CAPÍTULO 8


DOYLE Y ABE TENÍAN UNA HABITACION SÓLO PARA ELLOS EN el hospital, aunque cuando golpeamos la puerta acompañados por nuestra encantadora escolta uniformada fue difícil saber a quién pertenecía la habitación y a quien no. Había un montón de gente entre mis otros guardaespaldas y el personal médico, aunque creo que había más personal médico del necesario, sobre todo mujeres. ¿Y por qué fue el personal uniformado quien nos condujo dentro? Aparentemente, la policía pensaba que los ataques contra mis guardias eran sólo otra tentativa contra mi vida. Más vale prevenir que curar, parecían pensar. Viendo el número de hombres que Rhys había ordenado que encontráramos en el hospital, nos hizo pensar que a él también se le había pasado por la cabeza.

Abe yacía sobre su estómago, intentando hablar con todas las enfermeras bonitas. Estaba dolorido, pero todavía era quién era y lo que siempre fue. Había sido una vez el Dios Accasbel, la encarnación física del Cáliz Embriagador. Podía crear una reina. Podía inspirar poesía, valentía, o locura. Según contaban las leyendas, había abierto el primer Pub de Irlanda, y sido el primer chico de compañía. Si no se estremeciera de dolor alguna que otra vez, podría haber dicho que se lo estaba pasando en grande. En cambio, parecía fingir un semblante valiente. O bien podría estar disfrutando de la atención. Yo todavía no conocía a Abe tan bien como para adivinarlo.

Tuve que abrirme paso trabajosamente entre la multitud de mis propios y encantadores guardias. En casi cualquier otro día podría haberlos notado, pero hoy me bloqueaban la vista del guardia que deseaba ver.

Algunos trataron de hablarme, pero cuando no contesté a ninguno, finalmente pareció que lo entendían. Se abrieron como una cortina de carne, y finalmente pude ver la otra cama.

Doyle estaba tendido completamente inmóvil. Había una vía intravenosa conectada a su brazo, administrándole un fluido transparente que provenía de un pequeño gotero conectado a la cánula y que probablemente debía ser un analgésico. Las quemaduras duelen bastante.

Halfwen se erguía alta, rubia y hermosa junto a su cama. Llevaba puesto un vestido que había estado de moda hacia el 1300 o antes, una túnica clara que se adhería a los sitios claves, pero que era lo bastante corta en los tobillos para que pudiera moverse por la habitación. Cuando yo la conocí llevaba una armadura y pertenecía a la guardia de mi primo Cel. La había obligado a matar para él y la prohibió usar sus asombrosos poderes de sanación porque ella rechazó compartir su cama. Los auténticos sanadores eran raros entre los sidhe actualmente, e incluso la reina se había sorprendido por el desperdicio de los talentos de Halfwen. Ella había sido una de las guardias femeninas que habían dejado el servicio de Cel para unirse a mí, en el exilio. Creo que la reina Andais también quedó impresionada por el número de guardias femeninas que eligieron el exilio antes que permanecer al servicio de Cel. A mí no me sorprendió. Cel había salido hacía unos meses del encarcelamiento más loco y sádico de lo que había entrado. Había sido encarcelado por tratar de matarme, entre otras cosas. Su libertad había sido el factor decisivo para que yo volviera al exilio. La reina me confesó en privado que no podía garantizar mi seguridad estando su hijo alrededor.

Halfwen y las otras habían llegado a la Costa Oeste con historias de lo que Cel le hizo a la primera guardia femenina que llevó a su cama. Era material digno de un asesino múltiple. Excepto que ella era sidhe, y se curaría, sobreviviría. Sobrevivir para ser su víctima otra vez, y otra, y otra vez.

En el último recuento tenía a una docena de mujeres “voluntarias”. Una docena en un mes. Habría más, porque Cel estaba loco, y las mujeres ahora tenían una opción. Andais no entendía por qué tantas de ellas habían preferido el exilio antes que soportar las atenciones de Cel, pero claro la reina siempre había sobrestimado sus encantos y subestimado lo repulsivo que era. Pero a mí no me engañó. El príncipe Cel era tan hermoso como la mayoría de los sidhe de la Corte Oscura, pero la belleza verdadera está en lo que haces y lo que él hizo era horrible.

Permanecí al lado de Doyle, pero él no sabía que yo estaba allí. Si todavía tuviera la magia salvaje de las hadas bajo mi dominio, podría haberle curado en un instante. Pero la magia se había derramado en la noche otoñal y había hecho maravillas y milagros, y todavía funcionaba en el mundo de las hadas. Sin embargo, no estábamos en tierra feérica. Estábamos en Los Ángeles en un edificio construido con materiales metálicos y sintéticos. Algunas magias ni siquiera tenían efecto en un lugar así.

– Halfwen -dije-, ¿por qué no has intentado curarle?

Un médico lo bastante bajo como para tener que levantar la mirada para mirar a Halfwen, pero no para mirarme a mí, me dijo…

– No puedo permitir el uso de la magia en mi paciente.

Le miré, fijamente, dirigiéndole todo el poder de mi mirada tricolor. A algunos humanos, si nunca se habían encontrado con nuestros ojos, les molestaba. A veces era útil para negociar o persuadir.

– ¿Por qué no puede… -leí su placa-… Doctor Sang?

– Porque es una magia que no entiendo, y si no entiendo un tratamiento no puedo autorizarlo.

– Así que si usted lo entendiera dejaría de interferir -le dije.

– Yo no estoy interfiriendo, Princesa Meredith, usted sí. Esto es un hospital, no una cámara real. Sus hombres están entorpeciendo el funcionamiento de este hospital con su sola presencia.

Le sonreí aunque esa sonrisa no se reflejó en mi mirada que fue fría y serena.

– Mis hombres no han hecho nada. Es su personal el que interfiere. Pensé que todos los hospitales del área habían sido informados de lo que tenían que hacer cuando uno de nosotros ingresamos. ¿No le dijeron lo qué debían de llevar puesto, o cómo llevarlo, para ayudar al funcionamiento del personal?

– El hecho de que sus hombres usen el encanto para hechizar a nuestras enfermeras y doctoras es un insulto -dijo el doctor Sang.

Galen habló desde el otro lado de la habitación. Estaba derrumbado sobre una de las dos sillas.

– Le he dicho una y otra vez que no estamos haciendo nada. Que no es encanto, pero él no me cree.

Parecía cansado, con una tirantez alrededor de los ojos y la boca que yo no había notado antes. Un sidhe no envejece, cierto, pero sí muestra señales de desgaste. Igual que un diamante puede llegar a ser cortado por la hoja adecuada.

– No tengo tiempo para explicárselo, pero no permitiré que se interponga entre mi gente y mis sanadores -le dije.

– Ella lo admite -contestó él señalando a Halfwen-, sus poderes no están a pleno rendimiento fuera del mundo de las hadas. No está segura de poder curarle. Lo más seguro es que sus vendajes se abran, y sobre todo con tantas personas aquí, hay más posibilidades de que él contraiga una infección secundaria -dijo el doctor Sang.

– Los sidhe no contraen infecciones, Doctor -dije.

– Perdóneme si soy un poco escéptico sobre ese tema, Princesa, pero este hombre es mi paciente -dijo el doctor Sang. -Y es mi responsabilidad.

– No, Doctor, él es mío. Mi Oscuridad, mi mano derecha. Él me vería a mí como su responsabilidad, pero yo estoy intentando ser su reina, lo que me hace responsable de toda mi gente. -Extendí la mano para acariciar su pelo, pero me contuve. No quería despertarle si todo lo que podíamos ofrecerle era dolor. Para curarle ya tendríamos que molestarlo, pero simplemente porque yo no pudiera estar tan cerca de él y no tocarle, no era razón suficiente para despertarle del sueño que los fármacos y el shock le habían proporcionado.

Mi mano ansiaba tocarle, pero forcé mi mano en un puño a mi costado. La mano de Rhys rodeó mi puño. Miré a su único ojo de un triple color azul, su hermosa cara marcada por las cicatrices donde le habían arrebatado su otro ojo, sólo parcialmente cubiertas por el parche blanco que llevaba hoy. Nunca había conocido a Rhys de otra forma. La cara que se elevaba encima de mí cuando hacíamos el amor, o me buscaba en la cama, era esta cara, llena de cicatrices y todo. Era simplemente Rhys.

Toqué su mejilla. ¿Amaría menos a Doyle si él estuviera marcado? No, aunque sería una pérdida para los dos. Significaría que la cara que yo había llegado a amar sería cambiada para siempre. Pero maldita sea, él era sidhe. Una simple quemadura no debería haberle hecho un daño como éste.

Como si Rhys hubiera leído algunos de mis pensamientos, dijo…

– Vivirá.

Yo asistí.

– Sí, pero le quiero curado.

– ¿Y yo? -dijo Abe desde la otra cama, y como tan a menudo, parecía vagamente borracho. Era casi como si él hubiera pasado tantos años ebrio que se resistiera a dejar de sentirse así. Un borracho seco, creo que así es como lo llaman, como si aunque no hubiera consumido bebidas o drogas, no pudiera estar completamente sobrio.

– Lamentaría que tú no te curaras también -le dije. -Por supuesto que lo hago. -Pero Abe sabía qué lugar ocupaba en mis afectos, y que no estaba entre mis cinco primeros. No le importaba. Él, como muchos otros de los guardias sólo llevaba con nosotros desde hacía unas semanas, y era tan feliz de tener sexo otra vez que su ego no había tenido tiempo de sentirse menospreciado por este hecho.

– Realmente debo insistir, Princesa, usted y el resto de sus hombres deben de salir -dijo el doctor Sang.

El oficial uniformado, el policía Brewer, dijo…

– Lo siento, doctor, pero cuantos más guardias haya más seguros estaremos.

– ¿Me está diciendo que hay tantos hombres aquí porque pueden atacarnos dentro del hospital? -pregunto él.

El oficial Brewer miró a su compañero, el oficial Kent. Kent era el más alto de los dos y sólo se encogió de hombros. Pienso que les habían dicho que debían de quedarse cerca de mí, pero no sabían qué decirles a los civiles. En cierto modo, nosotros habíamos dejado de contar como civiles cuando fuimos atacados. Ahora estábamos en una categoría diferente para la policía. Posiblemente en la de víctimas potenciales.

– Doctor Sang -dijo Frost-, estoy al mando de la guardia de la princesa hasta que mi capitán me diga otra cosa. Y mi capitán yace aquí -dijo señalando hacia Doyle.

– Usted puede ser el responsable de la guardia, pero no es el responsable de este hospital. -El médico, que le llegaba a Frost a la altura de la clavícula, tuvo que inclinar su cabeza hacia atrás en un ángulo extremo para poder mirar al otro hombre a la cara, pero lo hizo, y le dirigió una mirada que claramente decía que no se echaría para atrás.

– No tenemos tiempo para esto, Princesa -dijo Hafwen.

Miré a sus ojos tricolores; un anillo azul, otro plateado, y el anillo central luminoso como si la luz pudiera ser un color.

– ¿Qué quieres decir?

– Estamos fuera del mundo de las hadas. Esto me limita como sanadora. Estamos dentro de un edificio de metal y cristal, una estructura artificial. Esto también limita mis poderes. Cuanto más tiempo permanezca la herida desatendida, más difícil será para mí poder hacer algo.

Me giré hacia el doctor Sang.

– Usted ya la escuchó, doctor. Tiene que permitir a mi sanadora hacer su trabajo.

– Podría sacarle de la habitación -aventuró Frost.

– No estoy seguro de que podamos permitir eso -dijo el oficial Brewer, sonando algo inseguro.

– ¿Y cómo lo sacaría? -preguntó el oficial Kent.

– Buena pregunta -dijo el oficial Brewer-. La verdad es que no podemos permitir violencia alguna contra los médicos.

– No necesitamos usar la violencia -dijo Rhys, mientras acariciaba mi oído con su boca, jugando con mi pelo. Ese pequeño roce me hizo estremecer un poco.

Me giré para poder ver su cara más claramente.

– Además… ¿no sería eso poco ético? -pregunté.

– ¿Realmente quieres que Doyle se parezca a mí? Sé que él no quiere perder un ojo. Causa graves problemas en la percepción tridimensional. -Él sonrió y trató de hacerlo parecer como una broma, pero había una amargura en ello que ninguna sonrisa podría esconder.

Besé la curva de su boca. De entre todos mis hombres era el que tenía una de las bocas más hermosas. Cuando ponía mala cara, su hermosa expresión juvenil se transformaba en algo mucho más sensual.

Él me apartó, acercándome al doctor.

– El médico no lo entiende, y no tenemos tiempo para hablar de ello hasta morir, Merry.

– Humm -dijo el oficial Brewer- ¿Qué piensa hacer, Princesa Meredith? Quiero decir… -Él miró a su compañero. Era obvio que ellos se sentían perdidos. Sinceramente, estaba sorprendida de que no hubiera más policías. Había policías en la puerta, pero ningún detective, nadie con una graduación más alta. Era casi como si a las personas más importantes les diéramos miedo. No miedo al peligro. Ellos eran policías; contaban con ello. Pero sí miedo a la política.

Los rumores ya se habían extendido. La Diosa sabía que la noticia de que el Rey Taranis había atacado a la Princesa Meredith ya era algo bastante jugoso. Pero las historias tienen la tendencia de exagerarse cada vez que se vuelven a contar. ¿Quién sabía lo que ya le habían contado a la policía? Este caso no era sólo una patata caliente, era un asesino potencial de carreras. Si se piensa un poco… podías elegir entre permitir que la princesa Meredith fuera asesinada, o que el Rey Taranis acabara herido por su guardia. De cualquier forma, estabas jodido.

– Doctor Sang… -le dije.

Él se giró hacia mí, todavía frunciendo el ceño furiosamente.

– No me importa cuántos policías vayan detrás de usted, pero hay demasiadas personas en esta habitación para llevar acabo un tratamiento eficaz.

Cerré los ojos y respiré profundamente. La mayoría de los humanos tienen que hacer algo para llamar a la magia. Yo pasé la mayor parte de mi vida escondiéndola para así no hacer magia por casualidad. Antes de que mis manos de poder se mostraran, y de eso sólo hacía unos meses, pasaba la mayor parte de mi tiempo intentando que los espíritus errantes, esas pequeñas maravillas cotidianas, no me volvieran loca Ahora toda esa práctica de no dejar mostrarme me ayudó a contenerme, porque mis talentos naturales tal vez genéticos o heredados habían dejado su huella junto con todo lo demás.

Rhys dijo:

– Apártense, muchachos.

Los hombres retrocedieron, y los dos policías se movieron con ellos, dejándonos al médico y a mí el espacio de un pequeño círculo. Él les echó un vistazo, perplejo.

– ¿Qué está pasando?

Levanté una mano para tocar su cara, pero él agarró mi muñeca para impedirme hacerlo. Su problema era que yo no necesitaba tocarle. Él estaba tocándome a mí.

Sus ojos se ensancharon sorprendidos. Una mirada cercana al terror traspasó su cara. No me miraba, sino que parecía mirar profundamente dentro de sí. Yo intenté ser suave, usar sólo la magia imprescindible y la que provenía del lado luminoso de mi naturaleza. Pero la magia de la fertilidad es a veces imprevisible, y yo estaba nerviosa.

El doctor Sang susurró…

– Oh, Dios mío…

– Diosa -murmuré, y me apoyé en él. Lo aparté de las camas, lejos de Halfwen. Nunca lo toqué, sólo tiré de mi brazo. Su propio agarre en mi muñeca lo arrastró hacia mí.

Toqué su cara con mi mano libre, sin pensar en lo que llevaba en esa mano. Dentro de la tierra de las hadas el anillo de la reina -así solía ser llamado- era mágico. En el mundo humano, sólo era una pieza antigua de metal, tan vieja que el metal estaba desgastado. El anillo había pasado de diferentes formas, de mano en mano, de una mujer a otra, durante siglos. Andais había confesado que lo había tomado de la mano de una Luminosa a la que había matado en un duelo, una diosa de la fertilidad. Creo que Andais había tomado el anillo porque esperó que éste pudiera ayudarla en mantener la fertilidad de su propia corte, pero con ella se manifestó como un poder de guerra y destrucción. Andais era un cuervo carroñero y devorador y el anillo no encontró su mejor momento con ella.

Ella me lo había entregado para mostrar su favor. Para demostrar que en efecto había elegido a su odiada sobrina como potencial heredera. Pero mi poder no estaba en la muerte y el campo de batalla.

Toqué la cara del hombre con aquel antiguo metal, y éste llameó lleno vida. Durante un segundo pensé que me diría que él era fértil del mismo modo que sucedía con los hombres de nuestra corte, pero no era eso lo que el anillo quería del doctor Sang.

Vi lo que él amaba. Amaba su trabajo. Amaba ser médico. Y esto le consumía. También vi a una mujer, delicada, con su negro pelo largo hasta los hombros brillando a la luz del sol que llegaba desde los grandes ventanales mientras miraba hacia la calle. Estaba rodeada de flores. Puede que trabajara allí. Ella se rió con un cliente, pero todo era tan silencioso como si el sonido no importara. Vi su cara iluminarse, como el cielo después de la lluvia cuando el sol se abre camino, al ver al doctor Sang atravesar la puerta. El anillo sabía que la mujer le amaba. Vi dos patios que lindaban el uno con el otro, aquí en Los Ángeles. Vi versiones más jóvenes de ellos dos. Habían crecido juntos. Incluso habían salido juntos cuando estaban en la escuela secundaria, pero él amaba la medicina más que a cualquier mujer.

– Ella le ama -le dije.

Su voz sonó ahogada.

– ¿Cómo lo hace?

– Entonces, usted también lo ve -le dije, con voz suave.

– Sí -susurró.

– ¿No quiere tener hijos, una familia?

La vi, otra vez en la tienda. Ella miraba fijamente a los turistas que pasaban. Sostenía una taza de té entre sus manos. Dos figuras en sombras rondaban a su alrededor, un niño y una niña.

– ¿Qué es eso? -preguntó él, la voz sonaba tan llena de emoción que parecía preñada de dolor.

– Los hijos que tendría con ella.

– ¿Son reales? -susurró él.

– Lo son, pero ellos sólo serán carne si usted la ama.

– No puedo…

El niño fantasma que estaba a su lado se dio la vuelta y pareció mirarnos directamente. Esto me acobardó, incluso a mí. El médico temblaba bajo mi mano.

– Deténgalo -dijo él. -Deténgalo.

Aparté mi mano de él, pero todavía tenía su propia mano en mi muñeca.

– Debe soltarme -le dije.

Él miró su mano como si no supiera qué hacía allí. Me liberó. Sus ojos casi mostraban pánico. Miró detrás de mí, hacia Doyle y dijo…

– Váyase con él.

Una de las doctoras dijo…

– Doctor Sang, es un milagro. Él puede utilizar su ojo otra vez.

El doctor se unió a las enfermeras y a los otros médicos que rodeaban la cama de Doyle y pasó la luz brillante de su linterna sobre el ojo abierto de Doyle. Luego sacudió la cabeza.

– Esto es imposible.

– ¿Permitirá ahora que yo haga lo imposible con Abeloec? -preguntó Halfwen con una pequeña sonrisa.

Creo que él pensó en discutir, pero sólo afirmó con la cabeza. Halfwen fue hacia la otra cama, y yo conseguí hacer lo que había querido hacer desde el primer momento en que entré en la habitación, acaricié el pelo de Doyle. Él alzó la vista hacia mí. Su cara estaba todavía ampollada y en carne viva, pero el ojo negro que alzó la vista para mirarme estaba entero. Doyle sonrió todo lo que pudo teniendo en cuenta que las quemaduras le llegaban hasta la comisura de la boca, entonces se detuvo. No se estremeció, ni hizo una mueca, simplemente dejó de sonreír. Él era la Oscuridad. La oscuridad no se estremece.

Mis ojos me ardían, y se me hizo un nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar. Traté de no llorar, porque sabía que si empezaba perdería el control.

Él puso su mano sobre la mía, donde ésta se apoyaba sobre la barandilla de la cama. Sólo su mano en la mía, y las primeras lágrimas empezaron a caer.

El doctor Sang estaba a nuestro lado otra vez y dijo…

– Lo que usted me mostró sólo era un truco para conseguirle tiempo a su curandera para que pudiera hacer su trabajo.

Encontré por fin mi voz, entre gruesas lágrimas.

– No era ningún truco, sino la realidad. Ella le ama. Habrá dos hijos, primero un niño, luego una niña. Ella está en su floristería. Si la llama ahora, puede hablar con ella mientras todavía bebe el té.

Él me miró como si hubiera dicho algo espantoso.

– No creo que un hombre pueda ser a la vez un buen médico y un buen marido.

– Es usted quien debe decidirse, pero ella le echará de menos.

– ¿Cómo puede echarme de menos si nunca he sido suyo?

Las enfermeras escuchaban atentamente todo lo que decíamos. La Diosa sabía qué haría con ello el chismorreo del hospital.

– No vi otra cara en su corazón. Si usted no la corresponde, no estoy segura de que se case alguna vez.

– Debería casarse con alguien. Debería ser feliz.

– Piensa que usted la haría feliz.

– Ella se equivoca -dijo él, pero más bien sonaba como si tratara de convencerse a sí mismo.

– Quizás, o quizás es usted quien se equivoca.

Él sacudió la cabeza. Se recompuso, igual que otra gente se echa sobre los hombros una cálida manta. Vi cómo reconstruía su fachada de médico.

– Haré que una de las enfermeras cubra las heridas. ¿Puede su curandera hacer esto con heridas humanas?

– Tristemente, nuestra magia de sanación siempre funciona mejor sobre la carne de hada -le dije.

– No siempre -dijo Rhys-, pero sí en los últimos mil de años.

El doctor Sang asintió con la cabeza otra vez.

– Me gustaría saber cómo trabaja esta magia de curación.

– Halfwen sería feliz de intentar explicárselo en otro momento.

– Lo entiendo. Quiere llevarse a sus hombres a casa.

– Sí -dije. Mis lágrimas habían dejado de caer bajo las preguntas del médico. Comprendí que él no era el único que se había forzado a hacer lo mismo. En privado podría caerme a pedazos, pero no aquí delante de tanta gente. Aprovechando la ocasión, las enfermeras y otros médicos podrían vender mi sufrimiento emocional a la prensa sensacionalista, y yo no quería esto.

El doctor Sang fue hasta la puerta, como si tuviera la necesidad de escapar de nosotros e hizo una pausa ante la puerta entre abierta.

– ¿No fue un truco, o una ilusión?

– Le juro que lo que vimos juntos fue una visión real.

– ¿Significa esto que viviríamos felizmente después? -preguntó.

Negué.

– No es ninguna clase de cuento de hadas. Habrá niños, y ella le ama. Además, creo que usted podría amarla, si se lo permitiera a sí mismo, pero se necesitaría un poco de esfuerzo por su parte. Amar a alguien es renunciar a una parte del control sobre uno mismo y su vida, y a usted no le gusta eso. A nadie le gusta -añadí.

Le sonreí, mientras Doyle apretaba mi mano y yo le devolvía el apretón.

– Algunas personas son adictas a enamorarse, Doctor. Algunas personas adoran ese torrente de nuevas emociones, y cuando la primera ráfaga de lujuria y amor novedoso se agota, saltan buscando el siguiente, pensando que ese amor anterior no fue real. Lo que sentí en ella, y potencialmente en usted, fue un amor duradero. Ése amor que sabe que las primeras y locas emociones no son las auténticas, sino sólo la punta del iceberg.

– ¿Sabe lo que se dice sobre los icebergs, Princesa Meredith?

– No, ¿qué se dice?

– Asegúrese de que el barco en el que se sube no se llama Titanic.

Varias de las enfermeras se rieron, pero yo no lo hice. Él había hecho una broma porque estaba asustado, verdaderamente asustado. Algo le había hecho creer que no podía amar a la vez a la medicina y a una mujer. Que no podría hacer justicia a ambas. Tal vez no podría, pero de todas formas…

Rhys se acercó, colocándose a mi lado. Puso su brazo sobre mis hombros, sin apretar demasiado.

– Un corazón débil nunca ganó a la doncella deseada -dijo él.

– ¿Y si yo no quisiera ganar a la doncella deseada? -preguntó el doctor Sang.

– Entonces es usted un tonto -le dijo Rhys con una sonrisa para suavizar sus palabras.

Los dos hombres se miraron el uno al otro durante un largo momento. Pareció que un ligero conocimiento o entendimiento pasó entre ellos, porque el doctor Sang asintió, casi como si Rhys hubiera hablado otra vez. No lo había hecho, podría jurarlo, pero a veces el silencio entre un hombre y otro puede decir más que cualquier palabra. Una de las mayores diferencias entre hombres y mujeres es que hay ciertos silencios que las mujeres no entienden y que los hombres no saben explicar.

El doctor Sang salió por la puerta. Antes de que él y Rhys hubieran tenido su momento de entendimiento, yo habría apostado incluso dinero a que el buen doctor llamaría a la mujer de la floristería. Porque algo de lo que Rhys había dicho de alguna forma inclinó la balanza. Ahora ya sólo me preguntaba si él la llamaría primero o simplemente iría directamente a verla.

Rhys me abrazó y besó mi coronilla. Me giré para poder mirarle. Su sonrisa era ligera, casi jocosa, pero en su ojo de un pálido azul claro, había algo que ciertamente no era casual en lo más mínimo. Recordé aquel momento cuando el anillo de la reina había vuelto a la vida en mi mano. Yo había visto a un bebé fantasmal junto a una de las guardias femeninas. Cada hombre en el vestíbulo la había mirado como si ella fuera la cosa más hermosa del mundo. Todos los hombre menos cuatro: Doyle, Frost, Mistral, y Rhys. Incluso Galen la había contemplado de esa forma. Más tarde le había explicado que sólo el amor verdadero conseguía que no te quedaras mirando fijamente a una mujer que el anillo había elegido. Había usado el anillo para ver quién de entre mis guardias podría ser el padre de aquel casi niño, y así ofrecerles la posibilidad de emparejarse. Había funcionado. Ella tenía una falta, y el test había dado positivo. Éste era el primer embarazo en la corte oscura desde que yo fui concebida.

Realmente amaba a Doyle, y a Frost en menor grado. No podía imaginarme sin ninguno de ellos. Mistral había sido mi consorte por algún tiempo cuando el anillo había vuelto a la vida, pero la magia no había funcionado con él. Más bien, Mistral había sido utilizado como un instrumento de esa magia. Pero Rhys, él debería haber mirado a aquella guardia. Pero sólo me miraba a mí, lo que quería decir que me amaba, y sabía que yo no le amaba a él.

No se supone que las hadas sean celosas o posesivas con sus amantes, pero amar de verdad y no ser correspondido es un dolor que no tiene cura.

Alcé la cara, invitándole a besarme. Su rostro perdió todo rastro de humor. Fue tan solemne mientras me miraba con su único ojo. Me besó, y yo le devolví el beso. Dejé que mi cuerpo se amoldara y adhiriera al suyo, al tiempo que nuestros labios se encontraban. Quería que supiera que le valoraba. Que le veía. Que lo quería. Sentí que su cuerpo respondía incluso a través de nuestra ropa.

Él retrocedió primero, casi sin aliento, con un indicio de risa en su voz.

– Intentemos llevar a los heridos a casa, y así podremos acabar esto.

Asentí, ¿qué más podría hacer yo? ¿Qué puedes decirle a un hombre cuando sabes que le estás rompiendo el corazón? Podía prometer dejar de hacer lo que sabía que le hacía daño, pero yo sabía que no podría, no podría dejar de amar a Doyle y a Frost.

Yo también rompía un poco el corazón a Frost, porque él sabía que Doyle tenía la mayor parte de mi afecto. Si no hubiéramos intimado, podría haber sido capaz de escondérselo, pero Frost se había acostumbrado a estar con Doyle y conmigo siempre que teníamos relaciones sexuales. Había demasiados hombres ahora para no compartir. Pero era más que esto. Era casi como si Frost tuviera miedo a lo que podría pasar si me dejaba sola con Doyle durante más de una noche.

¿Qué puede hacer una cuando sabe que le rompe el corazón a alguien, pero que si hace cualquier otra cosa, eso rompería tu propio corazón? Prometí sexo a Rhys con mi beso y mi cuerpo. Le quise decir, que no era sólo lujuria lo que me incitaba. Supongo que de alguna forma era amor, sólo que no era la clase de amor que un hombre quiere de una mujer.

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