La Rueda Dorada era una posada grande, justo al lado del mercado de Avharin, con una sala común larga, techada con vigas, y abarrotada de mesas pequeñas. Sin embargo, ni siquiera a mediodía había más de una de cada cinco mesas ocupadas, generalmente por algún mercader forastero sentado frente a una mujer vestida con ropas de colores sobrios y con el cabello recogido en lo alto de la cabeza o en la nuca, en un moño bajo. También ellas eran mercaderes, o banqueras; en Far Madding el comercio y la banca les estaban vetado a los hombres. Todos los forasteros que había en la sala eran varones, puesto que las mujeres comerciantes podían pasar a la Sala de Mujeres. El olor a pescado y cordero preparándose en la cocina impregnaba el aire, y de vez en cuando un sirviente acudía a la llamada de una de las mesas; los sirvientes esperaban en una línea en la parte trasera de la sala. Aparte de esas llamadas, mercaderes y banqueras mantenías las voces bajas. El sonido de la lluvia en el exterior era más fuerte.
—¿Estás seguro? —preguntó Rand mientras cogía los dibujos arrugados al sirviente de cara afilada al que había llevado a un lado de la sala.
—Me parece que es él —contestó el tipo con incertidumbre al tiempo que se limpiaba las manos en el largo delantal, adornado con el bordado de una rueda amarilla—. Se parece. No tardará en regresar. —Sus ojos fueron más allá de Rand y suspiró—. Será mejor que encarguéis un trago u os vayáis. A la señora Gallger no le gusta que hablemos cuando deberíamos estar trabajando. Y le gustaría menos que estuviera hablando de un cliente, en este o en cualquier otro momento.
Rand miró hacia atrás. Una mujer delgada, con una peineta de marfil hincada en el oscuro moño, se encontraba de pie en el arco pintado de amarillo que conducía a la Sala de Mujeres. Por el modo en que contemplaba la sala común —mitad reina supervisando sus dominios, mitad granjera supervisando sus campos, y en ambos casos contrariada por el escaso movimiento del negocio— la señalaba como la posadera. Cuando su mirada cayó sobre Rand y el tipo de cara afilada, frunció el entrecejo.
—Ponche de vino y especias —pidió Rand mientras entregaba unas monedas al hombre, de cobre por el vino y marcos de plata por su información, por incierta que ésta fuese. Había pasado más de una semana desde que había matado a Rochaid y Kisman se había escapado, y en todos esos días ésta era la primera vez que había conseguido algo más que un encogimiento de hombros o una sacudida de cabeza cuando mostraba los dibujos.
Había una docena de mesas vacías cerca, pero Rand quería estar en un rincón, en la parte delantera de la sala, desde donde podría ver quién entraba sin que lo vieran a él; y, mientras se dirigía allí entre las mesas, captó fragmentos de conversaciones.
Una mujer alta y pálida, con un vestido de seda en color verde oscuro, sacudió la cabeza al hombre fornido y bajo que tenía delante, un tipo con una chaqueta negra teariana demasiado ajustada; de perfil, y con el moño gris acerado, la mujer guardaba cierto parecido con Cadsuane. El hombre parecía estar hecho con bloques de piedra, pero su rostro moreno y cuadrado tenía una expresión preocupada.
—Podéis tranquilizaros respecto a Andor, maese Admira —dijo ella en un tono confortador—. Creedme, los andoreños gritarán y se amenazarán con espadas, pero nunca llegan a entablar la lucha. Lo mejor que podéis hacer por vuestro propio interés es mantener la ruta actual para vuestras mercancías. Cairhien os gravará un quinto más que Far Madding. Pensad en el gasto extra.
El teariano torció el gesto como si lo estuviera pensando. O preguntándose si realmente sus intereses coincidían con los de la mujer.
—Oí comentar que el cuerpo estaba negro e hinchado —dijo en otra mesa un enjuto illiano de barba blanca, que llevaba una chaqueta azul oscuro—. Y que las Consiliarias ordenaron que se incinerara. —Alzó las cejas en un gesto significativo y se dio golpecitos en la nariz puntiaguda, que le daba aspecto de comadreja.
—Si hubiese una plaga en la ciudad, maese Azereos, las Consiliarias lo habrían anunciado —contestó sosegadamente la delgada mujer que se encontraba sentada enfrente de él. Lucía dos complejas peinetas en el cabello recogido, y su rostro de rasgos zorrunos resultaba bonito, y tan impasible como el de una Aes Sedai, aunque se le marcaban finas arrugas en el rabillo de los ojos castaños—. Mi opinión es contraria a que trasladéis cualquiera de vuestros negocios a Lugard. Murandy pasa por una situación agitada e inestable al máximo. Los nobles jamás tolerarán que Roedran reúna un ejército. Y hay Aes Sedai involucradas, como sin duda habréis oído comentar. Sólo la Luz sabe lo que harán ellas.
El illiano se encogió de hombros con gesto desasosegado. En la actualidad nadie sabía lo que harían las Aes Sedai, si es que se había sabido alguna vez.
Un kandorés con pinceladas grises en la barba dividida y una gran perla en la oreja izquierda se inclinaba hacia una mujer robusta vestida con ropas de color gris oscuro que llevaba el pelo recogido en un prieto moño enroscado en lo alto de la cabeza.
—He oído que el Dragón Renacido ha sido coronado rey de Illian, señora Shimel. —Encogió la frente, de manera que se le marcaron más las arrugas—. Considerando la proclamación de la Torre Blanca, me estoy planteando enviar mis carretas en primavera a lo largo del Erinin hasta Tear. La calzada del Río será una ruta más dura, pero Illian no es tan buen mercado para pieles como para que me anime a correr demasiados riesgos.
La robusta mujer sonrió, una sonrisa apenas insinuada para aquella cara tan redonda.
—Me han contado que casi no se lo ha visto en Illian desde que se puso la corona, maese Posavina. En cualquier caso, la Torre se encargará de él, si es que no lo ha hecho ya, y esta mañana he recibido información de que la Ciudadela de Tear se encuentra bajo asedio, Tampoco ésa me parece una situación muy propicia para un buen mercado de pieles, ¿no creéis? No, Tear no es el lugar indicado para evitar riesgos.
Las arrugas en la frente de maese Posavina se marcaron más aún.
Al llegar a la pequeña mesa del rincón, Rand echó la capa sobre el respaldo de la silla y se sentó de espaldas a la pared; se subió el cuello de la chaqueta. El tipo de cara afilada le llevó una copa de peltre con vino caliente con especias, murmuró un apresurado «gracias» por las monedas de plata, y se marchó corriendo para atender a otra mesa desde la que llamaban. Dos grandes chimeneas a ambos lados de la sala caldeaban el ambiente, pero si alguien reparó en que Rand se dejaba los guantes puestos nadie prestó atención al detalle. Rand fingió estar mirando el contenido de su copa, que rodeaba con las dos manos, aunque en realidad no perdía de vista la puerta de la calle.
La mayoría de los fragmentos de conversaciones que había escuchado casi no le interesaba. Había oído más o menos lo mismo con anterioridad, y a veces sabía más que la gente a la que escuchaba por casualidad. Elayne coincidía con la opinión de la mujer pálida, por ejemplo, y ella tenía que conocer Andor mucho mejor que cualquier comerciante de Far Madding. Sin embargo, lo de que la Ciudadela estaba bajo asedio era algo nuevo. Con todo, no se preocupó por ese rumor todavía. La Ciudadela nunca había caído, salvo en su caso, y sabía que Alanna se encontraba en algún lugar de Tear. Había sentido el salto justo desde un punto al norte de Far Madding hasta algún sitio mucho más al norte, y luego, un día después, a otro lugar lejano hacia el sudeste. La mujer se encontraba lo bastante distante para que Rand no pudiera distinguir si era Haddon Mirk o la propia ciudad de Tear, pero no le cabía duda de que era en uno de esos dos lugares; además, iba acompañada por cuatro hermanas en las que él confiaba. Si Merana y Rafela habían conseguido lo que quería de los Marinos, también lo conseguirían de los tearianos. Rafela era de allí, y eso podría ser una ventaja. El mundo podía continuar sin él un poco más de tiempo. Tenía que hacerlo.
Un hombre alto, arrebujado en una capa larga y mojada, con la capucha ocultándole la cara, entró de la calle, y los ojos de Rand lo siguieron hasta la escalera situada al fondo de la sala. Al alzar la cabeza para mirar hacia arriba, el tipo se echó la capucha hacia atrás de manera que asomó debajo un poco de cabello gris y una cara pálida y cansada. No podía ser el tipo al que se había referido el criado. Nadie que tuviese ojos en la cara lo confundiría con Perel Torvil.
Rand volvió a contemplar el vino de la copa mientras sus ideas se tornaban amargas. Min y Nynaeve se habían negado a pasar una hora más «pateando» las calles, como lo había expresado Min, y Rand sospechaba que Alivia sólo cubría el expediente en cuanto a enseñar los dibujos. Si es que hacía siquiera eso. Las tres se encontraban fuera de la ciudad durante todo el día, en las colinas, calculó Rand por lo que le revelaba el vínculo con Min. La joven se sentía muy excitada por algo. Las tres creían que Kisman había huido tras su fallido intento de matarlo, y que los otros Asha’man renegados o se habían ido con Kisman o ni siquiera habían llegado a la ciudad. Hacía días que intentaban convencerlo para marcharse de Far Madding. Al menos Lan no se había dado por vencido.
«¿Y por qué no pueden tener razón las mujeres? —susurró ferozmente Lews Therin dentro de su cabeza—. Esta ciudad es peor que cualquier prisión. ¡Aquí no está la Fuente! ¿Por qué iban a querer quedarse? ¿Por qué iba a quedarse cualquier hombre en su sano juicio? Podríamos salir a caballo, y llegar más allá de la barrera, sólo durante un día, unas pocas horas. ¡Luz, sólo unas pocas horas! —La voz rió descontrolada, demencialmente—. ¡Oh, Luz! ¿por qué tengo a un loco dentro de mi cabeza? ¿Por qué? ¿Por qué?»
Furioso, Rand forzó a Lews Therin a reducirse a un apagado zumbido, como el de un biteme que volase cerca. Había pensado acompañar a las mujeres en su salida a caballo, sólo para sentir la Fuente de nuevo, aunque únicamente Min mostró cierto entusiasmo. Nynaeve y Alivia no dijeron por qué querían salir a cabalgar cuando el cielo matinal amenazaba con la lluvia que ahora caía a mares. No era la primera vez que se marchaban; para sentir la Fuente, sospechaba Rand. Para absorber el Poder de nuevo, aunque fuese durante un rato. Bien, pues él podía aguantar no poder encauzar. Podía aguantar la ausencia de la Fuente. ¡Podía hacerlo! Tenía que hacerlo, para acabar con los que habían intentado matarlo.
«¡Ésa no es la razón! —gritó Lews Therin, superando la barrera impuesta por Rand un momento antes—. ¡Tienes miedo! ¡Si el mareo se apodera de ti mientras intentas utilizar el ter’angreal de acceso, podría matarte o algo peor! ¡Podría matarnos a todos!», gimió.
El vino resbaló por la muñeca y le mojó el puño de la camisa; Rand aflojó los dedos que apretaban la copa. A decir verdad, ésta tampoco estaba del todo redonda antes, así que no creía que advirtieran que la había aplastado un poco. ¡No tenía miedo! Se negaba a que el miedo lo afectara. Luz, al final tenía que morir; lo había aceptado.
«Intentaron matarme, y los quiero muertos por ello —pensó—. Si tardo un poco en conseguirlo, bien, quizás el mareo se habrá pasado para entonces. Maldita sea, tengo que seguir vivo para la Última Batalla».
Dentro de su cabeza Lews Therin rió más dementemente que nunca.
Otro hombre alto entró en la taberna por la puerta del patio del establo, casi enfrente de la escalera al fondo de la sala. Se sacudió la lluvia de la capa, se retiró la capucha y se encaminó hacia el acceso a la Sala de Mujeres. Con su boca de gesto burlón, la afilada nariz y una mirada que pasó despectivamente por todas las mesas, guardaba cierto parecido con Torvil, sólo que treinta años mayor y con quince kilos más de grasa en el cuerpo. Se asomó al arco amarillo, y llamó con voz alta y remilgada, de fuerte acento illiano:
—¡Señora Gallger, me marcho por la mañana temprano, así que cerrad la cuenta esta noche, ojo!
Torvil era tarabonés. Rand recogió su capa, dejó la copa de vino en la mesa y salió sin esperar más.
El cielo vespertino se mostraba gris y frío; si la lluvia había amainado no lo había hecho en exceso, y, sumada a las ráfagas que soplaban del lago, bastaba para ahuyentar a la gente de las calles. Rand se arrebujó en la capa, agarrando la prenda con una mano, tanto para proteger los dibujos que llevaba en un bolsillo de la chaqueta como para resguardarse él, y con la otra sujetó la capucha que el viento zarandeaba. Las gotas de lluvia impulsadas por el aire le golpeaban la cara como agujas de hielo. Una silla de mano lo pasó; el cabello de los porteadores les colgaba empapado por la espalda y las botas chapoteaban en los charcos formados entre los adoquines. Unas cuantas personas recorrían las calles arrebujadas en sus capas. A pesar de lo encapotado que estaba el día todavía quedaban unas horas de luz, pero Rand pasó frente a una posada llamada El Centro del Llano sin entrar en ella, y después ante Las Tres Damas de Maredo. Se dijo a sí mismo que era por la lluvia; no era el tiempo apropiado para ir de posada en posada. Sin embargo, sabía que mentía.
Una mujer baja y fornida que venía caminando por la calle, envuelta en una capa oscura, de repente viró en su dirección, y cuando se paró delante y levantó la cabeza Rand vio que era Verin.
—Así que estás aquí, después de todo —dijo la Aes Sedai. Las gotas de lluvia caían sobre su cara, pero ella no parecía advertirlo—. Tu posadera creía que tenías intención de ir caminando hasta el Avharin, pero no estaba segura. Me temo que la señora Keene no presta mucha atención a las idas y venidas de los hombres. Y aquí me tienes, con los zapatos calados y las medias mojadas. Me gustaba caminar bajo la lluvia cuando era una jovencita, pero eso ha perdido su encanto en algún punto a lo largo del camino.
—¿Os envía Cadsuane? —inquirió Rand, procurando evitar que en su voz hubiese un atisbo de esperanza. Había seguido albergado en La Cabeza de la Consiliaria después de que Alanna se fue para que Cadsuane pudiese encontrarlo. Difícilmente podría interesarla si tenía que ir buscándolo de posada en posada, sobre todo teniendo en cuenta que la mujer no había dado señales de que tuviese intención de hacerlo.
—Oh, no, ella jamás haría eso. —Verin parecía sorprendida ante semejante idea—. Se me ocurrió que quizá quisieras saber la noticia. Cadsuane ha salido a caballo con las chicas. —Frunció el entrecejo, pensativa, y ladeó la cabeza—. Aunque supongo que no debería llamar «chica» a Alivia. Interesante mujer. Demasiado mayor para hacerse novicia, por desgracia; oh, sí, una verdadera lástima. Absorbe cualquier cosa que se le enseña. Creo que conoce todos los modos posibles de destruir utilizando el Poder, pero ignora casi todo lo demás.
Rand la condujo a un lado de la calle, donde las salientes cornisas de una casa de piedra de un piso ofrecía algo de refugio contra la lluvia, ya que no del viento. ¿Que Cadsuane estaba con Min y las otras? Quizá no significara nada; no era la primera vez que veía Aes Sedai fascinadas por Nynaeve y, según Min, Alivia era incluso más fuerte.
—¿Qué noticia, Verin? —preguntó quedamente.
La oronda y baja Aes Sedai parpadeó como si la hubiese olvidado, y después sonrió de repente.
—Oh, sí. Los seanchan. Están en Illian. No en la ciudad; todavía no. No tienes por qué ponerte pálido. Pero han cruzado la frontera, y están construyendo campamentos fortificados a lo largo de la costa y tierra adentro. Sé poco sobre asuntos militares. Siempre me salto las batallas cuando leo la historia. Pero parece que, tanto si han llegado a la ciudad como si no, es allí hacia donde se dirigen. Tus batallas no parecen haber hecho mucho para frenarlos. Ésa es la razón de que no lea las batallas. Rara vez parecen cambiar algo a largo plazo, sólo a corto. ¿Te encuentras bien?
Rand se obligó a abrir los ojos. Verin lo observaba atentamente, como un gorrión cachigordo. Toda aquella lucha, todos esos hombres muertos, hombres que él había matado, y no había cambiado nada. ¡Nada!
«Se equivoca —murmuró Lews Therin—. Las batallas pueden cambiar la historia. —No parecía complacido por ello—. El problema es que, a veces, uno no sabe cómo va a cambiar la historia hasta que es demasiado tarde».
—Verin, si fuera a visitar a Cadsuane, ¿querría hablar conmigo? Me refiero a otros asuntos aparte de si mis modales le parecen buenos o no. Eso es lo único que parece importarle desde el principio.
—Oh, vaya, me temo que Cadsuane es muy tradicionalista en ciertos aspectos, Rand. De hecho nunca la he oído llamar soberbio a un hombre, pero… —Posó las yemas de los dedos sobre sus labios un instante, con gesto pensativo, y después asintió, de manera que las gotas de lluvia resbalaron por su cara—. Creo que escuchará lo que quieras decirle, si te las arreglas para borrar la mala impresión que le causaste, o al menos suavizarla todo lo que puedas. Pocas hermanas se impresionan por títulos o coronas, Rand, y Cadsuane menos que ninguna otra que conozca. Le interesa mucho más si las personas son necias o no. Si eres capaz de demostrarle que no lo eres, te escuchará.
—Entonces, decidle que… —Hizo una pausa para respirar hondo. ¡Luz, quería estrangular a Kisman y a Dashiva y a todos los otros con sus propias manos!—. Decidle que me marcho mañana de Far Madding, y que espero que venga conmigo, como mi consejera. —Lews Therin suspiró con alivio por la primera parte de la frase, y, si hubiese sido algo más que una voz, Rand habría jurado que se puso tenso al escuchar la segunda—. Decidle que acepto sus condiciones, que me disculpo por mi comportamiento en Cairhien y que haré todo lo posible por cuidar mis modales en el futuro. —Decir aquello no lo mortificó. Bueno, un poco; pero, a menos que Min se equivocara, necesitaba a Cadsuane, y Min nunca erraba en sus visiones.
—¿Así que has encontrado lo que viniste a buscar? —Verin sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo cuando Rand frunció el ceño—. Si hubieses venido a Far Madding esperando conquistar la ciudad anunciando quién eres, te habrías marchado nada más darte cuenta de que aquí no puedes encauzar. Eso sólo deja la posibilidad de que buscases algo o a alguien.
—Quizás haya encontrado lo que necesitaba —repuso secamente. Lo que necesitaba, tal vez, pero no lo que quería.
—Entonces ve esta noche al palacio de Barsalla, en Las Cumbres. Cualquiera puede indicarte cómo llegar allí. Estoy completamente convencida de que querrá escucharte. —Se colocó mejor la capa y pareció advertir por primera vez la humedad de la prenda—. Oh, vaya. He de ir a ponerme algo seco, y sugiero que tú hagas lo mismo. —Se volvió a medias para marcharse, pero hizo una pausa y giró la cabeza para mirar a Rand. Sus oscuros ojos no parpadearon. De repente su modo de hablar no sonó aturullado en absoluto—. Podrías hacer una elección mucho peor eligiendo consejera, pero dudo que encuentres otra mejor que Cadsuane. Si acepta, y en verdad no eres un necio, prestarás oídos a sus consejos. —Sin más echó a andar, como si se deslizase bajo la lluvia cual un cisne regordete.
«A veces esa mujer me asusta», murmuró Lews Therin, y Rand asintió. Cadsuane no lo asustaba, pero despertaba su recelo. Cualquier Aes Sedai que no le hubiese jurado lealtad lo hacía recelar, a excepción de Nynaeve. Y a veces tampoco estaba muy seguro con ella.
Dejó de llover mientras recorría los tres kilómetros de vuelta a La Cabeza de la Consiliaria, si bien el viento cobró fuerza, y el letrero que colgaba sobre la puerta, pintado con el severo semblante de una mujer que lucía la diadema de Primera Consiliaria, se mecía en los oxidados goznes. La sala común era más pequeña que la de La Rueda Dorada, pero los paneles de madera estaban tallados y pulidos, y las mesas bajo las vigas rojas del techo no se encontraban tan apiñadas. También era de color rojo el arco que conducía a la Sala de Mujeres, y cincelado con tallas delicadas como encaje, al igual que los dinteles de las chimeneas de mármol. En La Cabeza de la Consiliaria, los sirvientes llevaban sujeto el cabello con prendedor de plata. Sólo se veía a dos de ellos, de pie cerca de la puerta de la cocina, pero en las mesas sólo había tres hombres, mercaderes forasteros sentados muy separados entre ellos y cada cual centrado en lo que bebía. Quizás eran competidores, ya que de vez en cuando uno u otro rebullía en la silla y miraba ceñudo a los otros dos. Uno, un hombre canoso, llevaba una chaqueta de seda gris oscura, y un tipo delgado, de rostro duro, lucía en una oreja una gema roja, del tamaño de un huevo de paloma. La Cabeza de la Consiliaria albergaba a los mercaderes extranjeros más prósperos, y actualmente no había muchos de ésos en Far Madding.
El reloj sobre una repisa de la Sala de Mujeres —un reloj con caja de plata, según Min— tocó la hora con delicados campanillazos en el momento en que Rand entraba en la sala común, y, antes de que hubiese acabado de sacudir el agua de su capa, entró Lan. No bien se encontraron los ojos del Guardián con los suyos, el otro hombre sacudió la cabeza. En fin, Rand no había esperado realmente encontrarlos tan pronto. Hasta para un ta’veren sería como forzar lo imposible.
Una vez que los dos tuvieron sendas copas de humeante vino y se hubieron acomodado en un largo banco rojo, delante de una de las chimeneas, le dijo a Lan la decisión que había tomado y el porqué; parte del porqué. La parte importante.
—Si les pusiera las manos encima en este momento, los mataría y aprovecharía la oportunidad para huir, pero matarlos no cambia nada. Es decir, no cambia lo suficiente —se corrigió, mirando ceñudo las llamas—. Puedo pasarme semanas, meses, esperando un día más, confiando en dar con ellos al siguiente. Sólo que el mundo no me esperará a mí. Creía que habría acabado con ellos a estas alturas, pero los acontecimientos se han adelantado más de lo que esperaba. Y eso sólo de los que tengo noticia. Luz, ¿qué estará ocurriendo que yo ignoro porque no he escuchado la cháchara de algún mercader mientras toma su vino?
—Nunca puede saberse todo —respondió quedamente Lan—, y parte de lo que se sabe siempre es erróneo. Quizás hasta las cosas más importantes. Una parte de sabiduría es ser consciente de eso. Una parte del valor radica en seguir adelante a pesar de ello.
Rand estiró las piernas y acercó los pies al fuego.
—¿Te ha contado Nynaeve que ella y las demás han estado viendo a Cadsuane? Precisamente hoy han ido a cabalgar juntas. —Al parecer se encontraban ya de regreso, pues podía sentir a Min más y más cerca. No tardaría mucho en llegar. Todavía seguía excitada por algo, una sensación que aumentaba o disminuía, como si ella intentara contenerla.
Lan sonrió, algo que rara vez hacía sin hallarse presente Nynaeve. Sin embargo, el gesto no se reflejó en sus ojos.
—Me prohibió que te lo dijera, pero ya que lo sabes… Ella y Min convencieron a Alivia de que, si lograban despertar el interés de Cadsuane hacia ellas, quizá podrían aproximarla a ti. Se enteraron dónde se alberga y le pidieron que les enseñara. —Su sonrisa desapareció, dejando un rostro duro como piedra—. Mi esposa ha hecho un sacrificio por ti, pastor —añadió quedamente—. Espero que recuerdes eso. No habla mucho de ello, pero creo que Cadsuane la trata como si aún fuese una Aceptada, o quizás una novicia. Sabes lo duro que es para Nynaeve aguantar algo así.
—Cadsuane trata a todo el mundo con si fuese una novicia —rezongó Rand. ¿Soberbio? Luz, ¿cómo iba a arreglárselas con esa mujer? Y, no obstante, tenía que hallar un modo. Guardaron silencio y contemplaron el fuego hasta que empezó a salir vaho de las suelas de sus botas, casi pegadas a la chimenea.
El vínculo le advirtió, y Rand giró la cabeza justo a tiempo de ver aparecer a Nynaeve por la puerta del patio del establo. A continuación entraron Min y Alivia, sacudiéndose la lluvia de las capas y arreglándose las faldas de los trajes de montar, y torciendo el gesto al ver las manchas de humedad, como si hubiesen esperado no mojarse si salían a cabalgar con aquel tiempo. Como siempre, Nynaeve llevaba puesto su ter’angreal enjoyado que incluía cinturón, collar, brazaletes y anillos, así como el extraño angreal de brazalete y anillos.
Todavía arreglándose, Min miró a Rand y sonrió, en absoluto sorprendida de verlo allí, por supuesto. La calidez fluyó desde ella a través del vínculo cual una caricia, aunque Min seguía tratando de suprimir su excitación. Las otras dos mujeres tardaron un poco más en reparar en Lan y en él; pero, cuando lo hicieron, tendieron sus capas a uno de los sirvientes para que las subiese a sus habitaciones y, tras reunirse con los dos hombres junto a la chimenea, extendieron las manos hacia el calorcillo del fuego.
—¿Disfrutasteis del paseo a caballo con Cadsuane? —preguntó Rand y se llevó la copa a los labios para beber un trago del dulce vino.
Min volvió bruscamente la cabeza hacia él, y un fugaz chispazo de culpabilidad se transmitió por el vínculo, pero la expresión de su rostro fue de pura indignación. Rand casi se atragantó con el vino. ¿Cómo era posible que esos encuentros con Cadsuane a su espalda fuesen culpa suya?
—Deja de mirar así a Lan, Nynaeve —dijo cuando pudo hablar—. Me lo contó Verin.
Nynaeve dirigió entonces su severa mirada hacia él y sacudió la cabeza. Había oído comentar a mujeres que cualquier cosa, fuera lo que fuera, siempre era culpa de un hombre, ¡pero es que a veces hasta lo creían!
—Me disculpo por todo lo que hayáis tenido que aguantar con ella a mi costa —continuó—, pero ya no será necesario que sigáis soportándolo. Le he pedido que sea mi consejera. O, más bien, le he pedido a Verin que le comunique que deseo pedírselo. Esta noche. Con suerte, partirá mañana con nosotros.
Esperaba exclamaciones de sorpresa y alivio, pero no fue eso lo que obtuvo.
—Una mujer notable, Cadsuane —comentó Alivia mientras se arreglaba el cabello rubio plateado. Su voz, de acento lento y ronco, sonaba impresionada—. Una mujer estricta y exigente; puede enseñar.
—A veces eres capaz de ver el bosque, pedazo de asno, si se te lleva por la nariz —dijo Min mientras se cruzaba de brazos. El vínculo transmitía aprobación, pero Rand no creía que fuera por la decisión de renunciar a encontrar a los Asha’man renegados—. Recuerda que quiere una disculpa por lo de Cairhien. Piensa en ella como en una tía, esa que no pasa tonterías, y te irá bien con ella.
—Cadsuane no es tan mala como parece. —Nynaeve miró ceñuda a las otras dos mujeres, y su mano hizo intención de ir hacia la trenza echada sobre el hombro, aunque lo único que habían hecho era mirarla—. ¡Bueno, no lo es! Arreglaremos nuestras… diferencias con el tiempo. No hará falta nada más. Sólo un poco de tiempo.
Rand intercambió una mirada con Lan, que se encogió de hombros ligeramente y bebió otro trago. Rand respiró con lentitud. Nynaeve tenía diferencias con Cadsuane que arreglaría con el tiempo; Min veía en ella a una tía estricta; y Alivia, a una maestra estricta. En el primero caso, saltarían chispas hasta que aquello funcionara, si conocía a Nynaeve; y, en los otros dos, no quería pensarlo siquiera. Tomó otro sorbo de vino.
Los hombres en las mesas no se encontraban lo bastante cerca para oírlos a menos que hablasen alto, pero aun así Nynaeve bajó la voz y se inclinó sobre Rand.
—Cadsuane me enseñó lo que hacen mis dos ter’angreal —susurró con un brillo de excitación en los ojos—. Apuesto a que esos adornos que lleva en el pelo también son ter’angreal. Identificó los míos nada más tocarlos. —Sonriendo, Nynaeve acarició uno de los tres anillos de la mano derecha, el que tenía una gema verde pálido—. Yo sabía que esto detectaría a alguien encauzando saidar a cinco kilómetros de distancia, si lo enfoco, pero ella dice que también detecta el saidin. Parece pensar que indica la dirección en la que se encuentre esa persona, aunque no logramos discernir cómo.
Alivia dio la espalda a la chimenea y resopló sonoramente, pero también bajó la voz cuando habló.
—Y te sentiste muy satisfecha cuando le fue imposible descubrirlo. Lo vi en tu cara. ¿Cómo puede complacerte no saber, seguir en la ignorancia?
—Me complace que ella no lo sepa todo —rezongó Nynaeve, que contempló malhumorada a la otra mujer, bien que al cabo de un instante su sonrisa reapareció—. Lo más importante, Rand, es esto. —Sus manos se posaron sobre el fino cinturón que le ceñía el talle—. Lo llamó un «Pozo». —Rand dio un respingo al sentir que algo le rozaba la cara, y Nynaeve soltó una risita. ¡Nynaeve riendo como una chiquilla!—. Es realmente un Pozo —dijo riendo, y se tapó la boca con los dedos—, o un barril, en cualquier caso. Y está rebosante de saidar. No mucho, pero lo único que he de hacer para rellenarlo es abrazar la Fuente a través de él como si fuese un angreal. ¿No te parece maravilloso?
—Maravilloso, sí —contestó Rand sin demasiado entusiasmo. De modo que Cadsuane iba por ahí con ter’angreal en el cabello, ¿verdad? Y casi con toda seguridad con uno de esos «Pozos» entre ellos, o de otro modo no habría reconocido el de Nynaeve. Luz, no creía que se hubiesen encontrado dos ter’angreal que sirviesen para hacer lo mismo. Encontrarse con ella esa noche ya habría sido bastante malo de por sí sin saber que la mujer podía encauzar incluso en esta ciudad.
Iba pedirle a Min que lo acompañara, cuando la señora Keene entró; llevaba el blanco moño tan tirante que parecía que intentaba arrancarse la piel de la cara. Lanzó una ojeada de sospecha y desaprobación a Rand y a Lan y frunció los labios, como si considerara qué habrían hecho mal. Rand la había visto dirigir esa mirada a los mercaderes de la posada. Bueno, a los hombres en general. Si el alojamiento no hubiese sido tan cómodo y las comidas tan buenas, posiblemente no habría tenido clientes.
—Esto lo trajeron para vuestro esposo esta mañana, señora Farshaw —dijo al tiempo que le tendía a Min una carta sellada con un descuidado lacre de cera roja. La puntiaguda barbilla de la posadera se alzó un poco más—. Y una mujer vino preguntando por él.
—Verin —se apresuró a decir Rand a fin de anticiparse a las preguntas y librarse de la mujer. ¿Quién lo conocía allí para enviarle cartas? ¿Cadsuane? ¿Uno de los Asha’man que iban con ella? ¿Tal vez una de las otras hermanas? Miró con el entrecejo fruncido el papel doblado que Min tenía en la mano, impaciente porque la posadera se marchara.
Los labios de Min se curvaron fugazmente, y ella evitó mirarlo con tanto empeño que Rand comprendió que él era la causa de la sonrisa. Su alborozo se transmitió como un cosquilleo a través del vínculo.
—Gracias, señora Keene —respondió Min—. Verin es una amiga.
Aquella afilada barbilla se alzó más aún.
—Si queréis saber mi opinión, señora Farshaw, cuando se tiene un marido guapo hay que vigilar también a las amigas.
Siguiendo con la mirada a la posadera mientras ésta volvía hacia el arco rojo, los ojos de Min chispearon con la hilaridad que fluía por el vínculo, y se notó su esfuerzo por contener la risa. En lugar de entregarle la carta a Rand, rompió el sello con el pulgar y desdobló el papel, tal como si fuera oriunda de esa desquiciada ciudad.
Frunció levemente el entrecejo a medida que leía, pero un fugaz destello de ira fue la única advertencia que tuvo Rand. Acto seguido arrugó el papel en una bola y se volvió hacia la chimenea; Rand se incorporó rápidamente del banco para cogérselo de la mano antes de que pudiera arrojarlo al fuego.
—No hagas una tontería —dijo Min agarrándole la muñeca. Lo miró a los ojos; en los suyos, grandes y oscuros, había una expresión terriblemente seria. A través del vínculo sólo le llegaba una severa intensidad—. Por favor, no cometas una estupidez.
Rand alisó el papel sobre su pecho. Era una letra de trazos delgados e inseguros que no conocía, e iba sin firmar.
«Sé quién eres y te deseo lo mejor, pero también deseo que te marches de Far Madding. El Dragón Renacido deja un rastro de muerte y destrucción por donde pasa. Asimismo sé por qué has venido. Mataste a Rochaid, y Kisman también ha muerto. Torvil y Gedwyn se albergan en el último piso de la tienda de un fabricante de botas llamado Zeram, en la calle de la Carpa Azul, justo en la puerta de Illian. Mátalos y vete, y deja en paz a Far Madding».
El reloj de la Sala de Mujeres dio la hora. Todavía quedaban horas de luz antes de que tuviera que reunirse con Cadsuane.