XVIII — El examen

Corrí tras él y pronto noté que su zancada era larga pero torpe —Calveros corría mejor— y que las ligaduras lo obstaculizaban.

No era el único impedido. A mí me parecía llevar un peso en el tobillo de la pierna mala, y estoy seguro de que correr me era más doloroso de lo que le había sido a él la caída. Mientras yo cojeaba iban pasando las ventanas, hechizadas quizá, o quizá meros artificios. Por unas pocas miré conscientemente; por la mayoría no. Sin embargo aún siguen conmigo, ocultas en la polvorienta cámara que hay detrás de mi mente, tal vez debajo. Allí estaban el patíbulo donde una vez marqué y decapité a una mujer, una ribera oscura y el techo de cierta tumba.

Me habría reído de esas ventanas si antes no hubiese empezado a reírme de mí mismo para no llorar. Esos hierogramatos que regían el universo y lo que hay más allá no sólo habían confundido a otro conmigo, sino que ahora querían recordarme las escenas de mi vida, a mí, que no podía olvidar nada; y (me pareció) lo hacían con menos habilidad que mi propia memoria. Pues aunque estaban todos los detalles, había una falta sutil en cada una de esas escenas.

No podía parar, o al menos pensaba que no podía; pero al fin, mientras pasaba cojeando, volví la cabeza y estudié una ventana como no había estudiado ninguna de las otras. Se abría a la glorieta de los jardines de Abdiesus donde yo había interrogado a Cyriaca y después la había liberado, y con esa única, larga mirada comprendí finalmente que estaba viendo los lugares, no como yo los recordaba, sino como los habían percibido Cyriaca, Jolenta, Agia u otros. Mirando la glorieta, por ejemplo, fui consciente de que fuera del marco había una presencia espantosa pero benigna: yo.

Era la última ventana. El sombrío pasillo había terminado y ante mí se alzaba un segundo arco, brillante de sol. Con la nauseabunda certeza que sólo lo entendería otro hombre educado en el gremio, supe que había perdido a mi cliente.

Crucé como un rayo y lo vi parado en el pórtico del Palacio de justicia, perplejo, rodeado de una multitud tumultuosa. En el mismo instante me vio él a mí y buscó abrirse paso hacia la entrada principal.

Grité que alguien lo detuviera, pero la muchedumbre se apartaba de él y a la vez me obstruía el paso. Me pareció estar en una de las pesadillas que me asaltaban con frecuencia cuando era lictor de Thrax, y que en seguida iba a despertarme sofocado, con la Garra oprimiéndome el pecho.

De la multitud saltó una mujer menuda que agarró a Zak de un brazo, y él se sacudió como se sacude un toro para desprenderse de las banderillas. La mujer cayó, pero le aferró el tobillo.

Fue suficiente. Lo sujeté y aunque allí, donde el voraz tirón de Yesod era casi como el de Urth, yo cojeaba otra vez, aún me sentía con fuerzas y él estaba esposado. Poniéndole un brazo en la garganta lo doblé hacia atrás como un arco. En seguida se aflojó; y, del misterioso modo en que a veces percibimos el designio de otro por el tacto, supe que ya no se me resistiría. Lo solté.

—No lucharé —dijo—. Basta de correr.

—Muy bien —le dije yo, y me agaché a levantar a la mujer que me había ayudado. Entonces la reconocí y sin pensarlo mucho le miré la pierna. Era perfectamente normal; es decir, estaba perfectamente curada.

—Gracias —murmuré—. Gracias, Hunna.

Ella no me quitaba los ojos de encima.

—No sé por qué, me pareció que era usted mi ama.

Con frecuencia me esfuerzo por impedir que me salga de los labios la voz de Thecla. En ese momento lo permití.

—Gracias —dijimos otra vez. Y añadimos—: No te equivocaste —sonriendo ante su desconcierto.

Meneando la cabeza volvió a la multitud y entonces, cruzando el arco por donde yo había traído a Zak, vi entrar una mujer alta de oscuro pelo rizado. Aun después de tantos años no podía haber duda, ninguna duda. Tratamos de gritar el nombre de ella. Se nos quedó en la garganta, dejándonos doloridos y en silencio.

—No llores —dijo Zak, la voz profunda un poco infantil—. Por favor. Creo que todo saldrá bien.

Me volví a decirle que no lloraba y comprendí que sí. Si antes había llorado alguna vez, había sido tan de niño que apenas me acordaba: a los aprendices se les enseña a no llorar, y los que lloran son torturados por los demás hasta la muerte. Thecla había llorado a veces; y en su celda había llorado a menudo; pero yo acababa de ver a Thecla.

—Lloro porque me muero por ir detrás de ella —dije— y tenemos que entrar.

El asintió, y en seguida lo tomé del brazo y lo llevé a la Cámara de Examen. El corredor por el cual me había enviado lady Apheta circundaba la Cámara, e hice bajar a Zak por un pasaje ancho, mientras a ambos lados los marineros nos miraban desde los bancos. Sin embargo sobraban sitios, así que los marineros sólo ocupaban los más cercanos al pasaje.

Frente a nosotros estaba el Sillón de justicia, un asiento mucho más grande y austero que cualquiera que yo hubiese visto ocupar a un juez de Urth. El Trono del Fénix era —o es, si todavía permanece bajo las aguas— una gran butaca dorada cuyo respaldo exhibe una imagen de esa ave, símbolo de la inmortalidad, trabajada en oro, jade, cornalina y lapislázuli; sobre el asiento (que de lo contrario habría sido criminalmente incómodo) había un cojín de terciopelo con borlas doradas.

El Sillón de justicia del hierogramato Tzadkiel era lo más diferente que se pueda imaginar, y en realidad apenas un colosal pedrusco blanco, que el trabajo del tiempo y el azar había vuelto tan semejante a un sillón como la gente real se asemeja a las nubes en donde creemos ver el rostro de la amante o la cabeza del paladín.

Apheta sólo me había dicho que en la cámara encontraría una anilla, y por unos momentos, mientras avanzaba con Zak por el largo pasaje, la busqué con los ojos. Era lo que al principio yo había tomado por único adorno del Sillón de Justicia: en el extremo de un brazo una gran grapa de acero incrustada en la piedra sostenía un círculo de hierro. Luego busqué el cierre corredizo que ella había mencionado; no estaba, pero de todos modos dirigí a Zak hacia la anilla, seguro de que cuando llegáramos alguien saldría a ayudarme.

Aunque no fue el caso, al mirar las esposas comprendí, como Apheta me había advertido. El cierre estaba allí; cuando lo abrí, me dio la impresión de deslizarse con tal facilidad que el propio Zak habría podido soltarlo con un dedo. Uní los dos segmentos de cadena que le sujetaban las muñecas, de modo que al retirarlos se le desprendieron las esposas. Las recogí, me puse las cadenas en las muñecas, alcé los brazos por encima de la cabeza para enganchar la anilla al cierre y aguardé mi examen.

No lo hubo. Los marineros me miraban boquiabiertos. Yo había supuesto que alguien iba a encargarse de Zak, o que escaparía. No se le acercó nadie. Se sentó a mis pies en el suelo, no con las piernas cruzadas (como hubiera hecho yo en su lugar), sino agazapado de una forma que primero me hizo pensar en un perro y enseguida en un atrox o algún otro felino.

—Soy el Epítome de Urth y de todos sus pueblos —dije a los marineros. Apenas había empezado, cuando advertí que era el mismo discurso que había dicho el antiguo Autarca, aunque el examen de él había sido muy diferente—. Estoy aquí porque los llevo a todos dentro: a los hombres, las mujeres y también los niños, a los pobres y los ricos, a los viejos y los jóvenes, a los que si pudieran salvarían el mundo y los que por codicia violarían hasta el último resto de vida.

Espontáneas, las palabras me subían a la superficie de la mente: —También estoy aquí porque soy el soberano legítimo de Urth. Tenemos muchas naciones, algunas más grandes que nuestra Comunidad y más fuertes; pero los autarcas, y nadie más que nosotros, no pensamos sólo en nuestras propias tierras; sabemos que nuestros vientos soplan para todos los árboles y nuestras mareas bañan todas las costas. Esto lo he probado compareciendo aquí. Y compareciendo aquí demuestro que es mi derecho.

Los marineros escucharon en silencio mi discurso; pero mientras iba hablando yo miraba más allá de ellos en busca al menos de lady Apehta y de quienes la acompañaban. No se los veía.

No obstante había otros oyentes. Ahora la multitud del pórtico estaba en el umbral por el cual yo me había deslizado con Zak; acabado mi discurso habían entrado lentamente en la Cámara de Examen, no por el pasaje central como nosotros y sin duda los marineros, sino en dos columnas, a derecha e izquierda, arrastrándose entre los bancos y las paredes.

Entonces contuve el aliento, porque entre esa gente estaba Thecla, y le vi en los ojos una compasión y una pena tan grandes que me estrujaron el corazón.

Pocas veces he tenido miedo, pero en ese momento supe que yo era la causa de esa compasión y esa pena y me asustó que fueran tan hondas.

Por fin desvió la mirada, y yo también. Fue así que en la multitud divisé a Agilus, y a Morwenna con el pelo negro y las mejillas marcadas.

Con ellos había cien más, prisioneros de nuestra mazmorra y de la Víncula de Thrax, felones que yo había azotado y asesinos que había matado para magistrados provinciales. Y además de ellos otros cien: ascianos, la alta Idas y Casdoe, la de la boca torva, con Severian niño en brazos; Guasacht y Erblon con nuestro verde estandarte de combate.

Agaché la cabeza y miré al suelo esperando la primera pregunta.

No hubo preguntas. No por largo tiempo; si escribiera aquí cuán largo me pareció entonces, o incluso cuánto duró realmente, no me creerían. Aún no había hablado nadie cuando el sol ya declinaba en el cielo brillante de Yesod y la Noche pasaba por la isla unos largos dedos oscuros.

Con la Noche llegó alguien más. Oí cómo sus garras rasguñaban el suelo de piedra y luego una voz infantil: —¿Ya podemos entrar?

Había llegado el alzabo, y sus ojos ardían en la negrura que había invadido la Cámara de Examen.

¿Os retienen aquí? —pregunté—. Si alguien os retiene no soy yo.

Cientos de voces estallaron en una exclamación:

—¡Sí, nos retienen!

Entonces comprendí que no les tocaba a ellos interrogarme, sino a mí interrogarlos a ellos. Aún tuve la esperanza de que no fuera así.

Entonces marchaos —dije.

Pero nadie se movió.

¿Qué es lo que tengo que preguntaros? —dije. No hubo respuesta.


Llegó en verdad la noche. Como el edificio era todo de piedra blanca, con una abertura en lo alto de la encumbrada cúpula, yo apenas me había dado cuenta de que no estaba iluminado. A medida que el horizonte se alzaba más por encima del sol, la Cámara de Examen se iba oscureciendo como esas estancias que el Increado construye bajo las ramas de los grandes árboles. Los rostros se ensombrecieron y se extinguieron como llamas de velas; sólo los ojos del alzabo captaban la luz agonizante y brillaban como dos ascuas rojas.

Oí a los marineros que murmuraban entre sí con miedo en la voz, y el blando suspiro de los cuchillos que abandonan unas vainas bien aceitadas. Les grité que no había razón para que temieran, que esos fantasmas eran míos y no de ellos.

Con desdén infantil, la voz de la niña Severa ex clamó: —¡No somos fantasmas!

Los ojos rojos se acercaron más y de nuevo hubo un rasguño de garras terribles en el suelo de piedra. Todos los demás se movían de inquietud y toda la cámara resonaba con el susurro de los trajes.

Tiré vanamente de las esposas; luego tanteé el cierre corredizo y le grité a Zak que no intentara parar al alzabo con un arma.

—No es más que una niña, Severian —exclamó Gunnie (pues le reconocí la voz).

—Está muerta —contesté—. La bestia habla con la voz de Severa.

—Va montada en el lomo. Están aquí, a mi lado.

Mis dedos entumecidos habían encontrado el cierre pero no lo abrí: una súbita e inapelable certeza me dijo que si yo hubiese intentado huir en ese mismo instante, ocultándome entre los marineros, tal como lo había planeado, sin duda no habría salido con vida.

—Justicia! —les grité—. ¡He intentado actuar justamente y vosotros lo sabéis! Odiadme si os parece, ¿pero podéis decir acaso que os he hecho mal sin ningún motivo?

Una silueta oscura saltó de pronto. Un acero fulguró como los ojos del alzabo. Zak también dio un salto y oí el ruido del arma que golpeaba contra el suelo de piedra.

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