CAPÍTULO 1

ESTABA SENTADA EN UNA ELEGANTE SALA DE CONFERENCIAS ubicada en lo alto de una de las torres más relucientes del centro de Los Ángeles. La pared más lejana de la sala era casi completamente de cristal, por lo que la vista era casi agorafóbica. Se había pronosticado que si el “Más Grande”, es decir, un gran terremoto golpeara en esta zona de L.A., la ciudad quedaría sepultada bajo un espesor de 2,5 a 4,5 metros de esquirlas de cristal. Cualquier cosa o persona en las calles de abajo sería hecha picadillo, aplastada, o atrapada bajo de un alud de cristal. No era un pensamiento muy bonito, pero éste era un día para tener pensamientos feos.

Mi tío Taranis, Rey de la Luz y la Ilusión, había presentado cargos contra tres de mis guardaespaldas reales. Había acudido a las autoridades humanas acusando a Rhys, Galen y Abe de haber violado a una de las mujeres de su corte.

En toda la larga historia de su reinado en la Corte de la Luz, Taranis nunca había acudido a los humanos para que impartieran justicia. Regla feérica; ley feérica. O más bien, regla sidhe; ley sidhe. Los Sidhe habían gobernado a las hadas durante más tiempo del que nadie podía recordar. Ya que algunas de esas memorias se remontan a miles de años atrás, tal vez los sidhe siempre habían ocupado el cargo, pero eso me sonaba como una mentira. Los sidhe no mienten, porque mentir, equivale realmente a ser expulsado de la tierra de las hadas, a ser exiliado. Dado que yo sabía que los tres guardaespaldas en cuestión eran inocentes, esto originaba unos problemas bastante interesantes con el testimonio de Lady Caitrin.

Pero hoy sólo declarábamos, y según como fuera, el rey Taranis estaba preparado para intervenir mediante una llamada en grupo. Era por esa razón que Simon Biggs y Thomas Farmer, ambos de Biggs, Biggs, Farmer, y Farmer, estaban sentados a mi lado.

– Gracias por aceptar esta reunión hoy, Princesa Meredith -dijo uno de los abogados congregados alrededor de la mesa. Había siete abogados rodeando la amplia y reluciente mesa, dando la espalda a la encantadora vista.

El embajador Stevens, embajador oficial de las Cortes de las Hadas, se sentaba en nuestro lado de la mesa, pero al otro lado de donde se sentaban Biggs y Farmer. Stevens dijo:

– Unas palabras sobre protocolo feérico: No se dan las gracias a las hadas, Señor Shelby. La Princesa Meredith, siendo la más joven de la Familia Real probablemente no se ofenderá, pero usted tratará con nobles que serán muy viejos. No todos ellos le dejarán pasar un insulto tan grave. -Stevens sonreía al decir esto y había sinceridad en su rostro afable, de ojos castaños y un perfecto corte de pelo también castaño. Se suponía que era nuestro representante frente a los humanos, pero realmente pasaba todo su tiempo en la Corte Luminosa dándole coba a mi tío. La Corte de la Oscuridad donde mi tía Andais, la Reina del Aire y la Oscuridad, gobernaba y donde yo podría gobernar en su día, era demasiado espeluznante para Stevens. No, no me gustaba el tipo.

Michael Shelby, fiscal federal para la ciudad de L. A. dijo…

– Lo siento, Princesa Meredith. No me di cuenta.

Yo sonreí, y le dije…

– Está bien. El embajador tiene razón, pero unos agradecimientos no me molestarán.

– ¿Pero molestarán a sus hombres? -preguntó Shelby.

– A algunos de ellos, sí -le contesté. Miré detrás de mí a Doyle y a Frost. Estaban de pie detrás de mí como si la oscuridad y la nieve se hubieran encarnado en personas, y eso no estaba demasiado lejos de la realidad. Doyle con su pelo negro, piel negra, y traje de diseño negro; hasta su corbata era negra. Sólo la camisa de un intenso color azul había sido una concesión hecha a nuestro abogado, quien pensaba que el negro daba una mala impresión, de hecho que le hacía aparecer amenazador. Doyle, cuyo apodo era Oscuridad, le había dicho…-“Soy el capitán de la guardia de la princesa. Se supone que soy amenazador.” -Los abogados no supieron qué decir ante esto, pero Doyle, al final, se había puesto una camisa azul. El color casi brillaba contra el perfecto e intenso negro de su piel, que de tan oscura, bajo una luz directa reflejaba tonos de un azul casi purpúreo. Sus ojos negros estaban escondidos detrás de unas oscuras gafas de sol con montura negra.

La piel de Frost era tan blanca como la de Doyle era negra. Tan blanca como la mía. Pero su pelo era único, plateado, como si fuera de metal fundido. Brillaba bajo la elegante iluminación de la sala de conferencias. Refulgía como si lo hubieran fundido y luego convertido en joyas. Se había recogido la primera capa de pelo en lo alto de la cabeza con un pasador de plata más antiguo que la misma ciudad de Los Ángeles. Su traje gris paloma era de Ferragamo, y el blanco de su camisa era menos blanco que su propia piel. La corbata era más oscura que el traje, pero no mucho más. El suave gris de sus ojos quedaba a la vista mientras escuadriñaba por las ventanas lejanas. Doyle también lo hacía, tras sus gafas. Yo tenía guardaespaldas por una razón, y algunos de los que querían verme muerta podían volar. No pensábamos que Taranis fuera uno de los que me querían muerta, sino… ¿para qué ir a la policia? ¿por qué había presentado estos cargos falsos? Él nunca habría hecho todo esto sin una razón. Sólo que no sabíamos cuál era esa razón, así que por si acaso, vigilaban las ventanas por razones que los abogados humanos ni siquiera se podían ni imaginar.

Shelby echó una mirada detrás de mí, a los guardias. Él no era el único que seguía luchando para no echar un vistazo nervioso a mis hombres, pero era Pamela Nelson, la ayudante de Shelby, el fiscal federal, quien tenía más problemas para mantener sus ojos, y su mente, en los negocios. Los hombres sentados al otro lado de la mesa les habían echado una ojeada a los guardias, del tipo que se lanza a otros hombres de los que estás casi seguro de que podrían físicamente contigo y sin llegar siquiera a sudar. El fiscal federal Michael Shelby era alto, atlético, y guapo, con una reluciente y blanca dentadura, y la mirada de alguien que abrigaba planes para llegar a ser algo más que un fiscal en el distrito de Los Ángeles. Con más de 1,82 cm de altura, su traje no podía ocultar el hecho de que ejercitaba su cuerpo muy en serio. Probablemente no debía haber encontrado a muchos hombres que le hicieran sentirse físicamente inferior. Su asistente Ernesto Bertram era un hombre delgado que parecía demasiado joven para su trabajo, y demasiado serio con su pelo oscuro y corto y sus gafas. Y no eran las gafas las que le daban una apariencia seria; era la mirada en su rostro, como si hubiera probado algo agrio. El fiscal federal por St. Louis, Albert Veducci, también estaba aquí. Él no lucía el bronceado de Shelby. De hecho, tenía un poco de sobrepeso y parecía cansado. Su ayudante era Grover. Realmente se había presentado sólo como Grover, por lo que yo no sabía si éste era su nombre o el apellido. Sonreía más que el resto de los otros, y era atractivo de esa forma amigable, como si estuviera dando -un-paseo-de-su-casa-al- campus. Me recordó a los jovenes de la universidad que eran tan agradables cuando querían y en realidad sólo eran unos absolutos bastardos que sólo querían sexo, que les ayudaras a pasar un exámen, o en mi caso, estar cerca de una verdadera princesa de las hadas viva. Yo no sabía qué clase de “tipo agradable” era Grover en este momento. Si las cosas nos iban bien, nunca lo sabría, porque probablemente nunca volvería a verle. Si las cosas fueran mal, me parece que tendríamos Grover para rato.

Nelson era la ayudante del fiscal del distrito en la ciudad de Los Ángeles. Su jefe, Miguel Cortez, era bajo, moreno, y hermoso. Daba una gran imagen ante las cámaras. Yo le había visto en las noticias bastante veces. El problema era que tanto él, como Shelby, eran ambiciosos. Le gustaba salir en las noticias, y deseaba salir aún más. Esta acusación de violación contra mis hombres tenía toda la pinta de ser un caso que podría impulsar su carrera, o joderla. Tanto Cortez como Shelby eran ambiciosos; eso quería decir que podrían ser muy cautelosos, o muy imprudentes. Y yo aún no estaba segura de cuál de las dos posibilidades nos ayudaría más.

Nelson era más alta que su jefe, cerca de 1’85 cm y eso sin llevar tacones demasiado altos. Su pelo era de un rojo vibrante que caía en ondas alrededor de sus hombros. Era de esa rara tonalidad que es profunda y rica, y casi tan cerca del verdadero rojo como podía llegar a estar una cabellera humana. Su traje estaba hecho a medida, conservador y de color negro, la camisa blanca, y su maquillaje de buen gusto. Sólo aquella llamarada de pelo arruinaba el exterior casi masculino que ofrecía. Era como si al mismo tiempo escondiera su belleza y llamara la atención sobre la misma. Porque era hermosa. Y había que añadir que una lluvia de pecas debajo del suave maquillaje no quitaba ningún mérito a esa piel tan impecable.

Sus ojos eran algunas veces verdes o azules, según cómo los iluminara la luz. Aquellos ojos indecisos no podían dejar de mirar a Frost y Doyle. Ella trató de concentrarse en el bloc legal en el que supuestamente tenía que ir escribiendo sus notas, pero su mirada seguía alzada, y pendiente de ellos, como si no pudiera evitarlo.

Esto me hizo preguntarme si allí había algo más que sólo hermosos hombres y una mujer distraída.

Shelby se aclaró la garganta bruscamente.

Yo me sobresalté y le miré.

– Lo siento terriblemente, Señor Shelby, ¿me estaba hablando?

– No, no lo hacía, y debería. -Él miró hacia su lado de la mesa. -Me trajeron aquí como parte neutral, pero deje que le pregunte a mis socios si tienen algun problema para formular ellos mismos preguntas a la princesa.

Varios de los abogados hablaron al mismo tiempo. Veducci sólo levantó su lápiz en el aire y consiguió el turno.

– Mi oficina ha tratado más estrechamente con la princesa y su personal que el resto de ustedes, y eso es porque llevamos ciertos remedios contra el encanto.

– ¿Qué clase de remedios? -preguntó Shelby.

– No le diré lo que llevo, excepto que es magia blanca, hierro, y trébol de cuatro hojas, hierba de San Juan [1], serval, y ceniza de madera o bayas que es la que funciona. Algunos dicen que las campanas rompen el encanto, pero no creo que las altas cortes sidhe se vean demasiado afectadas por las campanas.

– ¿Dice que la princesa usa el encanto contra nosotros? -preguntó Shelby, su hermosa cara ya no era agradable.

– Digo que a veces al tratar con el Rey Taranis o la Reina Andais, su presencia abruma a los humanos -repondió Veducci. – La Princesa Meredith, que es en parte humana, aunque muy hermosa… -Él cabeceó en mi dirección. Yo asentí con la cabeza ante el elogio-… nunca ha afectado a nadie tan fuertemente, pero muchas cosas han pasado en la Corte de la Oscuridad en los últimos días… El embajador Stevens me ha informado, ya que tiene sus fuentes. Por lo visto, la princesa Meredith y algún que otro de sus guardias han aumentado sus poderes, por así decirlo.

Veducci todavía parecía cansado, pero ahora sus ojos reflejaban la mente que se escondía bajo ese regordete y agotado camuflaje. Comprendí con un sobresalto que había otros peligros además de la ambición. Veducci era listo, y había insinuado que sabía algo sobre lo que había pasado dentro de la Corte Oscura. ¿Lo sabría, o era un farol? ¿Se pensaría que íbamos a soltar prenda?

– Es ilegal usar el encanto en nosotros -dijo Shelby, disgustado. Él me miró, y su mirada ya no era tan amistosa. Le devolví la mirada, con toda la fuerza de mis ojos tricolores: oro fundido en el borde externo, luego un círculo del más puro verde jade, y por último un verde esmeralda rodeando mi pupila. Él apartó la mirada primero, dejándola caer sobre su bloc de notas. Su voz era tensa por la rabia controlada. -Podríamos hacerla detener, o deportarla al mundo de las hadas por tratar de usar magia y tratar de influir en estos procedimientos, Princesa.

– No he tratado de imponerme sobre usted, Señor Shelby, no a propósito. -Luego miré a Veducci. -Señor Veducci, usted nos dijo que simplemente estar en presencia de mi tía o mi tío ya era difícil; ¿Se lo estoy poniendo yo difícil, ahora?

– Por las reacciones de mis colegas, creo que sí.

– ¿Entonces es ésta la reacción que el Rey Taranis y la Reina Andais provocan en los humanos?

– Similar -dijo Veducci.

Tuve que sonreír.

– No tiene gracia, Princesa -dijo Cortez, sus palabras estaban llenas de cólera, pero cuando encontré sus ojos castaños, él apartó la mirada.

Miré a Nelson, pero no era yo la que la distraía; su problema estaba detrás de mí.

– ¿A quién mira usted más? -le pregunté. -A Frost o a Doyle; ¿la luz o la oscuridad?

Ella se sonrojó de esa forma encantadora en que lo hacen los humanos pelirrojos.

– Yo no…

– Venga, Señorita Nelson, confiéselo, ¿cuál?

Ella tragó con tanta fuerza que pude oírlo.

– Ambos -susurró ella.

– Les acusaremos a usted y a los dos guardias por influencia mágica en un procedimiento legal, Princesa Meredith -comentó Cortez

– Estoy de acuerdo -dijo Shelby.

– Ni yo, ni Frost, ni Doyle estamos haciendo esto a propósito.

– No somos estúpidos -dijo Shelby. -El encanto es una magia activa, no pasiva.

– La mayor parte del encanto, sí, pero no todo -les dije. Y miré hacia Veducci. Ellos le habían colocado en el punto más lejano al centro de la mesa, como si ser de St. Louis fuera algo menos. O quizás me sentía demasiado sentimental sólo porque era mi ciudad natal.

– ¿Sabía usted -dijo Veducci-, que cuando alguien está delante de la Reina de Inglaterra, lo llaman “estar en su presencia”? Nunca me he encontrado con la Reina Elizabeth, y es poco probable que lo haga, así que no sé cómo funcionaría con ella. No he hablado nunca con una reina humana. Pero la frase “en presencia de”, estar en presencia de la reina, significa mucho más cuando te refieres a la reina de la Corte de la Oscuridad. Estar en presencia del rey de la Corte de la Luz también es algo especial.

– ¿Qué quiere decir -preguntó Cortez- con algo especial?

– Significa, señores y señoras, que ser el rey o la reina de las hadas te da un aura inconsciente de poder, de atractivo. Usted vive en L.A. Puede ver cómo influyen en la gente, aunque en menor grado, las estrellas o políticos. El poder parece generar poder. Tratar con las cortes de las hadas me ha hecho darme cuenta de que hasta nosotros, las personas simples, lo utilizamos a veces. Estar alrededor del poder, la riqueza, la belleza, el talento, no es más que aquello a lo que suele aspirar la naturaleza humana. Pienso que eso es el encanto. Creo que el éxito a un cierto nivel tiene encanto, y atrae a la gente hacia ti. Quieren estar a tu alrededor. Te escuchan. Hacen lo que les dices. Los humanos tienen una sombra de verdadero encanto; ahora piense en alguien que es la figura más poderosa del mundo feérico. Piense en el nivel de poder que le rodea.

– Embajador Stevens -dijo Shelby-, ¿No debería de haber sido usted el que nos advirtiera sobre tal efecto?

Stevens se alisó la corbata, jugando con el Rolex que Taranis le había regalado.

– El rey Taranis es una figura poderosa con siglos de gobierno a sus espaldas. Realmente obstenta una cierta nobleza que es impresionante. No he encontrado a la Reina Andais tan impresionante.

– Porque usted sólo se dirige a ella desde la distancia, a través de los espejos y con el Rey Taranis a su lado -le dijo Veducci.

Me impresionó que Veducci supiera esto, porque era la absoluta verdad.

– Usted es el embajador de las hadas -dijo Shelby-, no sólo de la Corte de la Luz.

– Sí, soy el Embajador de los Estados Unidos en las Cortes de las Hadas.

– ¿Pero nunca ha pisado la Corte Oscura? -preguntó Shelby.

– Uh… -soltó Stevens, jugueteando con la correa de su reloj-, encuentro a la Reina Andais un poquito menos cooperativa.

– ¿Qué significa eso? -inquirió Shelby.

Le observé jugar con el reloj, y una diminuta brizna de concentración me mostró que había magia en él o dentro de él. Respondí por él.

– Significa que él piensa que la Corte Oscura está llena de monstruos y perversión.

Ahora todos estaban mirándolo. Si hubiera sido debido a la ejecución de un encanto por nuestra parte, no lo habrían notado.

– ¿Es eso verdad, Embajador? -preguntó Shelby.

– Nunca diría tal cosa.

– Pero lo cree -dije suavemente.

– Tomaremos nota de esto, y puede estar seguro de que las autoridades correspondientes serán informadas del flagrante abandono de sus deberes -le comunicó Shelby.

– Soy leal al Rey Taranis y a su corte. No es culpa mía que la Reina Andais sea una sádica sexual, y que esté completamente loca. Ella y su gente son peligrosos. Lo he dicho durante años y nadie me ha escuchado. Ahora nos encontramos ante estas acusaciones que prueban todo lo que he estado diciendo.

– ¿Entonces usted les dijo a sus superiores que temía que la guardia de la reina violara a alguien? -preguntó Veducci.

– Bueno, no, no exactamente.

– ¿Entonces qué les dijo? -preguntó Shelby.

– Les dije la verdad, que yo temía por mi seguridad en la Corte de la Oscuridad, y que no estaría cómodo allí sin una escolta armada -Stevens se levantó, era bastante alto y muy seguro de sí mismo. Señaló hacia Frost y Doyle. -Mírelos, son aterradores. De cada uno de ellos irradia el potencial para cometer cualquier carnicería.

– Sigue tocando su reloj -le dije.

– ¿Qué? -dijo, parpadeando hacia mí.

– Su reloj. El rey Taranis se lo dio, ¿no es cierto? -pregunté.

– ¿Usted aceptó un Rolex por parte del rey? -fue Cortez quien hizo esta pregunta. Pareció ultrajado, pero no por nosotros.

Stevens tragó, y sacudió la cabeza, negando.

– Por supuesto que no. Sería totalmente inadecuado.

– Le vi dárselo, Embajador -le dije.

Él movió sus dedos sobre el metal.

– Eso simplemente no es verdad. Está mintiendo.

– Los sidhe no mienten, Embajador, usted sabe eso. Es un hábito humano.

Los dedos de Stevens estaban frotándolo tanto que prácticamente podrían haber hecho un agujero en la correa del reloj.

– Los Oscuros son capaces de cualquier maldad. Sus mismas caras les muestran como son.

Fue Nelson quien dijo…

– Sus caras son hermosas.

– La engañan con su magia -dijo Stevens. -El rey me dio el poder de ver a través de sus engaños. -Su voz se elevaba con cada palabra.

– El reloj -repetí.

– Así que… -Shelby hizo un gesto hacia mí- ¿Su belleza es una ilusión?

– Sí -contestó Stevens.

– No -dije yo.

– Mentirosa -gritó él, empujando el respaldo de su silla haciendo que ésta saliera rodando hacia atrás. Él comenzó a avanzar hacia mí, adelantando a Biggs y Farmer.

Doyle y Frost se movieron como las dos mitades de un todo. Simplemente se plantaron delante de él, bloqueándole el paso. No había ninguna magia en ellos, excepto la fuerza de su presencia física. Stevens trastabilló hacia atrás como si lo hubieran golpeado. Su cara estaba retorcida de terror.

– ¡No, no! -gritó.

Algunos de los abogados se habían puesto en pie.

– ¿Qué le están haciendo? -preguntó Cortez.

– No puedo ver nada -consiguió contestar Veducci por encima de los gritos de Stevens.

– No le estamos haciendo nada -dijo Doyle, su profunda voz cortaba las voces más altas como el agua que penetra en la ladera de un acantilado.

– Y un infierno que no -gritó Shelby, agregando más ruido a los gritos de Stevens y de todos los demás.

Traté de gritar por encima del ruido.

– ¡Vuelvan sus chaquetas del revés!

Nadie pareció oírme.

– ¡Cállense! -bramó Veducci, con una voz que se estrelló contra el ruido como un toro contra una cerca. La habitacion quedó en un atontado silencio. Incluso Stevens paró de gritar y contempló a Veducci, quien siguió con una voz más tranquila. -Vuelvan sus chaquetas del revés. Es una forma de romper el encanto. -Él agitó su cabeza hacia mí, casi una reverencia. -Olvidé eso.

Los demás vacilaron durante un segundo. Pero Veducci se quitó su propia chaqueta y la volvió del revés, poniéndosela otra vez. Eso pareció poner en marcha a los demás, porque la mayoría comenzaron a quitarse las chaquetas.

– Llevo puesta una cruz. Pensé que me protegía del encanto -dijo Nelson, mientras doblaba su chaqueta mostrando las costuras.

Yo le contesté…

– Las cruces y los versos de la Biblia sólo surtirían efecto si fuéramos demonios. Para bien o para mal, no tenemos ninguna relación con la religión cristiana.

Ella apartó la mirada como si se avergonzara de encontrar mis ojos.

– No quería dar a entender eso.

– Por supuesto que no -contesté. Mi voz sonó vacía cuando lo dije. Había escuchado ese insulto demasiadas veces para que me tocara el corazón. -Una de las primeras cosas que hizo la Iglesia en sus primeros tiempos fue tachar de maligno todo aquello que no podía controlar. Y el mundo feérico era algo que ellos no podían controlar. Mientras que la Corte Luminosa parecía ser cada vez más humana y amigable, otras partes del mundo mágico de las hadas que no pudieron o no quisieron vivir al estilo humano llegaron a formar parte de la Corte Oscura. Ya que las cosas que los humanos perciben como espantosas pertenecen la mayor parte de las veces a la Corte de la Oscuridad, fuimos tachados como el mal a través de los siglos.

– ¡Ustedes son el mal! -gritó Stevens. Sus ojos se desorbitaron, su pulso corría desbocado, y su cara estaba pálida y le caían gotas de sudor.

– ¿Está enfermo? -preguntó Nelson.

– En cieto modo -dije suavemente y no estaba segura de si alguien en la habitacion me oyó. Quienquiera que hubiera hechizado el reloj había hecho un trabajo estupendo, o uno muy malo. El hechizo estaba forzando a Stevens a ver pesadillas cuando nos miraba. Su mente no podía hacer frente a lo que estaba viendo y sintiendo.

Me giré hacia Veducci.

– El embajador parece enfermo. ¿Quizás le debería ver un médico?

– No -gritó Stevens. -No. ¡Sin mí, ellos tomarán sus mentes! -Él agarró Biggs, que era quien estaba más cerca. -Sin el regalo del rey creerán todas sus mentiras.

– Creo que la princesa tiene razón, Embajador Stevens -dijo Biggs. -Creo que está enfermo.

Las manos de Stevens se clavaron sobre la chaqueta de diseño que Biggs ahora llevaba puesta del revés.

– ¿Seguramente ahora usted los ve tal como son en realidad?

– Ellos me parecen del todo sidhe. Exceptuando el color de piel del Capitán Doyle, y la menuda estatura de la princesa, se parecen totalmente a la nobleza de la corte sidhe.

Stevens sacudió al hombre más grande.

– La Oscuridad tiene colmillos. El Asesino Frost lleva calaveras colgando de su cuello. Y ella, parece exangüe, moribunda. Su sangre mortal la contamina.

– Embajador… -comenzó Biggs.

– No, usted tiene que verlo, ¡igual que yo!

– No vimos nada diferente en ellos cuando volvimos nuestras chaquetas del revés -dijo Nelson, pareciendo un poco decepcionada.

– Ya se lo dije, no estamos utilizando ningún encanto con ustedes -le contesté.

– ¡Mentira! Veo el horror en ti. -Stevens tenía la cara escondida entre los amplios hombros de Biggs, como si él no pudiera soportar mirarnos, y quizás no pudiera.

– Aunque, es más fácil no mirarlos -convino Shelby.

Cortez asistió.

– Ahora me encuentro un poco mejor, pero los veo igual que antes.

– Hermosos -dijo la ayudante de Cortez.

Cortez le dirigió una aguda mirada, y la ayudante pidió perdón, como si aquella sola palabra estuviera totalmente fuera de lugar.

Stevens había comenzado a sollozar sobre el traje de diseño de Biggs.

– Debe de alejarle de nosotros -dijo Doyle.

– ¿Por qué? -preguntó uno de los otros.

– El hechizo que hay en el reloj le hace ver monstruos cuando nos mira. Temo que su mente se rompa bajo la tensión si el Rey Taranis no está cerca para aliviar los efectos.

– ¿No podría usted deshacer el hechizo? -preguntó Veducci.

– No es nuestro hechizo -dijo Doyle simplemente.

– ¿No puede ayudarle? -inquirió Nelson.

– Cuanto menos contacto tenga con nosotros, mejor para el embajador.

Stevens pareció tratar de sepultar su cara en el hombro de Biggs. Las manos del embajador se incrustaron en las costuras y el forro de la chaqueta.

– Estar cerca de nosotros le hace daño -dijo Frost, era la primera vez que hablaba desde que estábamos reunidos. Su voz no tenía la profundidad de la de Doyle, pero la anchura de su pecho le daba su mismo peso.

– Llame a los de seguridad -le dijo Biggs a Farmer. Y aunque Farmer era un hombre muy poderoso por méritos propios, y un socio igualitario, se movió hacia la puerta. Supongo que cuando papá es uno de los fundadores de la firma y tú eres uno de los socios mayoritarios, eso te proporciona una gran influencia, incluso sobre otros socios.

Nos quedamos de pie en silencio; el torpe lenguaje corporal de los humanos y sus expresiones faciales nos dijeron que estaban terriblemente incómodos por la demostración de desequilibrada emoción de Stevens. Éste era un tipo de locura, pero tres de nosotros la habíamos visto peor. Habíamos visto la locura que podía traer la magia. La clase de magia que por un capricho risueño podría llegar a robarte el aliento del cuerpo.

Los de seguridad llegaron. Reconocí a uno de los guardias que estaba en la recepción. Traían a un médico. Me acordé de haber leido los nombres de varios médicos en la placa al lado del ascensor. Por lo visto, Farmer se había excedido en el cumplimiento de sus órdenes, pero Biggs pareció muy contento de poder endosarle ese hombre sollozante al médico. No me extrañaba que Farmer fuera socio. Él seguía las órdenes al pie de la letra, pero las complementaba, mejorándolas.

Nadie dijo nada hasta que condujeron al embajador fuera de la habitación, y la puerta se cerró silenciosamente detrás de él. Biggs enderezó su corbata, y tiró de la chaqueta para alisar las arrugas. Al derecho, o del revés, el traje estaba arruinado hasta que una tintorería se encargara de él. Comenzó a quitarse la chaqueta, pero entonces echó un vistazo hacia nosotros y se detuvo.

Me percaté de su mirada y él pareció avergonzarse.

– No pasa nada, señor Biggs, si a usted le da miedo quitarse la chaqueta.

– La mente del embajador Stevens parecía completamente destrozada.

– Aconsejaría que el doctor contara con un practicante licenciado en las artes mágicas que examinara el reloj antes de quitárselo.

– ¿Por qué?

– Él ha llevado puesto ese reloj durante años. Puede haberse apoderado de una parte de su psique, de su mente. Quitarlo sin más podría hacerle más daño.

Biggs alcanzó un teléfono.

– ¿Por qué no lo dijo antes de que se lo llevaran? -preguntó Shelby.

– Lo acabo de pensar ahora -dije.

– Yo lo pensé antes de que se lo llevaran -nos dijo Doyle.

– ¿Y por qué no lo dijo? -preguntó Cortez.

– Mi trabajo no es proteger al embajador.

– Es trabajo de todos el ayudar a otro ser humano en semejante estado -dijo Shelby, pareciendo luego sorprendido como si acabara de oír lo que había dicho.

Doyle sonrió muy ligeramente.

– Pero yo no soy humano, y pienso que el embajador es débil y no tiene honor. La reina Andais ha presentado varias demandas a su gobierno por el embajador. Ha sido ignorada. Pero incluso ella no podía haber previsto una traición como ésta.

– ¿Traición de nuestro gobierno contra el suyo? -preguntó Veducci.

– No, traición del rey Taranis contra alguien que confiaba en él. El embajador vio el reloj como una señal de gran estima, cuando de hecho sólo era trampas y mentiras.

– Lo desaprueba -dijo Nelson.

– ¿No lo desaprobaría usted? -inquirió Doyle.

Ella comenzó a asentir y luego apartó la mirada, ruborizada. Aparentemente, incluso con su chaqueta del revés no podía menos que reaccionar ante él. Él merecía esa reacción, pero no me gustó que ella tuviera tantos problemas para controlarse. Los cargos serían bastante complicados si nosotros hacíamos ruborizar a los fiscales.

– ¿Qué habría ganado el rey con envenenar al embajador contra su corte? -preguntó Cortez.

– ¿Qué ganaban los Luminosos al oscurecer aún más el nombre de la Oscuridad? -le pregunté yo.

– Morderé el anzuelo -dijo Shelby. -¿Qué ganaban oscureciéndola?

– Miedo -le contesté. -Han hecho que su gente nos tema.

– ¿Qué ganaban con ello? -indagó Shelby.

Frost habló…

– El mayor castigo de todos es ser exiliado de la Corte de la Luz, la Corte dorada. Pero es un castigo porque Taranis y su nobleza se han convencido de que una vez que te unes a la Corte de la Oscuridad te conviertes en un monstruo. No sólo por tus actos, sino también físicamente. Les dicen a su gente que se deformarán si se unen a los Oscuros.

– Usted habla como si lo supiera -dijo Nelson.

– Fui una vez parte de la multitud dorada, hace mucho, mucho tiempo -aclaró Frost.

– ¿Qué hizo para que le exiliaran? -preguntó Shelby.

– Teniente Frost, no tiene usted que contestar a la pregunta -le dijo Biggs. Había dejado de preocuparse de su traje y volvía a ser uno de los mejores abogados de la Costa Oeste.

– ¿La respuesta podría empeorar los cargos presentados contra los otros guardias? -preguntó Shelby.

– No -dijo Biggs-, pero ya que no hay cargos presentados contra el Teniente, la pregunta está fuera de lugar en esta investigación.

Biggs había mentido, suave y fácilmente; había mentido como si fuera verdad. Él realmente no sabía si la respuesta de Frost habría sido perjudicial, porque no tenía ni idea del porqué a los tres guardias en cuestión los habían desterrado de la Corte de la Luz. (Aunque en el caso de Galen, él no hubiera sido desterrado porque había nacido y crecido en la Corte Oscura; no puedes ser exiliado de un sitio del cual nunca has formado parte.) Biggs, previsoramente, no había permitido ninguna pregunta que pudiera interferir con la defensa que había preparado para sus clientes.

– Éste es un procedimiento muy informal -dijo Veducci con una sonrisa. Irradiaba el encanto de un muchacho bueno y encantador. Era un truco que casi bordeaba la mentira. Él nos había investigado. Y había tratado con las cortes más que cualquier otro de los abogados. Iba a ser nuestro mayor aliado o nuestro contrincante más duro.

Continuó, todavía sonriendo, permitiéndonos ver su mirada cansada.

– Hoy todos estamos aquí para ver si los cargos que el Rey Taranis presentó en nombre de Lady Caitrin deberían de seguir procedimientos más formales. El que los guardias de la princesa cooperen con la investigación contribuye a desmentir los cargos contra ellos presentados.

– Dado que todos los guardias tienen inmunidad diplomática, estamos aquí por pura cortesía -dijo Biggs.

– Lo que realmente apreciamos -contestó Veducci.

– Hay que tener presente -terció Shelby-, que el Rey Taranis ha declarado que toda la guardia de la reina, y ahora guardia de la princesa, son un peligro para los que estén a su alrededor, sobre todo si son mujeres. Declaró que esta violación no le había sorprendido. Parecía pensar que era el resultado inevitable de permitir a los Cuervos de la Reina el acceso ilimitado al sithen. Uno de los motivos por los que él presentó los cargos ante las autoridades humanas, acción sin precedentes en toda la historia de la Corte de la Luz, fue debido a que temía por nosotros. Si una noble sidhe con los poderes mágicos de Lady Caitrin podía ser tan fácilmente sometida, entonces… ¿qué esperanza tenemos los meros humanos ante su… lujuria?

– Lujuria antinatural -dije.

Shelby volvió sus ojos grises hacia mí.

– Yo no dije eso.

– No, no lo hizo, pero apuesto a que mi tío Taranis sí.

Shelby se encogió ligeramente de hombros.

– No parece que le gusten mucho sus hombres, eso si es verdad.

– O yo -le contesté.

La cara de Shelby mostró sorpresa, y lamenté no saber si ésta era genuina, o si mentía con su expresión.

– El rey sólo tenía cosas buenas que decir sobre usted, Princesa. Él parece sentir que usted haya sido… -en el último momento pareció cambiar lo que estaba a punto de decir-… pervertida por su tía, la reina, y sus guardias.

– ¿Pervertida? -le pregunté.

Él asintió.

– Eso no es lo que él dijo, ¿o sí?

– No, con estas palabras no.

– Debe haber sido realmente ofensivo para usted, tener que dulcificarlo hasta este extremo -comenté.

La verdad, Shelby parecía incómodo.

– Antes de que yo viera al Embajador Stevens y su reacción hacia usted, y el posible hechizo en su reloj, yo podría haber declarado simplemente lo que el rey dijo -comentó Shelby dirigiéndome una mirada franca. -Digamos que Stevens ha conseguido que me pregunte por la vehemente aversión del Rey Taranis hacia toda su guardia.

– ¿Toda mi guardia? -pregunté de nuevo, con un tono ascendente en mi voz.

– Sí.

Miré a Veducci.

– ¿Él acusa a todos mis hombres de delitos?

– No, sólo a los tres mencionados, pero el señor Shelby tiene razón. El rey Taranis declaró que sus Cuervos son un peligro para todas las mujeres. Él cree que el haber sido célibes durante tanto tiempo les ha conducido a la locura. -La expresión de Veducci nunca cambió mientras soltaba uno de los mayores secretos de las cortes de las hadas.

Abrí la boca para decir… “Taranis no le habría dicho eso”, pero la mano de Doyle en mi hombro me detuvo. Alcé la vista hacia su figura oscura. Incluso a través de sus gafas de sol, yo conocía aquella mirada. Esa mirada que me decía “Cuidado”. Él tenía razón. Veducci había declarado antes que él tenía fuentes de información en la Corte de la Oscuridad. Taranis no podría haber dicho eso, ni de coña.

– Es la primera vez que hemos oído al rey acusar a los Cuervos de ser célibes -dijo Biggs. Él había echado un vistazo a Doyle, pero ahora toda su atención se centraba en Shelby y Veducci.

– El rey creía que un celibato largo y forzado era motivo suficiente para el ataque.

Biggs se me acercó, y susurró…

– ¿Eso es verdad? ¿Fueron forzados al celibato?

Susurré contra su cuello blanco…

– Sí.

– ¿Por qué? -preguntó él.

– Mi reina lo ordenó así. -Era verdad, hasta cierto punto, pero me negaba a compartir secretos que la Reina Andais no querría compartir. Taranis podría sobrevivir a su ira; yo, no.

Biggs se dirigió al bando contrario.

– No concedemos importancia a este presunto celibato, pero si en realidad hubiera acontecido, estos hombres en cuestión ya no son célibes. Ahora, están con la princesa, y no con la reina. La princesa ha declarado que tres de ellos son sus amantes, por lo que no se puede alegar que ese hipotético celibato les haya conducido a la… -Biggs pareció buscar la palabra correcta-… locura -dijo menospreciando el tema con su voz, su cara, y el gesto de su mano y dejándonos ver por un momento cómo se vería su actuación ante el tribunal. Realmente merecía todo el dinero que mi tía le pagaba.

Shelby dijo…

– La declaración del rey y los cargos presentados son suficientes para permitir al gobierno de los Estados Unidos confinar a toda la guardia de la princesa dentro de la tierra de las hadas.

– Sé a qué ley se está usted refiriendo -comentó Briggs. -Muchos en el gobierno de Jefferson no estuvieron de acuerdo con él en acoger a las hadas aquí después de que fueran desterradas de Europa. Insistieron en aprobar una ley que les permitiera confinar permanentemente dentro del mundo de las hadas a cualquier hada que juzgaran demasiado peligrosa para vivir entre los humanos. Es una ley muy amplia, y nunca ha sido aplicada.

– Nunca ha sido necesaria antes -dijo Cortez.

Doyle se había quedado a mi espalda, con su mano descansando sobre mi hombro. Sabía que necesitaba su consuelo, o era él quien lo necesitaba. Puse mi mano encima de la suya, para podernos tocar la piel desnuda. Él estaba tan caliente, parecía tan sólido. Sólo su roce me hizo sentirme más segura de que todo iría bien. Que estaríamos bien.

– Ahora no es necesaria, y todos ustedes lo saben -dijo Biggs, mirando a los demás. -Es una tentativa de asustar a la princesa con la amenaza de confinar a todos sus guardias en el sithen. Debería darle vergüenza.

– La princesa no parece asustada -dijo Nelson.

La miré con todo el poder de mis ojos tricolores, y no pudo sostener mi mirada.

– Ustedes amenazan con tomar a los hombres que amo y alejarlos de mí -le dije. -¿Y eso no debería de asustarme?

– Debería -dijo ella-, pero no parece que lo haga.

Farmer tocó mi brazo, un gesto claro de “déjala hablar”. Me incliné hacia atrás para tocar a Doyle con mi espalda y dejar la conversación para los abogados.

– Sobre la ley en cuestión que ha mencionado el Señor Shelby -dijo Farmer-, la Familia Real de cualquier corte está exenta de cumplirla.

– No estamos proponiendo confinar a la Princesa Meredith en el mundo feérico -aclaró Shelby.

– Usted sabe que la amenaza de mantener a todos sus guardias bajo alguna clase de confinamiento feérico legal es escandalosa -dijo Farmer.

Shelby asintió.

– Bien, entonces sólo los tres que han sido acusados de violación. Tanto el señor Cortez como yo, estamos debidamente acreditados como oficiales por la Oficina de Abogados de los Estados Unidos. Dicho simplemente, es nuestro deber y derecho confinar a estos tres guardias en tierra feérica hasta que estos cargos sean probados.

– Repito, la ley, según su texto, no puede ser aplicada a la Familia Real de ninguna corte feérica -replicó Farmer.

– Y yo repito que no estamos amenazando con hacer nada a la Princesa Meredith -dijo Shelby.

– Pero no estamos refiriéndonos a esa clase de realeza -contraatacó Farmer.

Shelby miró hacia la fila de abogados que estaban a su lado.

– No estoy seguro de seguir su argumento.

– La guardia de la princesa Meredith es de la realeza, por el momento.

– ¿Qué quiere decir con… por el momento? -preguntó Cortez.

– Significa que mientras están en la Corte de la Oscuridad, tienen un trono en la tarima real en el que se sientan por turnos al lado de la princesa -aclaró Farmer. -Son sus consortes reales.

– Ser su amante no les hace de la realeza -dijo Cortez.

– El Príncipe Phillip todavía es técnicamente el consorte real de la Reina Elizabeth -dijo Farmer.

– Pero ellos están casados -dijo Cortez.

– Pero es que en el mundo feérico, en cualquiera de las cortes, a la nobleza no se les permite casarse hasta que no esperan un hijo -explicó Farmer.

– Señor Farmer -dije, tocando su brazo-, ya que esta reunión es informal, quizás iría más rápido si yo lo explicara.

Farmer y Biggs susurraron el uno con el otro, pero finalmente conseguí su consentimiento. Me iban a permitir hablar. Oh, genial. Sonreí hacia el otro lado de la mesa, inclinándome un poco hacía delante, con las manos cruzadas cordialmente sobre la mesa.

– Mis guardias son mis amantes. Lo que les convierte en mis consortes reales hasta que uno de ellos me deje embarazada. Quien lo consiga será el rey y yo, reina. Hasta que esto ocurra, todos ellos tienen derechos reales en la Corte de la Oscuridad.

– Los tres guardias que han sido acusados por el rey deberían regresar al sithen -dijo Shelby.

– El rey Taranis tenía tanto miedo de que el Embajador Stevens viera que en la Corte Oscura eramos hermosos que hechizó al pobre hombre. Un hechizo que le obligaba a vernos como monstruos. Un hombre que es capaz de hacer tal cosa desesperada haría muchas otras cosas más desesperadas.

– ¿Qué quiere decir, Princesa?

– Mentir equivale a ser expulsado del mundo de las hadas, pero ser rey te permite a veces estar por encima de la ley.

– ¿Está diciendo que los cargos son falsos? -inquirió Cortez.

– Desde luego que son falsos.

– Usted diría cualquier cosa por salvar a sus amantes -expresó Shelby.

– Soy sidhe, y no estoy por encima de la ley. No puedo mentir.

– ¿Es verdad eso? -dijo Shelby inclinándose para preguntárselo a Veducci.

Él asistió.

– Se supone que es verdad, pero una de las dos miente, la princesa o Lady Caitrin.

Shelby se giró para mirarme.

– Usted no puede mentir.

– Poder, puedo… pero si así lo hiciera me arriesgaría a ser expulsada del mundo de las hadas. -Apreté fuertemente la mano de Doyle. -No hace nada que regresé allí. No quiero perderlo todo de nuevo.

– ¿Por qué dejó usted el sithen la primera vez, Princesa? -preguntó Shelby.

Biggs contestó a esto.

– Esa pregunta está fuera de lugar, y nada tiene que ver con los cargos en cuestión. -La reina probablemente le había dado una lista de preguntas a las que yo no podía contestar.

Shelby sonrió.

– Muy bien. ¿Es verdad eso de que los Cuervos fueron forzados al celibato durante siglos?

– ¿Puedo hacer una pregunta antes de contestar a ésta?

– Puede preguntar lo que guste, Princesa, pero puede que no le conteste.

Me reí de él, y él sonrió a su vez. La mano de Doyle apretó mi hombro. Él tenía razón, mejor no coquetear hasta no saber exactamente cuál sería el resultado. Atenué la sonrisa, e hice la pregunta.

– ¿El Rey Taranis dijo que los Cuervos fueron forzados al celibato durante siglos?

– Eso he dicho -dijo Shelby.

– No lo dudo, Señor Shelby. Por favor, tenga en cuenta que hasta una princesa puede ser torturada por ir en contra de las órdenes de su reina.

– Confiesa entonces que torturan a su gente en la Corte de la Oscuridad -dijo Cortez.

– Se tortura en las dos Cortes, señor Cortez. Sólo que la reina Andais no lo esconde, porque ella no se averguenza de ello.

– ¿Declarará usted públicamente que…? -empezó a decir Cortez.

– Será una declaración a puertas cerradas -dijo Biggs- a menos que llegue a los tribunales.

– Sí, sí -dijo Cortez-, ¿pero usted declararía en el juicio que el Rey Taranis permite la tortura como castigo en la Corte Luminosa?

– Conteste a mi pregunta sinceramente, y yo contestaré a la suya.

Cortez miró a Shelby. Intercambiaron una larga mirada, luego los dos se volvieron hacia mí.

– Sí -dijeron al mismo tiempo. Los dos hombres se miraron el uno al otro, y finalmente Cortez asintió con la cabeza hacia Shelby, quién dijo…

– Sí, el rey Taranis nos comunicó el hecho de que los Cuervos habían sido forzados al celibato durante siglos y que esa era la razón por la que eran peligrosos para las mujeres. Tambien declaró que se había levantado el celibato sólo para una joven muchacha, haciendo referencia a usted, Princesa, y que eso era monstruoso. Una sola mujer para satisfacer centurias de lujuria.

– Entonces el celibato es el motivo para la violación -dije.

– Parece ser el razonamiento del rey -comentó Shelby. -No hemos buscado un motivo más usual para la violación.

Usual, pensé.

– He contestado a su pregunta, Princesa. Ahora, ¿declararía en el juicio que la Corte Luminosa tortura a sus presos?

Frost llegó para detenerse al lado de Doyle.

– Meredith, piensa antes de contestar.

Miré hacia atrás, encontrándome con sus preocupados ojos del mismo color que el suave gris de los cielos en invierno. Le ofrecí mi otra mano, y él la tomó.

– Taranis dejó salir a nuestro gato de su cubil, Frost. Ahora dejaremos salir al suyo.

Frost me miró con el ceño fruncido.

– No entiendo esta conversación sobre gatos, pero temo su cólera.

Tuve que reírme de él sobre todo porque también estaba de acuerdo.

– Él comenzó esto, Frost. Yo sólo lo terminaré.

Él apretó mi mano, y Doyle me apretó la otra, de modo que mis manos quedaron entrecruzadas sobre mi pecho, sosteniéndolos. Sostuve sus manos al tiempo que decía…

– Señor Shelby, Señor Cortez, a su pregunta de… ¿si declararía en el juicio que la Corte de la Luz del Rey Taranis tortura como método de castigo? Sí, lo declararía.

Se supone que era una declaración a puertas cerradas, pero si cualquiera de estos secretos llegaba a la prensa… Esta pequeña enemistad familiar se trasformaría en algo feo, muy feo.

Загрузка...