó Hadelin con una rudeza que yo no había aprendido aún a reconocer como deferencia—. Ahora la mayoría ha dejado de volar.

Confesé que nunca había visto uno parecido.

Doblamos en una esquina y al pie de la pendiente apareció una hermosa vista: el muelle de piedra oscura y los barcos y lanchas amarrados, y más allá el ancho Gyoll, las aguas rielando al sol y la otra orilla oculta por una bruma brillante.

—Estamos sin duda muy al sur de Thrax —le dije a Burgundofara, confundiéndola un momento con Gunnie, a quien le había contado algo de la ciudad.

Se volvió, sonriendo, e intentó tomarme del brazo. Hadelin dijo: —A una buena semana, salvo que haya viento a favor todo el viaje. Hay que tener mucho cuidado. Me sorprende que conozca un lugar tan rústico.

Cuando llegamos al muelle ya teníamos detrás una multitud, no demasiado cerca, pero murmurando y señalándonos a Zama y a mí. Burgundofara trató de ahuyentarlos, y como no pudo me pidió que lo hiciera yo.

—¿Por qué? —dije—. Vamos a zarpar en seguida.

Una anciana llamó a Zama de un grito y corrió a abrazarlo. Él sonrió, y era obvio que ella no tenía mala intención. Un momento después, cuando la anciana quiso saber si estaba bien, vi que él asentía y le pregunté si era su abuela.

Ella hizo una reverencia campesina.

—Oh, no, sieur. Pero en otros tiempos la conocí, y a todos sus hijos. Cuando oí que Zama había muerto sentí que también moría un pedazo de mí.

—Y así era —le dije.

Unos marineros vinieron a cargar nuestros Barcenos, y me di cuenta de que había estado tan absorto en Zama y la anciana que no había dedicado ni una mirada al velero de Hadelin. Era un jabeque y parecía fácil de manejar; con los barcos siempre he tenido suerte. Ya a bordo, Hadelin nos hacía señas.

La anciana se aferraba a Zama con las mejillas húmedas. Mientras yo miraba, él le secó una lágrima y dijo: —No llores, Mafalda.

Fue la única vez que habló.

Los autóctonos dicen que su ganado puede hablar, aunque esté callado; sabe que hablar es invocar a los demonios, ya que en la lengua del empíreo nuestras palabras son sólo maldiciones. Así, de hecho, parecía ocurrir con Zama. La multitud se abrió como se apartan las olas para las terribles fauces de un kronosaurio, y por entre ellas avanzó Ceryx.

Una cabeza humana podrida coronaba el báculo con regatón de hierro, y sobre el magro cuerpo llevaba una piel de hombre; pero cuando le vi los ojos me extrañó que se molestara con tanto aparato, como se extraña uno al ver una mujer hermosa cargada de cuentas de vidrio y vestida con seda falsa. No me había dado cuenta de que era un mago tan poderoso.

Impelido por la educación de mi infancia, tomé el cuchillo que Burgundofara me puso en la mano, y con la hoja de plano frente a la cara, lo saludé antes de que el Increado juzgara entre los dos.

Sin duda pensó que quería matarlo, como pedía Burgundofara. Apretando la mano izquierda contra la boca dijo unas palabras y se preparó a lanzar el hechizo envenenado.

Zama cambió. No despacio, como ocurren estas cosas en los cuentos: súbita, y por eso más espantosamente, volvió a ser el muerto que había irrumpido en la habitación. La multitud dejó escapar un grito como el chillido de un tropel de monos.

Ceryx habría huido, pero se cerraron ante él como un muro. Puede que alguien lo agarrara o lo obstruyese a propósito; no lo sé. Al instante Zama se le había echado encima, y oí que se le partía el cuello como se parte un hueso en las fauces de un perro.

Uno o dos alientos permanecieron juntos, el muerto sobre el muerto; luego Zama se levantó, vivo una vez más y ahora vivo del todo, o eso parecía. Observé que nos reconocía a la anciana y a mí y que separaba los labios. Media docena de filos lo traspasaron antes de que pudiera hablar.

Cuando llegué a él era menos un hombre que un pedazo de carne sanguinolenta. De la garganta le brotaban menguantes arroyos de sangre; sin duda el corazón latía aún, aunque le habían abierto el pecho con una hoz. Me agaché sobre él e intenté llamarlo a la vida una vez más. Desde el suelo, en la cabeza clavada en el bastón de Ceryx, los ojos se volvieron a mirarme en unas pútridas fosas; me alejé asqueado, perplejo —yo, un torturador— de haberme vuelto tan cruel. Alguien me tomó de la mano y me llevó hacia el barco. Mientras subíamos por la pasarela temblorosa descubrí que era Burgundofara.

Hadelin nos recibió entre marineros presurosos.

—Esta vez lo cazaron, sieur. Anoche todos teníamos miedo de dar el primer golpe. De día es muy diferente.

Sacudí la cabeza.

—Lo mataron porque ya no era peligroso, capitán. Burgundofara susurró: —Tendrías que acostarte. Te cuesta muchísima energía.

Hadelin señaló entonces una puerta bajo la cubierta superior.

—Si quiere bajar, sieur… Le enseñaré el camarote. No es grande, pero…


Volví a sacudir la cabeza. A cada lado de la puerta había un banco y pedí descansar allí. Burgundofara fue a mirar el camarote mientras yo intentaba borrarme de los ojos el rostro de Zama y miraba a los tripulantes que se preparaban a partir. Uno de esos curtidos hombres del río me pareció familiar; pero a mí, que no puedo olvidar nada, a veces me cuesta acorralar la presa en una memoria que crece y es cada vez más vasta.

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