30 Gotas de lluvia gordas, frías

El día amaneció frío, con nubarrones grises que ocultaron la salida del sol y vientos procedentes del Mar de las Tormentas que sacudían los cristales flojos de las ventanas. En las historias de juglares nunca habría sido la clase de día adecuado para llevar a cabo rescates y huidas, más bien para asesinatos; una idea desagradable e inoportuna cuando uno esperaba vivir para ver otro amanecer. Pero el plan era realmente sencillo. Ahora que disponía de un miembro de la Sangre seanchan, nada podía salir mal. Mat intentó con todas sus fuerzas convencerse de eso último.

Lopin le llevó el desayuno —pan, jamón y un poco de queso amarillo— mientras él se vestía y Nerim doblaba unas cuantas prendas que tenían que llevarle a la posada, incluidas algunas de las camisas que Tylin había mandado que le confeccionaran. Eran buenas camisas, después de todo, y Nerim afirmaba que podría hacerse algo con las puntillas, si bien empleó un tono que más parecía haberse ofrecido a confeccionar una mortaja. Al lúgubre y canoso hombrecillo se le daba bien la aguja, como Mat sabía por propia experiencia. Le había cosido muchas de sus heridas.

—Nerim y yo saldremos con Olver por la puerta por la que sacan las basuras, en la parte trasera de palacio —recitó Lopin con exagerada paciencia y las manos entrelazadas a la altura de la cintura. Los sirvientes de palacio rara vez se perdían una comida, y su oscura chaqueta teariana se ceñía más ajustada que nunca sobre su orondo vientre. A decir verdad, el botón de la prenda parecía quedarle muy tirante—. Por allí nunca hay nadie excepto los guardias hasta que los carros de la basura se marchan por la tarde, y están acostumbrados a vernos, de cuando sacamos las cosas de milord por esa puerta, así que no llamaremos su atención. En La Mujer Errante, reuniremos el oro y el resto de las ropas de milord, y Metwyn, Fergin y Gorderan se reunirán con nosotros y traerán los caballos. Los Brazos Rojos y nosotros nos iremos con el joven Olver por la puerta de Dal Eira, a media tarde. Tengo los vales del sorteo para los caballos, incluidos los animales de carga, en mi bolsillo, milord. Hay un establo abandonado en la Gran Calzada del Norte, a unos dos kilómetros del Circuito del Cielo, donde esperaremos hasta que veamos a milord. Confío en haber entendido correctamente las instrucciones de milord.

Mat se tragó el último trozo de queso y se limpió las manos.

—¿Crees que te hago repetirlas demasiadas veces? —dijo mientras se ponía la chaqueta, una prenda de color verde oscuro. Algo discreto era lo mejor para los asuntos que le esperaban ese día—. Quiero asegurarme de que te las hayas aprendido de memoria. Recuerda, si no me veis antes de que amanezca mañana, seguid adelante hasta que encontréis a Talmanes y al resto de la Compañía.

La alarma saltaría con la inspección matutina de las casetas; si para entonces ya no estaba fuera de la ciudad, suponía que descubriría si su suerte iba a acabar en el tajo de un verdugo. Le habían pronosticado que su destino era morir y volver a vivir —una profecía o casi—, pero estaba bastante seguro de que eso ya había ocurrido.

—Por supuesto, milord —contestó con voz anodina Lopin—. Se hará como ordene milord.

—Desde luego, milord —murmuró Nerim, tan fúnebre como siempre—. Milord manda y nosotros obedecemos.

Mat sospechaba que mentían, pero dos o tres días de espera no los perjudicarían, y para entonces tendrían que admitir que él no acudiría ya. Metwyn y los otros dos soldados los convencerían, si llegaba el caso. Esos tres seguían a Mat Cauthon, pero no eran tan tontos como para poner los cuellos sobre el tajo si su cabeza ya había rodado. Por alguna razón, no estaba tan seguro de que Lopin y Nerim actuaran así.

Olver no se mostró disgustado por abandonar a Riselle, como Mat había temido que ocurriría. Sacó a colación el tema mientras ayudaba al chico a recoger sus cosas para llevarlas a la posada. Todas las posesiones de Olver se encontraban colocadas ordenadamente sobre la estrecha cama del que había sido el cuarto de malos humores, una reducida sala de estar, cuando los aposentos los había ocupado Mat.

—Se va a casar, Mat —dijo pacientemente Olver, como si le explicara a alguien una cosa obvia que no veía. Abrió una caja tallada que Riselle le había dado, justo el tiempo suficiente para asegurarse de que la pluma de halcón rojo estaba en perfectas condiciones; luego la cerró y la guardó en la bolsa de cuero que llevaría al hombro. Se había mostrado tan cuidadoso con la pluma como lo había sido con la bolsa que contenía veinte coronas de oro y un puñado de monedas de plata—. No creo que a su esposo le gustara que siguiera enseñándome a leer. A mí no me gustaría, si estuviera en su lugar.

—Oh —fue todo lo que contestó Mat. Riselle se había movido deprisa una vez que había tomado la decisión. Su matrimonio con el oficial general Yamada se había anunciado públicamente el día anterior, y se celebraría ese mismo día, aunque por costumbre se esperaba generalmente unos meses entre lo uno y lo otro. Yamada sería un buen general, cosa que Mat ignoraba, pero jamás había tenido una sola opción frente a Riselle y su maravilloso busto. Esa mañana iban a mirar un viñedo en las colinas Rhannor que el novio pensaba comprar como regalo de bodas—. Se me ocurrió que quizá quisieras… No, sé, llevarla con nosotros, o algo.

—No soy un niño, Mat —replicó secamente Olver. Envolvió en un paño la concha de tortuga rayada y la guardó también en la bolsa—. Jugarás a Serpientes y Zorros conmigo, ¿verdad? A Riselle le gusta jugar, y tú ya nunca tienes tiempo.

A despecho de las ropas que Mat iba apilando sobre una capa, que a su vez se metería en un cesto, el chico llevaba también un par de pantalones, unas camisas y medias limpias en la bolsa. Y el juego de Serpientes y Zorros que su fallecido padre había hecho para él. Era más difícil perder lo que uno llevaba encima, y Olver ya había perdido más en sus diez años que la mayoría de la gente a lo largo de toda la vida. Pero también creía todavía que se podía ganar al juego de Serpientes y Zorros sin saltarse las reglas.

—Lo haré —prometió Mat. Y lo haría si se las arreglaba para huir de la ciudad. Desde luego estaba rompiendo reglas más qué suficientes para merecer ganar—. Tú cuida de Viento hasta que me reúna con vosotros.

Olver sonrió ampliamente y, tratándose de él, lo de sonreír de oreja a oreja resultaba muy descriptivo. Al chico le gustaba el castrado gris patilargo casi tanto como jugar a Serpientes y Zorros.

Por desgracia, Beslan era otro que parecía pensar que se podía ganar en ese juego.

—Esta noche —gruñó el príncipe, mientras paseaba arriba y abajo delante de la chimenea, en la sala de estar de Tylin. Los ojos del esbelto joven irradiaban una frialdad que parecía apagar el calor del hogar. Mantenía las manos fuertemente unidas a la espalda, como para no llevarlas a la empuñadura de su espada de hoja delgada. El reloj cilíndrico adornado con gemas, que estaba encima de la repisa de la chimenea, tocó cuatro veces para la segunda hora de la mañana—. ¡Con sólo unos días de advertencia podría haber organizado algo magnífico!

—No quiero nada magnífico —respondió Mat. No quería nada de él, pero Beslan había visto por casualidad a Thom escabullirse en el interior del patio del establo, en La Mujer Errante, un poco antes. Thom había ido para entretener a Joline hasta que Egeanin llevara a su sul’dam por la tarde, a tranquilizarla y animarla con modales cortesanos, pero podría haber habido infinidad de razones para que el antiguo juglar fuera a la posada. Bueno, quizá no tantas, encontrándose el establecimiento lleno de seanchan, pero sí varias. Sólo que Beslan había imaginado el motivo con tanto acierto como un pato atrapando un insecto, y se había negado a que lo dejasen fuera del asunto—. Será suficiente si algunos de tus amigos les prenden fuego a los almacenes que los seanchan tienen en la calzada de la Bahía. Después de medianoche, ojo; mejor una hora después que una hora antes. —Con un poco de suerte, estaría fuera de la ciudad para entonces—. Eso atraerá su atención hacia el sur, y sabes que perder lo que tienen almacenado los perjudicará.

—He dicho que lo haría —replicó con sequedad Beslan—, pero no puedo convenir contigo en que prender fuego a unos almacenes sea un acto grandioso.

Mat se sentó, apoyó las manos en los brazos del sillón tallado a semejanza del bambú, y frunció el entrecejo. Su intención era dejarlas quietas, pero el sello hizo un ruido metálico sobre la madera dorada cuando empezó a tamborilear los dedos.

—Beslan, te dejarás ver en alguna taberna cuando estallen esos incendios, ¿verdad? —El otro hombre torció el gesto—. ¡Beslan!

Beslan levantó las manos.

—Lo sé, lo sé. No debo poner en peligro a mi madre. Me dejaré ver en algún sitio público. ¡A medianoche estaré tan borracho como el marido de una tabernera! ¡Puedes apostar a que me verán! Pero eso es muy poco heroico, Mat. Estoy en guerra con los seanchan, tanto si mi madre lo está como si no.

Mat intentó no suspirar. Y casi lo consiguió.

Evidentemente, no había forma de que los tres Brazos Rojos sacaran caballos del establo sin ser vistos. Dos veces durante la mañana Mat reparó en sirvientas entregando dinero a otras, y en ambas ocasiones la mujer que entregaba las monedas le lanzó una mirada feroz al verlo. A pesar de que Vanin y Harnan siguieran arrellanados en los barracones próximos a las caballerizas, todo el palacio sabía que Mat Cauthon no tardaría en marcharse, y ya empezaban a pagarse las apuestas hechas. Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que nadie descubriera lo pronto que iba a ser hasta que ya fuera demasiado tarde para remediarlo.

El viento arreció a medida que avanzaba la mañana, pero Mat hizo ensillar a Puntos y cabalgó en círculo por el patio de los establos de palacio, un poco encogido en la silla y arrebujándose bien en la chaqueta. Cabalgó más despacio de lo habitual, de manera que los cascos de Puntos hacían un sonido perezoso y pesado en los adoquines. De vez en cuando torcía el gesto al mirar las negras nubes y sacudía la cabeza, dando a entender que a Mat Cauthon no le gustaba estar fuera con ese tiempo horrible; Mat Cauthon se quedaría en algún sitio caliente y seco hasta que el cielo aclarase, vaya que sí.

Las sul’dam que paseaban damane trazando sus propios círculos en el patio también sabían que se marcharía pronto. Quizá las criadas no hablaran directamente con las seanchan, pero lo que sabía una mujer no tardaban en saberlo todas las que hubiese en un kilómetro a la redonda. Un incendio en el campo no se propagaba por los bosques secos con tanta rapidez como el cotorreo entre las mujeres. Una sul’dam alta y rubia echó una ojeada en su dirección y sacudió la cabeza. Otra sul’dam, ésta baja, fornida y con la piel más oscura que cualquiera de las Atha’an Miere, se echó a reír. Él no era más que el «Juguete de Tylin».

Las sul’dam no le preocupaban, pero Teslyn sí. Durante varios días, hasta esa mañana, no la había visto entre las damane que hacían ejercicio. Las sul’dam dejaban que sus capas ondeasen al viento, pero las damane sujetaban las suyas bien ceñidas al cuerpo, excepto la gris de Teslyn, que se sacudía a uno y otro lado, olvidada, mientras la mujer trastabillaba un poco cuando pisaba alguna irregularidad del pavimento. En aquel rostro de Aes Sedai los ojos aparecían muy abiertos y preocupados. De cuando en cuando lanzaba rápidas ojeadas a la sul’dam de cabello negro y busto generoso que llevaba el otro extremo de la correa plateada, y, cuando lo hacía, se lamía los labios con incertidumbre.

Mat sintió un nudo en el estómago. ¿Adónde había ido a parar la determinación? Si la mujer estaba a punto de ceder a la presión…

—¿Va todo bien? —preguntó Vanin cuando Mat desmontó y le entregó las riendas de Puntos. Había empezado a llover, unas gotas gordas y frías, y las sul’dam se apresuraban a llevar dentro a las damane, riendo y corriendo para no mojarse. Algunas de las damane reían también, y ese sonido le heló a Mat la sangre en las venas. Vanin no dejó que alguien se preguntara por qué seguían plantados bajo la lluvia para hablar. El hombre grueso se inclinó para levantar la pata delantera izquierda de Puntos y observó el casco—. Estás un poco más paliducho de lo normal.

—Toda va estupendamente —contestó Mat. La pierna y la cadera le ardían, pero apenas era consciente de ello, como tampoco de la lluvia que arreciaba. Luz, si Teslyn se estaba viniendo abajo ahora…—. Tú recuerda esto: si esta noche oyes gritar dentro de palacio o cualquier ruido que indique problemas, tú y Harnan no esperéis. Salís de inmediato y vais a buscar a Olver. El chico estará…

—Sé dónde estará ese pillastre. —Soltó la pata de Puntos y se enderezó, tras lo cual escupió por una de las mellas de su dentadura. Las gotas de lluvia le caían en la cara—. Harnan no es tan tonto como para no saber ponerse las botas él solo, y yo sé qué hacer. Tú ocúpate de tu parte y asegúrate de que tu suerte funcione. Vamos, chico —añadió en un tono mucho más afectuoso a Puntos—. Tengo una estupenda avena para ti. Y un estupendo pescado cocido para mí.

Mat sabía que él también debería comer, pero se sentía como si se hubiese tragado una piedra que no dejaba hueco para la comida. Regresó cojeando a los aposentos de Tylin, echó la capa húmeda sobre una silla y, durante un rato, se quedó mirando fijamente hacia el rincón donde su lanza de mango negro estaba apoyada contra la pared, al lado del arco desencordado. Planeaba regresar a coger la ashandarei en el último momento. Todos los miembros de la Sangre deberían estar acostados para cuando empezara a moverse, y los sirvientes también, de modo que sólo quedarían despiertos los guardias del exterior; no quería correr el riesgo de que alguien lo viera con el arma antes de ese momento. Hasta los seanchan que lo llamaban «Juguete» se fijarían en él si llevaba un arma por los pasillos en mitad de la noche. También quería llevarse el arco. El buen tejo negro era casi imposible de encontrar fuera de Dos Ríos, y además la longitud a la que lo cortaban era muy reducida. Sin encordar, un arco debía ser dos palmos más alto que el hombre que fuese a utilizarlo. No obstante, quizás al final tendría que dejarlo allí; necesitaba las dos manos para manejar la ashandarei, si llegaba el caso, y el instante que perdería en tirar el arco podría bastar para que lo mataran.

—Todo irá de acuerdo con lo planeado —dijo en voz alta. ¡Rayos y centellas, parecía el insensato de Beslan hablando!—. ¡No tendré que luchar para salir del jodido palacio! —Y casi igual de idiota que él. La suerte era una buena ventaja para jugar a los dados, pero depender de ella en otras cosas podía conducir a la muerte.

Se tumbó en la cama, apoyó el talón de una bota sobre la puntera de la otra, y siguió contemplando fijamente el arco y la lanza. Tenía abierta la puerta que comunicaba el dormitorio con la sala de estar para escuchar cómo daba las horas el reloj cilíndrico. Luz, esa noche sí que necesitaba su suerte.

La luz que se filtraba a través de la ventana disminuía tan lentamente que Mat casi se levantó para comprobar si el sol se había parado, pero por fin la luz gris pasó al púrpura del ocaso y después a la oscuridad total. El reloj tocó dos veces, y a continuación los únicos sonidos fueron el tamborileo de la lluvia y el silbido del viento racheado. Los trabajadores que habían tenido que hacer frente al mal tiempo habrían dejado la faena y se habrían dirigido fatigosamente a sus casas.

Nadie fue a encender las lámparas ni a avivar el fuego de las chimeneas. Nadie esperaba que se encontrara allí puesto que había dormido en la cama la noche anterior. El fuego en la chimenea del dormitorio se consumió poco a poco hasta apagarse. Ahora ya se habría puesto todo en marcha. Olver estaría recogido y bien abrigado en aquel viejo establo, que todavía conservaba gran parte del techo. El reloj dio la primera hora de la noche, y después de lo que le pareció casi una semana, sonaron los cuatro toques de la segunda.

Mat se levantó de la cama y se dirigió a tientas hacia la oscura sala de estar; allí abrió una de las ventanas. El ventarrón hacía que la lluvia se colara a través de la intrincada celosía blanca de hierro forjado, y su chaqueta se empapó a no tardar. Las nubes ocultaban la luna, y la ciudad era una masa oscura envuelta en lluvia cuya negrura no rompían siquiera los relámpagos. Aparentemente todas las lámparas de las calles se habían apagado por el viento y el agua; la noche los ocultaría cuando abandonaran el palacio. Y también despertarían el interés de cualquier patrulla que los viera con ese tiempo. Temblando por el frío viento que traspasaba su chaqueta mojada, Mat cerró la ventana.

Tomó asiento en uno de los sillones tallados a semejanza del bambú, apoyó los codos en las rodillas y dirigió la mirada hacia el reloj de encima de la chimenea apagada. No podía verlo en la oscuridad, pero allí sí oía el regular tictac. Permaneció inmóvil, aunque el toque único de otra hora hizo que se retorciera. Sólo quedaba esperar. Dentro de poco, Egeanin estaría presentando a Joline a su sul’dam; si es que realmente había sido capaz de encontrar a tres que actuarían como ella afirmaba que harían. Y si Joline no se dejaba llevar por el pánico cuando le pusieran el a’dam. Thom, Joline y los demás que estaban en la posada se reunirían con él justo antes de que llegase a la puerta de Dal Eira. Y, si no lo conseguía, Thom ya se había adelantado tallando el dichoso nabo; estaba convencido de que los dejarían pasar por las puertas con su orden falsificada. Al menos tendrían una oportunidad si todo se venía abajo. Si. Demasiados «síes» condicionales para tenerlos en cuenta ahora; ya era demasiado tarde para eso.

Sonó otro toque del reloj, semejante al sonido de una copa de cristal golpeada con una cuchara. Otro más. A esta hora más o menos, Juilin estaría dirigiéndose al encuentro de su preciosa Thera, y, con suerte, Beslan empezaría a beber sin freno en alguna taberna. Soltando un hondo suspiro, Mat empezó a comprobar a tientas sus cuchillos, en las mangas, debajo de la chaqueta, metidos en las vueltas de las botas, uno colgando por el interior de la parte trasera del cuello. Hecho esto, salió de los aposentos. Demasiado tarde para todo, salvo para ponerse en marcha.

Los pasillos vacíos que recorrió estaban apenas alumbrados —sólo una lámpara de pie, de cada tres o cuatro, llameaba entre los espejos—, pequeños estanques de luz intercalados con sombras que no alcanzaban a ser oscuridad. Sus botas sonaban con fuerza en las baldosas, en las escaleras de mármol. No era probable que hubiese alguien despierto tan tarde, pero si cualquiera lo veía no debía parecer que merodeaba intentando pasar desapercibido. Con los pulgares metidos en el cinturón, se obligó a caminar con aire despreocupado. Después de todo, no era más difícil que escamotear una tarta dejada a enfriar en el alféizar de una ventana. Sin embargo, pensándolo bien, los fragmentados recuerdos que conservaba de su infancia se referían a verse medio despellejado un par de veces por hacer aquello.

Salió a la columnata que rodeaba el perímetro del patio de los establos y se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento y la lluvia que éste traía y que se colaba entre las blancas columnas estriadas. ¡Jodida lluvia! Uno podía ahogarse con ella aun cuando no hubiese salido al exterior aún. Las lámparas de pared se habían apagado, excepto el par que flanqueaba las puertas abiertas, y eran los únicos puntos luminosos en medio del aguacero. No alcanzó a distinguir a los guardias; el escuadrón seanchan estaría tan inmóvil como si hiciera una agradable tarde de primavera, y seguramente también ocurriría lo mismo con los ebudarianos, a quienes no les gustaba que nadie los dejase en mal lugar en ningún aspecto. Al cabo de un momento, Mat retrocedió hasta la puerta de la antesala para no empaparse del todo. Nada se movía en el patio del establo. ¿Dónde estaban? ¡Rayos y centellas! ¿Dónde…?

En las puertas aparecieron unos jinetes encabezados por dos hombres a pie que llevaban linternas sujetas a la punta de palos largos. Mat no pudo contarlos a causa de la lluvia, pero eran demasiados. ¿Los mensajeros seanchan tenían linternas de ese tipo? Quizá sí, cuando hacía este tiempo. Torció el gesto y retrocedió otro paso hacia la antesala. La tenue luz de una única lámpara de pie a su espalda fue suficiente para convertir la noche en el exterior en un manto negro, pero aun así escudriñó. Pocos minutos después aparecía una figura resguardaba bajo una gruesa capa, dirigiéndose presurosa hacia la puerta. Si eran mensajeros, pasarían a su lado sin apenas fijarse en él.

—Vuestro hombre, Vanin, es grosero —anunció Egeanin mientras se retiraba la capucha tan pronto como dejó atrás las columnas.

En la oscuridad, su rostro era un borrón de sombras, pero la frialdad de su voz bastó para poner sobre aviso a Mat de lo que vería antes de que la mujer entrara en la antesala, obligándolo a echarse hacia atrás. Egeanin tenía las cejas fruncidas, y sus ojos azules eran témpanos de hielo. Un Domon de gesto severo la seguía, sacudiéndose la lluvia de la chaqueta, y a continuación un par de sul’dam, una mujer pálida de cabello rubio y otra con el pelo largo y castaño. Mat no distinguió muchos más detalles ya que conservaban puesta la capucha y la cabeza agachada, fija la mirada en el suelo.

—No me dijisteis que tenía dos hombres con ella —continuó Egeanin al tiempo que se quitaba los guantes. Resultaba extraño cómo era capaz de conseguir que su deje lento y suave sonara enérgico y rápido. No daba oportunidad de que otro metiese baza en la conversación—. Ni que esa señora Anan venía también. Por suerte, sé cómo adaptarme a las circunstancias, y siempre hace falta adaptar los planes una vez que se ha zarpado y el ancla está seca. Y, hablando de estar seco, ¿habéis estado correteando ya por ahí fuera? Confío en que no hayáis atraído la atención sobre vos.

—¿Qué queréis decir con eso de adaptar los planes? —demandó Mat, que se pasó las manos por el pelo. ¡Luz, sí que estaba empapado!—. ¡Lo tenía todo planificado! —¿Por qué esas dos sul’dam estaban tan quietas y calladas? Si alguna vez había visto estatuas encarnando la renuencia, era ese par—. ¿Quiénes son los otros de ahí fuera?

—La gente de la posada —respondió Egeanin, impaciente—. Para empezar, necesito un séquito apropiado para que las patrullas de las calles no se extrañen. Esos dos… ¿Guardianes? En fin, son tipos musculosos; resultan unos excelentes portadores de lámparas. En segundo lugar, no quería arriesgarme a perderlos en este vendaval. Es mejor que estemos todos juntos desde el principio. —Volvió la cabeza, siguiendo la mirada de Mat, hacia las sul’dam—. Éstas son Seta Zarbey y Renna Emain. Sospecho que querrán que os olvidéis de esos nombres después de esta noche.

La mujer pálida se encogió al oír el nombre de Seta, lo cual indicaba que la otra era Renna. Ninguna de las dos levantó la cabeza. ¿Qué dominio tendría Egeanin sobre ellas? Bueno, eso daba igual; lo importante era que estaban allí y dispuestas a hacer lo que fuera necesario.

—No tiene sentido que sigamos plantados aquí —dijo Mat—. Empecemos de una vez.

No hizo más comentarios sobre los cambios introducidos por Egeanin en el plan. Después de todo, en las horas que había pasado tendido en aquella cama de los aposentos de Tylin, había decidido correr el riesgo de efectuar un cambio o dos él mismo.

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