CAPÍTULO 9


SALIMOS DEL HOSPITAL PARA ENCONTRARNOS FRENTE A UNA muralla de periodistas. Alguien había hablado. No contestamos a ninguna de las preguntas que nos gritaban, aunque consiguieron buenos planos de Doyle en silla de ruedas. El hecho de que hubiera aceptado usarla nos demostró cuán dolorido estaba todavía. Abe, por otro lado, utilizaba la silla de ruedas porque era un perezoso y le gustaba llamar la atención, aunque tuvo que sentarse de lado para proteger su espalda. Halfwen le había curado, pero de nuevo, no completamente. No estábamos en nuestro mundo, y nuestros poderes estaban muy lejos de estar en su mayor apogeo.

Los periodistas sabían qué salida íbamos a utilizar. Alguien dentro del hospital se llevaría dinero a casa por dirigirnos a la salida donde ellos nos esperaban o por chivarles por donde saldríamos. De cualquier forma, éramos una empresa rentable en el día de hoy.

Las cámaras nos cegaron. La seguridad del hospital había llamado a la policía antes de que saliéramos afuera, así que había otros policías además de los dos que todavía llevábamos pegados. A los oficiales Kent y Brewer no les habían gustado mucho que yo hubiera hecho algún tipo de magia con el doctor. Parecían asustados de mí. Pero cumplieron con su deber. Iban delante y ayudaron a sus otros compañeros a protegernos de la muchedumbre reunida.

Hubo un momento en el que los reporteros se abalanzaron y el frente se precipitó sobre nosotros. En ese momento mis guardias se adelantaron y la multitud fue contenida. Algunos hombres pusieron su mano sobre el hombro o la espalda del agente de seguridad o el policía más cercano. Miré a los humanos que estaban a pocos metros. Era como si con ese pequeño toque, mis guardias les hubieran dado el coraje y la fuerza que necesitaban. Yo no podía recordar que alguna otra vez hubieran hecho esto, ¿o era que los hombres que podrían haberlo hecho nunca habían estado conmigo? ¿Qué era lo que había sacado del mundo de las hadas y había llevado conmigo a este mundo moderno? Ni siquiera yo estaba segura.

Los vi proporcionar coraje con un roce, del mismo modo que yo podía despertar la lujuria, y me pregunté si ese toque les daría suerte y coraje para todo el día, o si se desvanecería como la lujuria que yo podía inspirar. Cuando tuviéramos un poco de intimidad se lo preguntaría.

Éramos demasiados para una sola limusina. Había dos limusinas y dos Hummers [4]. Uno de cada tipo era negro, y los otros dos blancos. Tuve un momento para preguntarme si alguno de ellos tenía sentido de humor, o si había sido fruto de la casualidad. Traté de ayudar a Doyle para entrar en una de las limusinas, pero Rhys me hizo retroceder para que Frost y Galen pudieran ayudar a su capitán a entrar. Pareció costarle mucho. Mi visión era nula por el centelleo de las cámaras. Alguien gritó sobre el ruido de la muchedumbre…

– Oscuridad, ¿por qué el Rey Taranis ha intentado matarle?

Las manos de Rhys se tensaron sobre mis hombros. Hasta aquel momento yo, y probablemente él, habíamos pensado que algún sirviente había hablado, pero tras esa pregunta quienquiera que se había dirigido a la prensa sabía demasiado. Las únicas personas que habían visto lo que pasó eran los guardias de seguridad y los abogados, profesionales en los cuales se supone que uno podría confiar. Alguien había traicionado esa confianza.

Finalmente conseguimos entrar en la gran limusina. Abe yacía sobre su estómago en el asiento central. Doyle se sentó en uno de los asientos laterales, rígidamente erguido. Me moví para sentarme junto a él, pero me hizo un gesto hacia Abe.

– Déjale descansar la cabeza en tu regazo, Princesa.

Le miré ceñuda, deseando preguntarle por qué me apartaba. Mi expresión debió reflejarlo porque me dijo:

– Por favor, Princesa.

Confié en Doyle. Tenía que tener sus motivos. Me senté en el gran asiento del fondo y alivié la cabeza de Abe colocándola en mi regazo. Él descansó su mejilla contra mi muslo, y acaricié su espeso cabello. Nunca se lo había visto trenzado antes, como la versión gótica de un bastón de caramelo, negro, gris, y blanco. Supongo que de alguna forma habían tenido que mantener su pelo lejos de la herida de su espalda.

Frost se sentó en el asiento enfrente de Doyle. Galen se movió para sentarse, pero Doyle le dijo…

– Coge el segundo SUV [5]. Rhys tomará el primero. Tenemos demasiados guardias que sólo conocen el mundo feérico. Sé sus ojos y oídos modernos, Galen.

Rhys le dio un golpecito en la espalda.

– Vamos.

Galen me dirigió una mirada infeliz, pero hizo lo que le dijeron.

Fue Frost quién dijo…

– Necesitamos a Aisling aquí.

– Y a Usna -indicó Doyle.

Frost asintió como si eso tuviera sentido. Para mí no lo tenía, todavía. Pero yo no tenía la experiencia de siglos de batallas para abrirme paso a través de la sensación de shock y desorientación que parecía rodearme como una bruma.

La puerta se cerró, y disponíamos de unos minutos mientras Rhys y Galen iban a por los hombres que Doyle y Frost habían nombrado.

– ¿Por qué ellos? -pregunté.

– Aisling fue desterrado de la Corte de la Luz, porque su sithen, su Colina de las Hadas le reconoció a él como el rey en esta nueva tierra y no a Taranis -dijo Doyle. Su voz parecía normal, sin ningún indicio de tirantez. Sólo su brazo atado fuertemente en cabestrillo a su pecho y la venda que atravesaba su cara mostraba lo que su voz debería de haber revelado.

– Entonces él tiene que saber que Hugh está intentando traicionar su reino -dije.

– No -comentó Abe desde mi regazo. -Ahora ya no es el reino de Aisling.

– Pero el sithen acostumbraba a elegir a su gobernante -expliqué.

– Sí -dijo Abe-. Igual que la piedra Lia Fail [6] elegía antaño a los reyes de Irlanda. Pero el sithen puede ser voluble. Le gustó Aisling hace más de doscientos años. Ahora no es el mismo hombre que fue desterrado. El tiempo le ha cambiado. La colina Luminosa podría no quererle ahora. -La voz de Abe sonó cansada, apagándose su tono.

Puse mi mano contra su mejilla. Un pequeño roce que le hizo sonreír.

– La madre de Usna es todavía una de las favoritas en la Corte de la Luz -dijo Frost-, y todavía se habla con su hijo.

– Entonces Usna podría saber si Hugh formó parte en el complot para deshacerse de Taranis -expresé.

Frost y Doyle asintieron.

– Sí.

Miré sus caras, tan distantes y frías. Me recordó a como eran cuando vinieron a mí por primera vez. ¿Por qué estaban así ahora? Yo era de la realeza, por lo que no debería de mostrar debilidad preguntando. Pero también estaba enamorada de ellos, y tan sólo estaba Abe para atestiguarlo, por lo que pregunté…

– ¿Por qué os mostráis tan distantes?

Ellos se miraron, y hasta con las vendas ocultando el rostro de Doyle no me gustó aquella mirada. No prometía nada que yo quisiera.

– No estás embarazada, Meredith -comentó Doyle, cuya voz todavía sonaba controlada-. Comienzas a dejar claro que nos has elegido. Pero si no estás embarazada entonces no somos tus reyes. Debes mirar a los otros hombres más abiertamente.

– Tú quedas mal herido y quieres que todos caigan como locos sobre mí -dije.

Doyle intentó girar la cabeza y mirarme directamente, pero por lo visto le dolía demasiado, así que tuvo que girar todo su cuerpo a la vez.

– No es una locura. Es de sentido común. No deberías llevar tu corazón donde no puede ir tu cuerpo.

Sacudí la cabeza.

– No tomes decisiones por mí, Doyle. Ya no soy una cría. Elijo quién viene a mi cama.

– Nos tememos -dijo Frost, y no se le veía muy feliz diciéndolo-, que el cariño que sientes por nosotros se lo está poniendo más difícil a los otros hombres.

– Duermo con ellos. En vista de que sólo hemos regresado hace pocas semanas, creo que les he prestado bastante atención.

Frost la dirigió una pequeña sonrisa.

– El sexo no es todo lo que un hombre ansía, incluso después de mil años de abstinencia.

– Sé eso -le contesté, -pero no tengo tantos corazones para dar.

– Y ése -dijo Doyle -, es el problema. Frost me ha dicho cómo te comportaste cuando fui herido. No puedes tener favoritos, Meredith, todavía no. -Una mirada de dolor cruzó su cara, pero pensé que no tenía nada que ver con sus heridas. -Sabes que siento lo mismo, pero debes de quedar embarazada, Meredith. Debes, o no habrá ningún trono, ni llegarás a ser reina.

Abe habló, su mano descansaba en mi pierna al lado de su cabeza.

– Hugh no dijo que Merry tuviera que concebir para ser la reina de los Luminosos. Sólo le ofreció el trono.

Traté de recordar exactamente lo que Sir Hugh había dicho.

– Abe tiene razón -dije.

– Quizás la magia les interesa más que los bebés -comentó Frost.

– Quizás -concedió Doyle -, o quizás Hugh se trae algo entre manos.

La puerta de la limusina se abrió, y todos saltamos, incluso Doyle y Abe. Abe se permitió un pequeño sonido de dolor. Doyle guardó silencio, sólo su rostro mostró su dolor durante un momento. Para cuando Usna y Aisling subieron al coche, había recuperado su habitual expresión estoica.

Los dos recién llegados se sentaron. Usna al lado de Frost, y Aisling junto a Doyle, que dijo…

– Decidles que se pongan en marcha.

Frost presionó el botón del intercomunicador.

– Llévanos a casa, Fred.

Fred había sido el chofer de Maeve Reed durante treinta años. Ya tenía el pelo canoso y era más viejo, mientras que ella permanecía hermosa e inmaculada durante años. Él nos preguntó:

– ¿Desea que los coches permanezcan juntos, o prefiere que intente perder a la prensa?

Frost miró a Doyle. Doyle me miró a mí. Yo había tenido más experiencia que cualquiera de ellos en ser perseguida por la prensa. Presioné el botón intercomunicador que estaba encima de mí, aunque tuve que estirarme para hacerlo.

– Fred, no los despiste. Hoy nos perseguirán como locos. Sólo llévenos a casa de una pieza.

– Así se hará, Princesa.

– Gracias, Fred.

Fred había estado tratando con la “realeza” de Hollywood durante décadas. No parecía impresionado por tratar con alguien de la realeza auténtica. Pero creo que cuando uno ha sido el chofer de la Diosa Dorada de Hollywood, ¿qué era ser una simple princesa?

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