19 Tres mujeres

El viento venía del norte, con el sol sin acabar de asomar por el horizonte, circunstancia que la gente del lugar interpretaba como que iba a llover, y el cielo encapotado ciertamente amenazaba hacerlo mientras Mat cruzaba Mol Hara. El tipo de hombres y mujeres que ocupaban la sala de La Mujer Errante había cambiado, pero aun así el local seguía lleno de seanchan y de humo de pipas, si bien los músicos todavía no habían aparecido. La mayoría estaba desayunando, y muchos observaban el contenido de los cuencos con incertidumbre, como si no supieran muy bien qué se iban a comer —Mat se sentía igual respecto a las extrañas gachas de avena blancas que a los ebudarianos les gustaba desayunar—, pero no todo el mundo estaba centrado en la comida. Tres hombres y una mujer, vestidos con aquellos largos ropajes bordados, jugaban a las cartas y fumaban pipas en una de las mesas, todos con la cabeza afeitada al estilo de los nobles menores. Las monedas de oro sobre el tablero llamaron la atención de Mat durante un instante; las apuestas eran altas. Los montones de monedas apiladas más altos se encontraban delante de un hombre menudo de cabello negro, tan atezado como Anath, que sonreía lobunamente a sus oponentes sin quitarse de la boca la larga pipa de montura de plata. Mat tenía su propio oro, sin embargo, y su suerte con las cartas nunca había sido tan buena como con los dados.

No obstante, la señora Anan había salido a hacer uno u otro recado antes de amanecer, según le informó Marah, su hija, y la había dejado a ella a cargo. Era una joven rellenita, con unos bonitos y grandes ojos del mismo color avellana que los de su madre, y llevaba la falda recogida con puntadas en el lado izquierdo hasta la mitad del muslo, cosa que la señora Anan no habría permitido cuando él se hospedaba allí. A Marah no le complació verlo, y frunció el entrecejo tan pronto como se acercó a ella. Dos hombres habían muerto por su mano en la posada cuando se albergaba en ella, unos ladrones que intentaban partirle la cabeza, desde luego, pero esa clase de cosas no ocurrían en La Mujer Errante. Cuando se trasladó, ella le había dejado muy claro que se alegraba de verlo marchar.

A Marah tampoco le interesaba ahora lo que quería, y Mat no podía explicarlo en realidad. Sólo la señora Anan sabía lo que había escondido en la cocina, o eso esperaba fervientemente Mat, y él desde luego no iba a soltar esa información en mitad de la sala común. De modo que se inventó una historia sobre echar de menos los platos que la cocinera preparaba, y, al clavar los ojos en la falda llamativamente recogida, dejó caer la indirecta de que también lamentaba no haberla mirado más aún. Mat no entendía por qué mostrar un poco más las enaguas se consideraba escandaloso cuando todas las mujeres de Ebou Dar iban por ahí enseñando la mitad del busto; pero, si Marah se sentía descarada, a lo mejor unos cuantos halagos le allanarían el camino. Le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Escuchándolo a medias, Marah agarró a una doncella que pasaba, una gata de ojos oscuros a la que Mat conocía bien.

—La copa del capitán del Aire Yulan está casi vacía, Caira —dijo enfadada—. ¡Se supone que tienes que mantenerla llena!

Caira, varios años mayor que Marah, le hizo una burlona reverencia. Y a Mat le lanzó una mirada furibunda. Antes de que Caira se hubiese erguido, Marah se volvió para agarrar a un chico que pasaba llevando con cuidado, para mantener el equilibrio, una bandeja llena de platos sucios.

—¡Deja de holgazanear, Ross! —espetó—. Hay trabajo que hacer. ¡Hazlo, o te llevaré al establo, y te aseguro que no te va a gustar!

El hermano menor de Marah la miró hoscamente.

—No veo el momento de que llegue la primavera, para trabajar otra vez en las barcas —masculló con resentimiento—. Has estado insoportable desde que Frielle se casó, sólo porque es más joven que tú y a ti aún no te lo ha pedido nadie.

La joven le lanzó un coscorrón a la cabeza que el chico esquivó fácilmente, si bien las tazas y los platos tintinearon y a punto estuvieron de caerse.

—¿Por qué no te recoges las enaguas en los muelles de pescadores? —gritó al tiempo que salía casi corriendo antes de que pudiera golpearlo.

Mat suspiró cuando la joven volvió su atención hacia él. Lo de recogerse las enaguas era nuevo para él, pero a juzgar por la cara de Marah —debería estar saliéndole humo por los oídos— no resultaba difícil imaginar su significado.

—Si queréis comer, tendréis que venir más tarde. O podéis esperar, como gustéis. No sé cuánto tiempo pasará hasta que os podamos servir.

Su sonrisa era maliciosa; nadie elegiría esperar en aquella sala común. Todos los asientos estaban ocupados por seanchan, y había más de pie, suficientes para que las camareras con delantal se vieran obligadas a zigzaguear entre ellos cuidadosamente, sosteniendo en alto bandejas de comida y bebida. Caira estaba llenando la copa del hombrecillo atezado al tiempo que le dedicaba la misma sonrisa seductora que antes le dirigía a él. ¿Y qué demonios era un capitán del aire? Tendría que enterarse. Después.

—Esperaré en la cocina —dijo—. Quiero decirle a Enid cuánto me gusta cómo cocina.

Marah empezó a protestar, pero una seanchan alzó la voz pidiendo vino. De mirada severa, con su armadura azul y verde y un yelmo adornado con dos plumas sujeto bajo el brazo, quería su «copa del estribo» inmediatamente. Todas las camareras parecían ocupadas, así que Marah le lanzó a Mat una última sonrisa forzada y se alejó presurosa, procurando adoptar una agradable sonrisa. Sin conseguirlo demasiado. Mat apartó el bastón y le hizo una floreada reverencia a la espalda de la joven.

Los agradables aromas que se habían mezclado con el olor dulzón del tabaco de las pipas en la sala común impregnaban la cocina: pescado asándose, pan horneándose, carne chisporroteando en los espetones. Hacía calor allí a causa de las cocinas y los hornos y el fuego que ardía en la alargada chimenea de ladrillos, y seis mujeres sudorosas y tres pinches corrían de un lado a otro a las órdenes de la jefa de cocina. Luciendo el níveo delantal como si fuese un ropaje oficial de su cargo y blandiendo una cuchara de madera de mango largo para gobernar sus dominios, Enid era la mujer más oronda que Mat había visto en su vida. No creía que hubiera podido rodearla con los brazos de haber querido hacerlo. La mujer lo reconoció enseguida, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su ancha cara olivácea.

—Vaya, así que habéis comprobado que yo tenía razón —dijo mientras lo señalaba con la cuchara—. Habéis apretado el melón equivocado, y ha resultado que el melón era una escorpina disfrazada y vos sólo un bagre gordito. —Echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír con ganas.

Mat esbozó una sonrisa forzada. ¡Rayos y centellas! ¡Todo el mundo lo sabía! «Tengo que salir de esta maldita ciudad —pensó con sombría resolución—, ¡o estaré escuchando sus jodidas risas toda mi vida!»

De repente sus temores sobre el oro empezaron a parecerle absurdos. La baldosa gris delante de las cocinas parecía encajada firmemente en su sitio, y nada la diferenciaba de las otras del suelo. Había que conocer el truco para levantarla. Lopin y Nerim se lo habrían dicho si hubiesen notado la desaparición de una sola moneda entre visita y visita. La señora Anan seguramente habría rastreado y desollado al culpable si alguien hubiera intentado robar en su posada. Lo mejor que podía hacer era ponerse en camino; quizás a esa hora temprana Aludra no tendría la fuerza de voluntad tan firme. A lo mejor le daba de desayunar. Se había escabullido de palacio sin esperar a comer algo.

Para no despertar la curiosidad por su visita, le dijo a Enid lo mucho que había disfrutado con su pescado al horno y que era muchísimo mejor que el que servían en el palacio de Tarasin, y ello sin tener que exagerar la más mínimo. Enid era una maravilla. La mujer sonrió de oreja a oreja, complacida, y para sorpresa de Mat sacó un pescado del horno y lo sirvió en una bandeja para él. Comentó que alguien en la sala común podía esperar un poco más y puso la bandeja a un extremo de la larga mesa de trabajo de la cocina. Un gesto de la cuchara hizo que un fornido pinche se acercara con una banqueta.

A Mat se le hizo la boca agua al mirar el lenguado, dorado y crujiente. Seguramente la voluntad de Aludra no sería menos firme a esa hora que a cualquier otra; además, si se enfadaba por despertarla tan temprano, a lo mejor no le daba de desayunar. Su estómago sonó de manera audible. Colgó la capa en una clavija, al lado de la puerta que daba al patio del establo, apoyó su bastón, metió el sombrero debajo de la banqueta, y echó hacia atrás las chorreras de la pechera para no meterlas en la comida.

Para cuando la señora Anan entró por la puerta del patio del establo, quitándose la capa y sacudiendo las gotas de lluvia en el suelo, del desayuno quedaba bien poco, salvo el sabor en su lengua y las finas espinas blancas en la bandeja. Mat había aprendido a disfrutar de ciertas cosas extrañas desde su llegada a Ebou Dar, pero se había dejado los ojos del pescado, que lo miraban fijamente ¡ambos en el mismo lado de la cabeza!

Otra mujer entró detrás de la señora Anan mientras Mat se limpiaba la boca con la servilleta de lino, y cerró la puerta tras ella rápidamente. No se quitó la capa mojada, ni retiró la capucha, bien calada. Mat se levantó y en ese momento alcanzó a ver fugazmente el rostro escondido bajo aquella capucha; casi tiró la banqueta. Le pareció que había disimulado bien su sorpresa haciendo una reverencia a las dos mujeres, pero a decir verdad la cabeza le daba vueltas.

—Es una suerte que estéis aquí, milord —dijo la señora Anan en tono firme al tiempo que le entregaba su capa a uno de los pinches—. Iba a mandaros llamar. Enid, despeja la cocina, por favor, y vigila la puerta. Tengo que hablar con el joven señor a solas.

La cocinera sacó rápidamente a sus ayudantes y pinches al patio del establo, y, a pesar de sus protestas masculladas sobre la lluvia y sobre comida que se quemaría, saltaba a la vista que todos estaban tan acostumbrados como Enid a hacer aquello. La cocinera ni siquiera volvió a mirar a la señora Anan y a su acompañante antes de salir apresuradamente por la puerta que daba a la sala común, con la larga cuchara enarbolada como si fuese una espada.

—Qué sorpresa —dijo Joline Maza mientras se retiraba la capucha. Su vestido de paño oscuro, con un profundo escote al estilo ebudariano, le quedaba flojo y tenía aspecto de viejo. No obstante, nadie lo hubiese dicho a juzgar por su actitud despreocupada—. Cuando la señora Anan me dijo que conocía a un hombre que podría llevarme con él cuando se marchara de Ebou Dar, jamás imaginé que fueses tú.

Era bonita, de ojos castaños y una sonrisa casi tan cálida como la de Caira. Y con un rostro que clamaba a voces su condición de Aes Sedai. Y al otro lado de la puerta, guardada por una cocinera con su cucharón de madera, había docenas de seanchan. Joline se quitó la capa y la colgó de una de las clavijas, en tanto que la señora Anan hacía un ruido irritado con la garganta.

—Eso es peligroso, Joline —dijo de un modo que más parecía que le hablaba a una de sus hijas que a una Aes Sedai—. Hasta que no te haya dejado a salvo…

De repente se escuchó jaleo al otro lado de la puerta de la sala, Enid protestando a voces que nadie podía entrar, y, casi igual de alto, una voz con acento seanchan, exigiendo que se apartara a un lado.

Haciendo caso omiso de las protestas de su pierna, Mat se movió más deprisa de lo que le pareció que se había movido jamás, agarró a Joline por la cintura y se dejó caer en el banco que había junto a la puerta del patio, con la Aes Sedai en su regazo. La rodeó con los brazos y fingió estar besándola. Era una manera absurda de ocultarle la cara, pero fue lo único que se le ocurrió, aparte de echarle la capa sobre la cabeza. La mujer dio un respingo, indignada, pero el miedo le desorbitó los ojos cuando finalmente oyó la voz seanchan, y lo rodeó a su vez con los brazos en un visto y no visto. Rogando para que su suerte siguiese funcionando, Mat vio que la puerta se abría.

Todavía protestando en voz alta, Enid entró reculando en la cocina mientras golpeaba con la cuchara al so’jhin, que llevaba la capa mojada echada hacia atrás, y que la empujaba. Corpulento y ceñudo, con un comienzo de coleta que ni siquiera se acercaba a llegarle al hombro, frenaba la mayoría de los golpes con la mano libre y parecía no notar los pocos que le llegaban. Era el primer so’jhin que Mat veía con barba, lo que le daba un aspecto asimétrico al rostro, ya que le bajaba por el lado derecho de la mandíbula y ascendía por el lado izquierdo para cortarse de golpe a media altura de la oreja. Una mujer alta, de ojos azules y penetrantes en un rostro pálido y severo, lo seguía mientras se echaba hacia atrás una capa azul de complejos bordados, sujeta al cuello por un gran broche de plata con forma de espada, que dejaba a la vista un vestido plisado de un tono azul más pálido. Tenía el cabello oscuro cortado a tazón, y el resto del cráneo afeitado, por encima de las orejas. Mala cosa, pero mejor que una sul’dam con su damane. Un poco mejor. Al comprender que tenía la batalla perdida, Enid se retiró del hombre; pero, a juzgar por el modo en que agarraba el cucharón y le lanzaba miradas furibundas, estaba dispuesta a saltar sobre él de nuevo si la señora Anan así lo ordenaba.

—Un tipo ahí fuera dijo que había visto a la posadera entrando por la puerta trasera —empezó el so’jhin, que miraba a Setalle pero no perdía de vista a Enid—. Si sois Setalle Anan, entonces sabed que estáis en presencia de lady Egeanin Tamarath, capitana de los Verdes, y tiene una orden para que se le proporcione habitación firmada por lady Suroth Sabelle Meldarath en persona. —Su tono cambió, dejando un tanto de ser declaración para ser más bien la voz de un hombre que deseaba alojamiento—. Vuestra mejor habitación, ojo, con una buena cama, vistas a la plaza, y una chimenea que no eche humo.

Mat dio un respingo cuando el hombre habló, y Joline, quizá creyendo que alguien venía hacia ellos, gimió de miedo contra su boca. En sus ojos brillaban las lágrimas contenidas, y temblaba en sus brazos. Lady Egeanin Tamarath dirigió la mirada hacia el banco cuando Joline gimió, y luego torció el gesto con desagrado, dándose la vuelta para no ver a la pareja. Sin embargo, era el hombre quien intrigaba a Mat. ¿Cómo, en nombre de la Luz, un illiano se había convertido en so’jhin? Y el tipo le resultaba familiar, de algún modo. Seguramente era otro de aquellos miles de rostros de personas muertas hacía mucho tiempo que no podía evitar recordar.

—Soy Setalle Anan, y mi mejor habitación está ocupada por el capitán del aire, lord Abaldar Yulan —respondió tranquilamente la señora Anan, sin dejarse intimidar ni por so’jhin ni por Sangre. Se cruzó de brazos—. Mi segunda mejor habitación la ocupa el oficial general Furyk Karede, de la Guardia de la Muerte. Ignoro si un capitán de los Verdes los supera en rango, pero en cualquier caso tendréis que solventar vosotros mismos quién se queda y quién tiene que irse a otro lado. Mi política es no expulsar a ningún huésped seanchan. Siempre que pague la renta.

Mat se puso tenso, esperando la explosión —¡Suroth la habría hecho azotar por la mitad de lo que había dicho!—, pero Egeanin sonrió.

—Es un placer tratar con alguien que tiene carácter —comentó—. Creo que nos llevaremos bien, señora Anan. Siempre y cuando no os excedáis. El capitán da órdenes y la tripulación obedece, pero nunca he hecho arrastrarse a nadie por mi cubierta.

Mat frunció el entrecejo. Cubierta. La cubierta de un barco. ¿Por qué hurgaba eso en su memoria? A veces, los viejos recuerdos resultaban una verdadera molestia.

La señora Anan asintió, sin apartar un solo instante sus oscuros ojos de los azules de la seanchan.

—Como digáis, milady. Pero confío en que recordéis que La Mujer Errante es mi barco.

Por suerte para ella, la seanchan se echó a reír.

—Sed entonces la capitana de vuestro barco —dijo, todavía riendo—, y yo seré la capitana de los Oros. —A saber qué significaba eso. Con un suspiro, Egeanin sacudió la cabeza—. Verdad como la Luz, que sospecho que no supero en rango a muchos de los que están aquí, pero Suroth quiere tenerme a mano, así que alguien bajará y alguien saldrá a menos que quiera doblarse en dos. —De repente frunció el ceño, mirando de pasada a Mat y a Joline, y sus labios se curvaron en una mueca de desagrado—. Confío en que no dejaréis que ese tipo de cosas ocurran en todas partes, señora Anan.

—Os aseguro que no volveréis a ver nunca algo así bajo mi techo —respondió suavemente la posadera.

El so’jhin también miraba ceñudo a Mat y a la mujer sentada en sus rodillas, y Egeanin tuvo que tirarle de la manga de la chaqueta, a lo que él respondió dando un respingo antes de seguirla de vuelta a la sala común. Mat gruñó despectivamente; ese tipo podría fingir sentirse ofendido como su señora tanto como quisiera, pero él había oído hablar de los festivales en Illian, y eran casi tan escandalosos como los de Ebou Dar en lo tocante a la gente yendo por ahí medio vestida. Y no mucho mejor que los da’covale o esas danzarinas de shea de las que hablaban los soldados.

Intentó alzar de sus rodillas a Joline cuando la puerta se cerró tras la pareja, pero la mujer se aferró a él y enterró la cara en su hombro mientras sollozaba quedamente. Enid soltó un gran suspiro y se recostó en la mesa de trabajo como si los huesos se le hubiesen vuelto de gelatina. Hasta la señora Anan parecía temblorosa. Se dejó caer en la banqueta que Mat había dejado vacía y apoyó la cabeza en las manos, pero su flojedad sólo duró un momento, y luego volvió a ponerse de pie.

—Cuenta hasta cincuenta y luego haz pasar a todos los que están bajo la lluvia, Enid —instruyó en tono firme. Nadie habría dicho que un instante antes estaba temblando. Descolgó la capa de Joline de la clavija, cogió una fina astilla de una caja que había en la repisa de la chimenea y se agachó para encenderla en el fuego, debajo de los espetones—. Estaré en la bodega si me necesitas; pero, si alguien pregunta, tú no sabes dónde estoy. Hasta que diga lo contrario, nadie aparte de ti bajará allí. —Enid asintió como si aquello fuera lo más normal del mundo—. Traedla —le dijo la posadera a Mat—, y no os entretengáis. Cogedla en brazos si es necesario.

Mat tuvo que hacerlo así. Todavía llorando sin hacer ruido, Joline no se soltaba de él y ni siquiera levantó la cabeza de su hombro. No pesaba mucho, gracias a la Luz, pero aun así un dolor sordo empezó a molestarle en la pierna mientras seguía a la señora Anan a la puerta de la bodega llevando su carga. Podría haber disfrutado de ello a pesar de los pinchazos en la pierna si la posadera no se hubiese tomado tanto tiempo para todo.

Como si no hubiese seanchan en cien kilómetros a la redonda, encendió una lámpara sobre la estantería que había junto a la pesada puerta, apagó cuidadosamente la astilla de un soplido antes de colocar la alta pantalla de cristal, y a continuación soltó la humeante astilla en una pequeña bandeja de estaño. Acto seguido sacó una llave larga de la escarcela del cinturón, abrió la cerradura de hierro y, finalmente, le indicó con una seña que cruzara el umbral. La escalera que arrancaba al otro lado era lo bastante ancha para subir un barril, aunque empinada, y desaparecía en la oscuridad. Mat obedeció, si bien esperó en el segundo peldaño mientras la mujer cerraba la puerta con llave, y dejó que fuera delante, sosteniendo en alto la lámpara. Sólo le faltaba tropezar y bajar rodando.

—¿Hacéis esto a menudo? —preguntó mientras colocaba mejor a Joline, que había dejado de llorar pero seguía aferrada fuertemente a él, temblando—. Me refiero a esconder a Aes Sedai.

—Oí rumores de que todavía había una hermana en la ciudad —contestó la señora Anan—, y conseguí localizarla antes de que lo hicieran los seanchan. No podía dejar que atraparan a una hermana. —Le lanzó una mirada feroz, como retándolo a llevarle la contraria. Cosa que Mat habría querido hacer, pero no logró decir palabra. Suponía que también él habría ayudado a cualquiera a escapar de los seanchan si hubiera estado en su mano, y además estaba en deuda con Joline Maza.

La Mujer Errante era una posada bien aprovisionada, y la oscura bodega era amplia. Entre los barriles de vino y cerveza apilados a los lados había cajones altos de tablillas repletos de patatas y nabos, hileras de estantes que contenían sacos de judías secas, guisantes y pimientos, y montones de cajones de madera que guardaban sólo la Luz sabía qué. No parecía haber mucho polvo, pero el aire tenía el olor seco habitual de los almacenes bien acondicionados.

Vio sus ropas, pulcramente dobladas sobre una estantería limpia —a menos que alguien más estuviera almacenando ropa allí— pero no tuvo oportunidad de fijarse bien. La señora Anan llegó al fondo de la bodega, y Mat dejó a Joline sobre un barril. Tuvo que soltarle los brazos a la fuerza, y la mujer se quedó acurrucada. Lloriqueando, sacó un pañuelo de la manga y se enjugó los ojos enrojecidos. Con el rostro lleno de manchas, además del desgastado vestido, no ofrecía el aspecto de una Aes Sedai.

—Se ha venido abajo —comentó la señora Anan, que puso la lámpara sobre otro barril, también éste boca abajo. Había más barriles vacíos en el suelo, esperando el regreso del cervecero, y aquél era el espacio más despejado que se veía en la bodega—. Ha estado escondida desde que llegaron los seanchan. En los últimos días sus guardianes han tenido que trasladarla varias veces, cuando los seanchan decidieron registrar edificio por edificio, en lugar de calles en general. Suficiente para destrozarle los nervios a cualquiera, supongo. Sin embargo dudo que intenten buscar aquí.

Recordando a todos los oficiales hospedados en el piso de arriba, Mat no tuvo más remedio que admitir que la posadera tenía razón. Con todo, se alegraba de no ser él quien corría el riesgo. Se puso en cuclillas delante de Joline, y gruñó al sentir una punzada de dolor en la pierna.

—Os ayudaré si puedo —dijo. Ignoraba cómo, pero estaba en deuda con ella—. Alegraos de haber tenido la gran suerte de esquivarlos durante todo este tiempo. Teslyn no fue tan afortunada.

Joline retiró bruscamente el pañuelo con el que se limpiaba los ojos y lo miró de hito en hito.

—¿Suerte? —espetó furiosa. De ser una mujer normal y no Aes Sedai, Mat habría pensado que estaba resentida, a juzgar por el modo en que adelantaba el labio inferior—. ¡Podría haber escapado! Tengo entendido que el primer día reinaba la confusión. Pero estaba inconsciente. Fen y Blaeric pudieron a duras penas sacarme de palacio antes de que los seanchan irrumpieran en él en tromba, y dos hombres acarreando a una mujer desmayada atraían demasiado la atención para llevarme en dirección a las puertas de la ciudad antes de que las tuvieran vigiladas y controladas. ¡Me alegro de que capturaran a Teslyn! ¡Me alegro! Me dio algo, ¡estoy segura! Por eso Fen y Blaeric no pudieron despertarme, y por eso he estado durmiendo en establos y escondiéndome en callejones por miedo a que esos monstruos me encontraran. ¡Le está bien empleado!

Mat parpadeó ante aquella diatriba. Dudaba haber oído nunca tanto veneno en una voz, ni siquiera en aquellos recuerdos arcaicos. La señora Anan miró ceñuda a Joline y su mano se crispó.

—En cualquier caso, os ayudaré en todo lo que pueda —se apresuró a decir Mat mientras se incorporaba para interponerse entre ambas mujeres. No permitiría que la señora Anan abofeteara a Joline, ni que fuese Aes Sedai ni que no, y Joline no parecía estar de humor para considerar la posibilidad de que una damane percibiera desde el piso de más arriba lo que quiera que hiciera para desquitarse. Era verdad que el Creador había hecho a las mujeres para que los hombres no tuviesen una vida fácil. ¿Cómo, en nombre de la Luz, iba a sacar a una Aes Sedai de Ebou Dar?—. Estoy en deuda con vos.

—¿En deuda? —La frente de Joline se arrugó levemente.

—Por la nota en que me decíais que advirtiera a Nynaeve y a Elayne —repuso despacio. Se lamió los labios y añadió—: La que dejasteis en mi almohada.

Ella agitó una mano como desestimando aquello, pero sus ojos, enfocados en el rostro de Mat, ni siquiera parpadearon.

—Todas las deudas que haya entre nosotros quedarán saldadas el día en que me ayudes a salir fuera de las murallas de esta ciudad, Mat Cauthon —dijo en un tono tan regio como una soberana en su trono.

Mat tragó saliva con esfuerzo. La nota la habían metido en el bolsillo de su chaqueta de algún modo, no la habían dejado en la almohada. Y ello quería decir que se había equivocado: no era a ella a quien le debía el favor.

Se despidió sin destapar la mentira de Joline —mentira aunque sólo fuera por permitir que siguiera en su error sin hacer nada por aclararlo—, y se marchó sin decírselo tampoco a la señora Anan. El problema era de él. Hacía que se sintiese enfermo. Ojalá nunca lo hubiera descubierto.

De vuelta en el palacio de Tarasin, se dirigió directamente a los aposentos de Tylin y extendió la capa sobre una silla para que se secase. El aguacero golpeaba contra las ventanas. Tras dejar el sombrero encima de una de las cómodas de tallas doradas, se secó la cara y las manos con una toalla y se planteó cambiarse la chaqueta. La lluvia había calado la capa en varios sitios y la chaqueta estaba algo húmeda. ¡Luz! ¿Qué demonios importaba un poco de humedad?

Gruñendo con fastidio, hizo un lío con la toalla de rayas y la tiró sobre la cama. Se estaba retrasando a propósito, incluso esperando —un poco— que Tylin entrase y clavara el cuchillo en el poste de la cama, para de ese modo posponer lo que tenía que hacer. Lo que debía hacer. Joline no le había dejado otra opción.

La disposición del palacio era sencilla, por decirlo de algún modo. La servidumbre vivía en el nivel inferior, donde estaban las cocinas, y algunos criados incluso en el sótano. El piso de encima tenía las amplias estancias públicas y los abarrotados estudios del cuerpo administrativo, y en el siguiente se encontraban los aposentos de los huéspedes menos distinguidos, en su mayoría ocupados ahora por seanchan de la Sangre. El piso más alto estaba destinado a los aposentos de Tylin, y dormitorios para huéspedes más ilustres, como Suroth, Tuon y unos cuantos más. Sólo que incluso los palacios tenían áticos, se llamasen como se llamasen.

Mat se detuvo al pie de un tramo de escalera oculta tras una esquina, donde no llamaba la atención, y respiró hondo antes de subir lentamente los peldaños. La enorme habitación sin ventanas, techo bajo y con el suelo de toscas tablas a la que llevaba la escalera se había vaciado de lo que quiera que guardase antes de la llegada de los seanchan, y se habían instalado una serie de minúsculos cuartos de madera, cada cual con su correspondiente puerta. Sencillas lámparas de pie en hierro alumbraban los estrechos corredores que había entre las hileras de casetas. La lluvia que golpeaba en el tejado sonaba fuerte. Mat volvió a hacer una pausa en el último escalón, y sólo volvió a respirar al comprobar que no se oía ningún rumor de pisadas. Una mujer lloraba en uno de los minúsculos cuartos, pero no había peligro de que apareciera alguna sul’dam y pretendiera averiguar qué hacía allí. Seguramente acabarían enterándose de que había subido al ático, pero no hasta después de que él hubiese descubierto lo que necesitaba saber, si se daba prisa.

Ignoraba qué caseta era la de ella, ése era el problema. Se dirigió a la primera y abrió la puerta justo el tiempo suficiente para asomarse al interior. Una Atha’an Miere con vestido gris se encontraba sentada al borde de la estrecha cama, las manos enlazadas sobre el regazo. La cama y el lavabo, con palangana, jarra y un pequeño espejo, ocupaban casi todo el cuarto. Varios vestidos grises colgaban de perchas en una de las paredes. La correa articulada de un a’dam plateado se extendía en un arco desde el collar que rodeaba el cuello de la mujer al brazalete, sujeto a un gancho de la pared, pero la Atha’an Miere podía llegar a cualquier parte del reducido espacio; los pequeños agujeros donde había lucido los pendientes y el aro de la nariz todavía no habían tenido tiempo de cerrarse. Parecían heridas. Cuando se abrió la puerta, levantó la cabeza con expresión asustada, que se borró para dar paso a otra especulativa. Y quizá de esperanza.

Mat cerró la puerta sin pronunciar palabra. «No puedo salvarlas a todas —pensó con aspereza—. ¡No puedo!» Luz, pero detestaba admitirlo.

Las siguientes puertas le descubrieron cuartos idénticos y a otras tres mujeres de los Marinos, una de ellas sollozando amargamente sobre la cama, y a continuación una mujer rubia dormida, todas con el a’dam sujeto flojamente en ganchos. Mat cerró aquella puerta como si estuviera intentando llevarse una de las tartas de la señora al’Vere justo delante de sus narices. Quizá la mujer rubia no fuese seanchan, pero no quería correr el riesgo. Una docena de puertas más adelante soltó un suspiro de alivio y se deslizó al interior, cerrando la puerta tras de sí.

Teslyn Baradon yacía en la cama, con la cara apoyada en las manos. Sólo sus oscuros ojos se movieron, clavándose en él; no dijo nada y se limitó a mirarlo como si intentara traspasarle el cráneo.

—Pusisteis una nota en el bolsillo de mi chaqueta —musitó Mat. Las paredes eran finas, y podía oírse el llanto de la otra mujer—. ¿Por qué?

—Elaida quiere a esas chicas tanto como desea la Vara y la Estola —se limitó a contestar Teslyn, sin moverse. Su voz seguía teniendo un timbre de dureza, pero menor de lo que Mat recordaba—. Especialmente a Elayne. Quería… causarle inconvenientes a Elaida, si podía. Y que las esperara sentada. —Soltó una risa queda teñida de amargura—. Incluso suministré horcaria a Joline para que no interfiriese con esas chicas. Y mira adónde me ha llevado. Joline escapó y yo… —Sus ojos se desviaron hacia el brazalete plateado sujeto del gancho.

Suspirando, Mat se recostó en la pared, junto a los vestidos colgados de las perchas. La mujer sabía lo que ponía la nota, una advertencia para Elayne y Nynaeve. Luz, había esperado que no lo supiera, que hubiese sido otra persona la que había puesto la maldita nota en su bolsillo. De todos modos no había servido de nada, ya que ambas sabían que Elaida iba tras ellas. ¡La nota no había cambiado nada! Además, la intención de la mujer no era ayudarlas, sino… causar inconvenientes a Elaida, simplemente. Podía marcharse con la conciencia tranquila. ¡Rayos y centellas! No debería haber hablado con ella. Ahora que ya lo había hecho…

—Intentaré ayudaros a escapar, si puedo —dijo a regañadientes.

Ella continuó inmóvil en la cama. Ni su expresión ni su voz cambiaron cuando habló; era como si estuviese explicando algo sencillo y sin importancia.

—Aun en el caso de que pudieses quitarme el collar, no llegaría muy lejos, quizá ni siquiera saldría de palacio. Y, aunque saliera, ninguna mujer capaz de encauzar puede cruzar las puertas de la ciudad a menos que lleve un a’dam. Yo misma he estado de guardia allí y lo sé.

—Se me ocurrirá algo —murmuró Mat. ¿Ocurrírsele algo? ¿Qué?—. Luz, ni siquiera parece que queráis escapar.

—Hablas en serio —susurró Teslyn en un tono tan bajo que Mat casi no la oyó—. Creía que sólo habías venido para zaherirme. —Se sentó lentamente y posó los pies en el suelo. Sus ojos se clavaron en los de él con intensidad y su voz adquirió un dejo de urgencia—. ¿Que si «quiero» escapar? Cuando hago algo que les complace, las sul’dam me dan dulces, y me sorprendo a mí misma ansiando esas recompensas. —En su voz asomó un tono horrorizado—. No porque me gusten los dulces, sino porque he complacido a las sul’dam. —Una lágrima se deslizó por su mejilla. Respiró hondo antes de continuar—. Si me ayudas a huir, haré cualquier cosa que me pidas que no incluya traicionar a la Torre… —Cerró la boca tan bruscamente que sus dientes sonaron; luego se sentó derecha y pareció contemplar algo a través de Mat. De pronto, asintió para sí misma—. Ayúdame a escapar y haré cualquier cosa que me pidas —dijo.

—Haré cuanto esté en mi mano —contestó él—. He de encontrar un modo.

La mujer asintió como si le hubiese prometido la huida al caer la noche.

—Hay otra hermana retenida prisionera aquí, en palacio. Edesina Azzedin. Tiene que venir con nosotros.

—¿Otra más? —exclamó Mat—. Creía que había visto tres o cuatro, contándoos a vos. En fin, no estoy seguro de que pueda sacaros, cuanto menos a…

—Las otras han… cambiado. —Teslyn apretó los labios—. Guisin y Mylen, a la que conocía como Sheraine Caminelle, pero ahora sólo responde a Mylen. Esas dos nos traicionarían. Edesina sigue siendo ella, y no la dejaré atrás, aunque sea una rebelde.

—Vamos a ver —empezó Mat con una sonrisa tranquilizadora—. He dicho que intentaré sacaros a vos, pero no veo ningún modo de sacaros a dos y…

—Será mejor que te marches ya —volvió a interrumpirlo—. No se permite a los hombres subir aquí y, en cualquier caso, levantarías sospechas si te descubren. —Lo miró ceñuda y aspiró por la nariz—. Sería una buena ayuda que no vistieses ropas tan llamativas. Ni diez gitanos borrachos llamarían tanto la atención como tú. Vete, deprisa. ¡Vete!

Así lo hizo Mat, mascullando para sí. Muy propio de una Aes Sedai. Uno se ofrecía a ayudarla y, antes de que quisiera darse cuenta, ya estaba escalando un risco en mitad de la noche para liberar a cincuenta personas de unas mazmorras sin contar más que consigo mismo. Aquello lo había hecho otro hombre, alguien muerto mucho tiempo atrás, pero Mat lo recordaba, y encajaba perfectamente en la situación presente. ¡Rayos y centellas! ¡No sabía cómo rescatar a una Aes Sedai y ella lo ponía en el brete de rescatar a dos!

Giró en la esquina que había al pie de la escalera y casi tropezó con Tuon.

—Las casetas de las damane están prohibidas a los hombres —dijo la muchacha mientras lo miraba fríamente a través del velo—. Podrías ser castigado sólo por entrar.

—Buscaba a una Detectora de Vientos, Augusta Señora —se apresuró a contestar Mat al tiempo que hacía una reverencia y pensaba más rápidamente que en toda su vida—. Me hizo un favor en cierta ocasión, y pensé que podría apetecerle algo de la cocina. Unos pasteles o algo por el estilo, pero no la he visto. Supongo que no se la capturó cuando… —No terminó la frase, y miró a la chica de hito en hito. La máscara severa que siempre exhibía había desaparecido de su rostro dando paso a una sonrisa. Una sonrisa realmente preciosa.

—Un buen detalle por tu parte —dijo ella—. Me alegra saber que eres amable con las damane, pero debes tener cuidado. Hay hombres que llevan damane a sus camas. —Sus carnosos labios se fruncieron en una mueca de asco—. No querrás que nadie piense que eres un pervertido. —De nuevo la expresión severa apareció en su rostro, como la del juez que sentencia que todos los prisioneros serán ejecutados de inmediato.

—Gracias por la advertencia, Augusta Señora —dijo con voz vacilante. ¿Qué hombre querría acostarse con una mujer sujeta a una correa?

Entonces, en lo que a la chica concernía, Mat desapareció, ya que ella siguió caminando pasillo adelante como si no viese a nadie. Sin embargo, por una vez, la Augusta Señora Tuon no le preocupaba en absoluto. Tenía una Aes Sedai escondida en la bodega de La Mujer Errante y a otras dos sujetas a la correa de damane, y todas esperaban que el jodido Mat Cauthon les salvara el cuello. No le cabía duda de que Teslyn informaría a la tal Edesina de todo el asunto tan pronto como tuviese oportunidad. Tres mujeres que podrían empezar a impacientarse si él no las llevaba muy pronto a un lugar seguro como por arte de birlibirloque. A las mujeres les gustaba hablar, y cuando hablaban mucho dejaban escapar cosas que más valía no decir. Las mujeres impacientes hablaban aún más que el resto. No sentía rodar los dados en la cabeza, pero casi podía escuchar el tictac de un reloj. Y la hora podría darla el hacha de un verdugo. Era capaz de planear batallas en sus sueños, pero esos viejos recuerdos no parecían de gran ayuda en este caso. Necesitaba una mente maquinadora, alguien acostumbrado a tramar y a pensar de un modo retorcido. Era hora de coger a Thom y sentarse a hablar con él. Y a Juilin.

Decidido a dar con cualquiera de los dos, se puso a tararear inconscientemente Estoy en el fondo del pozo. Bueno, lo estaba; y la noche empezaba a caer y la lluvia lo hacía con ganas. Como pasaba a menudo, otro nombre surgió de aquellos antiguos recuerdos, una canción de la corte de Takedo, en Farashelle, arrasada más de un milenio atrás por Artur Hawkwing. Pero, pese a los años transcurridos, la melodía no había sufrido apenas cambios. En aquel entonces se llamaba La última batalla de Mandenhar. En cualquier caso, encajaba jodidamente bien en su situación actual. Demasiado.

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