Llevé la mano a la pistola; casi sin darme cuenta me encontré esgrimiéndola. La hirsuta criatura no parecía diferente de la encorvada silueta de la salamandra que por poco me había quemado vivo en Thrax. Yo esperaba que se alzara en dos patas y revelara un corazón ardiente.
No lo hizo, y tardé demasiado en disparar. Por un momento aguardamos inmóviles; luego la criatura huyó, a cuatro patas y saltando entre las cajas y los barriles como un cachorro torpe persiguiendo la viva pelota que era ella misma. Con el vil instinto que hay en todo hombre de matar cualquier cosa que lo asuste, disparé. El haz —mortal todavía, aunque lo hubiera reducido al mínimo para sellar el cofre de plomo hendió el aire y dio en un lingote de aspecto sólido haciéndolo sonar como un gong. Pero la criatura, fuera lo que fuese, estaba al menos a doce anas y un momento después desaparecía tras una estatua envuelta en vendas protectoras.
Alguien gritó, y creí reconocer la bronca voz de contralto de Gunnie. Se oyó algo que parecía el canto de una flecha y luego un alarido de otra garganta.
La criatura hirsuta reapareció dando saltos, pero esta vez yo me había recuperado y no disparé. Apareció Purn y disparó su carabina, balanceándola como un arma de caza. En vez del rayo que yo esperaba proyectó una cuerda, algo rápido y flexible que a la extraña luz parecía negro y volaba con el canto singular que yo había oído un momento atrás.
La cuerda negra dio en la criatura hirsuta y la envolvió con una o dos vueltas, sin producir en apariencia otro resultado. Purn dio un grito y saltó como una cigarra. A mí no se me había ocurrido que en ese vasto lugar yo también podía saltar como en cubierta, pero ahora lo imité (sobre todo porque no quería perder contacto con Sidero antes de vengarme) y poco me faltó para abrirme la cabeza contra el techo.
Mientras estaba en el aire, con todo, tuve una vista magnífica de la bodega. La criatura hirsuta, que bajo el sol de Urth podría haber sido leonada, rayada de negro, saltaba con una energía frenética; yo aún estaba mirándola cuando la carabina de Sidero la manchó todavía más. Casi encima de ella estaba Purn, e Idas y Gunnie, que disparaba sin dejar de correr, a grandes saltos, de cumbre a cumbre entre el amasijo de la carga.
Me dejé caer cerca de ellos y trepé inestablemente a la abertura de una carronada de montaña. Apenas había visto a la criatura hirsuta gateando hacia mí cuando saltó casi hasta mis brazos. Digo «casi» porque en realidad no la agarré, y sin duda ella tampoco. De todos modos quedamos unidos: las cuerdas negras se adherían tanto a mi ropa como a las lisas tiras (ni piel ni plumas) de la criatura.
Un momento después de que cayéramos de la carronada, descubrí otra propiedad de las cuerdas: si uno las estiraba, se contraían después hasta una longitud menor que la precedente y apretaban con más fuerza. Pugné por liberarme y me encontré más maniatado que nunca, circunstancia ésta que a Gunnie y Purn les resultó altamente divertida.
Sidero cruzó nuevas cuerdas sobre la criatura hirsuta y le dijo a Gunnie que me desatase, cosa que ella hizo usando la daga.
—Gracias —dije.
—Pasa siempre —dijo ella—. Una vez yo me quedé pegada así a una cesta. No hay que preocuparse.
Conducidos por Sidero, Purn e Idas ya se llevaban a la criatura. Me levanté.
—Me temo que he perdido la costumbre de que se rían de mí.
—¿Alguna vez la tuviste? No parece.
—Cuando era aprendiz. De los más jóvenes se reía todo el mundo, sobre todo los aprendices mayores.
Gunnie se encogió de hombros.
—Si lo piensas, la mitad de las cosas que hace la gente son siempre graciosas. Es como dormir con la boca abierta. Si eres comisario de intendencia nadie se ríe. Pero si no, hasta tu mejor amigo te mete una bola de pelusa. Esas no intentes quitártelas.
Las cuerdas negras se habían adherido al pelo de mi camisa de terciopelo y yo las había estado arrancando.
—Tendría que llevar un cuchillo —dije.
—¿O sea que no lo llevas? —Me miró compasivamente, los ojos grandes, oscuros y suaves como los de cualquier vaca.— Pero todo el mundo debe tener un cuchillo.
—Antes llevaba una espada —dije—. Después de un tiempo la dejé, salvo para las ceremonias. Cuando salía de mi camarote pensé que era más adecuada una pistola.
—Para la lucha. ¿Pero cuánto tiene que luchar un hombre con tu aspecto? —Dio un paso atrás para mirarme.— No creo que haya muchos que te den problemas.
Lo cierto es que, con aquellas botas de suela gruesa, ella era alta como yo. También parecía pesar lo mismo en todas las partes donde mujeres y hombres tienen peso: los huesos estaban revestidos de verdaderos músculos, y encima había una buena cantidad de grasa.
Riendo, admití que no me habría sobrado un cuchillo cuando Sidero me había tirado de la plataforma.
—Uy, no —dijo ella—. Con un cuchillo ni lo habrías rasguñado. —Sonrió irónicamente.— Eso dijo el rufián cuando entró el marinero. —Me reí, y ella enlazó su brazo con el mío.— El caso es que el cuchillo no se usa sobre todo para luchar. Se usa para trabajar, de un modo u otro. ¿Cómo vas a empalmar una cuerda sin un cuchillo, o abrir una caja de raciones? Avanza con los ojos abiertos. En estas bodegas nunca se sabe qué puede aparecer.
—Estamos yendo hacia otro lado —dije.
—Conozco el camino, y si fuéramos por donde vinimos no descubrirías nada. Es demasiado corto.
—¿Qué pasa si Sidero apaga las luces?
—No podría. Una vez que las enciendes siguen así hasta que no quede nadie que vigilar. Oh, veo algo. Mira allí.
Miré, seguro de pronto de que durante la cacería de la criatura hirsuta Gunnie se había fijado en un cuchillo y ahora fingía descubrirlo. Sólo se veía un mango de hueso.
—Adelante. A nadie le va a molestar que te lo lleves.
—No es eso lo que estaba pensando —le dije.
Era un cuchillo de caza, de punta estrecha y una pesada hoja serrada de unos dos palmos de largo. Perfecto, pensé, para el trabajo rudo.
—Recoge también la vaina. No lo vas a tener todo el día en la mano.
Era de simple cuero negro, pero incluía un bolsillo que alguna vez había guardado una herramienta pequeña, y me recordó el bolsillo para la amoladera en la vaina de piel humana de Términus Est. El cuchillo ya me estaba gustando, y cuando vi eso, me gustó mucho más.
—Póntelo en el cinturón.
Le hice caso, y me lo coloqué a la izquierda para que equilibrara el peso de la pistola.
—Diría que un velero está así mejor estibado.
Gunnie se encogió de hombros.
—En realidad esto no es carga. Sólo trastos. ¿Sabes cómo está construido?
—No tengo la menor idea.
Se rió. —Lo mismo que todos, supongo. Nosotros nos pasamos ideas unos a otros, pero al final siempre descubrimos que son equivocadas. En parte, al menos.
—Habría pensado que conocíais vuestra nave.
—Es demasiado grande, hay muchos lugares adonde no nos llevan nunca, y solos no podemos saber dónde están. Pero tiene siete lados; así puede soportar más velamen. ¿Me sigues?
—Comprendo.
—Algunas cubiertas, creo que tres, tienen bodegas profundas. Allí va la carga principal. En las otras cuatro dejan unos espacios en forma de cuña. Algunas, como ésta, se usan para los trastos. Una parte es para camarotes y salas de la tripulación. Y a propósito, es mejor que regresemos.
Me había guiado hasta otra escalerilla y otra plataforma.
—En cierto modo —dije— imaginé que pasaríamos por un panel secreto, o que tal vez mientras caminábamos estos trastos, como los llamas tú, se transformarían en un jardín.
Gunnie meneó la cabeza. —Veo que ya la conoces un poco. Encima eres poeta, ¿no? Y apuesto a que mientes bien.
—Yo era el Autarca de Urth; eso me exigía mentir de vez en cuando, si así te gusta. Nosotros lo llamábamos diplomacia.
—Bien, déjame decirte que ésta es una nave de trabajo; sólo que no la construyó gente como tú y yo. Autarca… ¿quiere decir que gobernabas toda Urth?
—No, apenas una pequeña parte, aunque era el jefe legítimo de todo. Y desde que empecé el viaje he sabido que si tengo éxito no volveré como Autarca. Te veo singularmente impávida.
—Hay tantos mundos… —me dijo. De golpe se agachó y dio un salto, y se elevó en el aire como un gran pájaro azul. Aunque yo había dado saltos así, me extrañó verlo en una mujer. El ascenso la llevó algo menos de un codo por encima de la plataforma, y no habría sido incorrecto decir que flotaba.
Yo había pensado que el alojamiento de la tripulación sería una sala angosta como el castillo de proa del Samru. En cambio había una conejera de grandes cabinas, y muchos niveles que se abrían a andenes alrededor de un pozo de ventilación común. Gunnie dijo que era hora de que ella regresara a su puesto y sugirió que me buscara un camarote vacío.
Estuve a punto de recordarle que ya tenía un camarote, del que había salido hacía apenas una guardia; pero algo me retuvo. Asentí y le pregunté cuál era la mejor ubicación, queriendo decir —y Gunnie lo entendió bien— en qué cabina estaría más cerca de ella. Me la indicó y nos separamos.
En Urth las cerraduras más antiguas se dejan encantar con palabras. Mi camarote tenía cerradura parlante, y aunque las escotillas que habíamos abierto Sidero y yo no habían necesitado que les hablásemos, las puertas color oliva de los compartimientos de la tripulación eran de ese tipo. Las primeras dos que abordé me informaron que los camarotes que protegían estaban ocupados. Eran sin duda mecanismos viejos; noté que empezaban a tener diferentes personalidades.
La tercera me invitó a entrar diciendo:
—¡Qué cabina más bonita!
Le pregunté cuánto hacía que la bonita cabina estaba deshabitada.
—No lo sé, amo. Muchos viajes.
—No me llames amo —le dije—. Todavía no he decidido tomar tu cabina.
No hubo respuesta. Es obvio que esas cerraduras tienen una inteligencia seriamente limitada; de lo contrario se podría sobornarlas y seguro que pronto enloquecerían. Al cabo de un momento se abrió la puerta. Entré.
Comparada con el camarote que yo había dejado, no era una cabina bonita. Había dos literas angostas, un armario y un baúl; en un rincón, enseres sanitarios. Todo lo cubría tal capa de polvo que no me costó imaginármelo entrando en nubes grises por la rejilla de ventilación, aunque las nubes sólo pudiera verlas alguien capaz de comprimir el tiempo, de alguna manera, como lo comprimía la nave; alguien que viviera como los árboles, para los cuales cada año es un día; o como el Gyoll, corriendo por el valle de Nessus durante edades enteras del mundo.
Mientras pensaba esas cosas, cuya meditación me llevó más tiempo que hace un instante escribirlas, había encontrado un trapo rojo en el armario; después de humedecerlo en la pila, había empezado a quitar el polvo. Cuando advertí que ya había limpiado la tapa del baúl y el bastidor metálico de una litera, supe que quizá de un modo inconsciente había decidido quedarme. Localizaría mi camarote, por supuesto, y más que a menudo dormiría allí.
Pero también tendría esta cabina. Cuando me aburriera, me uniría a la tripulación para aprender algo más del manejo de la nave, lo que nunca aprendería como pasajero.
Además estaba Gunnie. Yo había tenido suficientes mujeres en los brazos como para no jactarme del número —uno descubre pronto que la unión mutila el amor cuando no lo acrecienta— y la pobre Valeria ocupaba muchas veces mi pensamiento; sin embargo tenía hambre del afecto de Gunnie. Como Autarca no me sobraban amigos: pocos aparte del padre Inire, y la única mujer era Valeria. Cierta calidad de la sonrisa de Gunnie me recordaba la infancia feliz con Thea (¡cómo aún la echaba de menos!) y el largo viaje hasta Thrax con Dorcas. Entonces yo había considerado ese viaje un mero exilio, y cada día me había apresurado a seguir adelante. Ahora sabía que en muchos sentidos había sido el verano de mi vida.
Enjuagué de nuevo el trapo, consciente de que lo había hecho muchas veces aunque no pudiera decir cuántas; cuando busqué otra superficie polvorienta, descubrí que ya las había limpiado todas.
El colchón no era asunto tan fácil, pero de alguna manera había que limpiarlo: estaba sucio como lo demás, y seguro que de vez en cuando querríamos usarlo. Lo saqué al andén que colgaba sobre el pozo de aire y lo golpeé hasta dejarlo sin polvo.
Cuando había terminado y lo estaba enrollando para llevarlo de nuevo a la cabina, el viento del pozo de aire trajo un grito salvaje.