LAS LEJANAS PUERTAS DEL ASCENSOR SE ABRIERON Y DE SU interior salió un guardia de seguridad. Un médico de urgencias se precipitó tras él con una camilla y bolsas de material médico. Otros dos médicos le seguían con otra camilla y un segundo guardia de seguridad cubría la retaguardia.
Los médicos vacilaron un segundo cuando el guardia de seguridad que iba delante les señaló la puerta de la derecha. La puerta por donde habíamos salido, por supuesto. Mi pulso atronaba en mi garganta. ¿Quién sería el herido, y cuán malherido estaba?
Uno de los doctores, una mujer, vio nuestras armas. Sin pensarlo, creé un encanto alrededor de mi mano de forma que pareciera que sostenía un pequeño monedero de mano. La mujer frunció el ceño, sacudió la cabeza, y siguió a su compañero.
Galen me susurró…
– Bonito monedero.
Eché un vistazo a su mano, y vi un pequeño ramo de flores. Incluso a mí me pareció real.
El guardia de seguridad nos reconoció, a mí al menos.
– Princesa, no puedo permitir que entre hasta que hayamos asegurado el área. La policía está de camino.
– Haga su trabajo -le contesté. No iba a discutir con él. Y tampoco le mentiría, pero en cuanto traspasaran la puerta, yo iba a ir tras ellos. Habían llamado al equipo médico de urgencias y a la policía. ¿Qué, en nombre de Danu, había ocurrido aquí?
Las puertas se cerraron detrás del guardia. Galen y yo comenzamos a caminar hacia las puertas. Ninguna discusión sería necesaria. Yo ya lo había decidido, y él seguiría mis órdenes. Había momentos en los que era eso exactamente lo que necesitaba de mis hombres.
Galen abrió la puerta, y por si acaso, usó su cuerpo como un escudo para protegerme. Si el enfrentamiento todavía continuara me habría empujado hacia atrás. Pero creo que los dos opinábamos que si la contienda no hubiera acabado, los sanitarios esperarían a la policía y no entrarían en terreno peligroso.
Galen vaciló por un momento. Oí voces. Algunas llenas de pánico, otras más calmadas, pero todas ellas un poco más fuertes de lo normal. Escuché la voz de Abe, diciendo…
– Por la Diosa, cómo lamento no seguir estando borracho.
Y la voz de una mujer…
– Le daremos algo para el dolor.
Empujé la espalda de Galen, haciéndole saber que quería echar un vistazo. Él respiró profundamente haciendo que un estremecimiento recorriera su cuerpo. Luego se movió entrando en la habitación, y pude ver lo que había más allá.
Un equipo de urgencias estaba arrodillado rodeando a Abe, que yacía sobre su estómago, cerca de la puerta. Ellos habían retirado hacia un lado su larga melena, exponiendo la marca de quemaduras en su espalda. La mano de poder de Taranis había quemado su chaqueta y camisa junto con la piel que había debajo.
Uno de los guardias de seguridad uniformado de azul llegó hasta nosotros.
– Debe de esperar fuera hasta que llegue la policía, Princesa Meredith.
Biggs, con una de las mangas de su caro traje chamuscada, dijo…
– Por favor, Princesa, no podemos garantizar su seguridad.
Miré hacia el gran espejo. Oí los gritos de Taranis a lo lejos, pero él no era visible. Y gritaba:
– ¡Dejadme ir! ¡Soy vuestro rey! ¡Soltadme!
El noble Luminoso que se situó frente al espejo, justo en su centro era Hugh Belenus. Él era, de hecho, Sir Hugh, pero no siempre insistía en ser tratado de esta forma en la Corte Luminosa. También era uno de los guardias personales de Taranis. A diferencia de la Corte Oscura, todos los guardias de la corte de Taranis eran hombres. Ni aunque en la corte luminosa hubiera regido una reina, habría habido guardias femeninos. Nunca me había percatado antes de que Hugh se pareciera al rey en cierta manera. Su largo y liso pelo tenía el color de las llamas. No como una puesta de sol, como el de Taranis, pero sí como el color de una llama viva: roja, amarilla, y naranja.
Frost y Rhys estaban de pie ante el espejo, hablando con Hugh. ¿Dónde estaba Doyle? Él debería de haber estado con ellos. Tuve que caminar hasta el otro lado de la habitación para ver que delante de los trajeados abogados y los guardias de seguridad, se hallaba el segundo equipo de facultativos atendiendo sobre una camilla al segundo cuerpo que había sido herido. Doyle estaba encima de esa camilla, inmóvil. Había algo raro en su ropa. Rasgada, como si unas grandes garras la hubieran desgarrado. Mi mundo se redujo, como si las paredes de la habitación se desplomaran sobre mí, ahogándome, ahogándome, hasta que todo lo que pude ver fue a él. En ese momento, no me preocupé por el espejo, o por Hugh, o por Taranis quien finalmente había hecho algo que no podría esconder al resto de los sidhe. Sólo existía una forma oscura tumbada en una camilla, nada más.
Galen se había quedado conmigo, con su mano libre sobre mi brazo. No estaba segura de si me estaba guiando, o deteniendo. Me quedé junto a la camilla, mirando la alta y musculosa figura de mi Oscuridad. Doyle, que había luchado contra mil batallas antes de que yo naciera. Doyle, quién siempre había parecido tan indestructible como la oscuridad que era su nombre. Tú no puedes matar a la oscuridad, pues siempre camina a tu lado.
Su ropa no estaba rasgada, sino quemada como la de Abe. Su piel negra no mostraba las señales que a cierta distancia había podido ver en la piel de Abe mucho más pálida, pero había quemaduras poco profundas en su pecho y hombros. Y su cara, la mitad de su cara había sido vendada desde la frente hasta casi la barbilla. Supe que el hecho de que ellos hubieran atendido su cara en primer lugar significaba que estaba en peor estado que su pecho. Había una bolsa con líquido transparente encima de su cuerpo. Una vía intravenosa enganchada a su brazo, sujeta con esparadrapo y una jeringuilla.
Miré a los dos médicos.
– ¿Él estará b…?
– A menos que tenga una conmoción, no corre peligro -me dijo uno de ellos. Entonces le llevaron hacia las puertas. -Pero tenemos que ingresarle en la unidad de quemados.
– Unidad de quemados -repetí.
Me sentí lenta y estúpida.
– Tenemos que irnos -dijo el otro médico, su voz era suave, como si él supiera que estaba conmocionada.
Rhys estaba a mí lado.
– Merry, te necesitamos enfrente del espejo. Galen puede ir con ellos.
Negué con la cabeza.
Rhys me sujetó por los hombros y me dio la vuelta, alejándome de Doyle para así poder mirarme a la cara.
– Te necesitamos para que seas nuestra reina ahora, no la amante de Doyle. ¿Puedes hacer eso, o actuamos como si no tuvieras poder aquí?
Al instante la cólera me llenó, una cólera que hizo que mi sangre corriera al rojo vivo. Comencé a decir…
– ¿Cómo osas desafiarme…
Pero en ese momento Taranis gritó:
– ¡Cómo osas desafiarme, tocando a tu rey!
Me tragué el resto de mis palabras, pero no pude evitar mostrar la cólera en mi rostro.
– Merry, lo siento. Siento mucho lo que te acabo de decir, pero te necesitamos ahora.
Mi voz sonó forzada, acalorada, pero controlada, muy controlada.
– Llama a casa. Envía a uno de nuestros sanadores al hospital, o mejor a nuestros dos sanadores. -Sacudí la cabeza, la cólera comenzaba a menguar dejándome el pensamiento de que no sabía cómo habían herido a Doyle, o a Abe. -A los dos -le dije.
– Los llamaré, te lo prometo, pero Frost te necesita ante el espejo.
Asentí.
– Ya voy.
Rhys besó mi frente. Parpadeé y le miré. Él sacó un teléfono móvil de su bolsillo. Yo le dije a Galen…
– Ve con ellos al hospital.
– Mi deber es estar contigo.
– Tu deber es ir donde tu princesa te dice que tienes que ir. Ahora hazlo. Por favor, Galen, no hay tiempo que perder.
Él vaciló sólo durante un aliento, entonces inclinó la cabeza haciendo una venia, y después corrió velozmente para no perder la camilla. No había conseguido darle un beso de despedida a Doyle. No, no tenía por qué despedirme. Él era un sidhe. Uno de los magos y guerreros más grandes que el mundo feérico alguna vez había conocido. No iba a morir por unas quemaduras, ni aunque hubieran sido provocadas mediante la magia. Creí en las palabras que conjuraba mi propia mente racional, pero la otra cara de mi mente estaba confusa, un lugar oscuro en el que la lógica no tenía nada que hacer y donde el miedo campaba a sus anchas.
Me obligué a caminar hacia donde estaba la alta figura de Frost. Un paso después de otro. Comprendí que todavía tenía el arma en mi mano, a la vista. El encanto la escondía, pero mi concentración era escasa. ¿Quería que los Luminosos vieran el arma? ¿Me importaba? No. ¿Debería importarme? Probablemente.
Retiré mi chaqueta a un lado para devolver el arma a su funda. Tuve que detenerme para hacerlo, pero la guardé en su sitio. Uno de los motivos principales por lo que lo hice era por si Taranis lograba liberarse de sus hombres y regresaba al espejo. En ese momento no confiaba en mí misma para evitar usar el arma, eso lo sabía, y sería un error. Sin importar lo gratificante que pudiera ser ese momento, era una princesa, casi futura reina, y esto significaba que no podía permitirme tener esos arranques de furia. Podrían resultar ser demasiado caros, como el pequeño desastre de hoy había demostrado. Maldito sea Taranis, maldito sea, por no haber renunciado hace años.
Respiré tan profundamente que tembló cada parte de mi cuerpo. Mi estómago dio un vuelco al contener todas aquellas emociones que no podía permitirme sentir ahora mismo. Caminé hacia Frost y hacia el espejo donde estaba Sir Hugh. Recé a la Diosa para que no derrumbarme delante de los Luminosos. Andais tenía ataques de cólera que eran monstruosos. Ahora Taranis había demostrado ser todavía más inestable. Caminé hacia el espejo y recé para ser el gobernante que necesitábamos en este momento. Recé para no derrumbarme o vomitar. Control, sólo necesitaba más control. Por favor, Diosa, permite que Doyle esté bien.
Una vez que rogué por lo que realmente deseaba, me calmé. Sí, deseaba ser una buena reina. Y sí, deseaba mostrar a los Luminosos que yo no estaba tan loca como mis tíos, pero la realidad era, que nada me importaba más que el hombre que acababan de trasladar lejos en una camilla.
Ésa no era la forma de pensar de una reina. Era el pensamiento de una mujer, y ser reina significaba que tenía que ser primero reina y en segundo lugar colocar lo demás. Mi padre me había enseñado eso. Me lo había inculcado antes de que un asesino le matara. Aparté ese pensamiento, y me detuve al lado de mi Asesino Frost.
Sería la reina que mi padre había criado para que fuera. No avergonzaría a Doyle siendo menos de lo que él me había dicho que podría llegar a ser.
Me enderecé, elevando cada uno de los centímetros que tenía. Los ocho centímetros de tacones me ayudaban, aunque con la alta figura de Frost a mi lado, no pude menos que parecer frágil.
Pero permanecí allí de pie, cumpliendo con lo que era mi deber, y saboreando algo muy parecido a la ceniza en mi boca.