XLVI — El fugitivo

Estuve largo rato en la proa, escudriñando los centinelas de la noche a medida que el rápido movimiento de Ushas los revelaba. Nuestra antigua Comunidad se había hundido; pero la luz de estrellas que me tocaba los ojos era más antigua aún; lo había sido cuando la primera mujer amamantó al primer niño. Me pregunté si las estrellas llorarían al enterarse de la muerte de nuestra Comunidad, cuando Ushas fuera vieja.

Lo cierto es que yo, que había sido una estrella semejante, en ese momento lloré.

Me sacó de esto alguien que me tocaba el codo. Era el viejo marino, el capitán del barco; reservado como pareciera hasta ese momento, ahora estaba conmigo hombro con hombro, mirando las aguas como yo. Me di cuenta de que no sabía cómo se llamaba.

Iba a preguntárselo cuando dijo: —¿Crees que no te conozco?

—Es posible —le dije—. Pero en ese caso, tienes una cierta ventaja sobre mí.

—Los cacógenos son capaces de descubrir el pensamiento de un hombre y mostrárselo. Lo sé bien.

—Crees que soy un éidolon. Los he conocido, pero no soy uno de ellos. Soy un hombre como tú.

Fue como si no me hubiera oído.

—Me he pasado todo el día observándote. Y desde que nos acostamos te he observado en vez de dormir. Dicen que no lloran pero no es cierto, y cuando te vi llorar a ti me acordé de lo que dicen y de que están equivocados. Entonces pensé cómo puede ser. Pero tenerlos en el barco da mala suerte, y también da mala suerte pensar demasiado.

—Seguro que es cierto. Pero los que piensan demasiado no pueden evitarlo.

Él asintió.

—No, supongo.

Las lenguas de los hombres son más viejas que nuestra tierra hundida; y resulta extraño que en un tiempo tan largo no se hayan encontrado palabras para las pausas de la conversación, cada una de las cuales tiene su propia calidad y cierta longitud. Nuestro silencio se prolongó mientras cien olas golpeaban el casco; contenía el bamboleo del barco, el susurro del viento nocturno en las jarcias y una expectativa meditabunda.

—Quería decirte que nada de lo que le hagas me va a lastimar. Lo mandes a pique o hagas que encalle, no me importa.

Le contesté que podía hacer las dos cosas, suponía, pero no iba a hacerlas deliberadamente.

—Cuando eras real nunca me hiciste mucho daño —dijo el marino después de otra larga pausa—. Si no hubiera sido por ti no habría conocido a Maxellindis… Tal vez fue malo. Tal vez no. Vivimos algunos años buenos, Maxellindis y yo.

Miraba ciegamente las olas incansables; lo examiné por el rabillo del ojo y me di cuenta de que se había partido la nariz, quizá más de una vez. La reparé mentalmente y llené las mejillas angulosas.

—Hubo una vez que me golpeaste. ¿Te acuerdas, Severian? Acababan de hacerte capitán. Cuando me llegó el turno le hice lo mismo a Timon.

—¡Eata! —Sin darme cuenta de lo que hacía, lo abracé y lo alcé como cuando éramos aprendices.¡Eata, pedazo de mocoso, pensé que no iba a verte nunca más! —Había hablado tan fuerte que Odilo gimió y se movió en sueños.


Eata parecía atónito. Llevó la mano al cuchillo del cinto; luego la retiró.

Hice que se sentara. —Cuando reformé el gremio tú no habías desaparecido. Dijeron que te habías escapado.

—Es verdad. —Intentó tragar saliva, o quizá sólo recobrar el aliento.— Me alegro de oírte, Severian, aunque seas una pesadilla. ¿Cómo dijiste que se llamaban?

—Éidolones.

—Un éidolon. Si los cacógenos querían mostrarme a alguien salido de mi cabeza, me habría podido encontrar en peor compañía.

—Eata, ¿recuerdas la vez que nos quedamos fuera de la necrópolis?

Asintió. —Y Drotte quería que yo me colara entre los barrotes, pero no pude. Luego, cuando los voluntarios abrieron la puerta, escapé y os dejé a ti, a él y a Roche a los cuervos. Ninguno de vosotros parecía tenerle mucho miedo al maestro Gurloes, pero en aquel entonces yo le temía.

—Nosotros también, pero no íbamos a mostrarlo delante de ti.

—Supongo. —Estaba sonriendo; a la luz verde de la luna se le veía el destello de los dientes y la muesca negra donde uno de ellos había sido arrancado. Como dijo el piloto cuando nos mostró a su hija, los niños son así.

Loca y pasajeramente se me ocurrió que si Eata no hubiera huido, quizá él habría salvado a Vodalus y habría hecho y visto todas las cosas que yo hice y vi. Podía ser que en otra esfera hubiese ocurrido de ese modo. Apartando la idea, pregunté: —¿Pero qué has hecho todo este tiempo? Cuéntame.

—No hay mucho que contar. Cuando era capitán de aprendices era muy fácil escabullirme y ver a Maxellindis cada vez que su tío amarraba el bote en el Barrio Algedónico. Yo había hablado con los marineros y aprendido un poco a navegar; así que cuando llegaba la época de las fiestas no podía soportarlo, no podía andar de fulígeno.

—Yo sólo lo soporté —dije— porque no me imaginaba viviendo en otro lugar que la Torre Matachina.

—Pero yo sí, ¿comprendes? Me había pasado todo ese año pensando vivir en el bote y ayudar a Maxellindis y su tío. El hombre envejecía, y necesitaban a alguien ágil y más fuerte que ella. No esperé a que los maestros me llamaran a elegir. Simplemente escapé.

—¿Y después?

—Me olvidé de los torturadores lo más rápido posible. Sólo hace poco empecé a tratar de acordarme cómo vivía en la Torre Matachina cuando era joven. No querrás creerme, Severian, pero durante años no pude mirar la colina de la Ciudadela cuando pasábamos por ese tramo. Miraba para otro lado.

—Te creo —le dije.

—El tío de Maxellindis murió. El hombre solía ir a una taberna que estaba en el sur del delta, en un lugar llamado Liti. Seguro que nunca lo has oído nombrar. Una noche fuimos a buscarlo y estaba sentado con su botella y su vaso, con un brazo en la mesa y la cabeza apoyada en el brazo; pero cuando intenté sacudirle el hombro, se cayó de la silla, y ya estaba frío.

—Hombres que el vino había matado tiempo atrás yacían junto a fuentes de vino y seguían bebiendo, demasiado embotados para comprender que se les había acabado la vida.

—¿Yeso qué es? —preguntó Eata.

—Un viejo cuento, nada más —dije—. No me hagas caso. Sigue.

—Después de eso trabajamos en la barca ella y yo solos. Nos las arreglábamos tan bien como los tres antes. En realidad nunca nos casamos. Por alguna razón, cuando los dos queríamos nunca había dinero. Y cuando teníamos el dinero siempre había alguna pelea. De todos modos, al cabo de un par de años todos creían que estábamos casados. —Se sonó la nariz y tiró los mocos por la borda.

—Sigue —volví a decir.

—Hacíamos algo de contrabando, y una noche nos paró un guardacostas. Fue ocho o diez leguas al sur de la colina de la Ciudadela. Maxellindis saltó, oí el ruido del chapuzón, y yo también habría saltado pero uno de los inspectores me arrojó un achico a los pies y me levantó. Sabes qué es eso, supongo.

Asentí. —¿Yo todavía era Autarca? Podrías haber recurrido a mí.

—No. Se me pasó por la cabeza, pero estaba seguro de que me mandarías de nuevo al gremio.

—No lo habría hecho —le dije—, ¿pero era peor que lo que te hizo la ley?

—El gremio era para toda la vida. Eso pensaba yo al menos. El caso es que me llevaron río arriba con nuestra barca a remolque. Me encerraron hasta la sesión ordinaria y luego el juez ordenó que me azotasen y me embarcasen en una carraca. Me tuvieron engrillado hasta que perdimos de vista la costa y me hicieron trabajar como esclavo, pero llegué a ver las Tierras Jánticas y me tiré por la borda y me quedé allí dos años. No es mal sitio si uno tiene algo de plata.

—Pero volviste —dije yo.

—Hubo un alzamiento; yo estaba viviendo con una muchacha y la mataron. Cada dos años hay un lío así en el mercado por el precio de los alimentos. Los soldados rompen cabezas y me figuro que a ella también. Justo en ese momento había una carabela anclada frente a la isla de la Flor Azul, y yo fui a ver al capitán y me dio una litera. Cuando uno es joven puede ser un idiota terrible, y yo pensaba que a lo mejor Maxellindis había conseguido otra barca parados dos. Pero cuando volví al río ella no estaba.


No la vi nunca más. Me imagino que murió la noche que el guardacostas nos echó el garfio.

Hizo una pausa, la mano en la barbilla. —Maxellindis era casi tan buena nadadora como yo. Y yo nadaba casi tan bien como Drotte o tú, recuerdas, pero quizá la atrapó una ninfa. A veces pasaban cosas así, sobre todo en los tramos más bajos.

—Lo sé —dije yo, recordando la enorme cara de Juturna tal como la vislumbrara de niño, cuando había estado a punto de ahogarme en el Gyoll.

—No queda mucho más que contar. Yo llevaba algo de dinero en un ceñidor de seda que le había encargado a un hombre de allí, y cuando pagaron en la carabela conseguí algo más. Con eso compré este barco y aquí estoy. Pero todavía sé hablar un poco en la lengua jántica, y cuando la oiga en otro me vendrá más a la boca. Tendría que ser así, si es que conseguimos más comida y bebida.

Le dije: —En ese mar hay muchas islas. Una vez las vi en un mapa, en el Aula Hipoterma.

Él asintió. —Calculo que unas doscientas, y muchas más que yo no he visto en ningún mapa. Pensarás que no hay forma de que un barco deje de verlas, pero es posible. A menos que tengas mucha suerte, puedes pasar entre ellas sin enterarte. En gran parte depende de que sea de día o de noche, y de la altura a que esté el vigía: en el palo mayor de una carraca o en la proa de mi barquito.

Me encogí de hombros.

—Sólo nos queda tener esperanza.

—Algo así dijo la rana cuando vio a la cigüeña. Pero tenía la boca seca y la palabra no le salió del todo. —Eata calló un momento, estudiándome a mí y no a las olas. — Severian, ¿tú sabes qué te ha pasado? ¿Aunque no seas un sueño de los cacógenos?

—Sí —respondí—. Pero no soy un fantasma. O si lo soy, tendría que echarle la culpa al hierogramato Tzadkiel.

—Pues cuéntame qué te pasó, como yo te he contado todo lo que me pasó a mí.

—De acuerdo. Pero antes quisiera preguntarte algo. ¿Qué sucedió en Urth después que me fui?

Eata se sentó en un cofre desde donde podía mirarme sin volver la cabeza.

—Sí —dijo—. Partiste a traer el Sol Nuevo, ¿no es verdad? ¿Y lo encontraste?

—Sí y no. Te lo contaré no bien me hayas contado qué sucedió en Urth.

—De lo que probablemente quieres oír yo no sé mucho. —Se frotó la mandíbula.— De cualquier modo, no estoy seguro de recordar exactamente qué pasó ni cuándo. Todo el tiempo que estuve con Maxellindis tú eras Autarca, pero sobre todo decían que estabas luchando contra los ascios. Después, cuando volví de las Tierras Jánticas, te habías ido.

—Si allí pasaste dos años, con Maxellindis habrás pasado ocho —le dije.

—Así es, más o menos. Cuatro o cinco con ella y el tío y dos o tres después, los dos solos. El caso es que tu autarquina fue Autarca de Urth. La gente comentaba porque era mujer, y decía que le faltaban palabras.

»Así que cuando cambié mi oro extranjero por chrisos, algunos llevaban tu cara y otros la de ella, o al menos una cara de mujer. Se casó con el dux Cesidius. Hubo una gran celebración por toda la calle lubar, carne y vino para todo el mundo. Yo me emborraché y estuve tres días sin volver al barco. La gente decía que estaba bien que se casara: ella podría quedarse en la Casa Absoluta y ocuparse de la Comunidad mientras él se ocupaba de los ascios.

—Me acuerdo de él —dije yo—. Era un excelente jefe. —Era extraño evocar aquel rostro de águila e imaginar al feroz y torvo propietario yaciendo con Valeria.

Algunos dijeron que lo había hecho porque él se parecía a ti —dijo Eata—. Pero era más guapo, me parece, y quizás un poco más alto.

Procuré recordar. Más guapo, sin duda, que yo con la cara marcada. Me dio la impresión de que en altura Cesidius estaba un poco por debajo de mí, aunque, desde luego, cualquiera es más alto cuando todo el mundo se arrodilla ante él.

—Y después él murió —continuó Eata—. Eso fue el año pasado.

—Ya —dije.

Me quedé un rato largo pensando, con la espalda apoyada en la regala. La luna, ahora casi encima de nuestras cabezas, proyectaba la sombra del mástil como una barra negra entre los dos.

—¿Y del Sol Nuevo qué, Severian? Prometiste que ibas a contarme.

Empecé, pero cuando estaba hablando de la muerte de Idas vi que Eata se había dormido.

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