El séquito de Elayne atraía gran atención a medida que pasaba a lo largo de las calles de Caemlyn, que ascendían y bajaban siguiendo el trazado de las colinas de la ciudad. El Lirio Dorado sobre la pechera de su capa carmesí, orlada de piel, bastaba para que los habitantes de la capital la identificasen, pero aun así mantenía la capucha algo retirada, enmarcándole el rostro de manera que la única rosa dorada de la diadema de la heredera del trono fuera claramente visible. No sólo Elayne, Cabeza Insigne de la casa Trakand, sino Elayne, heredera del trono. Que todo lo mundo lo viera y lo supiera.
Las cúpulas de la Ciudad Nueva resplandecían blancas y doradas en la pálida luz matinal, y los carámbanos destellaban en las ramas desnudas de los árboles, alineados en el centro de las calles principales. Aunque el sol se encontraba próximo al cenit y brillaba en un bendito cielo despejado, no proporcionaba calidez. Por suerte, ese día no soplaba el viento. La temperatura era lo bastante fría para congelar el aliento, mas, limpio de nieve el adoquinado de las calles, incluso en los callejones más estrechos y sinuosos, la ciudad volvía a estar viva, rebosante de gente y bullicio. Los carreteros, tan uncidos a su trabajo como los caballos entre las lanzas, se arrebujaban en su capa con resignación mientras avanzaban despacio entre la muchedumbre. Una gran carreta de agua pasó traqueteando, vacía a juzgar por el ruido, de vuelta para que la rellenaran de nuevo a fin de combatir los frecuentes incendios provocados. Unos cuantos vendedores ambulantes y buhoneros desafiaban el frío para pregonar sus mercancías, pero la mayoría de la gente se desplazaba presurosa en sus quehaceres, ansiosa por encontrarse a resguardo lo antes posible. No es que apresurarse significara moverse muy deprisa. La ciudad estaba llena a reventar; la población había aumentado hasta superar la de Tar Valon. En aquel enjambre, hasta los pocos que iban a caballo no avanzaban más deprisa que los que iban a pie. A lo largo de toda la mañana, Elayne sólo había visto dos o tres carruajes moviéndose lentamente por las calles. Si sus pasajeros no estaban inválidos o no tenían ante sí un trayecto de kilómetros, es que eran unos necios.
Todos los que la veían a ella y a su grupo se paraban un momento, como poco, y algunos se la señalaban a otros, o levantaban a un niño para que pudiese contemplarla mejor y así pudiese contar a sus propios hijos que la había visto. La cuestión era si decían que habían visto a la futura reina o a la mujer que dirigía la ciudad durante un tiempo. La mayoría se limitaba a observarla atentamente, pero de vez en cuando unas cuantas voces coreaban a su paso «¡Trakand! ¡Trakand!» o incluso «¡Elayne y Andor!». Habría sido mejor que hubiese más vítores, si bien era preferible el silencio a los abucheos. Los andoreños solían ser gentes que expresaban abiertamente su opinión, y en especial los caemlineses. Habían estallado rebeliones y se habían destronado reinas a causa de que los caemlineses proclamaron su desagrado en las calles.
Una idea hizo temblar a Elayne. «Quien controla Caemlyn controla Andor», rezaba el viejo dicho; no era exactamente cierto, como Rand había demostrado, pero Caemlyn era el corazón de Andor. Había reclamado su dominio sobre la ciudad —el León de Andor y la Clave de Plata de Trakand compartían un lugar de honor en las torres de la muralla exterior— pero ella todavía no controlaba el corazón de Caemlyn, y eso era mucho más importante que controlar piedra y mortero.
«Algún día me aclamarán todos —se prometió a sí misma—. Me ganaré su aplauso». Ese día, sin embargo, las abarrotadas calles parecían vacías por las pocas voces que se alzaban. Ojalá Aviendha estuviese con ella, haciéndole compañía, pero Aviendha no veía razón de montarse en un caballo para pasear por la ciudad, simplemente. En cualquier caso, Elayne podía sentirla. Era distinto del vínculo con Birgitte, pero podía percibir la presencia de su hermana en la ciudad del mismo modo que se percibe en la misma habitación a una persona que no se ve, y resultaba reconfortante.
Sus compañeros también llamaban la atención. Tras apenas tres años siendo Aes Sedai, la cara atezada y cuadrada de Sareitha aún no había adquirido la cualidad intemporal, y parecía una mercader próspera con sus ropas de fino paño en color bronce, y el gran broche de plata y zafiros que sujetaba su capa. Su Guardián, Ned Yarman, cabalgaba pegado a sus talones, y desde luego atraía las miradas. Un hombre joven, alto, de hombros anchos, con brillantes ojos azules y un cabello trigueño que le caía en ondas hasta los hombros, lucía la cambiante capa de Guardián, que lo hacía parecer una cabeza sin cuerpo flotando sobre un alto castrado gris que tampoco parecía estar completamente allí, cubierta como estaba su grupa por la capa. No cabía error en lo que era, ni en que su presencia anunciaba a una Aes Sedai. El resto del grupo, formando un círculo en torno a Elayne para ir abriéndole paso entre la multitud, también atraía muchas miradas. Ocho mujeres con las chaquetas rojas y los bruñidos yelmos y petos de la Guardia Real no era algo que se viese todos los días. Ni hasta entonces, dicho fuera de paso. Elayne las había elegido entre los nuevos reclutas por esa misma razón.
Su lugarteniente, Caseille Raskovni, delgada y dura como cualquier Doncella Aiel, era algo fuera de lo común, guardia de una mercader, casi veinte años en el oficio, como ella decía. Las campanillas de plata en las crines de su enorme ruano la señalaban como arafelina, aunque había sido poco precisa respecto a su pasado. La única andoreña entre las ocho era una mujer canosa de semblante plácido y anchos hombros, Deni Colford, que había mantenido el orden en una taberna concurrida por carreteros, en la Baja Caemlyn, fuera de las murallas, otro trabajo duro y singular para una mujer. Deni no sabía aún cómo utilizar la espada que llevaba a la cadera, pero Birgitte decía que tenía las manos muy rápidas, y una vista más rápida aún, además de ser una experta con el garrote de tres palmos de largo que colgaba en su otra cadera. Las demás eran Cazadoras del Cuerno, mujeres dispares, altas y bajas, delgadas y anchas, jovencitas ingenuas o entradas en años, y con pasados igualmente distintos, aunque algunas se mostraban tan discretas como Caseille y otras obviamente exageraban su anterior condición social. Ninguna de esas actitudes era infrecuente entre los Cazadores del Cuerno. Pero todas habían aprovechado de buen grado la oportunidad de alistarse en la Guardia. Y, lo que era más importante, habían pasado la estricta inspección de Birgitte.
—Estas calles no son seguras para ti —dijo de repente Sareitha, que taconeó su montura castaña para situarse junto al flanco del castrado negro de Elayne. Fogoso casi logró asestar un mordisco a la acicalada yegua antes de que Elayne le retirara hacia un lado la cabeza con un seco tirón de las riendas. La calle por la que marchaban era estrecha, apiñando más a la multitud y obligando a las mujeres de la Guardia a cerrarse más a su alrededor. La cara de la hermana Marrón era la viva imagen de la compostura Aes Sedai, pero una obvia preocupación daba un timbre agudo a su voz—. Puede ocurrir cualquier cosa en semejante aglomeración. Recuerda quién se hospeda en El Cisne de Plata, a menos de cuatro kilómetros de aquí. Diez hermanas no se alojan en la misma posada porque busquen compañía entre las de su clase, simplemente. Es posible que Elaida las haya enviado.
—Y también es posible que no lo haya hecho —repuso tranquilamente Elayne, con más sosiego del que sentía en realidad. Eran muchas las hermanas que se mantenían al margen del conflicto entre Elaida y Egwene, hasta ver en qué acababa. Desde su regreso a Caemlyn, dos hermanas se habían marchado de El Cisne de Plata y otras tres acababan de llegar. Eso no sonaba como un grupo enviado con una misión. Y ninguna era del Ajah Rojo; Elaida no habría dejado de incluir Rojas en él. Aun así, se las estaba vigilando lo mejor posible, dadas las circunstancias, aunque eso no se lo dijo a Sareitha. Elaida quería cogerla, con mucho más ahínco de lo que desearía atrapar a una Aceptada huida o a una relacionada con Egwene y las «rebeldes», según las denominaba Elaida, pero Elayne no acababa de entender el porqué. Una reina que era Aes Sedai resultaría una gran baza para la Torre Blanca, pero no se convertiría en reina si la obligaban a regresar a Tar Valon. En realidad, Elaida había dado la orden de llevarla de vuelta, por cualquier medio necesario, mucho antes de que hubiera alguna posibilidad de que ocupase el trono hasta pasados muchos años. Era un enigma sobre el que había reflexionado en más de una ocasión, desde que Ronda Macura le había hecho beber aquella horrible infusión que embotaba la capacidad de encauzar de una mujer. Un enigma muy preocupante, sobre todo ahora, que estaba proclamando a los cuatro vientos dónde se encontraba.
Sus ojos se detuvieron un momento en una mujer de cabello negro, con la capucha de su capa azul retirada. La mujer apenas le dedicó una mirada de pasada antes de entrar en la tienda de un fabricante de velas. Una bolsa de tela, pesada en apariencia, colgaba de su hombro. Elayne decidió que no era una Aes Sedai, sino simplemente otra mujer que envejecía bien, como Zaida.
—En cualquier caso —siguió firmemente—, no me quedaré encerrada en palacio por miedo a Elaida. —¿Qué se traerían entre manos las hermanas que se hospedaban en El Cisne de Plata?
Sareitha resopló, y no flojo precisamente; pareció a punto de poner los ojos en blanco, pero luego lo pensó mejor. De vez en cuando, Elayne pillaba una mirada extraña de algunas de las otras hermanas instaladas en palacio, sin duda preguntándose cómo había sido ascendida al chal, aunque, al menos de cara al exterior, la aceptaban como una Aes Sedai, así como que su capacidad con el Poder la situaba por encima de cualquiera de ellas, salvo Nynaeve. Eso no bastaba para impedirles que manifestasen su opinión, a menudo de un modo mucho más rotundo que el que habrían usado con una hermana que ocupase su posición y hubiese alcanzado el chal a través de la forma habitual.
—Olvida a Elaida, entonces —dijo Sareitha—, y recuerda a quién más le gustaría tenerte en sus manos. Una piedra arrojada con puntería y serás un bulto inerte, fácil de cargar para llevárselo en medio de la confusión.
¿De verdad tenía Sareitha que decirle que el agua mojaba? Raptar a otros aspirantes al trono era casi una práctica tradicional, después de todo. Cada casa que le disputaba el trono contaba con seguidores en Caemlyn que esperaban atentos cualquier oportunidad, o ella se comería sus escarpines en el almuerzo. Tampoco era que fueran a tener éxito, no mientras pudiese encauzar, pero lo intentarían si se les presentaba la ocasión. Jamás había pensado que llegar a Caemlyn le proporcionara seguridad.
—Si no me atrevo a salir de palacio, Sareitha, jamás conseguiré que el pueblo me respalde —argumentó quedamente—. Deben verme segura, sin miedo, fuera y dentro. —Tal era la razón de que llevase ocho miembros de la Guardia en lugar de los cincuenta que Birgitte habría querido. La mujer se negaba a entender la realidad de la política—. Además, necesitarían dos piedras arrojadas con buena puntería, encontrándote tú aquí.
Sareitha resopló de nuevo, pero Elayne puso gran empeño en hacer caso omiso de la obstinación de la otra mujer. Ojalá pudiese obviar también su presencia, pero eso era imposible. Él paseo de esa mañana no era sólo para que la viesen. Halwin Norry le había presentado datos y cifras a montones con su voz monótona que casi conseguía dormirla, pero quería comprobar esos informes por sí misma. Norry era capaz de hacer que un disturbio sonase tan anodino como un informe sobre el estado de las cisternas de la ciudad o sobre los gastos de la limpieza de las alcantarillas.
En la multitud abundaban los forasteros: kandoreses con barba dividida, illianos con barba y sin bigote, arafelinos con campanillas de plata en las trenzas, domani de tez cobriza, altaraneses de tez olivácea, atezados tearianos, cairhieninos que se distinguían por su baja estatura y pálida piel. Algunos eran mercaderes, atrapados por la repentina llegada del invierno o que esperaban llevar la delantera a la competencia, gentes ampulosas, de rostros satisfechos, que sabían que el comercio era la sangre vital de las naciones; y todos y cada uno de ellos afirmaban ser una arteria principal aun cuando los delatara una chaqueta mal teñida o un broche de latón y cristal. Gran parte de los que iban a pie llevaban chaquetas desgastadas y raídas, pantalones hasta la rodilla, vestidos con los bajos rozados, y capas gastadas o ni siquiera eso. Eran refugiados, o expulsados de sus hogares por la guerra o gentes que se habían lanzado a los caminos en la creencia de que el Dragón Renacido había roto todos los vínculos que los ataban. Caminaban encogidos para protegerse del frío, el rostro demacrado, la expresión derrotada, dejándose llevar por el río de personas.
Al fijarse en una mujer de ojos apagados, que avanzaba tambaleante entre la multitud, cargada con un niño, Elayne sacó una moneda de la escarcela y se la dio a una mujer de la Guardia, una joven de mejillas tersas y ojos fríos. Tzigan afirmaba ser de Ghealdan, hija de un noble menor; en fin, posiblemente era ghealdana, al menos. Cuando la mujer se inclinó sobre la silla para tender la moneda, la mujer cargada con el niño pasó de largo sin percatarse, sin verla. Había demasiados así en Caemlyn. El palacio alimentaba a miles cada día, en cocinas repartidas por toda la ciudad, pero eran muchos los que ni siquiera tenían fuerzas para ir a recoger su ración de pan y sopa. Elayne alzó una plegaria por la mujer y su hijo mientras volvía a guardar la moneda en la escarcela.
—No puedes dar de comer a todos —musitó Sareitha.
—En Andor no se permite que los niños pasen hambre —contestó Elayne, como si publicara un edicto; lo cierto es que no sabía cómo impedirlo. Todavía quedaban víveres de sobra en la ciudad, pero ninguna orden podía obligar a la gente que comiera a la fuerza.
Algunos de los forasteros habían llegado en tal estado a Caemlyn, hombres y mujeres que ya no vestían harapos ni mostraban en su rostro una expresión de acoso. Fuera lo que fuera lo que los había obligado a huir de sus hogares, habían empezado a pensar que ya habían viajado suficientemente lejos, a olvidarse de los oficios o negocios que habían abandonado, a menudo junto con todo lo que poseían. Sin embargo, en Caemlyn, cualquiera con destreza en un oficio y un poco de empuje siempre encontraba un banquero con dinero fresco. Actualmente se abrían negocios nuevos cada día. ¡Había visto tres tiendas de relojeros en el transcurso de la mañana! Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver dos tiendas en las que se vendía cristal soplado, y se habían construido casi treinta fábricas al norte de la ciudad. A partir de ahora, Caemlyn exportaría cristal en lugar de importarlo, así como vidrio. La ciudad tenía ahora encajeras cuyos productos eran tan finos como los de Lugard, lo que no era de extrañar puesto que casi todas ellas procedían de allí.
Aquello le levantó el ánimo —los impuestos que se recaudarían con aquellos nuevos negocios servirían de ayuda, aunque llevaría un tiempo hasta que el montante fuera sustancioso—, mas había otros en la muchedumbre que atrajeron su atención. Forasteros o andoreños, los mercenarios eran fácilmente reconocibles; hombres de rostros duros, portadores de espadas, que mantenían el paso arrogante incluso cuando su marcha se frenaba casi por completo por la apiñada multitud. Los guardias de mercaderes también iban armados, unos tipos duros que apartaban con el hombro a otros hombres que se encontraban en su camino, pero parecían sumisos y moderados al compararlos con los soldados a sueldo. Y, en conjunto, exhibían menos cicatrices. Los mercenarios salpicaban la muchedumbre como pasas en un pastel. Con tanto donde elegir y con la escasa oferta de trabajo debido al invierno, Elayne no creía que alquilar sus servicios saliese demasiado caro. A menos que, como Dyelin temía, le costase Andor. De algún modo tenía que encontrar suficientes hombres para que no hubiese mayoría de forasteros en la Guardia Real. Y el dinero para pagarles.
De repente fue consciente de Birgitte. La otra mujer estaba enfadada —últimamente siempre lo estaba— y se aproximaba. Muy enfadada y acercándose muy deprisa. Una combinación ominosa que empezó a tocar gongs de alarma en la cabeza de Elayne.
Inmediatamente dio la orden de regresar a palacio por la ruta más directa —ésa sería por la que Birgitte vendría; el vínculo la conduciría directamente a ella—, y giraron en la primera esquina en dirección sur, para salir a la calle de la Aguja. De hecho era una vía bastante ancha aunque serpenteaba como un río, subiendo una colina y bajando por otra, pero generaciones atrás había estado llena de fabricantes de agujas. Ahora unas cuantas posadas pequeñas y tabernas se apiñaban entre cuchilleros, sastres y toda clase de tiendas excepto de venta agujas.
Antes de que hubiesen llegado a la Ciudad Interior, Birgitte las encontró subiendo el callejón del Vendedor de Peras, donde un puñado de fruteros todavía se aferraba a sus tiendas transmitidas de padres a hijos desde los tiempos de Ishara, aunque había muy poco que ver en los escaparates en esa época del año. A despecho de la multitud, Birgitte apareció llevando su caballo al trote, la capa roja ondeando tras ella, dispersando a la gente a derecha e izquierda, y sólo refrenó su larguirucho rucio cuando las vio un poco más adelante.
Como para compensar sus prisas, dedicó unos instantes a estudiar a las mujeres de la Guardia y a devolver el saludo de Caseille antes de dar media vuelta a su montura para marchar al lado de Elayne. A diferencia de las otras, Birgitte no llevaba espada ni armadura. Los recuerdos de sus vidas pasadas se estaban borrando de su memoria —afirmaba que ahora no se acordaba de nada anterior a la fundación de la Torre Blanca, aunque algunos fragmentos todavía afloraban a su mente— pero había algo que aseguraba recordar sin ningún género de dudas: cada vez que había intentado usar una espada, había estado a punto de ensartarse a sí misma, e incluso lo había hecho en más de una ocasión. Su arco iba metido en un estuche de cuero, adosado a la silla, y al otro lado colgaba una aljaba repleta de flechas. La ira bullía en su interior, y su ceño se fue acentuando a medida que hablaba.
—Media docena de palomas llegaron volando al palomar de palacio hace un rato, con un mensaje de Aringill. Los hombres que escoltaban a Naean y a Elenia cayeron en una emboscada y fueron asesinados a menos de ocho kilómetros de la ciudad. Por suerte, uno de los caballos regresó con manchas de sangre en la silla, o no habríamos sabido nada de lo ocurrido hasta pasadas unas semanas. Dudo que nuestra suerte llegue a que a ese par lo hayan capturado unos bandidos para pedir rescate.
Fogoso cabrioleó unos pasos, y Elayne lo refrenó bruscamente. Entre la multitud, alguien gritó lo que quizá fue un vítor para Trakand. O no. Los tenderos intentaban atraer a los clientes voceando lo bastante alto para ahogar las palabras.
—De modo que tenemos un espía en palacio —dijo, y luego apretó los labios, deseando haber contenido la lengua delante de Sareitha.
A Birgitte eso no pareció importarle.
—A menos que haya un ta’veren rondando por ahí del que no tenemos noticia —repuso secamente—. Quizás ahora me permitas asignarte una guardia personal. Sólo unos pocos soldados de la Guardia Real, bien elegidos y…
—¡No! —El palacio era su casa. No aceptaría una guardia allí. Dirigió una ojeada a la Marrón y suspiró. Sareitha escuchaba con gran atención. No tenía sentido intentar ocultar cosas ahora. No esto—. ¿Informaste de ello a la doncella primera?
Birgitte le lanzó una mirada de soslayo que, combinada con una oleada de moderada indignación a través del vínculo compartido, le dijo que si creía que podía enseñar a tejer a su abuela.
—Se propone investigar a todos los criados que no llevaran al servicio de tu madre al menos cinco años. Aún no sé bien si lo que quiso decir es que los sometería a interrogatorio. Por la expresión de su cara cuando le di la información, me alegré de salir de su estudio con la piel entera. Yo me encargaré de investigar a otros.
Se refería a la Guardia Real, pero no lo expresó en voz alta al encontrarse Caseille y las demás delante. Elayne dudaba que descubriese espías entre ellos; el reclutamiento le daba a cualquiera la oportunidad perfecta para introducir informadores, cierto, pero no podían contar con que se los asignase a un servicio en el que enterarse de algo útil.
—Si hay espías en palacio —intervino Sareitha en voz baja—, puede que haya algo peor. Quizá deberías aceptar la sugerencia de lady Birgitte en cuanto a una guardia personal. Existe un precedente.
Birgitte le enseñó los dientes a la Marrón; si lo que pretendía era sonreír, fracasó estrepitosamente. Sin embargo, por mucho que le desagradara que se dirigieran a ella con el título, miró a Elayne, esperanzada.
—¡He dicho que no, y lo he dicho en serio! —espetó Elayne. Un mendigo, que se acercaba con una sonrisa desdentada y la gorra en la mano al círculo de caballos que avanzaba lentamente, se encogió y se escabulló entre la multitud antes de que ella tuviese tiempo de pensar siquiera en sacar una moneda de la escarcela. No sabía con seguridad cuánta de esa ira era suya y cuánta de Birgitte, pero era apropiada al caso.
«Debería haber ido personalmente a buscarlos —gruñó amargamente». En cambio, había tejido un acceso para el mensajero y se había pasado el resto del día reuniéndose con mercaderes y banqueros—. Al menos, debería haber ordenado que los acompañara como escolta toda la guarnición de Aringill. ¡Diez hombres muertos porque he cometido un error garrafal! ¡Peor aún, y que la Luz me asista, porque es muchísimo peor: he perdido a Elenia y a Naean por eso!
La gruesa trenza dorada de Birgitte, que colgaba por encima de la capa, se meció cuando la mujer sacudió enérgicamente la cabeza.
—Para empezar, las reinas no van por ahí corriendo, encargándose de todo ellas mismas. ¡Son jodidas reinas! —Su cólera estaba remitiendo un poco, pero por encima de todo había una gran irritación, y su tono reflejó ambas. Deseaba que Elayne tuviese guardia personal, probablemente incluso dentro del baño—. Tus días de aventuras han quedado atrás. Sólo faltaba que salieses de palacio a hurtadillas, disfrazada, para deambular por ahí de noche, cuando podrías acabar con la cabeza partida por un matón callejero.
Elayne se sentó muy erguida en la silla. Birgitte lo sabía, por supuesto —no conocía ningún modo de esquivar el vínculo, aunque no le cabía duda de que debía de haber alguno—, pero la mujer no tenía derecho a sacarlo a relucir en ese momento. Si Birgitte lanzaba las indirectas suficientes, tendría a otras hermanas siguiéndola con sus Guardianes y tal vez a escuadrones de la Guardia Real también. Todos actuaban de un modo terriblemente ridículo respecto a su seguridad. Cualquiera pensaría que jamás había estado en Ebou Dar, cuanto menos en Tanchico, o en Falme. Además, sólo lo había hecho en una ocasión. Hasta entonces. Y Aviendha iba con ella.
—Las calles oscuras y frías no tienen punto de comparación con un agradable fuego y un libro interesante —comentó Sareitha, como si hablase consigo misma. Contemplaba las tiendas ante las que pasaban y parecía muy interesada en ellas—. A mí me desagrada mucho caminar por un pavimento helado, sobre todo de noche, sin llevar siquiera una vela. Las mujeres jóvenes y bonitas a menudo piensan que unas ropas sencillas y una cara sucia las hacen invisibles. —El cambio fue tan repentino, sin alterar el tono, que al principio Elayne no asimiló lo que estaba oyendo—. Que unos pendencieros borrachos la dejen a una inconsciente de un golpe y que la arrastren a un callejón es un modo muy duro de aprender que se tenía una idea equivocada. Claro que, si una es lo bastante afortunada de contar con una amiga que la acompaña y que también puede encauzar, y si ésta tiene la suerte de que los matones no acierten a golpearla tan fuerte como se suponía… En fin, no siempre se tiene tanta suerte. ¿No estáis de acuerdo, lady Birgitte?
Elayne cerró los ojos un instante. Aviendha había dicho que alguien las seguía, pero ella tuvo la absoluta convicción de que se trataba de un simple asaltante. Además, no había ocurrido así. No exactamente. La mirada feroz de Birgitte prometía una charla para después. Se negaba a comprender que un Guardián no podía echar regañinas a su Aes Sedai.
—En segundo lugar —continuó Birgitte en tono sombrío—, diez hombres o casi trescientos, el puñetero resultado habría sido el mismo. Maldición, era un buen plan. Unos pocos hombres habrían podido traer a Naean y a Elenia a Caemlyn sin llamar la atención. Dejar sin guarnición Aringill habría atraído hasta el ultimo par de ojos del este de Andor, y quienquiera que los haya cogido habría llevado suficientes mesnaderos para asegurarse. Seguramente, a estas horas tendrían Aringill en sus manos, además. Por pequeña que sea la plaza fuerte, Aringill se interpone ante cualquiera que quiera hacer algún movimiento contra ti desde el este, y cuantos más soldados de la Guardia salgan de Cairhien, mejor que mejor ya que casi todos te son leales. —Para tratarse de alguien que afirmaba ser simplemente una arquera, entendía muy bien la situación. Lo único que se había dejado en el tintero era que se habían perdido los impuestos aduaneros del comercio fluvial.
—¿Quién los ha prendido, lady Birgitte? —preguntó Sareitha, que se inclinó para mirarla sin que Elayne, que estaba entre ellas, la estorbara—. Ésa sí es una cuestión muy importante.
Birgitte suspiró fuerte, casi como un gemido.
—Me temo que no tardaremos en saberlo —comentó Elayne. La Marrón enarcó una ceja inquisitiva, y Elayne intentó no rechinar los dientes. Parecía hacer eso muy a menudo desde que había regresado.
Una tarabonesa, con una capa de seda verde, se apartó del paso de los caballos e hizo una profunda reverencia, de manera que las finas trenzas asomaron bajo la capucha. Su doncella, una mujer diminuta cargada con pequeños paquetes, imitó torpemente a su señora. Los dos hombres que iban detrás, guardias que empuñaban varas largas con conteras de latón, permanecían alertas. Las chaquetas largas, de grueso cuero, frenarían casi todo excepto una cuchillada directa.
Elayne inclinó la cabeza mientras pasaba, para responder a la cortesía de la tarabonesa. Hasta ese momento, ningún andoreño le había dado esa muestra de respeto. El rostro atractivo tras el velo transparente denotaba demasiada edad para pertenecer a una Aes Sedai. ¡Luz, tenía ya problemas de sobra que resolver para empezar a preocuparse también por Elaida!
—Es muy sencillo, Sareitha —contestó con voz cuidadosamente controlada—. Si Jarid Sarand las capturó, Elenia dará una oportunidad a Naean. Declarar a la casa Arawn en favor de Elenia, con algunas propiedades a cambio como soborno para Naean, o si no acabar con la garganta rajada de oreja a oreja en alguna celda, en alguna parte, y su cadáver enterrado detrás de un granero. Naean no cederá fácilmente, pero su casa discute quién tiene el mando hasta que ella regrese, así que titubearán; Elenia amenazará con tortura y puede que la utilice, y finalmente Arawn apoyará a Sarand y a Elenia. Y enseguida se les unirán las de Anshar y Baryn; irán allí donde vean fuerza. Si es gente de Naean quien las tiene, será Naean la que ofrezca la misma elección a Elenia, pero Jarid se lanzará contra Arawn a menos que Elenia le diga que no lo haga, y no lo hará si cree que su esposo tiene alguna oportunidad de rescatarla. Así que debemos esperar para enterarnos en las próximas semanas de que las haciendas de Arawn están siendo destruidas por incendios.
«Si no es así —pensó—, tendré cuatro casas unidas a las que enfrentarme, ¡y ni siquiera sé aún si yo cuento con dos!»
—Eso está muy bien… razonado —dijo Sareitha, en cuya voz se advertía cierta sorpresa.
—No me cabe duda de que tú también habrías llegado a ello, con tiempo —repuso Elayne con excesiva dulzura, y sintió una punzada de placer cuando la otra hermana parpadeó. ¡Luz, su madre habría esperado que viese una situación así con diez años!
El resto del camino de vuelta a palacio transcurrió en silencio, y Elayne apenas reparó en las brillantes torres de mosaico y las hermosas vistas de la Ciudad Interior. En cambio, pensó en Aes Sedai en Caemlyn y en espías en palacio, en quién se había llevado a Elenia y a Naean, y hasta qué punto Birgitte podría aumentar los reclutamientos, y sobre si había llegado la hora de vender la plata de palacio y el resto de sus joyas. Una lista sombría que tomar en consideración, pero mantuvo el gesto relajado y respondiendo serenamente a los contados vítores que sonaban a su paso. Una reina no podía mostrarse asustada, sobre todo cuando lo estaba.
El Palacio Real era una exquisita confección de balconadas cinceladas en intrincados diseños y pasarelas con columnatas en la cima de la colina más alta de la Ciudad Interior, la más alta de Caemlyn. Sus esbeltas torres y doradas cúpulas se recortaban contra el cielo de mediodía, visibles a kilómetros de distancia, proclamando el poder de Andor. Las llegadas y salidas triunfales se realizaban por la fachada principal, en la plaza de la Reina, donde en el pasado ingentes multitudes se habían reunido para escuchar las proclamaciones de reinas y gritar sus vítores a las dirigentes de Andor. Elayne entró por la parte posterior; los cascos de fogoso repicaron en los adoquines cuando entró en el patio del establo principal. Era un espacio amplio, flanqueado en dos lados por hileras de las altas puertas en arco de las cuadras; en lo alto se asomaba un único corredor de piedra blanca, sencillo y sólido. Algunas de las altas pasarelas con columnatas ofrecían una vista parcial desde allá arriba, pero aquél era un lugar de trabajo. Delante de la sencilla columnata que daba acceso al palacio en sí había una docena de soldados de la Guardia, firmes junto a sus caballos, preparados para relevar a los que estaban de servicio en la plaza, pasando la inspección de su lugarteniente, un tipo canoso que cojeaba al caminar y que había sido portaestandarte a las órdenes de Gareth Bryne. A lo largo de la muralla exterior otros treinta guardias subían a sus monturas, dispuestos a iniciar su turno de patrulla en parejas por la Ciudad Interior. Normalmente, tendría que haber habido guardias cuya principal misión fuese mantener el orden en las calles; pero, con un contingente tan reducido, los que se encargaban de proteger el palacio también tenían que ocuparse de eso. Careane Fransi también se encontraba allí; era una mujer fornida, vestida con un elegante traje de montar, en rayas verdes, y una capa verde azulada. Montaba un castrado gris, en tanto que uno de sus Guardianes, Venr Kosaan, subía a su zaino en ese momento. Atezado, con pinceladas grises tanto en la barba como en el cortísimo cabello, el hombre, delgado como la hoja de una espada, se cubría con una capa corriente de color marrón. Al parecer no querían ir pregonando por ahí quiénes eran.
La llegada de Elayne provocó una fugaz reacción de sorpresa en los establos. No en Careane ni en Kosaan, por supuesto. La hermana Verde se limitó a observarla pensativamente bajo la protectora capucha, y Kosaan ni siquiera hizo eso. Simplemente saludó a Birgitte y a Yarman con un leve gesto de la cabeza, de Guardián a Guardián. Sin prestarles más atención, salieron tan pronto como la última mujer de la escolta de Elayne hubo pasado por la puerta reforzada con bandas de hierro. No obstante, entre los que montaban a lo largo de la muralla hubo quienes hicieron una pausa, con el pie en el estribo, para mirarlas intensamente, y también hubo cabezas que se giraron hacia las recién llegadas entre los hombres que pasaban la inspección, en posición de firmes. No se esperaba que Elayne volviese hasta dentro de una hora al menos, y salvo aquellos pocos que nunca pensaban más allá de lo que sus manos hacían en ese momento, todos en palacio comprendieron que la situación era inestable. Los rumores se propagaban entre los soldados más deprisa que entre otros hombres, que ya era decir habida cuenta de la afición que tenían a cotorrear. Ésos tenían que saber que Birgitte había partido con prisa, y ahora regresaba con Elayne, antes de tiempo. ¿Marcharía otra casa contra Caemlyn? ¿Iba a atacar? ¿Les ordenarían apostarse en las murallas, que no podían cubrir del todo, aun contando con los hombres que Dyelin tenía en la ciudad? Hubo unos momentos de sorpresa y preocupación; entonces el curtido lugarteniente bramó una orden, y las cabezas volvieron prestas a mirar al frente mientras los brazos subían y se cruzaban sobre el tórax en un saludo. Sólo tres, aparte del antiguo portaestandarte, se habían inscrito recientemente en la lista de reclutamiento, pero entre los demás no había novatos.
Mozos de cuadra, con uniformes rojos y el León Blanco bordado en un hombro, salieron presurosos de los establos, aunque en realidad era poco lo que tenían que hacer. Las mujeres de la Guardia desmontaron en silencio obedeciendo la orden de Birgitte y empezaron a conducir sus caballos a través de las altas puertas de las cuadras. Ella misma bajó de un salto de la silla y echó las riendas a uno de los mozos, aunque no consiguió ser tan rápida como Yarman, que se acercó presuroso a sujetar la brida del castrado gris mientras Sareitha desmontaba. Era lo que algunas hermanas llamaban «captura reciente», ya que llevaba vinculado hacía menos de un año —la expresión databa de una época en la que a los Guardianes no siempre se les preguntaba si querían el vínculo— y se mostraba muy diligente con sus deberes. Birgitte se limitó a ponerse en jarras, ceñuda, observando aparentemente a los hombres que patrullarían la Ciudad Interior durante las próximas horas y que salían de los establos en columna de a dos. No obstante, a Elayne le habría sorprendido que aquellos hombres ocuparan la mente de Birgitte más que de pasada.
En cualquier caso, ella tenía sus propios problemas. Procurando que no se notase mucho, estudió a la nervuda mujer que asía la brida de fogoso, y al tipo fornido que colocó junto al caballo un escabel forrado de cuero y sujetó el estribo para que desmontara. Él se mostraba imperturbable y deliberadamente adusto, mientras que ella estaba centrada en acariciar el hocico del animal a la par que le susurraba. Ninguno de los dos reparó especialmente en Elayne, aparte de dedicarle una respetuosa inclinación de cabeza; la cortesía venía a continuación de lo realmente importante: asegurarse de que no saliese despedida de la silla porque el caballo se asustara si quienes lo atendían empezaban a hacer reverencias bruscas. Tampoco importaba si ella necesitaba o no su ayuda para desmontar. Ya no se encontraba en el campo, y había que guardar las formas exigidas por la etiqueta. Aun así, procuró no fruncir el ceño. Desentendiéndose de ellos mientras se llevaban a fogoso, no miró hacia atrás. A pesar de querer hacerlo.
El vestíbulo sin ventanas al que se accedía por la columnata parecía envuelto en la penumbra aunque había encendidas lámparas de pie, cuya estructura era simple hierro forjado, con adornos espirales. Todo era utilitario: las cornisas de yeso y sin adornos, las paredes de piedra, blancas y lisas. Se había corrido la voz de su llegada, y antes de que hubiesen recorrido más de unos pasos dentro del vestíbulo aparecieron una docena de hombres y mujeres, inclinándose y haciendo reverencias, para ocuparse de las capas y los guantes. Sus uniformes se distinguían del que vestía el personal del establo en que llevaban cuellos y puños blancos, y que el León de Andor iba bordado sobre la parte izquierda de la pechera, en lugar de estar en el hombro. Elayne no conocía a ninguno de los que prestaban servicio ese día. La mayoría de la servidumbre de palacio era gente nueva, y otros, ya jubilados, habían regresado para sustituir a los que habían huido asustados cuando Rand tomó la ciudad. Entre ellos había un tipo calvo, de cara campechana, que eludió los ojos sin atreverse a mirarla directamente, como si temiese parecer descarado, y una mujer joven, que puso un poquito de excesivo entusiasmo en su reverencia y en la sonrisa, aunque quizá simplemente deseaba mostrar buena disposición. Elayne se alejó, seguida de Birgitte, antes de ceder al deseo de asestarles una mirada iracunda. La desconfianza tenía un sabor amargo.
Sareitha y su Guardián las dejaron al cabo de unos pasos; la hermana Marrón murmuró una disculpa sobre unos libros que quería consultar en la biblioteca. No era una colección pequeña, aunque no tenía punto de comparación con la de las grandes bibliotecas, y Sareitha se pasaba allí las horas muertas todos los días. A menudo sacaba volúmenes ajados por el paso del tiempo que, según ella, no se conocían en ninguna otra parte. Yarman la siguió pegado a los talones cuando la mujer giró en uno de los corredores laterales; resultaba curiosa la imagen de los dos: un oscuro y rechoncho cisne seguido por una cigüeña curiosamente grácil. El Guardián todavía llevaba la inquietante capa doblada con cuidado en un brazo. Los Guardianes rara vez dejaban esa prenda fuera de su alcance. Seguramente Kosaan llevaba la suya guardada en las alforjas.
—¿Te gustaría tener una capa de Guardián, Birgitte? —preguntó Elayne mientras caminaban. No por primera vez, envidió los amplios pantalones de la otra mujer. Hasta una falda pantalón convertía en un esfuerzo cualquier cosa que no fuese un paso tranquilo. Al menos iba calzada con botas de montar, en lugar de escarpines. No había suficientes alfombras para cubrir el suelo de los pasillos, además de los de las habitaciones; en cualquier caso, se desgastarían enseguida con el constante ir y venir de la servidumbre de palacio—. Tan pronto como Egwene tenga la Torre en su poder, me ocuparé de que te hagan una. Deberías tenerla.
—Me importan un pimiento las puñeteras capas —replicó sombría Birgitte. Un gesto de aprensión le tensaba los labios, dándoles una expresión dura—. Pasó tan deprisa que creí que habías tropezado y te habías golpeado la jodida cabeza. ¡Rayos y centellas! ¡Derribada por unos camorristas callejeros! ¡Sólo la Luz sabe lo que podría haber ocurrido!
—No tienes por qué disculparte, Birgitte. —La indignación empezó a fluir a través del vínculo, pero Elayne estaba dispuesta a aprovechar la ventaja. Las reprimendas de Birgitte en privado ya eran bastante malas de por sí, y no pensaba aguantarlas también en un corredor, con sirvientes por todas partes que iban y venían realizando sus tareas, o sacando brillo a los paneles tallados de las paredes o lustrando las lámparas de pie, que allí eran doradas. Apenas hacían una pausa en su trabajo para saludarlas con silenciosas reverencias a Birgitte y a ella, pero sin duda todos se preguntaban por qué la capitana general de la Guardia Real parecía un nubarrón tormentoso, y aguzaban el oído para captar cualquier cosa—. No estabas allí porque yo no quería que estuvieras. Apuesto a que Sareitha tampoco iba acompañada por Ned. —Parecía imposible que el rostro de Birgitte se ensombreciese más, pero ocurrió. A lo mejor había sido un error mencionar a Sareitha, así que Elayne cambió de tema—. Realmente debes hacer algo para mejorar tu lenguaje. Empiezas a hablar como uno de esos vagos callejeros de la peor calaña.
—Mi… lenguaje —murmuró peligrosamente Birgitte. Hasta sus pasos cambiaron, asemejándose más a los de un leopardo irritado—. ¿Eres tú la que critica mi lenguaje? Al menos yo siempre sé lo que significan las palabras que utilizo. Al menos sé qué encaja en dónde y qué no encaja.
Elayne se puso colorada, y su cuello adoptó una postura muy tiesa. ¡Ella también lo sabía! Bueno, casi siempre. A menudo, al menos.
—En cuanto a Yarman —prosiguió Birgitte, todavía en un tono bajo, aún peligroso—, es un buen hombre, pero aún no ha superado el encadilamiento de ser un Guardián. Probablemente salta cuando Sareitha chasquea los dedos. Yo nunca me encandilé, y no salto. ¿Es por eso por lo que me has ensillado con un título? ¿Pensabas que así me dominarías con las riendas? Tampoco sería la primera idea estúpida que concibe esa cabeza tuya. Para ser alguien que discurre con tanta claridad la mayoría del tiempo… En fin. Tengo un escritorio enterrado bajo puñeteros informes que he de tragarme, si es que espero conseguir que alguna vez llegues a tener siquiera la mitad de los guardias que quieres, pero mantendremos una larga charla al respecto esta noche. Milady —añadió con demasiado firmeza. Su reverencia casi fue una parodia burlona. Se alejó, y fue un milagro que su larga y rubia trenza no estuviese erizada como la cola de un gato furioso.
Elayne pateó el suelo con frustración. El título de Birgitte era una recompensa bien merecida, ganada de sobra desde que la había vinculado. Y mil veces merecida antes de eso. Vale, había pensado en lo otro, pero no hasta después de concederle el título. Tanto en su condición de noble comprometida por un juramento como en su condición de Guardián, Birgitte obedecía únicamente las órdenes que le parecían bien. Sí lo hacía, por supuesto, cuando era algo importante —cuando ella pensaba que era importante—, pero en cuanto a todo lo demás, sobre todo en lo que llamaba riesgos innecesarios o comportamiento impropio, sólo seguía su criterio. ¡Como si Birgitte Arco de Plata pudiese dar charlas a nadie sobre correr riesgos! ¡Y en lo referente a un comportamiento apropiado, ella se iba de juerga a las tabernas! ¡Bebía y jugaba y se comía con los ojos a los hombres guapos! Porque le gustaba mirar a los que eran atractivos, aunque prefiriese a los que parecían que les hubiesen machacado la cara a golpes. Elayne no quería cambiarla —la admiraba, la apreciaba, la tenía por amiga—, pero ojalá enfocase su relación más como la de un Guardián con su Aes Sedai, y menos como la de una hermana mayor y baqueteada con una alocada e infantil hermana menor.
De repente cayó en la cuenta de que se había quedado parada, mirando ceñuda al vacío. Los sirvientes vacilaban al pasar a su lado y agachaban la cabeza como si temieran que la iracunda mirada estuviese dirigida a ellos. Relajó el gesto y llamó con un ademán a un muchacho larguirucho y con la cara llena de acné que venía pasillo adelante. El chico hizo una torpe reverencia, tan pronunciada que perdió el equilibrio y por poco no se fue de bruces al suelo.
—Busca a la señora Harfor y dile que se reúna inmediatamente conmigo en mis aposentos —le ordenó, y luego añadió con una voz no exenta de amabilidad—: Y convendría que recordaras que quizás a tus superiores no les agradaría encontrarte contemplando embobado el palacio cuando deberías estar trabajando.
El chico se quedó boquiabierto, como si le hubiese leído el pensamiento. Quizá creía que lo había hecho, porque sus desorbitados ojos bajaron hasta el anillo de la Gran Serpiente. Luego soltó un ruido ahogado e hizo otra reverencia aún más pronunciada que la anterior antes de salir corriendo a más no poder.
Elayne sonrió a despecho de sí misma. Había sido un tiro a ciegas, pero el muchacho era demasiado joven para trabajar como espía de nadie, y demasiado nervioso para estar metido en algo en lo que no debería. Por otro lado… Su sonrisa se borró. Por otro lado, no era mucho más joven que ella.