La bodega techada con vigas de La Mujer Errante era grande, pero parecía tan abarrotada como el cuarto que Thom y Juilin compartían a pesar de que sólo había en ella cinco personas. La lámpara de aceite colocada sobre un barril vuelto boca abajo arrojaba sombras y luces titilantes. Un poco más allá, la bodega se perdía en la oscuridad. El pasillo entre los anaqueles y las toscas paredes de piedra era poco más ancho que la altura de un barril, pero no era eso lo que hacía que pareciera abarrotada.
—Te pedí ayuda, no que me pusieras un nudo corredizo en el cuello —dijo fríamente Joline. Tras casi una semana de estar al cuidado de la señora Anan, comiendo los platos de Enid, la Aes Sedai ya no tenía aspecto demacrado. El vestido deshilachado con el que Mat la había visto aquel día había sido reemplazado por otro de fino paño azul, el cuello alto con un toque de encaje, así como en los puños. A la parpadeante luz, su cara quedaba medio en sombras, pero se advertía la furia que denotaba, y sus ojos parecían querer traspasar el rostro de Mat—. ¡Si algo, cualquier cosa, saliera mal, estaría indefensa!
Mat no estaba dispuesto a aguantarlo. Uno ofrecía ayuda por tener buen corazón —en fin, más o menos— y mira lo que recibía. Prácticamente sacudió el a’dam bajo la nariz de la mujer; el objeto se retorció en su mano cual una larga serpiente de plata resplandeciente con la tenue luz de la lámpara. El collar y el brazalete arañaron el suelo de piedra, y Joline se remangó la falda y retrocedió para evitar que la rozara. Por el modo en que la mujer torció la boca, habríase dicho que el a’dam era una víbora. Mat se preguntó si le encajaría; el collar parecía más grande que su esbelto cuello.
—La señora Anan os lo quitará tan pronto como dejemos atrás las murallas —gruñó—. Confiáis en ella, ¿verdad? Arriesgó la cabeza por ocultaros aquí abajo. ¡Os lo repito, no hay ningún otro modo de hacerlo!
Joline levantó la barbilla con aire obstinado, y la señora Anan masculló iracunda entre dientes.
—No quiere llevar esa cosa —intervino Fen con voz inexpresiva, detrás de Mat.
—Si no quiere llevarla, no la llevará —abundó Blaeric en un tono aún más frío, al lado de Fen.
Los Guardianes de Joline eran como dos gotas de agua a pesar de ser tan distintos. Fen, con rasgados ojos oscuros y una barbilla que podría arrancar lascas de piedra, era un poco más bajo que Blaeric y tal vez un poco más ancho de hombros y tórax, si bien habrían podido cambiar las ropas sin problemas. Mientras que el cabello de Fen, liso y negro, le caía hasta los hombros, Blaeric llevaba muy corto el suyo, que era un poco más claro, y tenía los ojos azules. A Fen, un saldaenino, no parecía gustarle mucho nada, excepto Joline. A los dos les gustaba Joline un montón. Ambos hablaban igual, pensaban igual, se movían igual. Y, si bien vestían camisas deslucidas y chalecos de paño corriente, de trabajadores, que les llegaban a las caderas, cualquiera que los tomase por jornaleros, incluso con tan escasa luz, es que estaría ciego. De día, en los establos donde la señora Anan los tenía trabajando… ¡Luz! Mat advirtió que lo miraban como mirarían unos leones a una cabra que les hubiera enseñado los dientes, y se desplazó de manera que no tendría que verlos ni por el rabillo del ojo. Los cuchillos que guardaba en distintas partes del cuerpo no servían de mucho consuelo, teniéndolos a su espalda.
—Si no le haces caso, Joline Maza, entonces me lo harás a mí. —Puesta en jarras, Setalle se enfrentó a la esbelta Aes Sedai; sus ojos avellanados echaban chispas—. ¡Me propongo verte de vuelta en la Torre Blanca aunque para ello tengo que llevarte a empujones todo el camino! Quizás en el camino me demostrarás que sabes lo que significa ser Aes Sedai. Me conformaría con un atisbo de mujer adulta. ¡Hasta ahora, lo único que he visto es a una novicia gimoteando en la cama y teniendo pataletas!
Joline se quedó mirándola fijamente, con aquellos enormes ojos castaños abiertos al máximo, como si no diese crédito a sus oídos. Tampoco Mat tenía claro si había oído bien o no. Las posaderas no arremetían contra las Aes Sedai. Fen gruñó y Blaeric masculló algo que sonó poco halagador.
—Sólo tendréis que ir hasta donde los guardias de la puerta no alcancen a veros —se apresuró a decir Mat a Setalle, con la esperanza de desviar cualquier explosión que Joline estuviese considerando poner en práctica—. Mantened la capucha de la capa bien echada… —¡Luz, tenía que conseguir una de esas extravagantes capas! En fin, si Juilin era capaz de robar un a’dam, también podría robar una jodida capa—. Y los guardias verán simplemente a otra sul’dam. Podréis estar de vuelta aquí antes de que amanezca, sin que nadie se entere. A menos que insistáis en llevar vuestro cuchillo de esponsales. —Rió su propio chiste, pero no así la mujer.
—¿Es que creéis que podría quedarme en un sitio donde a las mujeres se las considera animales porque pueden encauzar? —demandó mientras salvaba la distancia que los separaba a largas zancadas—. ¿Creéis que iba a dejar que mi familia se quedara?
Si antes sus ojos habían dirigido una mirada feroz a Joline, ahora clavaron otra más abrasadora en Mat. Francamente, a Mat nunca se le había ocurrido plantearse esa pregunta. Por supuesto que le gustaría ver libres a las damane, pero ¿por qué tenía tanta importancia para la posadera? Sin embargo, saltaba a la vista que la tenía; la mano de Setalle pasó a lo largo de la empuñadura del cuchillo del cinturón, acariciándola. Los ebudarianos no se tomaban muy bien lo de los insultos, y a ese respecto ella era pura ebudariana.
—Empecé a negociar la venta de La Mujer Errante dos días después de que llegaron los seanchan, cuando vi lo que eran. Debería haber entregado el negocio a Lydel Elonid hace días, pero lo he estado retrasando porque Lydel no esperaría encontrar una Aes Sedai en la bodega. Cuando estéis listo para partir, le entregaré las llaves y me iré con vos. Lydel empieza a mostrarse impaciente —añadió con intención, dirigiéndose a Joline por encima del hombro.
Mat habría querido preguntar, indignado, qué pasaba entonces con su oro. ¿Le dejaría Lydel sacarlo, siendo una ganancia como llovida del cielo? Aun así, fue otra cosa lo que lo hizo atragantar. De repente se vio a sí mismo cargado con toda la familia de la señora Anan, incluidos los hijos casados, con sus niños, y puede que también unos cuantos tíos y tías y primos. Docenas de ellos. Veintenas, tal vez. Ella sería de fuera, pero su marido tenía familia por toda la ciudad. Blaeric le palmeó la espalda con tanta fuerza que Mat se tambaleó.
Le enseñó los dientes al tipo y esperó que los shienarianos tomasen ese gesto por una sonrisa de agradecimiento. La expresión de Blaeric no varió un solo segundo. Jodidos Guardianes! Jodidas Aes Sedai! ¡Dos veces jodidas posaderas!
—Señora Anan —empezó con tiento—, el plan que tengo pensado para salir de Ebou Dar sólo admite un número de personas. —No le había hablado todavía del espectáculo de Luca. Había una posibilidad de que no pudiese convencer al hombre, después de todo. Y la dificultad para convencer a Luca crecería de forma proporcional a la cantidad de gente que tendría que admitir en su espectáculo—. Regresad aquí cuando nosotros nos encontremos ya fuera de la ciudad. Si queréis marcharos, id en uno de los barcos pesqueros de vuestro esposo. Pero os aconsejo que esperéis varios días. Una semana, más o menos. Una vez que los seanchan descubran que faltan dos damane, se echarán encima de cualquiera que desee marcharse.
—¿Dos? —intervino con voz cortante Joline—. ¿Teslyn y quién más?
Mat se encogió. Se le había escapado eso sin querer. Tenía catalogada a Joline, e irascible, testaruda y consentida eran las palabras que le venían a la mente de inmediato. Cualquier cosa que la hiciese pensar que aumentaba la dificultad del plan, que había más posibilidades de que saliese mal, podría bastar para que decidiese intentar cualquier plan descabellado de su propia cosecha. Algo que sin duda echaría a perder el suyo. La capturarían, indudablemente, si intentaba huir por sus propios medios, y ella lucharía. Y una vez que los seanchan descubrieran que habían tenido una Aes Sedai justo delante de sus narices, intensificarían otra vez la búsqueda de marath’damane, incrementarían las patrullas callejeras más de lo que ya lo habían hecho a causa del «asesino loco», y, lo peor de todo, no sería de extrañar que pusieran mayores dificultades a la hora de pasar las puertas de la ciudad.
—Edesina Azzedin —contestó de mala gana—. Es lo único que sé de ella.
—Edesina —repitió lentamente Joline. Una ligera arruga frunció su tersa frente—. Había oído decir que se… —Fuera lo que fuese lo que había oído, cerró firmemente la boca y clavó en Mat una mirada fiera—. ¿Tienen retenidas a más hermanas? ¡Si Teslyn va a salir libre, no dejaré a ninguna otra hermana en manos de esos seanchan!
A Mat le costó un gran esfuerzo no quedarse boquiabierto. ¿Irascible y consentida? Ahora más parecía una leona que no desentonaba con Blaeric y Fen.
—Creedme, no dejaré a una Aes Sedai en las casetas a menos que desee quedarse —dijo, dando a su voz un tono tan sarcástico como pudo.
Seguía siendo testaruda. Era capaz de insistir en que rescatara a otras dos como Pura. ¡Luz, jamás tendría que haberse dejado enredar con Aes Sedai, y no necesitaba recuerdos antiguos que se lo advirtieran! Los suyos propios bastaban, muchas gracias.
Fen le dio unos golpecitos en el hombro con un índice duro como el acero.
—No seas tan deslenguado —advirtió.
Blaeric le dio golpecitos en el otro hombro.
—¡Recuerda con quién hablas!
Joline se había puesto tensa al oír su tono, pero no presionó más. Mat sintió como si se aflojase un nudo pegado en su nuca, más o menos allí donde el hacha de un verdugo se descargaría. Las Aes Sedai tergiversaban lo que le decían a la gente, pero no esperaban que otros utilizasen sus propios trucos con ellas.
—Señora Anan —Mat se volvió hacia Setalle—, tenéis que entender que los barcos de vuestro esposo son un medio mucho mejor que…
—Sin duda —lo interrumpió la mujer—, sólo que Jasfer zarpó con sus diez barcos y toda nuestra familia hace tres días. Supongo que el gremio querrá hablar con él si es que regresa alguna vez. Se supone que no puede llevar pasajeros. Navegan por la costa hacia Illian, donde me esperarán. Veréis, mi intención no es llegar hasta Tar Valon.
Esta vez Mat no pudo contenerse y se encogió. Había pensado recurrir a los barcos de Jasfer Anan si fracasaba su intento de convencer a Luca. Una opción peligrosa, cierto; más que peligrosa. Demencial, tal vez. Las sul’dam de los muelles querrían sin duda comprobar cualquier orden que enviase fuera a damane en barcos de pesca, sobre todo por la noche. Pero los barcos siempre habían estado en el fondo de su mente, como un recurso a la desesperada. En fin, iba a tener que retorcerle bien el brazo a Luca, tanto como fuese preciso.
—¿Dejaste que tu familia saliera al mar en esta estación? —La incredulidad y el desdén se mezclaban en la voz de Joline—. ¿Cuando se desatan las peores tormentas?
De espaldas a la Aes Sedai, la señora Anan levantó la cabeza orgullosamente, pero no por sí misma.
—Confiaría en Jasfer para que navegase hacia las fauces de una cemara si fuera preciso. Confío en él tanto como tú en tus Guardianes.
Frunciendo el ceño de repente, Joline levantó la lámpara y la movió para arrojar luz sobre el rostro de la posadera.
—¿Nos conocemos de antes? A veces, cuando no te veo la cara, tu voz me suena familiar.
En lugar de responder, Setalle le cogió el a’dam a Mat y toqueteó el plano brazalete segmentado que remataba un extremo de la plateada correa. El objeto estaba segmentado en su totalidad, pero tan bien encajado que resultaba imposible ver cómo se había hecho.
—Podríamos hacer una prueba.
—¿Una prueba? —inquirió Mat, y aquellos ojos avellanados le lanzaron una mirada fulminante.
—No todas las mujeres pueden ser sul’dam. Deberíais saber eso a estas alturas. Albergo esperanzas de que puedo, pero más vale que lo comprobemos ahora que en el último momento. —Mirando ceñuda al brazalete, que se resistía a abrirse, le dio vueltas en las manos—. ¿Sabéis cómo se abre esto? Ni siquiera veo por dónde se abre.
—Sí, será mejor que lo probemos ahora —contestó débilmente Mat.
Las únicas veces que había hablado con seanchan sobre sul’dam y damane había hecho preguntas discretas sobre cómo las utilizaban en la batalla. En ningún momento se le había ocurrido pensar cómo se elegían las sul’dam. Podía haber combatido contra ellas —aquellos antiguos recuerdos no le permitían dejar de pensar en cómo librar batallas— pero desde luego nunca había tenido intención de reclutar a ninguna.
Los cierres no tenían secretos para él, de modo que el brazalete no representaba ninguna dificultad. Sólo era cuestión de apretar en los puntos correctos, arriba y abajo, no exactamente en la parte opuesta a la correa. Podía hacerlo con una sola mano; el brazalete se abrió de golpe con un chasquido metálico. El collar era un poco más grueso, y requería que utilizase las dos manos. Puso los dedos sobre los puntos adecuados a ambos lados de donde iba unida la cadena, apretó, y luego giró y tiró mientras mantenía la presión. No ocurrió nada, que él viera, hasta que giró los dos lados en sentido contrario. Entonces se separaron justo al lado de la correa, con un chasquido más fuerte que el brazalete. Sencillo. Claro que deducirlo le había costado casi una hora, en palacio, incluso contando con la ayuda de Juilin. Aun así, nadie lo felicitó en la bodega; ¡ni siquiera cambiaron el gesto, como si hubiese hecho algo que cualquiera de ellos sabría hacer!
Setalle cerró el brazalete alrededor de su muñeca, recogió la correa en lazadas sobre el antebrazo y luego levantó el collar abierto. Joline lo miraba con repulsión, y apretó los puños.
—¿Quieres huir? —preguntó quedamente la posadera.
Al cabo de un momento, Joline se puso erguida y levantó la barbilla. Setalle cerró el collar alrededor de la garganta de la Aes Sedai con el mismo chasquido seco con el que se había abierto. Mat pensó que debía haberse equivocado al calcular el tamaño, porque le encajaba perfectamente sobre el cuello alto del vestido. Los labios de Joline se crisparon, nada más, pero Mat casi pudo sentir cómo Blaeric y Fen se ponían tensos a su espalda. Contuvo el aliento.
Pegadas la una a la otra, las dos mujeres dieron un corto paso, al lado de Mat, y éste empezó a respirar. Joline frunció el entrecejo en un gesto inseguro. Entonces dieron un segundo paso.
La Aes Sedai lanzó un grito y cayó al suelo, retorciéndose de dolor. No emitía palabras, sólo gemidos cada vez más fuertes. Se encogió, haciéndose un ovillo, sus brazos, piernas e incluso dedos retorcidos en ángulos extraños.
Setalle se arrodilló en el suelo tan pronto como Joline cayó, y tendió las manos hacia el collar, pero no fue tan rápida como Blaeric y Fen, aunque lo que hicieron los hombres resultó chocante. Arrodillado, Blaeric levantó a la gemebunda Joline y la estrechó contra su pecho mientras empezaba —¡nada menos!— a darle masajes en el cuello. Fen hacía lo mismo en sus brazos. El collar se soltó, y Setalle se sentó sobre los talones, pero Joline continuó sufriendo sacudidas y sollozando, y sus Guardianes continuaron dándole masajes como si intentaran aliviarle unos calambres. Y lanzaron frías miradas a Mat, como si todo fuese culpa de él.
Contemplando todo su estupendo plan hecho pedazos, Mat apenas se fijó en ellos. No sabía qué hacer ni por dónde empezar. Tylin podía estar de vuelta dentro de dos días, y estaba convencido de que tenía que marcharse antes de que regresara. Se acercó a Setalle y le palmeó suavemente el hombro.
—Decidle que intentaremos otra cosa —murmuró. Pero ¿qué? Obviamente tenía que ser una mujer con las habilidades de una sul’dam la que manejase el a’dam.
La posadera lo alcanzó en la oscuridad, al pie de la escalera que subía a la cocina, mientras él recogía el sombrero y la capa; una capa gruesa, de paño liso, sin bordados. Un hombre podía arreglarse muy bien sin bordados; él, desde luego, no los echaba en falta. ¡Ni todas esas puntillas! ¡Pues claro que no!
—¿Tenéis pensado otro plan? —preguntó la mujer.
Mat no veía su rostro en la oscuridad, pero aun así el a’dam plateado brillaba, y ella toqueteaba el brazalete ceñido a la muñeca.
—Siempre tengo otro plan —mintió, mientras le desabrochaba el brazalete—. Al menos ya no tendréis que pensar en arriesgar el cuello. Tan pronto como me haga cargo de Joline, podréis reuniros con vuestro esposo.
La posadera se limitó a gruñir. Mat sospechaba que la mujer sabía que no tenía otro plan.
Mat quería evitar la sala común, abarrotada de seanchan, así que salió desde la cocina al patio del establo y por la puerta de éste a Mol Hara. No temía que ninguno de los seanchan se fijase en él o se preguntara por qué se encontraba allí. Con su ropa discreta, cuando había entrado debían de haberlo tomado por alguien que hacía algún recado para la posadera. Pero entre los seanchan había visto a tres sul’dam, dos de ellas con damane. Empezaba a temerse que tendría que dejar a Teslyn y a Edesina atadas a la correa, y en ese momento no quería ver a ninguna damane. ¡Maldición, rayos y centellas, sólo había prometido que lo intentaría!
El débil sol seguía alto en el cielo, pero la brisa del mar soplaba más fuerte, impregnada de sal y de un frío que prometía lluvia. A excepción de un escuadrón de Guardias de la Muerte que marchaba a través de la plaza, formado por más humanos que Ogier, todos lo que caminaban por Mol Hara lo hacían a buen paso para acabar lo que quiera que estuvieran haciendo antes de que empezase a llover. Cuando Mat llegaba a la base de la alta estatua de la reina Nariene con su seno desnudo, una mano cayó sobre su hombro.
—No te reconocí al principio sin esas otras ropas estrafalarias, Mat Cauthon.
Mat se volvió para encontrarse cara a cara con el so’jhin illiano que había conocido el día en que Joline había reaparecido en su vida. No era una asociación de ideas agradable. El tipo carirredondo tenía una pinta extraña, entre esa barba y la mitad del cabello afeitado, y, por si fuera poco, iba en mangas de camisa y tiritaba.
—¿Me conoces? —preguntó Mat, cauteloso.
El fornido hombre sonrió de oreja a oreja.
—Así la Fortuna me clave su aguijón, pues claro que sí. Hiciste un viaje memorable en mi barco una vez, con trollocs y Shadar Logoth por un lado y un Myrddraal y Puente Blanco ardiendo en llamas por el otro. Bayle Domon, maese Cauthon. ¿Me recuerdas ahora?
—Recuerdo, sí. —Era cierto, hasta cierto punto. La mayoría de aquel viaje permanecía borroso en su mente, salpicado de agujeros que los recuerdos de aquellos otros hombres habían llenado—. En algún momento tendremos que sentarnos a charlar de los viejos tiempos mientras tomamos vino caliente con especias. —Cosa que nunca ocurriría si él veía antes a Domon. Lo que quedaba en su memoria de aquel viaje era extrañamente desagradable, como evocar una enfermedad mortal. Claro que, en cierto modo, él había estado enfermo. Otro recuerdo desagradable.
—Qué mejor momento que ahora —repuso riendo Domon al tiempo que echaba el grueso brazo sobre los hombros de Mat y lo hacía volver hacia La Mujer Errante.
Aparte de resistirse con violencia, no parecía haber otro modo de escaparse del hombre, de modo que Mat se dejó llevar. Una pelea no era la mejor manera de evitar llamar la atención. En cualquier caso, no estaba seguro de que pudiese ganar. Domon parecía gordo, pero la capa de grasa se extendía sobre una dura musculatura. De todos modos, no le vendría mal un trago. Además de lo cual, ¿no había sido Domon una especie de contrabandista? Quizá conocía caminos para entrar y salir de Ebou Dar que otros ignoraban, y podría revelárselos si sabía cómo interrogarlo. Sobre todo habiendo vino de por medio. En un bolsillo de la chaqueta llevaba una bolsa repleta de oro, y no le importaba gastarlo todo para emborrachar al hombre como un violinista en el Día Solar. Los hombres embriagados hablaban.
Domon lo condujo a través de la sala común, haciendo reverencias a izquierda y a derecha a la Sangre y a los oficiales, que apenas se fijaron en él —si es que lo vieron—, pero no entró en la cocina, donde Enid podría haberles dejado el banco del rincón. Por el contrario, llevó a Mat escalera arriba. Hasta que lo hizo pasar a una habitación, en la parte trasera de la posada, Mat dio por hecho que Domon iba a coger su chaqueta y su capa. Un buen fuego ardía en la chimenea y caldeaba la habitación, pero de repente Mat sintió más frío que en la calle.
Domon cerró la puerta tras él y se plantó delante, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Estás en presencia de la capitana de los Verdes, lady Egeanin Tamarath —entonó, y luego añadió en un tono más normal—: Éste es Mat Cauthon.
La mirada de Mat fue de Domon a la alta mujer sentada rígidamente en una silla. El vestido plisado era hoy de un color amarillo pálido, y encima llevaba un ropón con flores bordadas, pero Mat la recordaba. Su pálido semblante era duro y sus azules ojos tenían una expresión tan depredadora como la de Tylin, sólo que Mat sospechaba que no eran besos tras lo que anclaba la mujer. Tenía unas manos esbeltas, pero en ellas vio las callosidades de un espadachín. Mat no tuvo ocasión —y tampoco necesidad— de preguntar a qué venía aquello.
—Mi so’jhin me ha informado que el peligro no es algo desconocido para vos —dijo ella tan pronto como Domon acabó de hablar. Su estilo de hablar, arrastrando las palabras, no dejaba de sonar perentorio e imperativo; claro que era de la Sangre—. Necesito hombres así para la tripulación de un barco, y pagaré bien. En oro, no en plata. Si conocéis a otros como vos, los contrataré, pero tenéis que saber guardar silencio. Mis asuntos sólo me conciernen a mí. Bayle mencionó otros dos nombres: Thom Merrilin y Juilin Sandar. Si alguno de ellos se encuentra en Ebou Dar, también puedo utilizar sus servicios. Me conocen, y saben que pueden confiarme hasta sus vidas. Y vos también, maese Cauthon.
Mat se sentó en la otra silla del cuarto y echó la capa hacia atrás. Se suponía que no debía tomar asiento ni siquiera delante de alguien de la Sangre inferior —como el corte del oscuro cabello y las uñas pintadas en verde de los meñiques proclamaban que era la mujer—, pero necesitaba pensar.
—¿Tenéis un barco? —preguntó, para ganar tiempo.
La mujer abrió la boca en un gesto de enfado; se suponía que si se planteaban preguntas a la Sangre había que hacerlo con delicadeza. Domon gruñó y sacudió la cabeza, y por un momento Egeanin pareció aún más enfadada, pero su severo semblante se suavizó. Por otro lado, sus ojos se clavaron en Mat como taladros; se levantó, plantando los pies bien separados y los puños en las caderas.
—Dispondré de una embarcación a finales de primavera, lo más tarde, en cuanto pueda traerse mi oro desde Cantorin —dijo con voz gélida.
Mat suspiró. Bueno, realmente tampoco había oportunidad de que pudiese sacar Aes Sedai en un barco propiedad de una seanchan; en realidad, no.
—¿Cómo es que conocéis a Thom y a Juilin? —Domon podía haberle hablado de Thom, claro, pero, Luz, ¿cómo conocía a Juilin?
—Hacéis demasiadas preguntas —replicó firmemente ella mientras se daba la vuelta—. Me temo que no me serviréis, después de todo. Bayle, sácalo de aquí. —Eso último fue una orden perentoria.
Domon no se movió de la puerta.
—Díselo —la instó—. Antes o después, tendrá que saberlo todo o te pondrá en más peligro del que ahora afrontas. Díselo.
Aun siendo un so’jhin, al parecer se permitía mucha familiaridad. Los seanchan eran muy estrictos en cuanto a que la propiedad se comportara como le correspondía. Y también todos los demás, dicho fuera de paso. Egeanin no debía de ser ni un cuarto de dura de lo que aparentaba. Y en ese momento parecía serlo mucho, caminando de un lado a otro a zancadas y mirando con cara de pocos amigos a Domon y a Mat. Por fin se paró.
—Les presté cierta ayuda en Tanchico —dijo, y al cabo de un momento añadió—: Y a dos mujeres que estaban con ellos, Elayne Trakand y Nynaeve al’Meara. —Sus ojos se clavaron intensamente en Mat, observando para ver si los nombres le eran conocidos.
Mat sintió el pecho comprimido. No era un dolor, sino más bien como si contemplara un caballo por el que había apostado y que estaba en racha, corriendo directo a la línea de meta seguido muy de cerca por los demás, y sin que todavía estuviese seguro el resultado final. ¿En qué demonios se habían metido Nynaeve y Elayne en Tanchico para que hubiesen necesitado la ayuda de una seanchan y la hubieran conseguido? Thom y Juilin no habían dicho ni palabra sobre esos detalles. De todos modos, ésa era una cuestión aparte. Egeanin buscaba hombres que supiesen guardar su secreto y a los que no les asustara el peligro. Ella misma estaba en peligro. Había pocas cosas que fuesen peligrosas para alguien de la Sangre, excepto otros miembros de la Sangre, y…
—Los Buscadores van detrás de vos —dijo.
El modo en que la mujer levantó la cabeza fue una confirmación más que suficiente, y su mano se desplazó hacia el costado, como si buscase una espada. Domon rebulló en su sitio y flexionó las grandes manos, fijos los ojos en Mat. Unos ojos repentinamente más duros que los de Egeanin. El hombre ya no parecía un tipo gracioso, sino amenazador. De pronto a Mat se le ocurrió que quizá no saldría vivo de aquella habitación.
—Si necesitáis escapar de los Buscadores, puedo ayudaros —se apresuró a decir—. Tendréis que ir a un lugar que no esté bajo el control de los seanchan. En cualquiera de esos sitios los Buscadores podrán encontraros. Y es mejor irse cuanto antes. Siempre podréis conseguir más oro. Eso, si es que los Buscadores no os cogen antes. Thom me ha contado que andan muy activos por algo, que están calentando los hierros y preparando el potro.
Durante unos segundos Egeanin permaneció inmóvil, contemplándolo de hito en hito. Por fin, intercambió una mirada con Domon.
—Quizá sea una buena idea marcharse lo antes posible —manifestó en voz baja, aunque cuando volvió a hablar su tono era otra vez firme. Si en su rostro se reflejó la preocupación durante un instante, ya había desaparecido—. Los Buscadores no me impedirán salir de la ciudad, creo, pero piensan que puedo conducirlos hacia algo que desean más que a mí. Me seguirán, y, hasta que abandone las tierras ocupadas ya por los Rhyagelle, estarán en posición de llamar a la guardia para arrestarme, cosa que harán tan pronto como sospechen que me dirijo a unas tierras que aún no se han tomado. Entonces será cuando necesite las habilidades de vuestro amigo Thom Merrilin, maese Cauthon. Entre aquí y allí, los Buscadores deben perderme de vista. No tengo el oro de Cantorin, pero sí lo suficiente para recompensaros generosamente. Eso os lo garantizo.
—Llamadme Mat —dijo mientras le dedicaba su mejor sonrisa. Hasta las mujeres más duras se suavizaban con esa sonrisa. En fin, no la suavizó mucho aparentemente; si acaso, asomó un ligero ceño en su frente, pero si había una cosa que Mat sabía sobre las mujeres era el efecto que sus sonrisas tenían en ellas—. Sé cómo haceros desaparecer ahora. No tiene sentido esperar, ¿sabéis? Los Buscadores podrían decidir arrestaros mañana. —Aquello dio de lleno en el blanco, si bien la mujer no se encogió; Mat sospechaba que había pocas cosas que la hicieran encogerse. En cualquier caso, casi asintió—. Hay una cosa, Egeanin. —Aquello todavía podía explotarle en la cara como uno de los fuegos artificiales de Aludra, pero Mat no vaciló. A veces uno tenía que lanzar los dados, y punto—. No necesito oro, pero sí necesito tres sul’dam que sepan mantener cerrada la boca. ¿Creéis que podríais proporcionármelas?
Tras unos segundos que le parecieron horas, la mujer asintió y Mat sonrió para sus adentros. Su caballo había cruzado la meta el primero.
—Domon —dijo Thom en un tono inexpresivo, sin quitarse de la boca la pipa, sujeta entre los dientes. Estaba tumbado en la cama, con la fina almohada doblada en dos debajo de la cabeza, y parecía estudiar la tenue neblina azul suspendida en el aire del cuarto sin ventana. La única lámpara daba una luz titilante—. Y Egeanin.
—Y ella es de la Sangre ahora. —Sentado en el borde de su cama, Juilin miraba fijamente la cazoleta de su pipa—. No sé si eso me gusta.
—¿Quieres decir que no podemos fiarnos de ellos? —demandó Mat mientras apretaba el tabaco con el pulgar descuidadamente.
Retiró el dedo a la par que soltaba un juramento suave y se lo metió en la boca para aliviar el escozor de la quemadura. De nuevo sólo había podido escoger entre sentarse en la banqueta o quedarse de pie, pero, para variar, no le importó ocupar la banqueta. La conversación con Egeanin no le había ocupado mucho tiempo de esa tarde, pero Thom había estado ausente de palacio hasta después de anochecer, y Juilin había tardado más aún en dar señales de vida. Ninguno de los dos parecía tan complacido por la noticia como Mat había esperado. Thom se limitó a comentar que por fin había conseguido echar un buen vistazo a uno de los sellos autorizados, pero Juilin fruncía el ceño cada vez que echaba una ojeada al bulto de ropa que había en un rincón del cuarto, donde lo había soltado. No tenía por qué comportarse así sólo porque ya no hicieran falta los malditos vestidos de sul’dam.
—Os diré que esos dos tienen la boca seca de miedo por los Buscadores —continuó Mat cuando el dedo dejó de dolerle. Bueno, quizá no tuviesen la boca seca, pero sí estaban asustados—. Egeanin será de la Sangre, pero ni siquiera se inmutó cuando le dije que hacían falta sul’dam. Se limitó a contestar que conocía a tres que harían lo que necesitáramos, y que podía tenerlas preparadas mañana.
—Una mujer honorable, esa Egeanin —comentó Thom. De vez en cuando hacía una pausa para echar al aire un anillo de humo—. Extraña, cierto, aunque es lógico si se tiene en cuenta que es seanchan. Creo que incluso a Nynaeve acabó cayéndole bien, y sé que a Elayne le gustaba. Y ocurría lo mismo a la inversa, aunque fuesen Aes Sedai, como ella creía. Resultó muy útil en Tanchico. Mucho. Más que meramente competente. En verdad me gustaría saber cómo llegó a ascender a la Sangre, pero, sí, creo que podemos fiarnos de Egeanin. Y de Domon. Un hombre interesante, ese Domon.
—Un contrabandista —murmuró desdeñosamente Juilin—. Ahora le pertenece a ella. Los so’jhin son algo mas que una simple propiedad, ya sabéis. Hay so’jhin que le dicen a la Sangre lo que han de hacer. —Thom lo miró enarcando una ceja. Sólo hizo eso, pero, al cabo de un momento, el husmeador se encogió de hombros—. Supongo que Domon es digno de confianza —admitió a regañadientes—. Para ser un contrabandista.
Mat resopló. A lo mejor se sentían celosos. Bueno, él era ta’veren y tendrían que aguantarse.
—Entonces, mañana por la noche nos marchamos. El único cambio en los planes es que tenemos tres sul’dam de verdad, y alguien de la Sangre para que nos saque por las puertas.
—¿Y esas sul’dam van a sacar de la ciudad a tres Aes Sedai, las dejarán marchar, y ni siquiera se les pasará por la cabeza dar la alarma? —comentó Juilin—. Una vez, estando Rand al’Thor en Tear, vi una moneda lanzada al aire caer de canto cinco veces seguidas. Finalmente nos marchamos y la dejamos allí, sobre la mesa. Supongo que puede pasar cualquier cosa.
—O confías en ellos o no, Juilin —gruñó Mat. El husmeador dirigió otra mirada ceñuda al bulto de vestidos tirados en un rincón, y Mat sacudió la cabeza—. ¿Qué hicieron para ayudaros en Tanchico, Thom? ¡Maldita sea, no empecéis a mirarme otra vez de esa manera inexpresiva! ¡Ellos lo saben, vosotros lo sabéis, y no estaría de más que yo también lo supiera!
—Nynaeve dijo que no se lo contásemos a nadie —contestó Juilin como si eso importara realmente—. Elayne también lo dijo. Lo prometimos. Podría decirse que hicimos un juramento.
—Las circunstancias cambian las cosas, Juilin. —Thom sacudió la cabeza en la almohada—. En cualquier caso, no fue un juramento. —Lanzó al aire tres anillos de humo perfectos, uno dentro de otro—. Nos ayudaron a conseguir una especie de a’dam masculino y a deshacernos de él, Mat. Al parecer el Ajah Negro quería utilizarlo con Rand. Entenderás por qué Nynaeve y Elayne querían que se guardase en secreto. Si se corre la voz de que existe algo así, sólo la Luz sabe qué clase de historias empezarían a correr por ahí.
—¿A quién le importan los cuentos que se invente la gente? —¿Un a’dam masculino? Luz, si el Ajah Negro hubiese puesto eso al cuello de Rand, o lo hubiesen hecho los seanchan… El remolino de colores surgió de nuevo en su cabeza, y se obligó a dejar de pensar en Rand—. Los chismorreos no perjudicarán a… nadie. —No hubo colores esta vez; podía evitarlo mientras no pensara en… Los colores giraron una vez más en su cabeza, y Mat apretó los dientes sobre la boquilla de la pipa.
—Eso no es cierto, Mat. Las historias poseen fuerza. Las de los juglares, los cantos épicos de los bardos, y las de la calle por igual. Despiertan pasiones, y cambian el modo en que los hombres ven el mundo. Hoy oí decir a un hombre que Rand había jurado fidelidad a Elaida, que estaba en la Torre Blanca. El tipo lo creía, Mat. ¿Y si, digamos, empiezan a dar crédito a eso los suficientes tearianos? A los tearianos no les gustan las Aes Sedai. ¿No es así, Juilin?
—A muchos no —admitió el husmeador, que a continuación añadió, como si Thom se lo sacase a la fuerza—: Prácticamente a ninguno. Pero son muchos los que nunca han conocido una Aes Sedai. Existiendo esa ley que prohibía encauzar, pocas Aes Sedai viajaron a Tear, y rara vez anunciaron que lo eran.
—Eso no viene al caso, mi buen amigo teariano amante de las Aes Sedai. Y, si acaso, da más peso a mi argumentación. Tear sigue comprometida con Rand, al menos los nobles, porque tienen miedo de que, si no lo hacen, él volverá; pero, si creen que la Torre lo retiene, entonces quizá no pueda regresar. Si piensan que es un instrumento de la Torre, tendrán una razón más para volverse en su contra. Como haya suficientes tearianos que crean esas dos cosas, el resultado habría sido el mismo que si se hubiese marchado de allí nada más empuñar Callandor. Eso es sólo uno de los rumores, y sólo en Tear, pero podría causar el mismo daño en Cairhien o en Illian o en cualquier parte. Ignoro la clase de historias que podrían surgir a raíz de un a’dam masculino en un mundo con el Dragón Renacido y Asha’man, pero soy demasiado viejo para desear descubrirlo.
Mat lo entendía, hasta cierto punto. Un hombre siempre intentaba que quienquiera que comandaba las tropas que combatían contra él creyera que estaba haciendo algo distinto de lo que hacía realmente, que iba hacia donde no tenía intención de ir, y el enemigo intentaba hacer exactamente lo mismo con él, si es que era un enemigo que sabía lo que se traía entre manos. A veces ambos bandos llegaban a tal confusión que ocurrían cosas de lo más extrañas. A veces tragedias. Ardían ciudades a las que nadie tenía intención de dirigirse, sólo que los que la habían incendiado creían lo que no era cierto, y morían miles de personas. Se destruían cosechas por la misma razón, y decenas de miles perecían en la hambruna que seguía.
—Así que mejor me olvido de ese a’dam para hombres —dijo—. Supongo que a alguien se le ha ocurrido la idea de contárselo a… él, ¿o no? —Remolino de colores. A lo mejor podía hacer caso omiso de los colores o acostumbrarse a ellos. Desaparecían con igual rapidez con que surgían, y no era doloroso. Simplemente, no le gustaban las cosas que no entendía, sobre todo si estaban relacionadas de algún modo con el Poder. La cabeza de zorro de plata que llevaba debajo de la camisa podría protegerlo contra el Poder, pero esa protección tenía tantos agujeros como sus propios recuerdos.
—No hemos mantenido exactamente una comunicación regular con él —repuso secamente Thom, que movió arriba y abajo las cejas—. Supongo que Elayne y Nynaeve habrán encontrado algún modo de informarle si creen que es importante.
—¿Y por qué iban a hacerlo? —intervino Juilin al tiempo que se agachaba para sacarse una bota—. Esa cosa está en el fondo del mar. —Frunció el entrecejo y arrojó la bota sobre el paquete de ropa, en el rincón—. ¿Vas a dejar que durmamos un poco, Mat? Dudo que mañana por la noche podamos hacerlo, y al menos me gustaría dormir un poco un día sí y otro no.
Esa noche Mat decidió acostarse en la cama de Tylin, y no movido por los viejos tiempos. Esa idea lo hizo reír, aunque la risa sonaba demasiado a gemido para que resultara divertida. Sólo era porque un buen colchón y unas almohadas de plumas resultaban una opción mucho mejor que la paja de un desván cuando no se sabía en qué momento se podría disfrutar otra vez de una buena noche de descanso.
El problema fue que no pudo conciliar el sueño. Yació tumbado en la oscuridad, con los brazos cruzados debajo de la cabeza y el cordón del medallón enroscado en la muñeca, a fin de poder cogerlo si el gholam se deslizaba por la rendija de debajo de la puerta, pero no fue el gholam el que lo mantuvo despierto. No podía dejar de repasar el plan una y otra vez. Era un buen plan, y sencillo; sencillo a más no poder, considerando las circunstancias. Sólo que ninguna batalla salía nunca como se había planeado, ni la mejor pensada. Grandes capitanes se ganaban la fama no sólo por desarrollar planes brillantes, sino por ser capaces de alcanzar la victoria incluso después de que esos planes empezaban a hacerse pedazos. Así que, cuando las primeras luces asomaron por las ventanas, Mat seguía tumbado, despierto, dándole vueltas al medallón sobre el envés de los dedos e intentando imaginar qué podría salir mal.