XIV — El fin del universo

Más listos que yo, los marineros se pusieron en seguida los collares. Hasta que los vi no me di cuenta de lo que había pasado.

No lejos de nosotros, la explosión de un arma terrible había abierto las pasarelas al vacío y el aire contenido en ese sector de la nave se fugaba a torrentes. Mientras me ponía el collar oí un batir de grandes portones, un estruendo lento y hueco como de titánicos tambores de guerra.

Apenas ajusté el cierre del collar pareció que el viento se apagaba, aunque aún lo oía cantar y veía locos remolinos de polvo disparados como cohetes. A mi alrededor sólo bailaba una brisa atemperada.

Avanzando con cautela —porque en cualquier momento esperábamos toparnos con más guiñadores— llegamos a la rotura. Si había algún lugar (pensé) donde por fin podría ver tanto de la estructura de la nave como para aprender algo sobre su diseño, tenía que ser allí. Pero no vi nada. Madera destrozada, metal torturado y piedra rota se mezclaban con sustancias desconocidas en Urth, pulidas como marfil o jade pero de colores extravagantes o incoloras. Otras hacían pensar en el lino, el algodón o en un áspero pelo de animales sin nombre.

Más allá de esas capas de ruinas aguardaban las estrellas silenciosas.

Habíamos perdido contacto con la columna principal, pero parecía claro que había que cerrar lo antes posible la brecha en el casco. Indiqué a los supervivientes de lo que había sido la retaguardia que me siguieran, esperando que al llegar a la cubierta encontraríamos una cuadrilla de reparaciones.

Si hubiésemos estado en Urth habría sido imposible subir por los niveles en ruinas; aquí era fácil. Uno saltaba con cuidado, se aferraba a algún puntal o viga retorcida y volvía a saltar: el mejor método era salvar los resquicios a saltos, lo que en cualquier otro sitio hubiera sido una locura.

Llegamos a la cubierta, aunque al principio me pareció que no habíamos llegado a ninguna parte; estaba tan deshabitada como la llanura de hielo que una vez yo había observado desde las ventanas más altas de la Casa última. Enormes cables la cruzaban serpeando; algunos se descolgaban como columnas, sosteniendo aún, muy arriba, los restos de un mástil.

Una de las mujeres agitó una mano y señaló otro mástil, a leguas de distancia. Miré, pero por un momento no vi sino un poderoso laberinto de velas, vergas y cuerdas. Luego hubo una tenue chispa violeta, lánguida entre los astros, y desde otro palo una chispa que respondía.

Y después algo tan raro que por un momento creí que los ojos me engañaban o que lo había soñado. Pareció que una diminuta mota de plata, a leguas de altura, bajaba hacia nosotros y muy lentamente iba creciendo. Caía, por supuesto; pero no en una atmósfera, de modo que no aleteaba, y bajo una atracción tan débil que caer era flotar.

Hasta ese momento yo había conducido a mis marineros. Ahora se me adelantaban, escalando las cuerdas de ambos palos mientras yo me quedaba en cubierta hechizado por el increíble punto de plata. Un momento más y estuve solo, mirando cómo los hombres y mujeres de lo que fuera mi comando volaban de cable en cable como flechas, y a veces disparaban las armas en pleno vuelo. Con todo seguía dudando.

Sin duda los mutistas tienen uno de los mástiles, pensé, y el otro lo tiene la tripulación. Trepar al equivocado sería morir.

Una segunda mota de plata se unió a la primera.

Soltar una vela de un disparo podía suceder por accidente, pero soltar dos era asunto deliberado. Si se destruían suficientes velas y palos la nave no llega ría nunca a destino, y sólo podía haber un bando que quisiera eso. Salté al cordaje del palo de donde caían las velas.

Ya he escrito que la cubierta hacía pensar en la llanura de hielo del maestro Ash. Ahora, a medio salto, la vi mejor. Por el gran boquete del casco de donde antes surgiera un palo seguía fugándose aire; al precipitarse el borbotón se hacía visible, fantasma de un titán, y destellaba con un millón de millones de lucecitas. Esas luces caían como nieve — se derramaban flotando con verdadera lentitud, aunque no más lentas de lo que hubiera flotado un hombre— dejando la grandiosa cubierta blanca y reluciente de escarcha.

Entonces me encontré de nuevo ante la ventana del maestro Ash y oí su voz: «Lo que ves es la última glaciación. Ahora la superficie del sol está opaca; pronto se volverá brillante de calor, pero el sol mismo se encogerá, dando menos energía a sus mundos. Al fin, si alguien viene a pararse sobre el hielo, sólo lo verá como una estrella brillante. El cielo que esté pisando no será el que ve entonces, sino la atmósfera de este mundo. Y lo seguirá siendo por largo tiempo. Tal vez hasta la caída del día universal.» Me parecía que él estaba de nuevo a mi lado. Aun cuando la cercanía de las jarcias me devolvió a mí, fue como si me acompañara en el vuelo, y sus palabras me resonaran en los oídos. Se había desvanecido aquella mañana en Orithya, mientras bajábamos por una garganta, cuando yo hubiera tenido que llevárselo a la peregrina Mannea; en la nave supe adónde se había marchado.


También supe que había elegido mal el mástil; si la nave naufragaba entre las estrellas importaría muy poco si el pequeño Severian, una vez oficial torturador, una vez Autarca, vivía o moría. Cuando llegué al cable, en vez de aferrarme di una vuelta entera y salté de nuevo, esta vez hacia el palo que tenían los guiñadores.

Por mucho que intente describir esos saltos, nunca llegaré a pintar la maravilla y el terror que provocaban. Uno salta como en Urth, pero el primer instante se extiende a doce alientos, y mientras uno se regocija, sabe también que si deja pasar todas las cuerdas y las jarcias estará perdido, como una pelota arrojada al mar, que se pierde para siempre. Saltando así, yo experimentaba todo esto sin dejar de tener la llanura de hielo ante los ojos. Y sin embargo, con los brazos estirados al frente, con las piernas detrás, me sentía no tanto una pelota como el buceador mágico de una vieja historia, que buceaba donde quería.

Sin ruido ni aviso, un nuevo cable se me apareció de pronto en el espacio entre los palos: un inesperado cable de fuego. Otro lo cruzó, y otro más. Y luego se desvanecieron todos mientras yo surcaba el vacío donde habían estado. De modo que los guiñadores me habían reconocido y estaban disparando desde el mástil.

Rara vez es sensato permitir que un enemigo se ejercite tirando al blanco. Desenfundé la pistola y apunté al punto del cual había partido la última descarga.

Mucho antes conté que estando ante la puerta de mi cabina con el camarero muerto a mis pies, la pequeña luz de carga de la recámara de la pistola me había asustado. Ahora me asustó de nuevo, porque al apretar el gatillo le eché una mirada y no vi ninguna chispa.

Tampoco hubo en seguida un rayo de energía violeta. Si yo hubiera sido tan listo como pretendía a veces, creo que en ese momento habría tirado la pistola. Lo cierto es que volví a enfundarla, inservible como estaba, y apenas noté otra descarga de fuego, la más cercana de todas, hasta que hubo pasado.

Después no quedó tiempo para disparar o ser alcanzado. Había cables de jarcias por todas partes, y como yo todavía estaba bastante abajo, parecían grandes troncos arbóreos. Vi adelante el cable que iba a tener que agarrar, y en el cable un guiñador que corría. Al principio lo tomé por un hombre como yo, aunque de un tamaño y un poder insólitos; luego —todo esto en menos tiempo del que requiere escribirlo— vi que no era así, porque de algún modo podía asirse al cable con los pies.

Extendió hacia mí las manos como un luchador preparándose para recibir al oponente, y sus largas garras brillaron a la luz de las estrellas.

Había razonado, estoy seguro, que yo tenía que agarrarme al cable o morir, y que mientras me aferraba él acabaría conmigo. Pero en vez de agarrarme me dejé caer directamente sobre él y terminé el salto clavándole el cuchillo en el pecho.

Dije que terminé el salto, pero la verdad es que estuve a punto de fracasar. Durante unos instantes nos balanceamos, él como un bote fondeado, yo como otro bote atado a él. Por los bordes del cuchillo brotaba sangre, pensé que del mismo escarlata que la sangre humana, formando esferas como carbunclos que al abandonar su manto de aire simultáneamente hervían, se helaban y marchitaban.

Por un momento temí que el mango del cuchillo se me escapase. Luego lo usé como palanca, y tal corno yo esperaba las costillas resistieron y conseguí subir hasta el cable. Claro que habría debido subir más de prisa; pero me detuve a mirar al guiñador con la vaga noción de que las garras que había visto quizá fueran artificiales, como las garras de acero de los magos o el lucivee con el que Agia me había rajado la mejilla, y de que si eran artificiales podrían servirme de algo.

No lo eran, pensé. En todo caso parecían resultado de una cirugía detestable llevada a cabo en la infancia, como las mutilaciones de los hombres de ciertas tribus autóctonas. Los dedos habían sido modelados en garras de arctótero, feas e inocentes, incapaces de sostener cualquier otra arma.

No había tenido tiempo de volverme cuando la humanidad del rostro me llamó la atención. Yo lo había apuñalado como había matado a tantos, sin cambiar una sola palabra. Entre los torturadores era norma que no debía hablarse con los clientes ni comprender nada que se les ocurriera decir. Uno de mis primeros actos de lucidez había sido descubrir que todos los hombres son torturadores; ahora la agonía del hombre-oso me confirmaba que yo seguía siendo un torturador. Cierto, él era un guiñador; ¿pero quién podía decir que había elegido esa lealtad libremente? O quizás las razones para luchar por los guiñadores le habían parecido tan buenas como a mí las mías para luchar por Sidero y un capitán que no conocía. Con un pie afirmado en su pecho, me incliné y extraje el cuchillo.

Se le abrieron los ojos y rugió, aunque la boca soltó un chorro de sangre espumosa. Por un instante, oírlo en el silencio infinito fue más raro que el hecho de que volviera a vivir cuando parecía muerto; pero estábamos tan cerca que nuestras atmósferas se habían unido y yo podía oír el gorgoteo de la herida.

Le apuñalé la herida; con tan mala suerte que la punta dio en los huesos frontales del cráneo. Sin apoyo para los pies, me faltó fuerza para que el golpe penetrara y salí despedido hacia atrás, al vacío de alrededor.


Él me acometió, abriéndome el brazo con las garras, de modo que furiosamente flotamos juntos con el cuchillo suspendido en medio, la ensangrentada hoja pulida brillando a la luz de las estrellas. Intenté apoderarme del arma, pero un golpe de garra la envió girando al vacío.

Le metí los dedos en el collar de cilindros y se lo arranqué de un tirón. Él tendría que haberse aferrado a mí, pero tal vez se lo impidieron aquellas manos. En cambio me dio un golpe, y lo miré sofocarse y morir mientras yo me alejaba dando vueltas.

Cualquier sensación de triunfo se perdió en el remordimiento y la certeza de que pronto debía morir yo también. Remordimiento porque lamentaba haberlo matado, con esa sinceridad fácil a que recurre la mente cuando no hay peligro de que la pongan a prueba; certeza, porque dada mi trayectoria y los ángulos de los palos estaba claro que no iba a acercarme más a ninguna cuerda. De la duración del aire de los collares tenía una idea apenas vaga: una guardia o más, pensé. Ahora mi provisión era doble: digamos, pues, tres guardias a lo sumo. Pasado ese lapso moriría lentamente, resollando más y más a medida que el principio vital de mi atmósfera quedara reducido a la forma que sólo pueden respirar los árboles y las flores.

Entonces recordé cómo me había salvado antes por arrojar al vacío el cofre de plomo con el manuscrito; y pensé qué podía arrojar ahora. Desprenderme de los collares significaba morir. Se me ocurrieron las botas, pero ya había sacrificado botas una vez, cuando mi primer encuentro con ese mar que lo devora todo. Al lago Diuturna había arrojado los restos de Términus Est; eso me sugirió el cuchillo de caza que tan mal me había servido. Pero ya no lo tenía.

Quedaba el cinturón, con la vaina de cuero negro y los nueve chrisos y la pistola vacía en la funda. Guardándome los chrisos en el bolsillo, me quité el cinturón, la vaina, la pistola y la funda, murmuré una oración y los tiré.

En el acto gané velocidad, pero no me movía (como había esperado) hacia la cubierta o algún cable. Ya estaba a la altura de las puntas de los mástiles que tenía a cada lado. Mirando la cubierta cada vez más lejana, vi fulgurar entre esos palos un solo rayo violeta. Después no hubo más; sólo el inquietante silencio del vacío.

A poco empecé a preguntarme, con esa intensidad que acompaña al deseo de huir de todo pensamiento de muerte, por qué nadie me había disparado mientras trepaba hacia el mástil, y por qué no me disparaban ahora.

Cuando llegué al tope del palo de popa, todos esos pequeños enigmas quedaron de lado.

Alzándose sobre el sobrejuanete como un día se alzará el Sol Nuevo sobre la Muralla de Nessus (y sin embargo lejos, mucho más lejos y más hermoso aún de lo que podrá ser alguna vez el Sol Nuevo, así como la vela más pequeña y extrema era un entero continente de plata comparado con el cual la Muralla de Nessus, de unas pocas leguas de alto y unos miles de largo, podría haber sido la destartalada cerca de un redil), había un sol como no verá jamás nadie que pise la hierba: el nacimiento de un nuevo universo, la explosión primal que contendrá todos los soles porque de ella nacerá el sol primero, el padre de todos los otros soles. No sabría decir cuánto tiempo lo contemplé sorprendido; pero cuando volví a mirar hacia abajo, palos y nave parecían muy lejanos.

Y entonces me desconcerté, pues recordaba que al llegar a la brecha en el casco con mi pequeña partida de marineros, y mirar hacia arriba, había visto las estrellas.

Volví la cabeza y miré al otro lado. Aún había un enjambre de estrellas, pero me pareció que formaban en el cielo un gran disco, y mirando los bordes de ese disco los vi veteados y viejos. Desde entonces he meditado con frecuencia en lo que vi allí, junto al mar que todo lo devora. El universo, se dice, es algo tan grande que sólo podemos verlo como fue, nunca como es, del mismo modo que yo, cuando era Autarca, no conocía la condición presente de nuestra Comunidad sino las condiciones de las épocas en que se habían escrito los informes que yo leía. Si así era, acaso las estrellas que estaba viendo ya no estuvieran allí; acaso los informes de mis ojos fueran como los que encontré al abrir en la Gran Torre la que había sido la cámara de los autarcas.

En el medio de ese disco de estrellas, según me pareció primero, brillaba una única estrella azul más grande e intensa que las demás. Incluso mientras la miraba iba creciendo, con lo que pronto entendí que no estaría tan lejos como yo suponía. Propulsada por la luz, la nave era más rápida que la luz, tal como los barcos de los inquietos mares de Urth, propulsados por el viento, eran más rápidos que el viento. Pero aun así la estrella azul no podía ser un objeto remoto; y si era una estrella de cualquier tipo estábamos perdidos, pues íbamos directamente al centro.

Se hizo más grande, y más, y en el centro apareció una sola y negra línea curva, una línea como la Garra: la Garra del Conciliador como la había visto yo la primera vez, cuando la había sacado del talego y Dorcas, asombrada por aquel fulgor azul, la había alzado contra el cielo nocturno.

Si como he dicho la estrella crecía, la negra línea curva crecía más deprisa aún, hasta que prácticamente eclipsó el disco azul (pues ahora ya era un disco). Por fin la vi tal como era: el único cable que seguía sujetando el palo volado por los mutistas. Me aferré a él, y desde ese punto de privilegio vi cómo nuestro universo, que llaman Briah, se apagaba hasta desvanecerse como un sueño.

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