XXXIV — Saltus otra vez

Antes del mediodía nos deslizábamos a la velocidad de un yate. El viento cantaba en los obenques y las primeras gotas de lluvia salpicaron el barco como pintura arrojada al velamen. Desde mi posición en el alcázar observé cómo arriaban la cofa de mesana y el juanete mayor y arrizaban una y otra vez el resto del aparejo. Cuando Hadelin se me acercó, excesivamente educado para sugerirme que fuera abajo, le pregunté si no sería razonable amarrar.

—No puedo, sieur. De aquí a Saltus no hay ningún puerto, sieur. Si fondeara en la orilla el viento nos haría encallar, sieur. Se avecina una borrasca, sieur, eso está claro. De peores hemos salido, sieur. —Se precipitó a dirigir a la cuadrilla de mesana y gritarle obscenidades al timonel.

Yo fui hacia proa. Había una posibilidad de que pronto me ahogara, y lo sabía, pero estaba disfrutando del viento y descubrí que no me importaba mucho. Estuviera o no a punto de morir, había conocido a la vez el éxito y el fracaso. Había traído un sol nuevo que difícilmente podría cruzar el abismo del espacio durante mi vida, ni durante la de ningún niño nacido en mi tiempo. Si llegábamos a Nessus reclamaría el Trono del Fénix, escrutaría los actos del suzerano que había reemplazado al padre Inire (pues estaba seguro de que el «monarca» mencionado por los aldeanos no podía ser Inire) y lo premiaría o castigaría según lo mereciera. Después viviría el resto de mi vida entre la estéril pompa de la Casa Absoluta y los horrores de los campos de batalla; y si alguna vez escribía una crónica de esas cosas, como había escrito la de mi ascenso, con cuya anulación comenzó este relato, poco de interés habría en ella una vez descrito el término de este viaje.

Mi capa restallaba como una bandera al viento y la vela latina se sacudía como las alas de un ave monstruosa. Habían recogido el trinquete, y con cada racha el Alcyone respingaba hacia la rocosa costa del Gyoll como un caballo asustado. El piloto tenía una mano en el estay de mesana, miraba la vela y maldecía con la monotonía de un organillo. Al verme se interrumpió abruptamente y preguntó:

—¿Puedo hablar con usted, sieur?

Tenía un aspecto absurdo quitándose la gorra con ese viento; yo sonreí al tiempo que asentía.

—Supongo que si aferra más el trinquete le costará más timonear…

Justo en ese momento cayó sobre nosotros toda la furia de la tormenta. Aunque la mayor parte del aparejo estaba arriado o recogido, el Alcyone se volcó de costado. Cuando volvió a enderezarse (y para gloria de sus constructores lo hizo muy por su cuenta), el agua alrededor hervía de granizo y el tamborileo de las piedras en la cubierta era ensordecedor. El piloto corrió a la torre de cubierta. Yo lo seguí y me asombré de verlo caer de rodillas no bien ganó abrigo.

—¡Sieur, no lo deje hundirse! No lo quiero para mí, sieur. Tengo mujer… dos hijitos… hace apenas un año que me casé, sieur. Nosotros…

Le pregunté: —¿Por qué piensa que yo puedo salvar el barco?

—Es por el capitán, ¿no, sieur? Ya me ocuparé yo de él en cuanto anochezca. — Tanteó el mango de la larga daga.— Tengo un par de marineros que me apoyarían, sieur. Lo haré, sieur, se lo juro.

—Eso se llama motín —le dije—. Y usted está disparatando. —El barco volvió a inclinarse, tanto que la verga mayor quedó bajo el agua.— Soy tan capaz de desatar tormentas como…

Ya no hablaba con nadie. El agua había barrido la cubierta y el hombre había desaparecido entre el granizo y el diluvio. Me senté una vez más en el angosto banco desde donde había observado las operaciones de carga. O, mejor dicho, me precipité por el vacío como aquella vez en Yesod, cuando saltamos con Burgundofara a la nada negra de la extraña cúpula; y, al mismo tiempo, hice que la figura que yo movía con cuerdas capaces de estrangular a media Briah, se sentara en el banco.

Doce alientos después, o cien, el piloto regresó con Herena y Declan. De nuevo se arrodilló, mientras ellos se acuclillaban a mis pies.

—Pare la tormenta, sieur —suplicó Herena—. Una vez ya nos ayudó. Usted no morirá, pero nosotros sí… Declan y yo. Sé que lo hemos ofendido, pero fue con buena intención y le rogamos que nos perdone.

Mudo, Declan asentía.

—Es común que haya tormentas en otoño —les dije a todos—. Como otras, ésta también pasará.

Declan abrió la boca: —Sieur…

—¿Qué ocurre? —le pregunté—. No hay razón para que no hables.

—Lo vimos. Ella y yo. Cuando empezó la lluvia estábamos allá arriba, donde usted nos dejó. El piloto echó a correr. Usted iba de un lado a otro. Iba andando y el granizo no lo tocaba. Mire mi ropa, sieur, o la de ella.

—¿Qué quieres decir, Declan?

El piloto balbuceó: —Están calados, sieur. Yo también. Pero tóquese la capa, sieur, tóquese las mejillas.

Lo hice, y estaban secas.


Cuando se enfrenta con lo increíble, la mente vuela al lugar común; la única explicación que se me ocurre es que la tela era impermeable, y que la cara me la había protegido la capucha. Me la bajé y salí al combés.

Con la cara vuelta al viento, vi caer el torrente de lluvia hacia mis ojos y oí junto a mis orejas el siseo del granizo; pero las piedras no me golpearon, y la cara y la capa siguieron secas. Era como si las palabras —las palabras que yo siempre había creído necias— se hubiesen hecho verdad y todo lo que oía y veía fuese mera ilusión.

Casi contra mi voluntad le hablé en susurros a la tormenta. Había pensado hablar como los hombres hablan con los hombres, pero descubrí que mis labios producían sonidos de viento leve, de trueno distante entre colinas y de suaves timbales de lluvia en Yesod.

Pasó un momento, después otro. El trueno se alejó bramando y el viento amainó. Con un gorgoteo cayeron al río unas piedras más, como guijarros tirados por un niño. Comprendí que con esas pocas palabras había vuelto a llamar la tormenta a mí, y la sensación era indescriptible. En cierto modo antes había exhalado mis sentimientos, que se habían convertido en un monstruo tan salvaje como era yo en aquel momento, un monstruo con la fuerza de diez mil gigantes. Ahora volvían ser sentimientos, nada más, y yo estaba furioso de nuevo, y no menos furioso por no saber ya por dónde pasaba la línea entre el extraño, sórdido mundo de Urth y yo. ¿Era el aire mi aliento? ¿O mi aliento era el aire? ¿Era el rumor de mi sangre o la canción del Gyoll lo que me sonaba en los oídos? Habría maldecido, pero temía el poder de mi maldición.

—Gracias, sieur. ¡Gracias!

Era el piloto, de nuevo arrodillado y dispuesto a besarme la bota si se lo permitía. Lo hice levantar se, en cambio, y le dije que nadie iba a asesinar al capitán Hadelin. Al final tuve que hacérselo jurar, porque me daba cuenta de que —como Declan o Herena— habría actuado de buena fe por lo que consideraba mi causa, desobedeciendo directamente mis órdenes. Me gustara o no yo me había convertido en un milagrero, y a los milagreros no se los obedece como a los Autarcas.

Del resto de aquel día, mientras duró la luz, hay poco que decir. Pensé mucho, pero no hice más que pasearme una o dos veces entre el alcázar y el castillo de proa y mirar cómo se deslizaban las orillas. Herena y Declan, y de hecho toda la tripulación, me dejaron rigurosamente solo; pero cuando Urth ya parecía tocar el sol enrojecido, llamé a Declan y señalé la orilla este, ahora brillantemente iluminada.

—¿Ves esos árboles? —pregunté—. Algunos están en línea como soldados, otros en montones y otros en triángulos entrelazados. ¿Yesos huertos?

Meneó tristemente la cabeza. —Yo tenía mis árboles, sieur. Este año no dieron nada; apenas manzanas verdes para cocer.

—¿Pero ves esos huertos?

Asintió.

—¿Y los de la orilla oeste? ¿También son huertos?

—Son riberas demasiado húmedas para cultivar, sieur. Uno las trabaja y la lluvia se lleva todo. Pero los frutales se dan muy bien.

Casi entre dientes dije: —Una vez paré en una villa llamada Saltus. Había pocos cultivos y poco ganado, pero hasta mucho más al norte no vi demasiados frutales.

La voz de Hadelin me sorprendió. —Raro que lo mencione, sieur. Dentro de media guardia atracaremos en Saltus.

Parecía un niño que sabe que van a pegarle. Despedí a Declan y le dije al capitán que no temiese, que ciertamente me había enfadado con él y Burgundofara, pero ya se me había pasado.

—Gracias, sieur. Gracias. —Por un momento dio vuelta la cara; luego me miró de nuevo, directamente a los ojos, y dijo algo que exigía más valor moral que cualquier cosa que yo haya oído:— Quizá haya pensado que nos reíamos de usted, sieur. No es así. En La Cazuela creímos que lo habían matado. Después abajo, en su camarote, no lo pudimos evitar. Caímos juntos. Ella me miró y yo a ella. Cuando nos dimos cuenta había pasado. Pensamos que íbamos a morir, después, y supongo que anduvimos cerca.

Le dije: —Ya no tiene de qué preocuparse.

—Más vale entonces que yo baje a decírselo.

Fui a proa, pero no tardé en descubrir que, con lo que habíamos virado, la vista era mucho mejor desde la altura del alcázar. Estaba allí estudiando la orilla noroeste, cuando Hadelin volvió, esta vez con Burgundofara. Al verme, ella se desprendió del capitán y fue al otro lado de la cubierta.

—Si busca el lugar donde vamos a atracar, sieur, empieza a distinguirse ahora. ¿Lo ve? Fíjese en el humo, sieur, no en las casas.

—Ahora lo veo.

—En Saltus nos estarán preparando la cena, sieur. Allí hay una buena posada.

—Lo sé —respondí, pensando cómo habíamos llegado con Jonas a través del bosque, después de que los ulanos dispersaran nuestro grupo en la Puerta de la Piedad, de encontrar el vino en la jarra y de tantas otras cosas. La villa misma era más grande de lo que recordaba. Había pensado que la mayoría de las casas eran de piedra; éstas eran de madera.

Busqué el poste al que había estado encadenada Morwenna la primera vez que yo le había hablado. Mientras la tripulación arriaba las velas y nos deslizábamos en la pequeña bahía, descubrí el parche de tierra yerma pero ni poste ni cadena alguna.


Hurgué en mi memoria, que es perfecta salvo quizá algunos lapsos y distorsiones leves. Recordé el poste y el leve retintín de la cadena cuando Morwenna había levantado las manos suplicando, cómo zumbaban y picaban los jejenes, y la casa de Barnoch, toda de piedra de cantera.

—Ha pasado mucho tiempo —le dije a Hadelin.

Los marineros soltaron las drizas, las velas cayeron a cubierta una tras otra y el Alcyone se deslizó hacia el amarradero; tripulantes con bicheros esperaban en el emparrillado que se extendía entre la cubierta superior y el castillo de proa, listos a protegernos del muelle o acercarnos a él.

Apenas hicieron falta. Media docena de vagabundos corrieron a agarrar los cabos y anudarlos, y el timonel nos acercó de lado con tal suavidad que las defensas de cuerda vieja que colgaban de la aleta del Alcyone besaron meramente las tablas.

—No sabe qué tormenta hubo hoy, capitán —saludó uno de los vagabundos—. Acaba de aclarar hace un rato. Acá el agua llegó hasta la calle. Suerte que no se la encontraron.

—Nos la encontramos —dijo Hadelin.

Yo bajé a tierra medio convencido de que había dos villas con el mismo nombre: Saltus y Nueva Saltus, o algo por el estilo.

La posada no era como la recordaba; pero tampoco muy diferente. El patio y el pozo se parecían mucho; también los amplios portones por donde entraban jinetes y coches. Me senté en el comedor y ordené la cena a un posadero que no reconocí, preguntándome todo el tiempo si Burgundofara y Hadelin se sentarían conmigo.

Ninguno de los dos lo hizo; pero al cabo de un rato vinieron Herena y Declan, trayendo con ellos al membrudo marinero que había manejado el bichero de popa y a una mujer grasienta, de cara angosta, que me presentaron como la cocinera del barco. Los invité a sentarse, lo cual hicieron con gran reticencia y dejando muy claro que no permitirían que les pagara vino ni comida. Yo le pregunté al marinero (quien, di por sentado, tenía que haber parado allí muchas veces) si no había minas en la región. Me dijo que cosa de un año atrás habían llevado una máquina a una colina, por aviso secreto de un jatif a los prominentes de la ciudad, y que se habían sacado a la superficie algunos objetos interesantes y valiosos.

De la calle nos llegó un retumbo de botas, detenido por una orden cortante. Me acordé del kelau que había entrado cantando desde el río en aquella Saltus a la que yo llegara como aspirante exiliado, y me disponía a mencionarlo con la esperanza de llevar la conversación a la guerra con Ascia, cuando de golpe se abrió la puerta y entró un oficial de uniforme ostentoso seguido de una cuadrilla de fusileros.

La sala había sido un bullicio; se hizo un silencio mortal.

El oficial le gritó al posadero:

—¡Muéstreme al hombre que llaman Conciliador! Burgundofara, que estaba en otra mesa con Hadelin, se puso de pie y me señaló.

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